– ¡El! ¡Por aquí!
Cuchulainn les hizo señas con el brazo en alto a la Cazadora y a Elphame, para que se reunieran con él junto a la entrada del castillo.
Elphame estaba disgustada porque un paseo tan corto la hubiera fatigado tanto, pero irguió los hombros con cuidado y sonrió.
Mientras Brighid y ella se acercaban a su hermano, Brenna salió del castillo, limpiándose las manos en el delantal manchado de sangre.
– ¿Qué tal está la mano del trabajador? Espero que la herida no fuera grave -le preguntó Elphame a la Sanadora.
– Va a recuperarse, pero espero que ya no vuelva a sentir ganas de saludar a alguna muchacha atractiva mientras está cortando madera -dijo Brenna.
Después miró a Elphame con los ojos entornados, y se dio cuenta de que estaba muy pálida. Pese a sus protestas, le levantó la camisa para comprobar el estado del vendaje de su costado.
– ¿Está bien? -preguntó Cuchulainn, mirando por encima del hombro de Brenna-. ¿Mando traer una camilla?
– ¡No, no necesito ninguna camilla! -exclamó Elphame con enfado-. Lo que necesito es tomar un baño, comer algo y descansar en privado.
Brenna sonrió.
– Entonces, la sorpresa que te hemos preparado te va a gustar mucho.
– ¿De qué sorpresa estáis hablando?
– Ven con nosotros, hermana mía -le dijo Cu misteriosamente. La tomó del brazo y la condujo hacia el interior del castillo.
Por el camino, todos aquéllos que se cruzaban con ellos saludaban con alegría a Elphame, y ella respondía con amabilidad. Al llegar al corazón del castillo, se quedó impresionada por los cambios que habían sucedido en sólo cinco días.
El patio había renacido. La fuente borboteaba alegremente. Alguien había colocado grandes macetas con helechos del bosque a su alrededor. Había apliques en las paredes y las columnas, y en ellos, antorchas que iluminaban con fuerza y daban calor, y que le conferían un color dorado al castillo. El suelo estaba impecable, suave y limpio. Los años sólo habían conseguido realzar la belleza de la piedra.
– ¡Oh, Cu! ¡Los pilares!
Le apretó afectuosamente el brazo a su hermano antes de acercarse a la gran columna central. La habían restaurado amorosamente. La luz danzante de las antorchas acariciaba la talla de la piedra, que formaba nudos intrincados, pájaros, flores y yeguas encabritadas.
Y la piedra canturreaba con una voz resonante y musical, que resonaba en el alma de Elphame. Incluso sin tocarla, notaba su llamada.
Elphame se acercó al pilar, anhelando tener una comunicación más íntima con la piedra. Entonces, se dio cuenta de que había docenas de ojos observándola, y recordó que no estaba sola. Apretó los puños. ¿En qué pensaba? No podía hacer aquella actuación para el castillo entero.
Entonces oyó el sonido de los cascos de un centauro acercándose por el patio. Danann salió de entre el grupo de trabajadores que se había congregado allí.
– La piedra te está llamando. Es un don único, y no debes titubear a la hora de responder.
Elphame miró nerviosamente a Danann, y después, al resto de los presentes.
– No -dijo él, y bajó la voz para que sólo ella pudiera oírlo-. No fragmentes tu atención. Sólo puedes hacer una cosa. Cuando la piedra habla, tú debes responder. Estás destinada a ser La MacCallan. Tu castillo te ha llamado desde una gran distancia, y desde un gran lapso de tiempo. Ahora debes responder con el alma, además de con el cuerpo.
Elphame se humedeció los labios y tragó saliva. Aquellas palabras tenían todo el sentido para ella. Estaba vinculada a aquel castillo, a sus muros y a sus suelos y a sus columnas, y a los espíritus de su pasado. Deseaba aquel vínculo, su alma lo anhelaba.
Miró una vez más a Danann, y él asintió para darle ánimos.
Elphame se aclaró la mente y posó las manos sobre la columna central. La vieja piedra se hizo líquida bajo sus manos, y comenzó el calor. Aquel calor se intensificó rápidamente y se extendió por sus brazos, por su cuerpo entero, y la ráfaga de sensaciones le llenó la mente con un solo grito de alegría.
«¡Fe y fidelidad!».
A ella le dio un salto de alegría el corazón al reconocer el lema de los MacCallan, que las piedras del castillo, de su castillo, gritaban con una única y victoriosa voz. Elphame jadeó de felicidad. Se dio cuenta de que Cuchulainn se había acercado a ella, y de que Danann había posado su mano huesuda sobre el brazo del guerrero.
– Tu hermana está a salvo. Ella obtiene su fuerza de estas piedras.
Elphame oyó la voz del Maestro de la Piedra como si proviniera de un punto muy lejano, pero aquellas palabras se le clavaron en la mente.
¿Podía obtener fuerza de aquellas piedras? ¿Cómo era posible?
En cuanto se hubo formulado aquella pregunta, el calor que la había invadido cambió, se movió, reaccionó. Se incrementó tanto, que Elphame tuvo la sensación de que sus manos se hundían en la piedra, que se había hecho maleable por unos instantes.
La energía llenó su cuerpo, y Elphame bebió la fuerza de la piedra. El dolor de su hombro y de su costado desaparecieron, y la jaqueca que la había torturado durante días se evaporó.
Elphame cerró los ojos y respiró profundamente, concentrándose, tal y como Danann le había enseñado. Se concentró en su conexión con la piedra viviente. «Gracias. No sé por qué me habéis concedido este don mágico, pero gracias».
El espíritu de la columna central del castillo respondió.
«Llevamos mucho tiempo esperando el regreso de El MacCallan y el pulso de la vida entre nuestras murallas. Nos regocijamos porque has venido a reclamar tu derecho de nacimiento. ¡Observa lo que es tuyo, Diosa!».
Con una fuerza que casi la asustó, Elphame notó que sus sentidos aumentaban mientras su espíritu se unía al espíritu de la piedra. Hubo un momento de confusión y de vértigo mientras se acostumbraba a su nueva capacidad de percepción. Después se hizo una con el castillo. Sus muros se convirtieron en su piel, sus miembros eran las torres y su espina dorsal era aquella columna. Elphame sentía cada rincón, cada espacio del castillo. Eran de tejidos y de sangre, de su sangre. «Ésta es mi casa», se dijo, y la amorosa caricia de su pensamiento fluyó hacia los cimientos del Castillo de MacCallan. El hogar ancestral de su clan vivía una vez más.
Cuchulainn vio que el reino de los espíritus envolvía a su hermana. Por primera vez en su vida, vio a la diosa que había en ella, y por un momento, tuvo la sensación de que ante sí tenía a una extraña. Sabía que era lo que ella había deseado siempre, y sabía que debería sentirse feliz por Elphame, pero le entristecía casi tanto como le impresionaba.
Apartó los ojos de Elphame y observó a la gente y a los centauros que los rodeaban. Muchos de ellos habían unido las manos, y dos mujeres se habían puesto de rodillas. Todos los rostros reflejaban la reverencia y el amor que sentían por su hermana diosa. La seguirían a cualquier parte. «Nosotros», se corrigió, «la seguiríamos a cualquier parte».
En aquel momento, Elphame echó la cabeza hacia atrás, y con una voz magnificada por el poder de los espíritus del castillo, gritó las palabras que la llenaban.
– ¡Fe y fidelidad!
– ¡Fe y fidelidad!
Automáticamente, Cuchulainn unió su voz a la de Elphame, y pronunció el antiguo grito de batalla de los MacCallan, y pronto, todas las voces del castillo se fundieron con las suyas. El grito resonó por las murallas de piedra viva, y se extendió más allá, hacia el mar y el bosque.
– ¡Fe y fidelidad!