Capítulo 9

Por el camino recién despejado que atravesaba el bosque, perfumado con la dulce fragancia de los árboles en flor, Elphame comenzó a relajarse. Allí, con Brenna y Brighid charlando amigablemente sobre los sucesos del día, era difícil creer que un momento antes hubiera estado hablando con el espíritu de El MacCallan, el Jefe del Clan que había muerto hacía más de un siglo. Elphame no dudaba de lo que había presenciado, pero estaba anonadada, porque durante años nunca le había ocurrido nada remotamente mágico. Hasta aquella mañana, el reino de los espíritus había estado vetado para ella. Y ahora, los espíritus de las piedras le hablaban, y también los muertos, en menos de un día.

Pensó que tal vez se encontrara en estado de shock, y por eso era capaz de caminar y de hablar y sonreír a sus acompañantes como si no hubiera pasado nada, en vez de quedarse helada y sin habla. Tuvo que contener una risita de histeria. Oyó su nombre y asintió distraídamente al comentario que acababa de hacer Brenna.

– ¡Maravilloso! Te dije que era buena idea, Brighid.

– ¿Estás segura, Elphame?

El tono de la pregunta de la Cazadora sacó a Elphame de su ensimismamiento. Se dio cuenta de que Brenna la estaba mirando con una gran sonrisa.

– Por supuesto que sí lo está. Tú ya has dicho que no iba a haber una bañera lo suficientemente grande para ti y, mirad, el riachuelo forma una poza allí. Es grande.

Elphame siguió el dedo con el que estaba señalando Brenna. El terreno descendía de manera brusca y creaba una zona rocosa entre los pinos. Y allí, el riachuelo caía de un nivel a otro en forma de pequeñas cascadas, que formaban una poza antes de que la corriente dibujara un meandro y siguiera su camino hacia el bosque. Elphame miró a la Sanadora, intentando no dejar entrever su horror. ¿Acaso Brenna quería que se bañaran allí mismo? Ella nunca se había bañado frente a nadie, ni siquiera permitía que las sirvientas permanecieran en los baños del templo con ella. ¿Iba a ser capaz de desnudarse frente a sus dos compañeras?

– Me parece buena idea -dijo Elphame con determinación.

Antes de poder cambiar de idea, se dirigió hacia el riachuelo y comenzó a descender hacia la poza, entre las rocas. Oyó que Brenna y Brighid la seguían. Podía hacerlo. Si quería que la trataran con normalidad, tendría que empezar a comportarse con normalidad. Se detuvo a la orilla de la poza y esperó a que Brenna y Brighid se reunieran con ella. Era más grande de lo que parecía desde la carretera. Las tres cascadas hacían un sonido agradable, como si fueran cristales líquidos cayendo sobre las rocas alisadas por la acción del agua.

– Parece profunda -dijo Brenna.

– Parece fría -añadió Brighid.

– Bien -dijo la Sanadora, y comenzó a desabrocharse el broche que mantenía la tela de su túnica sujeta a la altura del hombro derecho-. Será muy refrescante después de un largo y sudoroso día de trabajo.

Se abrió la túnica y se quitó la parte superior, y después comenzó a desatar los nudos que mantenían la falda atada a su cintura esbelta.

Elphame no pudo apartar la vista del cuerpo de Brenna. En el lado izquierdo tenía la piel suave y sin una sola marca, pero, como en su rostro, el lado derecho estaba cubierto de profundas cicatrices, que iban desde el hombro hasta la parte superior de su pecho.

Brenna alzó los ojos y miró a la Diosa y a la Cazadora, que estaban observándola en silencio. Entonces, se dio cuenta de repente de que había olvidado sus horribles cicatrices. Apartó la mirada rápidamente y fingió que le estaba costando deshacer uno de los nudos, para que ellas no vieran que se le habían llenado los ojos de lágrimas.

– Lo siento -dijo Elphame en voz baja-. No quería mirarte fijamente.

Sin mirarla, Brenna respondió. Su voz sonó ahogada.

– No tienes que sentirlo. Todo el mundo me mira.

Elphame respiró profundamente y se desabrochó la túnica. Después fue desenvolviéndose la tela de la cintura, y dejó que cayera al suelo del bosque. Se inclinó y se quitó el pequeño triángulo que cubría sus partes más íntimas. Totalmente desnuda, se quedó inmóvil para permitir a Brighid y a Brenna que la observaran.

– Entiendo perfectamente lo que quieres decir. Por eso me he disculpado.

Brenna miró hacia arriba con los ojos muy abiertos de la sorpresa. Por primera vez en su vida, la Sanadora no pudo evitar mirar a otro ser humano con fijeza. Salvo que el cuerpo de Elphame no era humano. La parte superior era de una belleza que cualquier mujer envidiaría. Las caderas eran unas curvas poderosas que se unían a las patas musculosas de un caballo bien formado. A partir de la cintura, su piel se transformaba en el pelaje caoba de un caballo, que brillaba de salud y juventud. Sus partes más privadas eran como las de Brenna, cubiertas con un vello caoba oscuro y rizado que formaba un triángulo.

Ambas mujeres oyeron un sonido fuerte de cascos y se volvieron hacia atrás. Brighid estaba pisoteando unas piedras de la orilla, que comenzaron a formar burbujas.

– Jabón de roca -dijo la Cazadora-. Me he puesto a hacer algo útil mientras vosotras terminabais de inspeccionaros la una a la otra -se inclinó y tomó unos cuantos guijarros-. Creo que ya está bastante desmenuzado -dijo. Entonces, se quitó el chaleco y lo dejó cuidadosamente sobre una roca seca.

– ¿Por qué tú no nos miras? -le preguntó Brenna.

– Me educaron diciéndome que los humanos son unas criaturas raras y malformadas, así que vosotras dos me parecéis muy normales -dijo con una sonrisa sarcástica, y se metió al agua.

– Sé que no lo ha dicho como un cumplido, pero su actitud es un cambio refrescante -dijo Brenna.

– Sí, es verdad -convino Elphame. Después sonrió a su nueva amiga-. ¿Hemos terminado de inspeccionarnos?

– Eso creo, aunque me gustaría tocar tu pelaje, si no te importa.

– Claro que no.

Brenna pasó un dedo por la rodilla de Elphame hasta su casco brillante y negro.

– Oh, vaya… -susurró-. Es tan suave como parecía -dijo, y su parte de Sanadora tomó el control de la situación-. ¿Te haces heridas fácilmente en el pelaje, o es más duro que la piel humana? ¿Y cómo reaccionas a las plantas que hacen inflamarse la piel, como las ortigas, por ejemplo?

– Si tu hermano viene a buscarte y nos encuentra desnudas a las tres, sé que dos de nosotras vamos a estar muy incómodas con eso -dijo Brighid desde el centro de la poza.

Brenna palideció y miró hacia la carretera.

– Tiene razón. Eso sería horrible.

– Vamos al agua -dijo Elphame-. Ya me preguntarás luego.

– De acuerdo -respondió Brenna con una sonrisa.

– Tomad un poco de jabón de roca -les dijo Brighid.

Brenna respiró profundamente y se metió en la poza, y al sentir el frío del agua, se le escapó un jadeo.

Elphame sonrió y le salpicó un poco con el casco.

– ¿Sigues pensando que es buena idea?

Brenna, temblando de frío, asintió con entusiasmo.

– No está tan mal cuando te acostumbras.

– No te preocupes -le dijo Brighid-. El pelaje te protegerá. Al menos, en parte.

– Eso no es muy reconfortante, pero no os preocupéis. Voy…

Sin embargo, antes de entrar en el agua, Elphame se detuvo. Tenía una sensación desagradable en la nuca. Era una sensación con la que estaba familiarizada, algo como un escalofrío que le ascendía por la espalda y que le decía que la estaban vigilando. Con el pretexto de retirar su ropa, observó atentamente el bosque que las rodeaba. No percibió nada extraño. Los árboles eran sólo árboles, y no parecía que albergaran nada más malévolo que unos pájaros.

Sin embargo, tenía aquel cosquilleo incómodo en la espalda…

– Cuanto más tardes en entrar, más fría va a estar el agua -le dijo Brenna.

Elphame se volvió hacia la poza. La Sanadora tenía los labios casi azules, pero se estaba lavando el pelo con el jabón de roca de Brighid.

Elphame hizo caso omiso de sus percepciones, tomó un puñado de jabón y se metió en la poza helada.


Lochlan sabía que debería haber apartado la vista cuando ella se había quitado la ropa. Habría sido lo más honorable. Sin embargo, no pudo hacerlo, porque ella lo hipnotizaba. Se bebió su desnudez. Algunas veces, en sueños, se había visto a sí mismo acariciándole la piel durante un instante, o besándola, pero aquéllos eran sueños insustanciales y breves, que lo dejaban deseando más. Y en aquel momento, ella estaba allí, muy cerca de él… Le temblaron las alas oscuras, como un reflejo de su deseo creciente. Sintió calor y frío al mismo tiempo. Mirarla era una dulce agonía.

Cuando ella se volvió desde la poza para estudiar el bosque con atención, él se quedó inmóvil y se escondió entre las sombras de los árboles, pero notó cómo le latía la sangre en las sienes. Ella lo sentía. Su mente no lo conocía todavía, pero su alma ya reconocía que él estaba allí.

Entonces, ella entró en el agua, y su risa llenó el bosque. En los sueños de Lochlan, Elphame nunca se reía. Él sólo la había visto sonreír de vez en cuando, normalmente a su hermano guerrero o a uno de sus padres. En aquel momento, el sonido inesperado de su risa fue un regalo que enfrió su lujuria, pero que no consiguió disminuir el deseo que sentía por ella. Notó que se le curvaban los labios en una sonrisa. Elphame debería reírse más a menudo. Él quería verla feliz. Pensaba que podía hacerla feliz. Ojalá hubiera algún modo…

La Profecía. Lo obsesionaba. Lo atormentaba. ¿Cómo iba a cumplir aquella Profecía y poder vivir después? Sin embargo, si no lo hacía, su gente estaría condenada a una existencia llena de dolor, de locura. ¡No! No podía pensar en lo que iba a ocurrir si su búsqueda no tenía éxito. Su madre estaba tan segura… Su fe en su amada Epona era muy profunda. Él todavía veía su rostro, iluminada con los recuerdos, mientras llevaba a cabo los rituales de la diosa y le enseñaba las costumbres de Epona. Estaba muy segura, tanto como para haber superado una violación brutal y haber podido huir, débil y enferma después del parto, junto a las demás, en busca de un hogar para sus hijos híbridos. Se suponía que aquellas madres no iban a sobrevivir al nacimiento de sus criaturas. Sólo debían ser incubadoras para sus captores demoníacos, para los invasores Fomorians, cuyas hembras eran estériles. Las mujeres humanas no eran estériles. Podían ser fecundadas y usadas para crear una nueva generación de Fomorians. Que las madres no sobrevivieran al nacimiento de su horrenda progenie no tenía importancia.

Pero su madre había sobrevivido al parto, como un pequeño grupo de mujeres. Su diosa no la había abandonado. ¿Cuántas veces la había oído decir aquello Lochlan? Casi tantas veces como la había oído repetir la Profecía.

Se llenó de determinación. Sus sueños de Elphame lo habían llevado hasta allí. Sólo tenía que encontrar el camino en aquel laberinto de complicaciones para estar con ella. Cerró los ojos y se apoyó pesadamente en el grueso tronco del árbol tras el que se escondía. Eran parecidos, Elphame y él. La mezcla de dos razas.

La risa femenina y la brisa fresca y fragante se unieron para jugar con sus recuerdos. Casi podía ver a su madre, inclinada sobre el río en el que lavaba la poca ropa que tenían. Su madre siempre había trabajado mucho por muy poco, pero cuando él pensaba en ella, lo primero que recordaba era su sonrisa y su risa dulce.

«Tú eres mi felicidad», le decía ella una y otra vez. «Y algún día, tú dirigirás a los otros de vuelta a Partholon para que ellos también encuentren la felicidad, y quedaréis libres del dolor y de la locura».

Su madre era una idealista. Ella creía que la diosa iba a responder a sus peticiones y que cumpliría la Profecía. Y él había dejado de intentar convencerla de lo contrario. Ella quería creer que la humanidad que había en todos ellos era más fuerte que los impulsos oscuros que les causaba su sangre Fomorian, que la bondad derrotaría a la locura.

– En mí ocurrirá. Debe ser así -susurró-. Soy más humano que demonio. Mi padre violó a mi madre y la fecundó, pero su raza fue vencida por las fuerzas de Partholon, igual que el amor de mi madre venció al dolor y al horror de mi nacimiento.

Lochlan sabía que era poco inteligente recrearse en el pasado, y mucho más pensar en aquéllos a quienes había dejado atrás en las Tierras Yermas. Necesitaba controlar su pensamiento, concentrarse en su objetivo. Sintió una punzada de dolor en la cabeza. Pensó en aquel dolor como si fuera un amigo. Era de su ausencia de lo que debía temer, puesto que su ausencia significaría que la sangre oscura de su padre había vencido por fin.

Abrió los ojos y se agachó para poder mirar a Elphame de nuevo. Las mujeres estaban saliendo de la poza, sacudiéndose el agua y riéndose mientras temblaban y se vestían rápidamente.

Ante la cercanía de Elphame, Lochlan notó que se le aceleraba la sangre. «Por favor, Epona, ayúdame a hallar el modo de llevar a cabo la Profecía sin hacerle daño. Concédeme la oportunidad de ganarla».

Si pudiera encontrar el modo de hablar con ella a solas… No era algo imposible. En sus sueños, la había visto correr a menudo, y ella corría sola. Tendría paciencia. Había esperado un siglo. Podía esperar unos días más.

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