Elphame atravesó el patio principal devolviendo el saludo a todos los trabajadores que la saludaban. Se detuvo junto a la fuente, que borboteaba alegremente. Tenía que acordarse de encargarle a Danann que tallase un banco para poder sentarse allí y disfrutar de la belleza de la fuente allí mismo, en el corazón de su castillo. La mañana era gris y apagada, pero no podía amortiguar el brillo que relucía en su interior. Su sonrisa era un reflejo de la alegría secreta que sentía, y no se percató de que varios de los hombres que se dirigían al Gran Salón para desayunar se quedaban boquiabiertos ante su belleza. Elphame mojó los dedos en el agua de la fuente, pensando en lo mucho que había durado su baño de aquella mañana, para liberar su cuerpo de la tensión que le habían causado las relaciones sexuales de aquella noche.
Lochlan… Quería gritar su nombre y decirle a todo Partholon que amaba, y que era amada. Que había ocurrido de verdad, que Epona había creado a un compañero para ella. Que no tendría que pasar la vida solitariamente, llenando sus días con el reflejo del amor de los demás.
El clan de los MacCallan debía aceptar a Lochlan. ¿Y si no lo aceptaban? ¿Estaría ella dispuesta a renunciar a su posición de Jefa del Clan para marcharse a las Tierras Yermas con su amante? La idea le provocó un escalofrío. Con un suspiro, miró a la estatua de mármol que se parecía tanto a ella.
– ¿Qué harías tú si estuvieras dividida entre dos mundos? -le preguntó en un susurro.
– ¡Hermana mía!
La voz resonante de Cuchulainn sobresaltó a Elphame, que se volvió con el ceño fruncido. Sin embargo, al ver a Brenna caminando a su lado, tomada de su mano, sonrió de felicidad. Cuchulainn tenía el pelo mojado, y llevaba la lobezna en su túnica.
– Buenos días, Elphame -dijo Brenna.
Por su rubor, Elphame se dio cuenta de que la Sanadora estaba conmovida. Se imaginaba lo emocionante que debía de ser todo aquello para ella.
Como Elphame, Brenna no esperaba encontrar el amor, y lo había hallado en un lugar muy común. Era, por decirlo de algún modo, un giro del destino al que había que acostumbrarse.
– Buenos días, Brenna -dijo con afecto-. Me alegro de verte, aunque parece que has estado en compañía de individuos cuestionables y animales salvajes.
– Seriedad, El -dijo Cuchulainn-. Va a pensar que lo dices de verdad.
Elphame sonrió a Brenna.
– Lo digo de verdad.
Brenna le devolvió la sonrisa, y su rostro perdió algo de rubor.
Cuchulainn carraspeó en aquel momento, y para sorpresa de Elphame, soltó la mano de Brenna y se arrodilló frente a ella. Elphame lo miró con una ceja arqueada pero, al ver su expresión grave, no dijo nada y esperó.
– Elphame, vengo a pedirte permiso formal para cortejar a Brenna. Deberías saber que mis intenciones son honorables y que quiero casarme con ella.
Elphame tuvo ganas de gritar de alegría y de rodearle a su hermano el cuello con los brazos, pero no iba a atentar contra la solemnidad de su petición, y no sería irrespetuosa con su amiga, que estaba esperando en silencio la respuesta que le demostraría si era aceptada o rechazada. Elphame miró a Brenna.
– ¿No tienes padre ni madre vivos, a quienes Cuchulainn pueda dirigirse para pedirles permiso?
– No. Yo era hija única, y mis padres murieron hace una década.
– Entonces, lo adecuado es que yo conceda este permiso, por mi posición de Jefa del Clan. Brenna, ¿aceptas el cortejo de Cuchulainn? Y, antes de que respondas, he de decirte que te apoyaré, sea cual sea tu respuesta.
Brenna miró al guerrero, que estaba arrodillado delante de ella. Él no se volvió a mirarla, sino que mantuvo la vista fija en su hermana. Brenna se dio cuenta de que tenía los hombros tensos, y eso era porque estaba preocupado por su respuesta. El hecho de que él no diera por sentado lo que iba a responder llenó su corazón de alegría, y tuvo que pestañear para que no se le cayeran las lágrimas. Cuchulainn la había elegido por encima de las demás mujeres, y en aquel momento estaba esperando para saber si ella lo aceptaba a él.
– Sí -respondió Brenna con la voz clara-. Acepto el cortejo de Cuchulainn con todo mi corazón.
– Entonces, como Jefa del Clan, te doy permiso para cortejar a Brenna, Cuchulainn. Y como hermana, quiero que sepas lo feliz que me ha hecho tu elección.
Entonces, siguiendo un impulso, elevó los brazos por encima de su cabeza, hacia la luz de la mañana.
– Pido a Epona que bendiga esta unión.
En cuanto Elphame invocó el nombre de la diosa, sintió una descarga de poder en el cuerpo. Durante una respiración, pareció que el tiempo se detenía. En aquel momento helado, Elphame sintió una gran tristeza y oyó el sonido de un llanto.
Pestañeó, y la ilusión pasó, pero le dejó un sentimiento de pérdida y de frío en la sangre. Cuchulainn la estaba observando con una expresión extraña, y Elphame disimuló rápidamente su angustia dándole unos golpes en el hombro a su hermano.
– Levántate, Cuchulainn, has elegido bien.
Los miembros del clan que se habían detenido a mirarlos prorrumpieron en gritos de alegría. Pronto, los tres estuvieron rodeados de gente que les daba la bienvenida, y para Elphame fue fácil deshacerse del extraño sentimiento que le había provocado su visión.
– El, ¿sabes lo que significa esto? -le preguntó Cu, mientras pasaba un brazo por los hombros de Elphame y el otro por los hombros de Brenna-. Que tenemos que avisar a mamá. Si se entera por terceros, nunca nos dejará en paz.
Elphame sonrió al percibir la ironía de lo que decía su hermano.
– Sí, vamos a avisar a mamá. Estaba pensando que ya es hora de que venga a hacernos una visita.
Elphame estaba sola en la torre. En aquella ocasión no estaba en el balcón que daba al bosque. Se había asomado a una de las ventanas que miraban al Mar de B’an. El día no se había despejado. Sólo se había aclarado lo suficiente como para poder iluminar la tormenta que se estaba acercando desde el oeste. Una masa de nubes enormes e hinchadas de lluvia se acercaba hacia la costa. Elphame y Cuchulainn habían ordenado al clan que comprobaran las ataduras de las tiendas, e incluso habían trasladado varias de ellas al interior de los muros del castillo. El trabajo de reconstrucción se interrumpió mientras se preparaban para aquella tormenta de primavera.
Los relámpagos atravesaban el cielo y después se clavaban en la superficie del mar. Elphame recordó otra noche llena de lluvia, truenos y dolor, la noche de su primer encuentro con Lochlan. Sabía que debería maldecir aquella tormenta porque retrasaba el trabajo en el castillo, pero no podía negar la emoción que le causaba el estallido de los relámpagos. Iría a verlo, y sólo tenía que esperar a que comenzara la lluvia para hacerlo. No le había resultado difícil conseguir quedarse a solas, aunque se sentía un poco culpable por haberle dicho a Brenna que tenía jaqueca de nuevo. La Sanadora le había asegurado que se debía al cambio de tiempo, que irritaba su herida, y le había preparado una tisana para que la ayudara a conciliar el sueño. Por supuesto, Elphame no se la había tomado. Brenna no iría a verla hasta por la mañana. La mirada ardiente de Cuchulainn y las palabras que le susurraba a la Sanadora le habían dejado bien claro a Elphame que los dos amantes estarían muy ocupados aquella noche.
«¿Crees que la torre es un buen lugar para pensar, muchacha?».
En aquella ocasión, el sobresalto que le causó la aparición del espíritu fue muy breve, y Elphame se dio cuenta de que debía de estar esperando su compañía.
– Sí, creo que sí. ¿Tú venías aquí a menudo?
«Pues sí. Sobre todo cuando tenía un problema que no me dejaba estar tranquilo».
– ¿Siempre quisiste ser El MacCallan?
«Sí».
– ¿Y nunca tuviste el deseo de huir?
«Sí, muchacha», respondió él, con una sonrisa llena de comprensión.
– Pero no lo hiciste.
«Y tú tampoco lo harás. Ser La MacCallan está en tu sangre. No puedes negar tu futuro, como yo no podía escapar del mío. Recuérdalo, chica. El destino puede ser cruel. A veces nos depara una gran tristeza, además de alegrías».
– Hoy, Cuchulainn declaró su intención de cortejar a Brenna y casarse con ella. Y ella lo aceptó.
El viejo espíritu asintió pensativamente, pero permaneció en silencio.
– Yo le pedí a Epona que bendijera su unión -continuó Elphame-, pero tuve un sentimiento extraño.
«¿Extraño?».
– Extraño, inquietante. Oí un llanto, y me invadió una gran tristeza. Después, todo se fue tan rápidamente como había llegado.
El fantasma se giró y miró hacia el mar.
«¿Los demás vieron esa señal?».
– No. Creo que nadie se dio cuenta de nada. Todos comenzaron a gritar de alegría. Cu no dijo nada al respecto, y Brenna estaba resplandeciente de felicidad.
El fantasma se volvió hacia ella.
– Epona me envió la señal sólo a mí. La diosa me está preparando para lo que va a suceder.
«Es sólo responsabilidad de La MacCallan. Y tu fuerza será necesaria cuando llegue el momento».
– ¡Podría detenerlos! -exclamó Elphame, sintiendo frío y náuseas-. Soy La MacCallan, y podría prohibir su unión.
«¿Y a qué precio, muchacha? No puedes engañar al destino, pero puedes causar mucha infelicidad si lo intentas. Conozco tu dolor. Yo tenía una hermana, una muchacha joven a la que quería con todo el corazón. Ojalá hubiera podido ahorrarle el dolor a Morrigan».
A Elphame se le aceleró el corazón. Su hermana, la madre de Lochlan. ¿Lo sabía? ¿Qué era lo que le estaba intentando decir?
El fantasma volvió a mirar al mar.
«Prepárate para la tormenta. Se está acercando».
Antes de que ella pudiera seguir haciéndole preguntas, el fantasma se desvaneció y desapareció de la torre. Elphame se quedó hundida en la tristeza. Sonó un trueno, y el cielo se abrió finalmente y acribilló al castillo a gotas de lluvia. Elphame se dio la vuelta y comenzó a bajar las escaleras con los hombros encorvados. Se sentía fría y vacía, no fuerte, como debería sentirse La MacCallan. Se sentía como una hermana asustada.
«Tu fuerza será necesaria cuando llegue el momento».
Las palabras del fantasma resonaron incesantemente por su cabeza. Necesitaba paz…
Y sólo había un lugar donde podía encontrarla aquella noche.