Capítulo 35

– Permaneced a diez pasos de vuestros compañeros. Hasta que se nos unan los demás, no podemos permitirnos el lujo de mantener una línea apretada. Tenemos que hallar el rastro de la criatura, para saber en qué dirección debemos seguir buscando -explicó Brighid, mirando al grupo de hombres y de centauros que los rodeaban a Cuchulainn y a ella-. Avanzaremos juntos, despacio. Las huellas son únicas. Debéis buscar huellas de garra, grandes, más grandes que las del casco de un centauro.

Los hombres se dispersaron entre murmullos. Cuchulainn se colocó junto a la Cazadora.

– ¿Qué es esta criatura? -le preguntó en un susurro.

Brighid recordó la mirada que Elphame y ella habían compartido cerca de la poza. Elphame sabía que las huellas eran las mismas que había hallado en el barranco la noche de su accidente. ¿Qué podía hacer? ¿Debía decirle a Cuchulainn que sabían que había una criatura con pies de garra por el bosque, pero que no lo habían difundido? Brighid se frotó la frente con el dorso de la mano y le dijo parte de la verdad al guerrero.

– No lo sé, Cuchulainn. Nunca había visto una criatura que dejara unas huellas así.

– La ha matado, ¿verdad?

– Sabemos que se la ha llevado, pero no he encontrado más sangre, y había muy poca en el lugar del secuestro. Eso nos dice que Brenna no se ha desangrado -explicó Brighid.

Entre ellos quedó, sin mencionar, la certidumbre de que había muchos modos de morir aparte de la pérdida de sangre. Brighid apartó la mirada de la de Cuchulainn, que estaba llena de dolor, y estudió la línea que habían formado hombres y centauros. Después alzó el brazo y gritó:

– ¡Empecemos!

Todos comenzaron a caminar lentamente. Para Cuchulainn, el tiempo se doblaba sobre sí mismo. Por lógica, sabía que el tiempo transcurría normalmente. Las sombras del bosque se alargaban, como prueba de que el día iba acabándose, pero él tenía la sensación de que sólo habían pasado unos instantes desde que había tenido a Brenna entre sus brazos y la había visto marchar por el camino a esperarlo junto a la poza.

Cuchulainn también recordó el presentimiento que lo había invadido cuando Brenna y él volvían de la poza, la mañana anterior. Había sido una advertencia. Él había sentido el destino de Brenna, y lo había ignorado, como había ignorado todo conocimiento que le llegaba por parte del reino de los espíritus en el pasado. Lo que estaba ocurriendo era culpa suya. Si no hubiera rechazado al reino de los espíritus, habría estado preparado. No habría permitido que Brenna se alejara de su vista. Sintió odio hacia sí mismo.

Y entonces, oyó un sonido distante que le puso el vello de punta. Le llegó por la espalda. Era a la vez un sonido, un roce, un presentimiento. Era la magia viva que viajaba en el soplido del viento.

– ¡Esperad! -gritó.

Al instante, Brighid elevó el brazo y ordenó a la línea de búsqueda que se detuviera.

Cuchulainn se concentró con todo su ser en el oído, y expandió sus sentidos sobrenaturales, que normalmente rechazaba. El sonido pasó a su lado, ascendió por la elevación rocosa que había ante ellos y después, tan repentinamente como había llegado, aquel presentimiento se desvaneció.

Cuchulainn suspiró y maldijo su propia incompetencia. Con un profundo sentimiento de derrota, le indicó a Brighid que diera la orden de avanzar de nuevo, cuando volvió a notar un tumulto de sensaciones.

Cuchulainn alzó la cabeza y señaló el risco.

– Allí. Allí hay algo.

Cuando llegaron a la cima, encontraron una pradera de hierba rodeada de robles, en vez de los pinos altos e imponentes que abundaban en aquella zona. En la oscuridad de los árboles algo llamó la atención de Cuchulainn, y pronto vio una criatura alada salir al claro. Llevaba en brazos el cuerpo inerte de Brenna.

¡Un Fomorian! Eso debía de ser aquel monstruo. El tiempo volvió a cambiar, y se aceleró de modo que los movimientos se volvieron borrosos, y los sonidos irreales. La criatura se detuvo, y miró a los ojos a Cuchulainn. La vibración satisfactoria del arco de Brighid cuando soltó la flecha se mezcló con el ruido metálico de la espada de Cuchulainn al ser desenvainada. La criatura se echó a un lado, y aunque la flecha se le clavó hasta el timón en el hombro, Cuchulainn se dio cuenta de que el monstruo portaba a Brenna cuidadosamente, como si en algún lugar de su enfermiza mente quisiera mantenerla a salvo.

– ¡Brenna! -gritó Cuchulainn, y echó a correr por el claro.

La criatura se quedó inmóvil, en silencio, y no hizo ademán de protegerse. Sólo se movieron sus alas, que crujieron y se abrieron. Sus ojos, del color de una tormenta, no vacilaron. Cuchulainn notaba que Brighid, y el resto del grupo, lo seguían hacia el monstruo. Intentó no mirar a Brenna. Intentó no ver lo pálida y quieta que estaba.

Cuando Cuchulainn estuvo a menos de un metro de la criatura, ésta habló.

– Demasiado tarde. Está muerta.

Su voz era profunda y poderosa, y Cuchulainn notó su evidente tristeza. El guerrero apuntó al cuello de la criatura con la espada.

– Déjala en el suelo y acepta tu final.

La criatura alada se arrodilló lentamente y dejó a Brenna sobre la hierba. Cuando se puso en pie, los demás avanzaron como uno solo, pero Cuchulainn los detuvo con un grito.

– ¡No! Yo lo mataré.

Con una rapidez sobrehumana, Cuchulainn se lanzó hacia la criatura. Sin embargo, un instante antes de que la espada le cortara el cuello, el Fomorian habló de nuevo, y la palabra que gritó hizo que Cuchulainn se detuviera justo cuando el filo cortaba el mismo hombro en el que había penetrado la flecha.

– ¡Elphame!

Cuchulainn entornó los ojos y mantuvo la espada lista, sin apartarla del cuello del Fomorian.

– ¿Cómo te atreves a pronunciar el nombre de mi hermana?

Lochlan había caído sobre una rodilla. Su ala rota colgaba hasta el suelo, que se había llenado de sangre, y con la mano, intentaba contener la hemorragia de su hombro herido. Sin embargo, miró a Cuchulainn fijamente, y su voz seguía siendo fuerte y segura.

– Pronuncio el nombre de la Jefa del Clan porque tengo derecho de nacimiento, y exijo al clan que respete mi derecho a que ella oiga mi petición. Sólo ella puede decidir mi futuro.

– ¡Tú no eres del clan de los MacCallan! -rugió Cuchulainn.

Lochlan se puso en pie, y con los dientes apretados a causa del dolor, proclamó:

– Mi madre era Morrigan, la hermana menor de El MacCallan que regía estas tierras. Hoy lo hago público. ¡Sólo La MacCallan puede llamarme impostor!

– Llévalo ante tu hermana -dijo Brighid-. Ella quería a Brenna tanto como tú. Será un gran placer para ella ordenar que desmiembren a esta bestia.

Cuchulainn miró a la criatura. Las alas, las garras y los dientes indicaban sin duda que era un Fomorian, pero a pesar del dolor y la rabia, Cuchulainn veía claramente que sus rasgos eran humanos.

– Atadle las manos y amarradlo a mi silla. Si no puede caminar hasta el castillo, lo arrastraré.

Mientras ataban a Lochlan, Cuchulainn se arrodilló junto a Brenna. Estaba muy pálida. Le acarició la cara. También estaba muy fría. Tenía una expresión tan llena de paz que parecía que estaba dormida. Salvo por su cuello. La criatura le había arrancado un trozo de carne. Cuchulainn asimiló la realidad de su muerte y notó cómo atravesaba su mente, su corazón y su alma.

– ¡Traedme un trozo de tela! -gritó, sin apartar la vista de su rostro.

La Cazadora le entregó un trozo del forro de su chaleco, y Cuchulainn se lo ató al cuello a Brenna, para que nadie pudiera ver el terrible daño que le habían hecho. Después se inclinó y la besó en los labios helados.

– Te llevaré a casa, amor mío -murmuró.

Brighid le sujetó las riendas del caballo mientras montaba, y después, con gentileza, le entregó el cuerpo de Brenna. Sujetando bien el cuerpo de su amante, espoleó al caballo y lo puso al trote. Sintió satisfacción al notar que la criatura alada se tropezaba y caía y era arrastrado unos cuantos metros antes de poder ponerse en pie de nuevo. Que sufriera como había sufrido Brenna. Él se aferró a su cuerpo, e intentó no pensar en lo que significaba su muerte. La había perdido para siempre. Nunca volvería a sentir sus caricias suaves, ni ver la sonrisa con la que se adentraba en el mundo nuevo del amor y de la pertenencia a una familia. No podía pensar en eso en aquel momento. Sólo podía pensar en dos cosas: en llevar a Brenna a casa, y en que su asesino dejara de respirar.


El clan estaba silencioso, reunido junto a las murallas del castillo, preparado, esperando a que se repartieran las últimas antorchas encendidas. Sopló una brisa fría, y Elphame se estremeció. Estaba empezando a atardecer, y el sol descendía hacia el mar, tiñéndolo todo de color escarlata. Ella notó que tenía la boca seca. Incluso el cielo estaba lleno de sangre.

– Todo está listo -le dijo Danann.

Elphame se volvió para mirar a su gente.

– Todavía hay luz suficiente para que podamos movernos con rapidez. No os alejéis. Cuchulainn y el grupo no están lejos de aquí. Cuando nos reunamos con ellos, Brighid os reorganizará.

Todos asintieron. Elphame se volvió para comenzar la marcha hacia el norte, pero antes de que pudiera comenzar a moverse, unas sombras emergieron del bosque. Se le aceleró el corazón y le falló el paso al ver primero a Brighid, y después a Cuchulainn, saliendo de entre los pinos.

«¡No!».

Su mente gritó aquella palabra, pero ella no pudo pronunciarla. Cuchulainn llevaba a Brenna en brazos. Elphame no tuvo que mirar a la cara a su hermano para darse cuenta de que su amiga estaba muerta.

Y después, en medio del dolor, vio que Cuchulainn tiraba de algo detrás de su caballo. El ser se tropezó y cayó cuando su hermano comenzó a galopar para llegar rápidamente junto a ellos. Cuando tiró de las riendas para detener al animal, la criatura ensangrentada y rasgada rodó y quedó a pocos pasos de ella y del resto del clan.

Al principio, Elphame sólo vio alas y miembros largos, manchados de sangre. Por un instante se permitió pensar que no era él. Después, Lochlan se puso de rodillas y la miró a la cara.

– Elphame, no llegué a tiempo -murmuró-. Perdóname por no haber sabido lo que iban a hacer hasta que fue demasiado tarde.

Detrás de ella empezaron las exclamaciones y las expresiones de horror. Oyó la palabra «Fomorian» como si fuera una terrible maldición. Elphame sintió el horror y la consternación de su clan, pero no apartó la mirada de Lochlan, ni miró a su hermano ni a Brenna, ni a la Cazadora, cuyos ojos sabios notaba como una presión tangible en la piel.

– ¿Quién la ha matado?

– Me siguieron cuatro de los míos. Les ordené que volvieran a las Tierras Yermas y que me aguardaran allí. Pensaba que se habían marchado. Me juraron que saldrían de Partholon. En vez de hacerlo, mataron a Brenna.

– ¡Conoces a esta criatura! -rugió Cuchulainn.

Elphame miró a su hermano, cuyo rostro estaba lleno de dolor.

– Lo conozco. Me ha jurado lealtad.

Los murmullos aumentaron de volumen, y ella tuvo que alzar la voz para hacerse oír por su clan.

– Era su derecho. Su madre era Morrigan, la hermana de El MacCallan, que fue secuestrada durante la guerra Fomorian y violada, y abandonada en las Tierras Yermas. Sobrevivió al parto de su hijo, como muchas otras.

Cuchulainn bajó de la montura lentamente, con cuidado de sujetar bien a Brenna. Caminó hacia su hermana y se enfrentó a ella, con el cuerpo de su amante entre los dos.

– ¿Cómo puedes decir eso del monstruo que ha matado a Brenna?

– No es un monstruo, Cuchulainn. Me he casado con él. Tú predijiste que encontraría aquí a mi compañero. Es él.

Todos comenzaron a gritar de asombro, pero Elphame no apartó los ojos de su hermano. Él estaba cabeceando violentamente, y se tambaleó hacia atrás. Cuando Elphame se acercó a él, su hermano se encogió para que no lo tocara. Ella apartó la mano como si se hubiera quemado.

– Por Epona, eso no puede ser -dijo Cuchulainn. Parecía que su voz provenía de una tumba.

– ¡Cuchulainn! -dijo Lochlan, que había conseguido ponerse en pie. Tenía las manos atadas, ensangrentadas-. Ve al norte, hacia el lugar donde me encontraste. Allí encontrarás a los responsables de esta atrocidad. Mi gente no habrá podido llegar lejos.

El guerrero le clavó una mirada de odio.

– ¿Y por qué iban a estar allí todavía, criatura? ¿No será que me has tendido una trampa, y que están esperándonos para atacarnos?

– No pueden luchar contra ti, y no pueden huir. He rasgado sus alas. Están a tu merced, como yo.

Para la entumecida mente de Elphame, las palabras de Lochlan sólo eran una impresión tras otra. Brenna muerta, Lochlan capturado, su vínculo revelado, y su hermano mirándola como si no fuera su hermano. Y Lochlan acababa de decir que había roto las alas de su propia gente, aquellas alas que eran una prolongación de su alma. Lo único que le impidió gritar de dolor fue el peso del broche de La MacCallan, que sujetaba su tartán.

Entonces, la voz de Cuchulainn se abrió paso entre sus pensamientos.

– Si estuvieras a mi merced, criatura, no volverías a tomar aliento.

Elphame reaccionó. Alzó la barbilla e irguió los hombros, y miró a su hermano a los ojos.

– Tienes razón, Cuchulainn -dijo-. No está a tu merced, está a la mía. Llévate a un grupo de hombres y de centauros -añadió, y miró a Brighid-. Ve con él, y buscad a los Fomorians. Traedlos para que podamos juzgarlos.

Se preparó, y volvió a acercarse a Cuchulainn. En aquella ocasión, él no se apartó de ella, pero su expresión no se suavizó. Elphame extendió los brazos.

– Yo me llevaré a Brenna. Ahora está en casa.

Cuchulainn titubeó y se estremeció. Después puso a Brenna en los brazos de Elphame. Sin apartar los ojos de los de ella, Cuchulainn señaló a Lochlan con la barbilla.

– ¿Qué vas a hacer con él?

– Es mi prisionero, y lo será hasta que se dicte justicia.

– Procura tenerlo bien vigilado.

– Procura traer a los otros con vida -replicó ella.

Entonces, como si fuera un extraño, Cuchulainn le hizo una reverencia y se volvió hacia los demás para darles órdenes. Desató la cuerda con la que había atado a Lochlan a su montura y se la arrojó a uno de los hombres.

– Vigiladlo bien -le dijo.

Después, sin mirar a Elphame, Brighid y él dirigieron al grupo de hombres y centauros al bosque.

Elphame sabía lo que tenía que hacer, y dio la orden sin dudarlo. Sin embargo, el corazón le pesaba como el plomo en el pecho, y no pudo volverse hacia Lochlan. El legendario Castillo de MacCallan no tenía calabozos. Cuando un miembro del clan cometía un crimen, la justicia se aplicaba con rapidez. De acuerdo con la voluntad del Jefe, el culpable perdía la vida o era desterrado. El clan cuyo lema era «fe y fidelidad» no toleraba violaciones del juramento.

– Llevadlo al patio principal y atadlo a una de las columnas. Mientras esperamos el regreso de Cuchulainn, será mi prisionero.

El hombre que sujetaba la cuerda de Lochlan tiró de él con crueldad. Elphame respondió inmediatamente.

– He aceptado su juramento de fidelidad, y su pertenencia al clan. Sería inteligente que recordaras tratarlo como a tal.

El hombre apartó la mirada rápidamente. El fuego de los ojos de Elphame daba a entender que era algo más que La MacCallan. Estaba marcada por Epona, y a nadie le gustaba incurrir en la ira de una Diosa.

Mientras el grupo volvía lentamente hacia el castillo, Danann se acercó a Elphame.

– Deja que te ayude con la pequeña Sanadora, Diosa.

Sus ojos estaban llenos de compasión, y la ira de Elphame se desvaneció. Ella quedó exhausta, perdida.

– Es tan ligera -dijo, con la voz quebrada.

– El cuerpo de Brenna no era lo que la definía. Tenía una gran voluntad en una forma muy pequeña -dijo Danann.

– Su corazón era su fuerza -añadió Wynne, acercándose a ellos. Tenía sus mejillas color marfil llenas de lágrimas.

– Y su bondad -dijo Meara, que también se unió a ellos. Le temblaba la voz de emoción-. Sería un honor que nos permitieras ayudarte a ungir el cuerpo de Brenna.

Elphame miró al sabio y anciano centauro y a las dos jóvenes. Ellos no la rechazaron, ni la acusaron de defender a un monstruo. Ella todavía era la Jefa del Clan. Elphame tuvo que contener sus propias lágrimas. Era La MacCallan. El clan dependía de su fuerza. No iba a llorar.

– Acepto vuestra ayuda. Venid conmigo a la tienda de Brenna. La prepararemos allí.

Los cuatro formaron una triste procesión hasta las tiendas. Junto a la de Brenna estaba sentada la pequeña lobezna. Elphame se había olvidado por completo de Fand, y se sorprendió al ver que alguien la había atado a uno de los postes de la tienda. La lobezna se puso a brincar a modo de saludo, pero cuando Elphame y su carga se acercaron, su actitud cambió drásticamente. Bajó las orejas y la cola, y comenzó a gimotear de tristeza, y se tumbó en el suelo. Elphame entró en la tienda y depositó a Brenna en su camita, y todos comenzaron a ungir su cuerpo mientras los aullidos de Fand resonaban por el día que se terminaba.

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