Elphame miró a su alrededor mientras se frotaba las manos, en las que todavía sentía un cosquilleo. Se sentía exultante debido a la comunión con los espíritus de la piedra, y le resultaba imposible estar quieta. Estaba llena de fuerza, de esperanza y alegría, pero miró con cierta inquietud a la gente que la rodeaba. Se preparó para su reacción ante lo que acababan de presenciar. Sí, habían respondido a su grito, y se habían dejado llevar por la magia del momento, pero ¿a qué precio? ¿La verían como la Jefa del Clan y la aceptarían, o comenzarían a rehuirla de nuevo? O, peor todavía, ¿intentarían adorarla?
La pequeña jefa de mantenimiento, Meara, fue la primera en hablar. En sus mejillas se formaron dos hoyuelos cuando sonrió y le hizo una reverencia a Elphame.
– Yo he supervisado la limpieza de las columnas -dijo, al principio, con la voz vacilante, pero después superó el nerviosismo y continuó con calma-: Restauré la columna central con mis manos. No puedo comunicarme con los espíritus de la piedra como tú, pero juro que he podido sentir su fuerza, y su bienvenida -explicó. Impulsivamente, le tomó la mano a Elphame y se la estrechó-. Tenías razón. Ésta es nuestra casa. Las mismas piedras nos dan la bienvenida.
Elphame sintió una fuerte avalancha de emociones, e intentó encontrar la voz para responder.
Un joven se acercó a Meara. Le hizo una reverencia a Elphame; era uno de los hombres que la había puesto sobre el lomo de Brighid la noche de su accidente. Pero antes de que Elphame tuviera ocasión de saludarlo, él se puso de rodillas, la miró a los ojos y comenzó a hablar con la pasión de la juventud.
– Nunca he tenido un hogar propio. Soy el más pequeño de diez hijos, y durante toda mi vida me he sentido desplazado, como un vagabundo. Creo que muchos de nosotros nos hemos sentido así -dijo. Hizo una pausa y miró a su alrededor, a los demás humanos y centauros. Varias cabezas asintieron, y Elphame oyó un murmullo general de acuerdo-. Pero ya no será así. No nací en el clan de los MacCallan, pero como he trabajado para reconstruir sus muros, yo también siento la atracción de la piedra. Encajo aquí como nunca había encajado en otro sitio. Este castillo es un cimiento para mí, y si La MacCallan me acepta, le juraré lealtad y llevaré con orgullo el nombre del clan hasta mi muerte y más allá, si ella me lo concede.
– ¡Yo también! -dijo alguien a la derecha de Elphame, y otro hombre se puso de rodillas.
– ¡Y yo!
– ¡Yo también!
Elphame vio abrumada que todas las criaturas, incluida la orgullosa Dhianna, se ponían de rodillas, hasta que sólo Cuchulainn y Danann permanecían en pie. Entonces, Cu se acercó a su hermana.
– Yo ya pertenezco al clan de los MacCallan, pero en este día me uno a todos los que te están jurando lealtad, hermana mía -dijo, y se arrodilló ante ella.
– Hace décadas yo juré lealtad al Templo de Epona, y ése es un lazo que no puedo romper -dijo Danann lentamente-. Pero reconozco que eres la heredera legítima del clan de los MacCallan, y me ofrezco como testigo de todos los juramentos que te han hecho este día.
El viejo centauro hizo una reverencia ante Elphame.
– Gracias, Danann. Entonces, sé también testigo de que yo acepto el juramento de todos los humanos y centauros que están presentes aquí -dijo ella, con una voz clara y llena de fuerza del castillo, aunque estaba a punto de echarse a llorar de felicidad-. Y lo aceptaré a la vieja usanza -añadió, y levantó las manos para recitar las palabras ancestrales de vinculación entre los miembros del clan.
»A través de la paz de la brisa, os uno a mí. A través de la paz del fuego del hogar, os uno a mí. A través de la paz de las olas, os uno a mí. A través de la paz de la tierra calma, os uno a mí. A través de los cuatro elementos estáis unidos a mí, a La MacCallan, y a través del espíritu de nuestro clan, el vínculo se ha sellado. Así se ha dicho; así será. ¡Levantaos, miembros del clan de los MacCallan!
Todos prorrumpieron en vítores mientras el nuevo clan se ponía en pie. Elphame se enjugó las lágrimas de felicidad de las mejillas mientras veía felicitarse a los demás. De repente aparecieron odres de vino y la gente comenzó a pasarlos con entusiasmo, para hacer brindis por la salud de La MacCallan.
– Bien hecho, hermana -le dijo Cu al oído mientras la abrazaba.
– Es como si estuviera en un sueño, Cu -dijo ella-. Son míos.
– Son tuyos. Somos tuyos -respondió el guerrero con una sonrisa para su Jefa.
Todos le pertenecían, y a través de ellos, Elphame también pertenecía a aquel lugar.
Uno de los hombres sacó una flauta y comenzó a tocar una melodía ligera y animada. Pronto se le unió otra flauta, y el sonido de la lira. Elphame sonrió. Quería bailar y cantar para celebrarlo durante toda la noche, pero antes de que pudiera tomar a Cu de la mano para que su hermano bailara con ella, Elphame notó que alguien le ponía una mano sobre el brazo. Miró hacia arriba, y se encontró con la mirada de Danann.
– Es algo temporal -dijo en voz baja-. La fuerza que has obtenido de la piedra se desvanecerá pronto.
Cuchulainn la tomó del brazo y miró por toda la multitud hasta que encontró la cabeza oscura de Brenna, que estaba junto a la Cazadora, con la cara agachada para que el pelo le tapara las cicatrices. Al sentir la mirada de Cuchulainn, alzó la vista y vio la expresión preocupada del guerrero. Asintió, habló con Brighid y las dos comenzaron a acercarse a Elphame.
Cu se volvió hacia su hermana.
– He reconocido esa mirada tuya, hermana mía, pero a menos que quieras ponerte pálida y desmayarte delante de todo el mundo, creo que deberías pensar bien si quieres bailar.
Elphame frunció los labios, e iba a responder a Cuchulainn que ella no se desmayaba, pero en aquel mismo instante, el dolor de cabeza le martilleó las sienes con intensidad.
– Acabas de quedarte blanca -le dijo Brenna-. ¿Es la cabeza?
– ¿Si digo que sí voy a tener que beber más tisanas de las tuyas?
Brenna intentó disimular la sonrisa.
– Por supuesto que sí.
– Entonces, no me duele nada la cabeza.
– Mientes muy mal.
– Yo diría que es el momento perfecto para su sorpresa -dijo Danann.
Cuchulainn, Brenna y Brighid asintieron.
– ¡Clan de los MacCallan! -dijo Cuchulainn con fuerza, y la multitud quedó en silencio-. Vuestra Jefa va a retirarse a su aposento para descansar antes de la fiesta de esta noche.
Elphame frunció el ceño con confusión. ¿Su aposento? ¿No se refería a su tienda?
Por las miradas de alegría de la gente, y los gritos alegres con los que le deseaban un buen descanso, Elphame supo que ellos también estaban al tanto del misterio. Cu debía de haberle preparado una tienda dentro de las murallas del castillo, y eso le gustaba. Así pues, Elphame sonrió y se despidió saludando con la mano, mientras Cu, seguido de Brenna y de Brighid, la llevó desde el salón central por un pasillo que se curvaba hacia la derecha, y que estaba bien iluminado con antorchas. Ella miró a su alrededor con curiosidad, puesto que no había pasado mucho tiempo en aquella zona del castillo.
– ¿Adónde me estáis llevando?
Cuchulainn sonrió enigmáticamente. Elphame suspiró. Conocía aquella sonrisa, y sabía que no iba a sonsacarle nada.
– Terco -le dijo-. Siempre has sido muy terco.
Tras ellos, Brighid resopló y murmuró:
– Os parecéis como si fuerais hermanos.
A Brenna se le escapó una risita.
Elphame miró por encima de su hombro a sus dos amigas, con una ceja arqueada mientras Cuchulainn resoplaba también.
A la izquierda del pasillo se abría otro pequeño corredor, y Cuchulainn entró en él. Elphame pestañeó al encontrarse con una puerta gruesa de madera, que tenía tallada la yegua encabritada del emblema de los MacCallan. Había un aplique con una antorcha a cada lado de la puerta, y la madera de pino de la puerta brillaba a la luz del fuego. Elphame pasó los dedos por encima de la yegua.
– Es preciosa. Esta puerta no pudo sobrevivir al incendio -dijo.
– No. Varios de los hombres trajeron madera de tus bosques, y Danann la talló. Dijo que era adecuado que el emblema de los MacCallan adornara la puerta de la habitación de la Jefa del Clan -explicó Cuchulainn.
– ¿La habitación de la Jefa del Clan? -repitió Elphame con asombro.
– Es un regalo de tu clan -dijo él, y abrió la puerta.
Lo primero que vio Elphame fue que la habitación estaba inundada de luz. Había antorchas en todas las paredes y candelabros altos de metal con velas. En la chimenea ardía un buen fuego. Las ventanas eran altas y estrechas, y había dos de ellas en cada una de las cuatro paredes. Por sus huecos entraba la luz tenue del atardecer. Había pocos muebles en la estancia; una sencilla mesa de madera con sillas, un tocador pequeño con un espejo muy adornado y un diván dorado, y la gran cama, que estaba vestida con sábanas de lino grueso y un edredón del color del oro con bordados.
Elphame se acercó a la cama y pasó la mano por el edredón.
– Mamá -dijo con una sonrisa, y miró a su hermano-. Lo ha enviado mamá.
– Sí. Han llegado esta mañana, junto a varios barriles de su excelente vino y estas dos cosas -respondió su hermano, señalando el espejo y la silla.
Elphame se echó a reír.
– Mamá ha enviado lo esencial -dijo. Después se quedó callada, mirando a su alrededor.
– Os dije que se iba a quedar sin habla -dijo Cu, sonriendo como un niño.
– Por supuesto que está sin habla -respondió Brenna-. Vamos a enseñarle el resto.
– ¿Hay más?
Los tres asintieron. Brenna la tomó de la mano y la llevó hacia un pasillo de piedra. El pasillo se abría a una torre redonda en la que había unas empinadas escaleras, también de piedra, que llevaban a una especie de descansillo.
– ¿Te acuerdas de la torre que tenía que terminar de dibujar hoy? ¿La que habían acabado los trabajadores? -preguntó Brenna.
Elphame asintió.
– Es ésta. Tu torre ya está restaurada.
– Todos queríamos acabar la Torre de la Jefa del Clan en primer lugar -le dijo Cuchulainn.
– Todavía está muy desnuda, pero un día tú la llenarás de libros y de tus cosas. La harás tuya -dijo su hermano.
– Yo… -Elphame tuvo que carraspear-. Estoy impaciente por verla.
Brenna la tomó de la muñeca. Por un momento dejó de ser su amiga y se convirtió de nuevo en la Sanadora.
– No creo que sea buena idea. Sé que te he jurado lealtad, pero en lo referente a tu salud, estoy por encima de ti. Ahora, lo que necesita tu cuerpo es descanso y comida, no el ejercicio que supondría subir todas esas escaleras.
Antes de que Elphame pudiera protestar, Cu le dijo:
– La torre lleva aquí más de cien años. Puede esperar una noche más.
– Además, creía que querías darte un baño -dijo Brenna.
A Elphame se le iluminó la mirada.
– Si puedes conseguir que suban aquí una bañera, te prometo que me olvidaré de la torre, por lo menos hasta mañana.
– ¿Una bañera? -repitió Brighid, y se echó a reír-. Creo que tenemos algo mejor para La MacCallan.
La Cazadora asintió para señalar hacia la pared de la chimenea.
– Ésta es mi parte favorita. Sígueme -dijo. Entonces guió a Elphame hacia un hueco disimulado que había en la pared, al otro extremo de la chimenea.
Elphame observó a la Cazadora, que desapareció en el hueco. Su voz llegó a la habitación desde el interior, extrañamente amortiguada por los gruesos muros de piedra.
– Ten cuidado. Hay mucho espacio, pero está un poco húmedo y los cascos resbalan.
Elphame entró en aquel hueco y pestañeó. No era una habitación. Había unas escaleras muy amplias que se formaban a sus pies, y estaban iluminadas con antorchas que ardían en los apliques de las paredes. Vio que Brighid desaparecía a medida que la escalera descendía y giraba suavemente hacia la izquierda.
– Continúa -le dijo Cuchulainn-. Te va a encantar.
Elphame comenzó a bajar suavemente las escaleras, y terminó en una estancia pequeña, como una caverna. La Cazadora estaba junto a una profunda piscina de la que emergían volutas de vapor. El aire era muy cálido. Elphame se dio cuenta de que había una pequeña cascada que alimentaba la piscina, que al otro extremo desaguaba lentamente a través de un hueco de la pared. Había braseros que contenían piedras redondas y suaves, que iban a reemplazar las que ya debían de estar en el fondo de la piscina calentando el agua.
– Los jabones y los aceites son un regalo de las mujeres -dijo Brighid-. Cada una hemos traído nuestro jabón favorito -añadió. Yo te he traído jabón de roca.
– Y yo te he traído un aceite de camomila que es calmante -dijo Brenna-. Asegúrate de ponerte un poco en el costado. Y no te quedes demasiado tiempo en el baño.
– Te lo prometo -dijo Elphame.
– Yo no te he traído jabón ni perfumes -intervino Cuchulainn-, pero he convencido a la dueña de la posada para que te regalara esas toallas.
– Son perfectas -susurró Elphame.
– No -dijo Brighid-. Será perfecto cuando te hayamos dejado sola y puedas bañarte sin público.
Brenna frunció el ceño, pero no protestó cuando Brighid la tomó de los hombros y la empujó suavemente hacia la salida. Después, miró a Cuchulainn.
– Tu hermana sabe bañarse sola.
Él refunfuñó, pero salió del baño.
– Gracias, Brighid -dijo Elphame-. Eres una buena amiga.
– Cualquier cosa por La MacCallan -dijo la Cazadora, y le guiñó un ojo. Comenzó a subir las escaleras, pero se giró y miró a Elphame-. Se me olvidaba. Estamos organizando una cena especial para esta noche, en honor a tu recuperación. He cazado algo especial para comer. Pero tómate tu tiempo, porque Wynne me ha prometido que te va a guardar un plato caliente.
– ¿Lo has cazado sólo para mí? ¿Qué es?
– Jabalí.
Elphame, ignorando el dolor que le palpitaba en la sien, echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.