Capítulo 1

Poder. No había nada mejor. Ni el mejor chocolate de Partholon. Ni la belleza de un amanecer perfecto. Ni siquiera… No, no debería pensar en eso. Agitó la cabeza y cambió la dirección de sus pensamientos. El viento le revolvió el pelo. Normalmente se lo recogía, pero aquel día quería sentir el peso de su melena, y tuvo que admitir que le gustaba que flotara detrás de ella cuando corría, como si fuera la cola de color fuego de una estrella fugaz.

Su paso vaciló al perder la concentración, y Elphame recuperó rápidamente el control de sus pensamientos. Mantener la velocidad requería mantener también centrada la atención. El campo por el que estaba corriendo era relativamente llano, y carecía de rocas u obstáculos, pero no era inteligente distraerse. Con un mal paso podía romperse la pata, y sería tonta si creyera lo contrario. Durante toda su vida, Elphame había rechazado las creencias tontas, y el comportamiento estúpido. Las tonterías eran para gente que podía permitirse el hecho de cometer errores cotidianos, normales. Para ella no. No eran para alguien cuyo propio cuerpo decía que había sido tocada por la diosa, y que, por lo tanto, estaba aparte de lo que se consideraba cotidiano y normal.

Elphame respiró más profundamente y se obligó a relajar la parte superior del cuerpo. «Mantén la tensión en la parte inferior», se dijo. «Mantén la relajación en todo lo demás. Deja que la parte más poderosa de tu cuerpo haga el trabajo». Elphame notó que los músculos de sus piernas respondían. Braceó sin esfuerzo mientras sus cascos se clavaban en la suave alfombra de césped de aquel campo joven.

Era más rápida que cualquier humano. Mucho más.

Elphame se exigió más y más, y su cuerpo respondió con una fuerza sobrehumana. Tal vez no fuera tan rápida como un centauro en una distancia larga, pero muy pocos podrían vencerla en una carrera corta, tal y como decían sus hermanos con orgullo. Y con un poco más de trabajo, tal vez nadie pudiera ganarle. Aquella idea era casi tan satisfactoria como sentir el viento en la cara.

Cuando comenzó la sensación de quemadura, la ignoró, porque sabía que debía ir más allá del punto de simple fatiga muscular, pero comenzó a angular sus zancadas para que la carrera tomara un camino esférico. Así terminaría donde había comenzado.

Pero no para siempre, se prometió. No para siempre. Y se obligó a correr más.


– Oh, Epona -susurró Etain con reverencia mientras miraba a su hija-. ¿Es que nunca me acostumbraré a su belleza?

«Es especial, Amada», respondió la diosa, cuya voz resonó familiarmente por la cabeza de la Elegida.

Etain detuvo a su yegua plateada junto a los árboles que bordeaban un extremo del campo. La yegua movió la cabeza hacia atrás e irguió las orejas hacia su amazona; sus gestos eran la versión equina de una pregunta. Y Etain sabía que su yegua, la encarnación animal de la diosa Epona, le estaba haciendo una pregunta.

– Sólo quiero mirarla.

La diosa soltó un resoplido.

– ¡No estoy espiándola! -dijo Etain con indignación-. Soy su madre. Tengo derecho a verla correr.

La diosa echó hacia atrás la cabeza, como proclamando que no estaba tan segura de ello.

– Compórtate con respeto -dijo, moviendo las riendas de la yegua-. O te dejaré en el templo la próxima vez.

La diosa ni siquiera se dignó a resoplar, y Etain ignoró a la yegua, que a su vez la estaba ignorando a ella, murmurando algo sobre las criaturas ancianas malhumoradas, pero no lo suficientemente alto como para que la oyera. Después entrecerró los ojos y se los protegió del sol con la mano, para que nada interfiriera en su campo de visión.

Su hija corría a tal velocidad que la parte inferior de su cuerpo era un borrón; parecía que volaba sobre los brotes de trigo. Corría con una leve inclinación hacia delante, con una elegancia que siempre asombraba a su madre.

– Es la mezcla perfecta de centauro y humana -le susurró Etain a la yegua, que movió las orejas para oír las palabras-. Epona, eres muy sabia.

Elphane había completado el círculo imaginario de su camino, y estaba empezando a girar hacia el bosquecillo donde la esperaba su madre. El sol se le reflejaba en el pelo caoba oscuro. Brillaba y flotaba a su alrededor en mechones largos.

– Verdaderamente, no heredó ese maravilloso pelo liso de mí -le dijo Etain a la yegua, mientras intentaba meterse tras la oreja uno de los rizos, que siempre se le escapaban-. Tal vez los reflejos rojizos sí, pero el resto puede agradecérselo a su padre -prosiguió.

Y también podía agradecerle el increíble color oscuro de sus ojos. La forma alargada y redonda, sin embargo, era de Etain, y también sus pómulos altos y delicados. Sin embargo, Etain tenía los ojos verdes, y su hija los tenía como el azabache, igual que su padre. Aunque la forma física de Elphame no hubiera sido única, su belleza sería poco usual, y al unirlo a un cuerpo que sólo podía haber creado la diosa, el efecto era arrebatador.

Elphame comenzó a aminorar la velocidad, y cambió de dirección para dirigirse directamente hacia su madre.

– ¡Mamá! -exclamó alegremente, saludándola con la mano-. ¿Por qué no os unís a mí mientras hago el enfriamiento?

– De acuerdo, querida -le respondió Etain-, pero lentamente, ya sabes que la yegua se está haciendo vieja y…

Antes de que pudiera terminar la frase, la yegua se puso en marcha, alcanzó a la muchacha y se puso a su altura con un suave trote.

– Vosotras dos nunca os haréis viejas, mamá -dijo Elphame con una carcajada.

– Sólo se está luciendo delante de ti -respondió Etain, aunque acarició con afecto las crines de la yegua.

– Oh, mamá, por favor… ¿Ella se está luciendo? -preguntó Elphame, mientras miraba a su madre con una ceja arqueada. Etain llevaba un traje de amazona de cuero color crema que se le ceñía al cuerpo seductoramente, y algunas joyas brillantes.

– Ya sabes que llevar joyas es una experiencia espiritual para mí -dijo.

– Lo sé, mamá -respondió Elphame con una sonrisa.

El resoplido de la yegua fue sarcástico, y las carcajadas de Etain se entremezclaron con las de su hija mientras continuaban avanzando alrededor del campo.

– ¿Dónde he dejado mi pareo? -preguntó Elphame en un murmullo, mientras buscaba con la mirada cerca de los árboles-. Creo que lo puse en este tronco.

Etain vio a su hija buscando el resto de su ropa. Llevaba un peto de cuero sin mangas, que se le ceñía al pecho, y una pequeña banda de lino a modo de falda en las caderas, que se convertía en un triángulo por la parte delantera. Etain lo había diseñado para ella.

El problema era que, aunque el cuerpo musculoso de la muchacha estaba cubierto por un precioso pelaje de caballo de la cintura para abajo, y que tenía cascos en vez de pies, salvo por los extraordinarios músculos de la parte inferior de su cuerpo, era una mujer humana. Así pues, necesitaba una vestimenta que le concediera la libertad necesaria para ejercitar la velocidad sobrehumana que tenía por don, además de cubrirla decentemente. Etain y su hija habían experimentado con muchos estilos distintos antes de dar con aquella solución, que cubría ambas necesidades.

El resultado había funcionado bien, pero dejaba a la vista demasiado del cuerpo de Elphame. No importaba que las mujeres de Partholon siempre hubieran sido libres para mostrar su cuerpo. Etain desnudaba su pecho regularmente durante las ceremonias de bendición en honor a Epona, para dar a entender el amor de la diosa por la forma femenina. Cuando Elphame descubría sus patas terminadas en cascos, la gente la miraba con horror y reverencia a la vez, puesto que era evidente que estaba tocada por la diosa.

Elphame detestaba ser objeto de aquellas miradas.

Así pues, había adoptado la costumbre de vestir de manera conservadora en público, y sólo se quitaba las túnicas que llevaba normalmente cuando iba a correr, lo que hacía siempre a solas y alejada del templo.

– ¡Ah, ahí está! -exclamó, y se acercó a un tronco que no estaba muy lejos de ellas. Tomó la tela de lino, teñida del color de las esmeraldas, y comenzó a colocársela alrededor de la delgada cintura. Su respiración ya había recuperado el ritmo normal; la delgada capa de sudor de su piel ya se había secado.

Estaba en una forma espectacular. Tenía un cuerpo de líneas elegantes, atlético, pero muy femenino. Su piel oscura era sedosa, y sólo después de tocarla podía notarse que cubría unos músculos muy fuertes.

Sin embargo, poca gente se atrevía a tocar a la joven diosa.

Era alta; le sacaba varios centímetros a su madre, que medía un metro setenta centímetros. Durante su pubertad fue delgaducha y un poco torpe, pero pronto desarrolló las curvas y la plenitud de una mujer. La parte inferior de su cuerpo era la combinación perfecta de humana y mujer centauro. Tenía la belleza y el atractivo de una mujer, y la fuerza y la gracia de un centauro.

Etain sonrió a su hija. Desde el momento de su nacimiento había aceptado la singularidad de Elphame con un amor feroz y protector.

– No tienes por qué ponerte el pareo, El -le dijo.

– Sé que tú piensas que no es necesario, pero sí lo es. Para mí no es igual que para ti. A mí no me miran como a ti.

– ¿Alguien te ha dicho algo que te haya herido? ¡Dime quién ha sido, y conocerá la ira de una diosa! -exclamó Etain, con los ojos llenos de fuego verde.

– No necesitan decir nada, mamá.

– Preciosa mía… -dijo Etain, cuya ira desapareció-. Sabes que la gente te quiere.

– No, mamá. Te quieren a ti. A mí me idolatran y me adoran. No es lo mismo.

– Claro que te adoran, El. Eres la hija mayor de la Amada de Epona, y la diosa te ha bendecido de un modo muy especial. Deben adorarte.

La yegua avanzó hasta que pudo acariciarle el hombro a la joven con los labios. Antes de responder, El le rodeó el cuello con los brazos al animal y la acarició.

Después miró a su madre, y dijo con convicción:

– Soy diferente. Y, por mucho que tú quieras creer que encajo, para mí las cosas no son iguales. Por eso debo marcharme.

A Etain se le encogió el estómago al oír las palabras de su hija, pero permaneció en silencio para dejar que continuara.

– Se me trata como si fuera algo aparte. No es que me traten mal -añadió El apresuradamente-. Sólo, como si fuera algo aparte. Como si tuvieran miedo de acercarse a mí porque pudiera… no sé, hacerme añicos. O tal vez porque ellos pudieran hacerse añicos. Así que me tratan como si fuera una estatua que ha cobrado vida ante ellos.

«Mi preciosa y solitaria hija», pensó Etain, y notó el dolor familiar que le causaba el no tener solución para el sufrimiento de su primogénita.

– Pero nadie ama a las estatuas, al menos de verdad. Las cuidan, y las tienen en un lugar de honor, pero no las quieren.

– Yo te quiero -dijo Etain con la voz entrecortada.

– ¡Oh, ya lo sé, mamá! -exclamó la muchacha, mirando a Etain a los ojos-. Papá y tú, y Cuchulainn y Finegas y Arianrhod, todos me queréis. Sois mi familia, así que tenéis que hacerlo -añadió con una sonrisa rápida-. Pero incluso los miembros de tu guardia privada, que a ti te adoran incondicionalmente, y que darían la vida por ti, creen que yo soy intocable.

La yegua dio un paso hacia delante, y El se apoyó en ella. Etain tenía ganas de abrazar a su hija, pero sabía que Elphame se pondría tensa y le diría que ya no era una niña, así que tuvo que contentarse con acariciarle el pelo de seda, transmitiéndole el consuelo de Epona a través de sus manos.

– Por eso has venido aquí, ¿no es así? -le preguntó El en voz baja.

– Sí -respondió su madre-. Quería intentar convencerte, una vez más, de que no te vayas. ¿Por qué no te quedas aquí y ocupas mi lugar, El?

Su hija dio un respingo, y comenzó a negar con la cabeza con vehemencia. Etain continuó hablando, sin embargo.

– Yo he tenido un reinado largo, muy rico. Estoy dispuesta a retirarme.

– ¡No! -exclamó Elphame. Sólo con pensar en ocupar el lugar de su madre, sentía pánico-. ¡Tú no te vas a retirar! ¡Mírate! Aparentas muchos menos años de los que tienes, y te encanta celebrar los rituales de Epona. Además, la gente necesita que continúes. Y debes acordarte de lo más importante, mamá. El reino espiritual no está abierto para mí. Nunca he oído la voz de Epona, ni he sentido el roce de su magia… -la tristeza que le producía aquella verdad se le reflejó en la cara-. Nunca he sentido la magia.

– Pero Epona me habla a menudo de ti -dijo suavemente Etain, mientras le acariciaba la mejilla a su hija-. Ha velado por ti desde tu nacimiento.

– Lo sé. Sé que Epona me quiere, pero yo no soy su Elegida.

– Todavía no -matizó su madre.

Por única respuesta, Elphame se apoyó en el cuello de la yegua, mientras el animal la acariciaba afectuosamente con el morro.

– Sigo sin entender por qué tienes que marcharte.

– Mamá -dijo Elphame, que volvió la cabeza para mirar nuevamente a su madre-. Parece que me voy al otro lado del mundo. No sé por qué te molesta tanto que me vaya. He salido más veces de casa. Estudié en el Templo de la Musa, y eso no te molestaba.

– Era distinto. Claro que tenías que estudiar en el Templo de la Musa. Es donde se educan las mujeres más espectaculares de Partholon. Arianrhod está allí ahora -replicó Etain con una sonrisa de satisfacción-. Mis dos hijas sois espectaculares, y ésa es una de las razones por las que disfruto teniéndote a mi lado.

– Si me hubiera casado, habría tenido que irme a vivir al hogar de mi marido -dijo El.

– No hables como si no fueras a casarte nunca. Todavía eres muy joven. Tienes muchos años por delante.

– Mamá, por favor. No empecemos esta conversación otra vez. No hay nadie que sea como yo, y no hay nadie que quiera estar tan cerca de una diosa.

– Tu padre se casó conmigo.

Elphame sonrió con tristeza a su madre.

– Pero tú eres humana por entero, mamá, y además, el Sumo Chamán de los Centauros siempre es el compañero de la Amada de Epona. Él fue creado para amarte, es lo normal para él. Es evidente que Epona me ha marcado, pero no me ha elegido. No me ha enviado a ningún Chamán para que sea mi compañero. No creo que haya nadie, ni centauro ni humano, que fuera creado para amarme. No como os amáis papá y tú.

– ¡Oh, cariño! ¡No digas eso! Yo no lo creo. Epona no es cruel. Hay alguien para ti. Lo que ocurre es que todavía no lo sabe.

– Tal vez. O tal vez es que yo tenga que irme para encontrarlo.

– Pero ¿por qué allí? No me gusta imaginarte allí.

– Sólo es un sitio, mamá. En realidad no es más que un lugar en ruinas. Creo que ya es hora de que alguien lo reconstruya. ¿No te acuerdas de las historias que me contabas a la hora de dormir? Me dijiste que, en sus tiempos, fue un lugar hermoso.

– Sí, hasta que se convirtió en un lugar de muerte y mal.

– Eso ocurrió hace más de cien años. El mal ha desaparecido, y los muertos no pueden hacerme daño.

– Eso no lo sabes con seguridad -replicó Etain.

– Mamá -dijo Elphame, y la tomó de la mano-. El MacCallan era mi antepasado. ¿Por qué iba a querer hacerme daño su fantasma?

– Hay más gente que murió en la matanza del Castillo de MacCallan, aparte del Jefe del Clan, y de los nobles guerreros que dieron su vida intentando protegerlo. Y sabes que dicen que el castillo está maldito. Nadie se ha atrevido a entrar en esas ruinas, y mucho menos a vivir allí, durante un siglo -dijo Etain con firmeza.

– Pero tú siempre has atendido el altar de El MacCallan y has mantenido encendida la llama. Hemos mantenido viva la memoria de El MacCallan, aunque el clan fuera destruido. ¿Por qué te sorprende que quiera restaurar el castillo? Después de todo, yo también llevo su sangre en las venas.

Etain no respondió inmediatamente. Durante un instante, pensó en mentir a su hija, en decirle que la diosa le había transmitido la veracidad de la maldición del castillo. Pero sólo por un instante. Madre e hija habían tenido siempre una gran confianza, y Etain no quería destruirla ni aprovecharse de ella, y nunca mentiría sobre algo que le hubiera concedido Epona.

– No creo que El MacCallan quisiera hacerte daño, aunque es posible que su espíritu inquieto habite el castillo. Y admito que la maldición es una historia para asustar a los niños desobedientes. No es que tema por tu seguridad, es que no entiendo por qué debes ir con los trabajadores que van a despejar las ruinas. ¿Por qué no esperas hasta que esté todo limpio y habitable? Después podrás supervisar las últimas etapas de la reconstrucción.

– Necesito involucrarme en todos los aspectos de esto, mamá. Voy a reconstruir el Castillo de MacCallan y voy a ser su señora. La señora de un castillo y sus tierras. Tendré algo propio, algo en cuya creación he contribuido. Si no puedo tener un compañero e hijos propios, entonces tendré mi propio reino. Por favor, entiéndeme y dame tu bendición, mamá.

– Sólo quiero que seas feliz, preciosa.

– Eso me hará feliz. Tienes que confiar en que me conozco a mí misma, mamá.

«Debes dejarla marchar, Amada», dijo la diosa. Sin embargo, Etain se sentía como si le estuvieran clavando un cuchillo en el corazón. «Ella sabrá encontrar su propio destino, y yo la cuidaré».

Etain cerró los ojos y respiró profundamente. Después se quitó las lágrimas de las mejillas con el dorso de la mano.

– Confío en ti. Y siempre tendrás mi bendición.

Las arrugas de preocupación que se habían marcado en el rostro de Elphame se borraron.

– Gracias, mamá. Creo que éste es mi destino. Ya verás cómo será el Castillo de MacCallan cuando esté vivo otra vez -dijo, y después de acariciar a la yegua, añadió-: Vamos a darnos prisa. Tengo que terminar de hacer el equipaje. Se supone que nos vamos al amanecer.

Elphame fue charlando alegremente junto a su madre y a la yegua. Etain respondió adecuadamente a su conversación, pero no podía concentrarse en las palabras de su hija. Ya sentía el peso de su ausencia en el alma, como si fuera un agujero negro. Y, aunque aquella noche de finales de primavera era cálida, sintió un escalofrío en la espalda.

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