Capítulo 22

Despertar en su propia habitación fue un verdadero placer, y más hacerlo a causa de los ruidos que hacían los trabajadores mientras retomaban las tareas de la restauración del castillo. Elphame se estiró lentamente para probar el dolor de su costado y el hombro. Con satisfacción, se acarició el corte. Ya no le dolía, sino que sentía entumecimiento y picor. ¿Sería demasiado hedonista por su parte el hecho de empezar el día con un largo baño en su piscina privada? Sonrió. No, si lo convertía en un baño corto. Se dirigió hacia las escaleras y aminoró el paso al sentir que estaban resbaladizas. No quería pensar en lo que diría Cuchulainn si se tropezara y se cayera de nuevo. Para guardar el equilibrio, apoyó las manos en las paredes rugosas de piedra, y al instante, estableció conexión con el espíritu del castillo.

«Tu hogar», le dijo el espíritu. «El Castillo de MacCallan es tu hogar».

El castillo la llenaba de una maravillosa sensación de pertenencia. ¿Alguna vez había sido feliz? No, creía que no. Antes de llegar a aquel castillo, su felicidad era insignificante, comparada con la alegría adulta que sentía en aquellos momentos. Ojalá pudiera completar su hogar…

Lochlan. Aquel nombre invadió su mente.

Tenía que encontrar la manera de poder reunirse en secreto con él. Tenía que pasar tiempo con él si quería averiguar con certeza si… ¿Cómo lo había dicho El MacCallan?

Saber si sólo a su lado podía hallar la paz. Y después, ¿qué? Frunció el ceño. Ya se ocuparía de aquel problema cuando llegara el momento. Tenía que dar pasos cortos, lograr una cosa y después otra.

Tal vez, una vez instalada en su dormitorio privado, las cosas fueran más fáciles. Tenía mucha más privacidad y quizá podría salir del castillo a hurtadillas para ir en su busca.

De repente, las piedras se calentaron bajo su mano, y la sensación de cosquilleo que tenía en los dedos se intensificó. Elphame siguió bajando hacia el baño maravillada, y volvió la cara hacia el muro de piedra. Posó ambas manos sobre la piel áspera del castillo y repitió su último pensamiento en voz alta.

– ¿Hay algún modo para poder salir del castillo a hurtadillas e ir en su busca?

Tal y como había sucedido la noche anterior, Elphame observó que un hilo dorado se desenrollaba dentro de la piedra, bajo sus palmas. Y como un relámpago, se retorció y se movió como una serpiente alrededor de la habitación hasta que se detuvo en un disco delgado de oro incandescente, que resplandecía en el extremo opuesto de la sala del baño. Sin romper la conexión de las manos con la piedra, Elphame recorrió la circunferencia de la habitación, siguiendo el hilo palpitante.

El disco estaba situado a la altura de sus ojos. No había antorchas que iluminaran aquella zona, así que el brillo del disco era asombroso. Elphame tocó aquella parte de la piedra donde estaba situado. No era áspera, como el resto del muro, sino suave, y del tamaño de la palma de su mano. Sobresalía ligeramente del resto de la pared, como si fuera un botón de piedra. Deslizó las manos a su alrededor, y después, siguiendo un impulso, lo apretó.

Entonces, con el sonido de una exhalación, se abrió una parte del muro que tenía el tamaño de una puerta. Elphame, sin poder dar crédito a lo que estaba ocurriendo, asomó la cabeza y se encontró con un túnel oscuro y que olía a humedad.

– ¡Elphame! -dijo Brenna desde la habitación-. ¿Estás ahí abajo?

Elphame comenzó a tirar de la puerta de piedra para intentar cerrarla.

– ¡Sí! ¡Ahora mismo subo!

Encontró el disco suave de nuevo, y lo apretó. Vio con alivio que la puerta se deslizaba silenciosamente y volvía a su lugar.

– Increíble -murmuró antes de subir las escaleras rápidamente, para reunirse con la Sanadora.

Más tarde, se prometió Elphame cuando estuviera a solas, exploraría su nuevo descubrimiento.

– ¡Buenos días! -dijo Brenna cuando Elphame salió de la habitación del sótano.

Elphame se dio cuenta de que su tono animado contrastaba con las ojeras marcadas de su amiga.

– Buenos días. Tienes cara de cansancio. ¿No has dormido bien?

La Sanadora comenzó a mover la bandeja que había dejado sobre la mesa.

– Estoy muy bien. Lo que debería preocuparte es tu propio sueño, sobre todo después del día tan ajetreado que tuviste ayer -le dijo a Elphame. Después le hizo una indicación para que se sentara y le tomó el pulso con una mano mientras estudiaba sus ojos y le palpaba con cuidado la cabeza y el hombro-. Esta mañana estás muy bien. Deja que vea la herida de tu costado.

Elphame se levantó el camisón y Brenna observó cuidadosamente a su amiga mientras asentía. Era evidente que estaba satisfecha con el progreso de la herida. Aplicó un bálsamo calmante sobre el corte. Brenna estaba cansada; cansada y triste. Elphame tenía que averiguar qué era lo que le había ocurrido.

– No quería marcharme anoche -le dijo-. Fue una celebración estupenda. Parecía que todo el mundo lo estaba pasando muy bien.

Brenna emitió una respuesta vaga, y Elphame tuvo la sensación de que su amiga fruncía los labios.

– ¿Ocurrió algo especial después de que me retirara? -prosiguió.

– No. Sólo hubo música y baile. No me quedé mucho tiempo.

Elphame arqueó las cejas.

– ¿De verdad? Eso me sorprende. Creía que lo estabas pasando bien.

– No. Sí. Quiero decir que sí lo estaba pasando bien. Pero era tarde, y estaba cansada, así que me fui a la cama.

Su despreocupación era fingida, y no la miraba a los ojos. ¿Cómo podía conseguir Elphame que Brenna confiara en ella?

Recordó la conversación que había tenido con El MacCallan. La confianza y el amor iban unidos, y para que hubiera confianza tenía que haber verdad. Debería decirle a Brenna la verdad y demostrarle que podía confiar en ella.

– Anoche subí a la Torre de la Jefa del Clan -dijo suavemente.

Brenna la miró con el ceño fruncido.

– No deberías haberlo hecho. Sé que te encuentras mucho mejor, pero tienes que tener cuidado y no esforzarte demasiado.

– Ya lo sé, ya lo sé. Tengo cuidado.

– Bueno, por lo menos no has sufrido ningún daño -dijo Brenna, y se alisó las arrugas del camisón-. Pero esta mañana no deberías bañarte -añadió, y sonrió al ver la cara de pocos amigos de Elphame-. Esta noche. Puedes bañarte de nuevo esta noche. Y ten cuidado de ponerte este ungüento de nuevo cuando te hayas secado bien la herida. Y ahora -le dijo con energía, mientras se limpiaba las manos en el delantal y se volvía hacia la mesa-, te he traído una buena tisana y el desayuno.

– Me beberé tu horrible poción si te sientas y desayunas conmigo.

– Muy bien -dijo Brenna, que se había llevado una agradable sorpresa-. Me encantaría desayunar contigo -añadió, y miró a Elphame con picardía-. Además, creo que hoy mi horrible poción te va a resultar bastante agradable. Le he puesto escaramujos y miel.

– Me mimas demasiado -respondió Elphame, mirando dubitativamente la tetera.

– Cualquier cosa por La MacCallan -dijo Brenna, e hizo una pequeña reverencia mientras sonreía a la Jefa del Clan.

Después, Elphame esperó hasta que la Sanadora hubo servido dos tazas de tisana y hubiera empezado a comer uno de los bocadillos de queso y carne del desayuno, antes de empezar a hablar.

– Las vistas desde la torre son espectaculares.

– Sí, ya lo sé -respondió Brenna-. Brighid no pudo subir, porque las escaleras son demasiado estrechas, así que se empeñó en que subiera yo y le contara todo lo que había visto arriba.

Elphame asintió, intentando no ser impaciente y soltar apresuradamente todo lo que quería decir.

– ¿Te has dado cuenta de lo bien que se puede ver a todo el que se aleja y se acerca al castillo?

– Sí. Seguramente, ésa fue la principal intención de quien la construyó. Quería que El MacCallan pudiera vigilar sin ser detectado con facilidad.

– Yo también lo creo -dijo Elphame, y carraspeó ligeramente-. En realidad, eso es exactamente lo que yo hice anoche.

– ¿De veras? -preguntó Brenna con curiosidad-. ¿Y viste algo interesante?

– Te vi salir del castillo -respondió Elphame con suavidad-. Estabas muy disgustada.

– No, no. Sólo estaba cansada.

– No. Era algo más que eso. Algo te había hecho daño. Mucho daño. ¿No confías en mí lo suficiente como para contarme qué fue?

A Brenna se le llenaron los ojos de lágrimas.

– Claro que confío en ti, Elphame. Eres mi amiga. Lo que ocurre es que me siento como una tonta.

Elphame le estrechó una mano.

– Por lo menos, tú no te has caído por un barranco y te has abierto la cabeza.

Brenna suspiró.

– En realidad, también me he caído, en cierto modo…

Su contestación se vio interrumpida por la aparición de Cuchulainn en el dormitorio.

– ¡Despierta, hermana mía! No puedes pasarte todo el día en la…

Cu se quedó callado al ver a Brenna. Elphame vio que la expresión de su amiga cambiaba, y que miraba con asombro a Cuchulainn. Brenna apartó su mano de la de Elphame, inclinó la cabeza y se puso a mirar la mesa. Fue muy fácil ver el dolor, puro y feroz, que se reflejó en su rostro, antes de que ella lo enmascarara todo con su velo de pelo negro.

– No sabía que estabas aquí, Brenna. De haberlo sabido no habría venido sin avisar. No quería interrumpiros.

Elphame miró a su hermano. Su expresión, como su voz, era la de un niño arrepentido. Miraba a Brenna con tristeza. Elphame se volvió de nuevo hacia Brenna. La Sanadora seguía mirando a la mesa con fijeza, ignorando a Cuchulainn.

Había sido Cu quien le había hecho daño a Brenna la noche anterior. Elphame pensó que debía tener una conversación muy seria con su hermano. ¿Cómo le había llamado El MacCallan? «Borrico». Tenía que admitir que tal vez el viejo espíritu tuviera razón.

– Cu, tienes que aprender a llamar a la puerta. Pero ahora que ya estás aquí, siéntate. Hay mucha comida, y aunque tengas modales de bárbaro, puedes sentarte a desayunar con nosotras.

Brenna se puso en pie tan rápidamente que su silla cayó al suelo.

– Tengo que irme. Todavía no he ido a visitar al trabajador que tiene la mano herida. Necesito cambiarle la venda -dijo, mientras pasaba por delante de Cuchulainn sin mirarlo.

– Espera, Brenna. Seguro que tienes tiempo para terminar el desayuno.

– No, debo irme. Vendré a verte después de la cena para inspeccionar de nuevo tu herida. No te esfuerces demasiado hoy, Elphame -añadió mientras salía por la puerta, como si no pudiera esperar.

Cuchulainn se quedó inmóvil.

Elphame frunció el ceño y cabeceó.

– ¿A qué esperas? ¡Ve tras ella! Anoche llegaste demasiado tarde, intenta hacerlo mejor ahora.

Cu se quedó asombrado.

– ¿Cómo lo sabes?

– Te lo explicaré después. Vete.

Él asintió y sonrió con tristeza. Le sopló un beso a Elphame desde la puerta.

– Gracias, hermana mía.

– Arregla lo que hayas hecho mal -murmuró ella mientras la puerta se cerraba.

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