Capítulo 10

Cuchulainn estaba ensillando el caballo para ir a buscar a su hermana cuando las tres mujeres llegaron a la entrada de la Posada de la Yegua. Él iba a echarle un sermón a Elphame sobre el peligro de no hacer caso de su instinto de guerrero, pero al verlas lo olvidó.

Se estaban riendo y bromeando, las tres, lo que incluía a su solitaria hermana. ¡Estaba muy feliz! Y además, Cuchulainn vio algo que le sorprendió. La pequeña Sanadora iba a lomos de la Cazadora. Los centauros transportaban a humanos, sí, pero, normalmente, en situaciones de emergencia. La noble raza de los centauros no era de bestias de carga. Sin embargo, allí estaba la Cazadora, trotando despreocupadamente con una humana en la espalda. Cuchulainn estaba seguro de que los demás centauros del militante clan de los Dhianna habrían tenido un ataque de nervios si la hubieran visto.

Tuvo ganas de echarse a reír. También se preguntó si no habría juzgado con demasiada dureza a la Cazadora.

– ¡El! -dijo Cuchulainn, saludándola con la mano.

Ella le devolvió el saludo y les hizo un gesto a sus amigas para que la siguieran.

– Lo siento, Cu -le dijo con la voz entrecortada-. No queríamos tardar tanto, pero hemos encontrado una poza estupenda por el camino, y bueno… -Elphame se encogió de hombros y se retorció la melena para quitarse algunas gotas de agua.

¿Su hermana se había bañado con otras personas? Cuchulainn miró a la mujer centauro y a la Sanadora, y después a Elphame. Estaban húmedas. Las tres. Y estaban ruborizadas, y muy contentas consigo mismas.

– En realidad ha sido culpa mía -intervino la Cazadora, lanzándole a Cuchulainn una mirada de desafío-. Pensé que los humanos de Loth Tor no tendrían una bañera lo suficientemente grande para mí, y…

– Así que yo les sugerí que nos bañáramos antes de venir aquí -dijo Brenna con su voz suave y tímida-. Elphame nos recordó que debíamos apresurarnos.

– Ya veo -dijo Cuchulainn, rascándose la barbilla. Aquellas mujeres eran protectoras con su hermana, y él sonrió-. Ya veo que tendré que pasar más tiempo acechando en las pozas de la zona.

– Oh, Cu -dijo Elphame, arrugando la nariz-. No seas repulsivo.

– Bueno, no te estaría mirando a ti, muchacha -respondió Cuchulainn, imitando el acento de la zona.

Aquel acento le recordó a Elphame a El MacCallan, y le recordó también que debía contarle a su hermano lo que le había ocurrido con el espíritu de su ancestro.

– ¿Dónde vamos a comer, Cu? -le preguntó rápidamente.

Él señaló con la cabeza hacia la parte trasera de la Posada de la Yegua.

– Han colocado mesas fuera y van a sacar la comida -dijo, y miró significativamente a la Cazadora-. Parece que no hay sitio suficiente para darnos de cenar dentro.

Brighid emitió un sonido rudo, y Brenna tuvo que taparse la boca con la mano para disimular una risita.

– ¿Por qué no os adelantáis? -les preguntó Elphame-. Tengo que hablar del trabajo de hoy con Cuchulainn.

– Te guardaremos un sitio -dijo Brighid. La mujer centauro se detuvo e hizo una pausa, antes de añadir-: Y para tu hermano.

– Ya puedo bajar, Brighid -dijo Brenna.

Como no estaba segura de cuál era el protocolo adecuado para bajar del lomo de un centauro, comenzó a deslizar suavemente la pierna izquierda por la espalda de la Cazadora, pero antes de que bajara al suelo, sintió que una mano fuerte la agarraba. Brenna se volvió, esperando encontrarse a Elphame, que la estaba ayudando. Sin embargo, se encontró mirando directamente a los ojos azules de Cuchulainn.

– ¿Puedo ayudarte a desmontar?

– Yo… eh… yo…

Brenna tuvo que luchar contra el impulso de ocultar la parte derecha de su rostro. Tragó saliva. Había trabajado junto a Cuchulainn la mayor parte del día. Él sabía cómo era. No tenía por qué ocultarse.

– Sí. Sí puedes -consiguió decir finalmente.

Cu levantó a la Sanadora del lomo de Brighid. Era tan ligera, que parecía que tenía los huesos llenos de aire. Y su pelo húmedo olía a lluvia y a hierba fresca. La depositó suavemente en el suelo, y después le hizo una reverencia galante, pero ella ni siquiera lo estaba mirando. La Cazadora y Brenna ya estaban caminando hacia la posada. La brisa le llevó la voz dulce de Brenna.

– Gracias, Brighid. Siento haber sido tan mala amazona. Nunca se me ha dado bien montar…

– ¿Qué estás mirando con tanto interés? -le preguntó Elphame a Cu, dándole un golpecito en el hombro.

– ¿Una mujer centauro del clan de los Dhianna ha traído a una humana a sus espaldas?

Su hermana arqueó una ceja.

– Sí.

– ¿Y no os perseguía ningún Fomorian?

– No me he dado cuenta, pero tal vez debieras volver a echar un vistazo. Yo te guardaré un sitio en la mesa -respondió Elphame inocentemente, y se echó a reír al ver la expresión de su hermano-. Era más fácil, Cuchulainn. Brenna no podía seguir nuestro ritmo, y teníamos mucha prisa porque tengo un hermano excesivamente protector y molesto que me vigila constantemente. Así que Brighid se ofreció a traerla. Yo no podía traerla a hombros. Era lo más lógico.

– Si no eres un centauro del clan de los Dhianna. Entonces, lo lógico hubiera sido dejar que la mujer tuviera que correr.

Elphame se enfadó.

– Si Brighid fuera así, no estaría aquí. Quiero que le des una oportunidad. Es mi amiga.

«Es mi amiga». Cuchulainn nunca había oído a su hermana pronunciar aquellas palabras, y oírlas era un milagro que hizo que su desconfianza en la Cazadora le pareciera algo mezquino, egoísta.

– Lo siento, El -le dijo a su hermana-. Tienes razón. Lo único que encuentro realmente ofensivo de la Cazadora es su apellido -explicó. Aunque tampoco le gustaba el tono sarcástico que reservaba para hablar con él, pero al mirar a su hermana a los ojos supo que no debía mencionar eso.

– Entonces, ¿vas a darle una oportunidad? -le preguntó ella esperanzadamente.

– Por supuesto, El. Y tengo que admitir que tal vez haya estado un poco intranquilo porque he tenido un presentimiento vago, inquietante, que no he podido definir. Tal vez sólo sea el anuncio de los cambios que tú estás a punto de experimentar lo que me tiene incómodo.

– ¿Cambios? ¿A qué te refieres?

– Es evidente que has elegido el camino correcto en tu vida. Perteneces al Castillo de MacCallan, El, incluso las piedras te han dado la bienvenida. Y, mírate. Estás riéndote en público, y haciendo amigas.

A Elphame le brillaron los ojos de alegría.

– Estoy haciendo amigas -repitió.

– Puede que haya tenido una reacción un poco exagerada antes -dijo él-. Supongo que he oído demasiados cuentos de niños sobre los espíritus de los muertos y las maldiciones que pesan sobre ese castillo. Intentaré relajarme.

¿Cuentos de niños? Elphame observó a su hermano. Él le estaba sonriendo con una expresión abierta, de agrado, que daba a entender, mucho más que sus palabras, que Cuchulainn confiaba por fin en que ella debía estar en el Castillo de MacCallan. Así pues, ¿qué ocurriría si le contaba que había tenido un encuentro con el espíritu del mismo MacCallan? Elphame sabía lo que iba a ocurrir. Cuchulainn rechazaba y desconfiaba del reino de los espíritus. Siempre lo había hecho, aunque tuviera poderes. Si ella le hablaba de la visita del espectro, sin duda él volvería a ser obsesivamente protector con ella.

Además, Elphame no entendía por qué se le había aparecido El MacCallan. Su visita le había parecido algo benevolente, y verdaderamente, él parecía tan galante en espíritu como le describía la historia. Le había dicho que ella era la nueva MacCallan. Sin embargo, ¿qué significaba de verdad su visita? ¿Estaba dándole la bienvenida, o vigilándola?

No podía contarle a Cu que había estado con el espectro de El MacCallan. Por lo menos, no podía decírselo aquella noche. Esperaría a que estuvieran más asentados en el castillo, y a que supiera más de los motivos de El MacCallan. Tal vez su espíritu volviera a aparecérsele. Si no lo hacía, ¿para qué iba a preocupar a su hermano innecesariamente?

– El -dijo Cuchulainn-. ¿Me has oído? He dicho que iba a intentar relajarme un poco.

– Te he oído, sí -respondió ella rápidamente-. Es que estoy asombrada al ver que has admitido que te equivocabas. Ahora, si puedes dejar de perseguir a las mujeres y sentar la cabeza, y tener varios hijos, mi vida sería completa.

– Me das miedo cuando hablas así, porque te pareces demasiado a mamá. Ten cuidado, o se te quedará la voz así.

– Ahora soy yo la que está asustada -dijo ella con una sonrisa-. Vamos a cenar.

– Con tus amigas.

– Sí. Con mis amigas.


– Las estrellas brillan mucho más aquí que en el Templo de Epona -dijo Elphame.

– Eso es porque Loth Tor irradia menos luz que el templo -dijo Cu.

– Deberíais ver las estrellas en las Llanuras de los Centauros. Algunas veces brillan más que las llamas -dijo Brighid.

– Nunca he estado en las Llanuras de los Centauros, pero suena muy bonito -respondió Brenna, en tono de somnolencia.

– Debes ir un día. Hay espacios abiertos en los que una puede correr durante días, sin parar.

Elphame vio la mirada de su hermano y cabeceó para que Cuchulainn se tragara el comentario antipático que iba a hacer. Suspiró. ¿Por qué le resultaba tan irritante la Cazadora? Parecía que Brenna le caía bien. De hecho era muy amable con ella. Sin embargo, desde que se habían acomodado en su pequeño campamento, parecía que Brighid y él no dejaban de molestarse.

Elphame se relajó en la colchoneta, que había dispuesto entre las raíces retorcidas de un enorme y anciano roble. Mientras escuchaba a Brighid, que le estaba describiendo con una voz suave las Llanuras de los Centauros a Brenna, miró con satisfacción las estrellas. Cu y ella habían elegido un claro en el bosque, donde los robles superaban a los pinos. Ella quería alejarse un poco del resto del grupo, pero no había sentido la necesidad de retirarse por completo, como la noche anterior. La cena había sido una experiencia muy agradable. Los centauros, los hombres y las mujeres habían charlado y se habían reído mientras se conocían los unos a los otros.

Brighid había recibido mucha atención por parte de los centauros. Bastantes de ellos se habían acercado a conocerla, y aunque ella había sido amable, se había mantenido distante, cordial pero desinteresada. Después de que se hubieran presentado, Cu le había expresado, en un susurro, su irritación a El, y había dicho que Brighid era la Princesa de Hielo. Elphame supuso que una Princesa de Hielo era un ser muy deseado.

– Eh -le susurró Cu-. Tienes una sonrisa tonta.

– No es una sonrisa tonta, es una sonrisa de felicidad.

– Duérmete, Elphame. Incluso tus amigas han dejado de hablar.

Ella miró las otras dos figuras, que se habían quedado en silencio, y se dio cuenta de que tenía mucho sueño.

– ¿Y tú cuándo te vas a dormir, Cuchulainn?

– Pronto, hermana mía.

Cuchulainn echó otro tronco al fuego y se apoyó en el árbol, mientras veía que su hermana cerraba los ojos y se quedaba dormida. Miró a las otras dos mujeres. Parecía que ambas estaban profundamente dormidas. La Sanadora estaba acurrucada de costado, de espaldas a él. La gente no la había molestado aquella noche. Él se había sentado a su lado para asegurarse de ello. Se dijo que aquel sentimiento de protección que estaba desarrollando hacia Brenna se debía a que era importante para su hermana, y parte de los juramentos que había hecho al convertirse en guerrero decían que protegería a aquéllos que necesitaran protección. Entonces recordó su olor, y cómo la había sentido entre los brazos al ayudarla a bajar de la mujer centauro.

Apartó la vista del cuerpo de Brenna y se topó con los ojos abiertos de la Cazadora. Notó que se ruborizaba bajo su mirada perspicaz.

– Yo haré el primer turno de vigilancia. Te despertaré cuando la luna esté en mitad del cielo -dijo ella, y sin esperar respuesta, se puso en pie y desapareció en el bosque como un duende plateado.

Cuchulainn oyó el ruido amortiguado que hacía la Cazadora mientras atravesaba los arbustos lentamente, recorriendo el perímetro de su pequeño campamento.

– Maldita Princesa de Hielo -murmuró-. Que haga su parte de la vigilancia. Se equivoca si piensa que va a poder discutir conmigo.

Cu intentó encontrar una posición cómoda, pensando en lo contento que iba a estar cuando pudiera dormir nuevamente en una cama, y en lo molesta que le resultaba la Cazadora, y cuánto trabajo tenían por delante… Pensando en cualquier cosa que pudiera distraerlo de la voz suave de la Sanadora del rostro lleno de cicatrices, que olía a agua de lluvia y a hierba fresca.


El sueño arropó a Elphame como un padre cariñoso, y ella soñó. En su sueño, corría por un bosque de robles iluminado por la luz de la luna. Respiraba profunda y rítmicamente, y el viento le azotaba la cara mientras los árboles quedaban atrás como algo borroso.

El terreno, libre de raíces y arbustos, comenzó a ascender suavemente, y ella se deleitó con el calor que invadía sus poderosos músculos mientras emprendía la subida. Salió del bosque y se encontró en un claro pequeño, y de repente, la niebla la envolvió. Con la respiración profunda y acelerada, Elphame se detuvo. La niebla la rodeó espesa y gris, y ella sopló. De repente, el color cambió, y se manchó de rojo.

Aquel color la atraía. Estiró los brazos y estiró los dedos. Lentamente, comenzó a girar, y la niebla acarició su cuerpo, y ella se dio cuenta de que estaba desnuda.

– Elphame… -oyó una voz que flotaba en el viento.

Era la voz de un hombre, pero ella no lo reconocía.

– Ven a mí, Elphame…

La voz no la asustó. Su sonido tocó algo en lo más profundo de su ser, y su cuerpo respondió con una intensa ráfaga de calor. La humedad de aquella neblina escarlata la llenó, lamió su piel y les dio vida a unos sentimientos que hasta aquel momento ella sólo había imaginado. La niebla se hizo más densa, y con ella, su deseo.

– Sí… -la voz del hombre la urgió seductoramente-. Deja que te ame.

Elphame se vio envuelta en una telaraña ligera y vaporosa, y en todo aquel punto donde entraba en contacto con su desnudez, su cuerpo se despertaba. No, pensó con asombro. No estaba en una telaraña, estaba protegida por unas alas.

– ¡Tiene alas! -dijo en voz alta, y el sonido de su propia voz la despertó de repente.


En los bosques oscuros que había al norte del Castillo de MacCallan, Lochlan se incorporó de golpe. Se había despertado de un sueño apasionado, y su cuerpo ardía de necesidad. Había soñado que estaba con Elphame, y por primera vez, ella había sentido también su presencia. Emergió de un salto del refugio que había hecho en una cavidad formada por salientes rocosos, y desplegó sus alas palpitantes. Comenzó un ascenso largo y arduo por un borde del risco, con desesperación por quemar su deseo acumulado.

Le ardía la cabeza. Le dolía tanto que pensó que iba a explotarle, pero mantuvo el control y se concentró en forzar su poderoso cuerpo hasta que el sudor se deslizó por su piel y su respiración se hizo entrecortada.

Había vivido tanto tiempo… Ciento veinticinco años. Aquella longevidad que había heredado de la raza Fomorian era una maldición. ¿Y quién sabía cuánto tiempo iba a seguir latiendo su corazón y bombeando la sangre negra de su padre, con aquella locura tentadora, por su cuerpo? La lucha. La lucha constante le pesaba.

«Ríndete», le susurró el dolor. «Deja de luchar. Deja que la locura te controle. Deléitate con tu poder». Lochlan podría acabar con el dolor aceptando su oscura herencia. Apretó los dientes. Y entonces, él se comportaría como la raza de su padre. No sería más que un animal rabioso o un demonio. Cualquiera de las dos descripciones sería exacta.

Quería más. Quería más para sí mismo y para su gente.

Elphame… Su nombre era como agua fresca para su alma sedienta.

Se habían encontrado en el reino de los sueños, Lochlan estaba seguro. Ella había oído su voz, y se había abierto a él. Él la había envuelto con sus alas y la había acariciado. Y ella lo había reconocido, o al menos, parte de lo que era. Lochlan lo había oído claramente.

«¡Tiene alas!».

La voz de Elphame todavía vibraba en él, y la sorpresa maravillada de su tono de voz lo llenó de esperanza y de alegría, e hizo que le resultara más fácil soportar el dolor de su cuerpo.

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