Capítulo VII


Palabras al viento





1

—No está mal del todo, muchacho —dijo, muy a pesar suyo, el viejo Briggs—. No está del todo mal.

Expresaba así su aprobación por la habilidad con que su nuevo ayudante ejecutaba la faena de cavar una franja de terreno. Pero no era cosa, pensó Briggs, de consentir que el joven se montara por encima de él.

—Fíjate bien —continuó—; no es preciso que lo hagas con tanta precipitación. Tómalo con más calma, eso es lo que te digo. Por sus pasos es como sale bien.

El joven se percató de que el ritmo con que llevaba su trabajo aventajaba muy favorablemente al de Briggs, si se comparaba uno con otro.

—Ahora, a lo largo de este surco —seguía diciendo Briggs—, sembraremos unas plantas de áster, que son tan vistosas. A ella no le gustan los áster… pero yo no le hago el menor caso. Las hembras tienen sus caprichos, pero si no les tienes en cuenta apuesto diez contra uno que nunca lo echan de ver. Aunque yo diría que ella es de las que lo notan todo. Como si no le bastara para calentarse los cascos con dirigir un sitio como éste.

Adam comprendió que con ese «ella», que figuraba con tanta frecuencia en la conversación de Briggs, éste se refería a la señorita Bulstrode.

—¿Y quién era ésa con la que te vi de palique hace una chispa de tiempo, cuando fuiste al cobertizo donde están los tiestos en busca de los bambúes? —continuó, suspicazmente, Briggs.

—¡Ah!, ésa era una de las señoritas, simplemente —repuso Adam.

—Ah, una de las orientales, ¿no es eso? Pues bueno, ten mucho cuidado, muchacho. No te vayas a ver en un lío por ninguna de esas orientales. Sé lo que estoy hablando, las conocí muy bien cuando la guerra del catorce, y si yo hubiera sabido entonces lo que ahora sé, habría tenido más cuidado, ¿comprendes?

—No había nada malo en ello —replicó Adam, fingiéndose molesto—. Sólo que se pasó casi todo el día conmigo; eso es lo que hizo, y me preguntó los nombres de una o dos cosas.

—¡Ah! —exclamó Briggs—. Pero tú ten cuidado. Tú no puedes andar platicando con ninguna de las señoritas. A ella no le haría gracia eso.

—Yo no hacía nada malo, ni tampoco dije ninguna cosa que no debiera.

—Yo no digo que lo hicieras, hijo. Pero lo que sí te digo es que aquí hay una buena porción de muchachitas enchiqueradas, sin un mal profesor de dibujo siquiera que las distraiga un poco… Bueno, lo mejor que puedes hacer es andarte con pies de plomo. Es todo lo que te digo. ¡Anda! Aquí llega ahora la vieja. Que me ahorquen, si no viene con una de las suyas.

La señorita Bulstrode se aproximaba con paso rápido.

—Buenos días, Briggs —saludó—. Buenos días…

—Adam, señorita.

—Ah, sí, Adam. Bueno, parece haber cavado usted este trozo muy satisfactoriamente. La tela metálica de la última pista de tenis se está viniendo abajo, Briggs. Creo que debería usted ocuparse de arreglar eso.

—Perfectamente, señora. De acuerdo. Se hará como dice.

—¿Qué está usted plantando aquí?

—Verá, señora, yo había pensado que…

—Nada de ásters —ordenó la señorita Bulstrode, sin darle tiempo para terminar—. Dalias Pom Pom. —Se alejó con presteza.

—Se presenta… da las órdenes —dijo Briggs—. Y luego no tiene un pelo de tonta. Se da cuenta en seguida si uno no ha hecho el trabajo en condiciones. Y no eches en olvido lo que te he advertido, muchacho. De orientales, y de todas las otras…

—Si es que ella va a estar buscando por donde cogerme yo sabré bien lo que hacer muy pronto —dijo Adam, huraño—. Hay trabajo de sobra por ahí.

—¡Oh! Así es como sois los jóvenes de hoy en día en todas partes. No aguantáis una palabra de nadie. Todo lo que te repito es que andes con pies de plomo.

Adam continuó haciéndose el huraño, si bien se encorvó de nuevo sobre su labor.

La señorita Bulstrode regresaba a la casa a lo largo del sendero. Iba algo ceñuda.

La señorita Vansittart venia en dirección opuesta.

—¡Qué tarde tan calurosa! —comentó esta última.

—Sí, es muy bochornosa y sofocante. —De nuevo se tornó grave su semblante—. ¿Se ha fijado en ese joven… en el nuevo jardinero?

—No; no de un modo especial.

—Me da la impresión de que es… bueno… un tipo extraño —comentó meditabunda, la señorita Bulstrode—. No es la clase de jardinero que acostumbramos ver por aquí.

—Tal vez esté recién salido de Oxford y necesite hacer un poco de dinero.

—Es bien parecido. Las chicas se fijan en él.

—El problema de costumbre.

La señorita Bulstrode sonrió.

—Combinar la libertad de las chicas con el más estricto control. ¿No es eso a lo que se refiere, Eleanor?

—Sí.

—Lo conseguimos bastante bien —aseveró la señorita Bulstrode.

—Sí, en efecto. Nunca ha habido un escándalo en Meadowbank, ¿verdad?

—Una o dos veces hemos estado a punto de tenerlo —confesó la señorita Bulstrode; se rió—. No he conocido un solo instante de aburrimiento dirigiendo el colegio —prosiguió—. ¿Ha encontrado que la vida aquí sea en algún momento aburrida, Eleanor?

—De ninguna manera —protestó la señorita Vansittart—. A mi entender el trabajo aquí es estimulante y satisfactorio en extremo. Debe sentirse muy orgullosa y feliz, Honoria, por el gran éxito que ha logrado.

—Creo que las cosas me han salido bien —declaró, reflexiva, la señorita Bulstrode—. Aunque ya se sabe que nunca sale todo exactamente igual a como se había proyectado al empezar.

Calló un momento, pensativa.

—Dígame, Eleanor —preguntó de improviso—. Si rigiera este internado en lugar de hacerlo yo, ¿qué haría usted? No le importe decir lo que piense. Me interesa oír su parecer.

—No creo que necesitara hacer cambios de ninguna clase —declaró la señorita Vansittart—. Me parece que el espíritu y la organización del colegio son punto menos que perfectos.

—¿Quiere usted decir que continuaría rigiendo con arreglo a las mismas pautas?

—Sí, naturalmente. No creo que pudieran ser susceptibles de mejora.

La señorita Bulstrode guardó silencio durante un momento. Pensaba: «A lo mejor ha dicho esto para halagarme. Nunca se llega a conocer a la gente, por muchos años de intimidad que hayamos tenido con ella. Con toda seguridad que ella no sentía sinceramente lo que estaba diciendo. Cualquiera que poseyera el más mínimo sentido creador tendría que experimentar el deseo de hacer modificaciones. Aunque también es cierto que hubiera parecido una gran falta de tacto al manifestarlo. ¡Y es tan importante tener tacto! Es esencial con los padres, con las alumnas, con el profesorado. Eleanor, ciertamente, lo posee».

Declaró en voz alta:

—Pero, así y todo, siempre tiene que haber algo susceptible de reforma, ¿no le parece? Me refiero a que hay que acoplarse a las ideas que evolucionan y a las circunstancias de la vida en general.

—¡Oh, eso sí! —convino la señorita Vansittart—. Hay que ir con los tiempos, como dicen. Pero se trata de su colegio, Honoria. Usted lo ha hecho tal cual es y sus tradiciones constituyen su esencia. Porque yo creo que la tradición es muy importante. ¿No piensa usted igual?

La señorita Bulstrode no respondió. Estaba vacilando al borde de las palabras irrevocables. El ofrecimiento de formar sociedad flotaba en el aire. La señorita Vansittart, si bien con sus refinados modales aparentaba no haberse dado por enterada, tenía que estar consciente del hecho implícito. La señorita Bulstrode no hubiera podido decir qué era lo que la retenía en realidad. ¿Por qué le desagradaba tanto comprometerse? Probablemente, admitió con pesadumbre, porque aborrecía la idea de abandonar el mando. En su fuero interno, desde luego, deseaba seguir, deseaba continuar rigiendo su colegio. Pero, con toda seguridad, no había nadie que reuniera más méritos que Eleanor para sucedería. Tan digna de confianza. Aunque por supuesto en lo que concernía a esto, así era también la querida Chaddy… digna de confianza como la que más. Y, sin embargo, era imposible imaginarse a Chaddy de rectora de un colegio tan prominente.

«¿Qué es lo que quiero?», se interrogó la señorita Bulstrode a sí misma. «¡Qué tediosa me estoy volviendo! En realidad, la indecisión no se ha contado nunca hasta ahora entre mis defectos».

El sonido de unas campanillas del colegio vibró en la distancia.

—Mi clase de alemán —dijo la señorita Vansittart—. Tengo que entrar.

Se dirigió con paso rápido, aunque digno, hacia el edificio del colegio. Siguiéndola con un paso más tranquilo, la señorita Bulstrode por poco choca con Eileen Rich, que venía apresuradamente por un sendero lateral.

—¡Oh!, cuánto lo lamento, señorita Bulstrode. No la había visto —su cabello, como de costumbre, se escapaba de su descuidado rodete. La señorita Bulstrode reparó una vez más en las huesudas facciones de su feo rostro que le conferían aire interesante; era una extraña joven, que tenía una personalidad vehemente y avasalladora.

—¿Tiene ahora una clase? —le preguntó.

—Sí. De inglés…

—A usted le encanta enseñar, ¿no es cierto? —inquirió la señorita Bulstrode.

—Lo adoro. Es la cosa más fascinante del mundo.

—¿Por qué?

Eileen Rich se paró en seco. Deslizó una mano por su cabello. Arrugó el ceño a causa del esfuerzo mental.

—Es curioso… Creo que nunca me he detenido a pensar seriamente en ello. ¿Por qué nos gusta enseñar? ¿Es porque hace que nos sintamos ilustres e importantes? No, no obedece a una razón tan interesada. No, es más bien como ir de pesca. Una nunca sabe qué clase de pez va a coger, lo que va a rastrear del mar. ¡Es tan excitante cuando encontramos un alumno de calidad que responde! No ocurre muy a menudo, como es natural.

La señorita Bulstrode manifestó su conformidad con un movimiento de cabeza. No se equivocaba. Esta chica tenía algo.

—Confío en que llegará a dirigir un colegio algún día —le dijo.

—Oh, eso es lo que espero —confesó Eileen Rich—. Eso es lo que me gustaría más que nada en el mundo.

—Usted ya tiene algunas ideas, ¿no es cierto?, de cómo debe dirigirse un colegio.

—Todo el mundo tiene ideas, imagino —repuso Eileen Rich—. Y, si me permite decirlo, muchas de ellas son descabelladas, y de llevarlas a efecto, pudieran resultar completamente catastróficas. Eso, claro está, significaría un riesgo. Pero una tendría que ponerlas a prueba. Tendría que aprender a fuerza de experiencia. Lo malo es que no podemos guiarnos por la experiencia ajena, ¿no le parece?

—Ciertamente que no. En esta vida todos tenemos que cometer nuestros propios errores —sentenció la señorita Bulstrode.

—Eso está muy bien cuando se aplica a la vida particular de cada cual —estimó Eileen Rich—. En la vida privada podemos recuperarnos y volver a empezar —cerró con firmeza los puños de las manos que tenía colgando. La expresión de su rostro se volvió sombría. Entonces, de repente, dio rienda suelta al buen humor—. Pero si un colegio se deshace en pedazos, no se pueden recoger éstos tan fácilmente para empezar de nuevo, ¿no cree?

—Si usted dirigiera un colegio como Meadowbank —sugirió la señorita Bulstrode—. ¿Le gustaría hacer alteraciones… experimentos?

Esta pregunta pareció turbar a Eileen Rich.

—Eso es… ésa es, bueno, una cosa terriblemente difícil de decir —repuso.

—Usted quiere decir que lo haría —decidió la señorita Bulstrode—. No tenga inconveniente en decirme sin rodeos lo que piensa, hija mía.

—Me parece que siempre gusta llevar a efecto las propias ideas —contestó Eileen Rich—. No sé si daría buen resultado. Tal vez no fuera así.

—Pero usted considera que bien valdría la pena correr ese riesgo.

—Siempre existe algo por lo que merezca la pena correr un riesgo, ¿no? —expresó Eileen Rich—. Quiero decir siempre que tengamos suficiente seguridad respecto a algo.

—Usted no parece poner reparos a llevar una vida llena de peligros. Ya entiendo… —dijo la señorita Bulstrode.

—Creo que he vivido siempre una existencia peligrosa —una especie de sombra pareció pasar por el rostro de la chica—. Tengo que irme. Me estarán esperando —se marchó apresuradamente.

La señorita Bulstrode permaneció inmóvil, mirando cómo se retiraba. Todavía se hallaba allí, inmersa en sus pensamientos, cuando llegó buscándola la señorita Chadwick a toda velocidad.

—¡Oh! Por fin la encuentro. La hemos estado buscando por todas partes. El profesor Anderson acaba de llamar por teléfono. Desea saber si puede sacar a Meroe este fin de semana. Está enterado de que el hacerlo tan pronto va contra el reglamento, pero se marcha a… un sitio que se llama algo así como Azure Basin.

—Azerbaiyán —corrigió automáticamente la señorita Bulstrode, todavía ensimismada en sus propios pensamientos.

«No tiene bastante experiencia —susurró para sí misma—. Ése es el riesgo».

Y en voz alta:

—¿Qué decía, Chaddy?

La señorita Chaddy repitió su recado.

—Le encargué a la señorita Shapland que le comunicara que le volveríamos a llamar y la mandé en busca de usted.

—Dígale que me parece muy bien —resolvió la señorita Bulstrode—. Reconozco que se trata de una ocasión excepcional.

La señorita Chadwick le dirigió una mirada penetrante.

—Está preocupada, Honoria.

—Sí, lo estoy. No sé realmente cuál es mi propio estado de ánimo. Es una cosa desacostumbrada en mí, y me tiene trastornada… Discierno claramente lo que me gustaría hacer… pero tengo la sensación de que el ponerlo en manos de quien carece de la experiencia necesaria no sería proceder rectamente con el colegio.

—No sabe cuánto desearía que desistiera de esa idea de retirarse. Meadowbank la necesita. Usted pertenece al colegio.

—Meadowbank significa muchísimo para usted, ¿no es cierto, Chaddy?

—No hay otro colegio en toda Inglaterra que se le pueda comparar —aseguró la señorita Chadwick—. Las dos podemos sentirnos muy orgullosas, usted y yo, de haberlo fundado.

La señorita Bulstrode le echó un brazo por los hombros, cariñosamente.

—Efectivamente, podemos estarlo, Chaddy. Y en cuanto a usted, es el consuelo de mi vida. No hay nada referente a Meadowbank de que no esté enterada. Se preocupa por él tanto como yo. Y eso ya es decir bastante, querida.

La señorita Chadwick se sentía alentada y llena de satisfacción. Era muy poco corriente que Honoria Bulstrode quebrantara su reserva.



2

—Es sencillamente que no puedo jugar con esta birria. No sirve para nada —Jennifer arrojó la raqueta al suelo, desesperada.

—Oh, Jennifer, hay que ver lo que alborotas por nada.

—Es el balanceo —Jennifer la recogió del suelo y la agitó ligeramente con mano experta—. No se balancea como es debido.

—Es mucho mejor que la mía, tan vieja —Julia la comparó con su propia raqueta—. La mía parece una esponja. Fíjate cómo suena —punteó las cuerdas—. Pensamos haberle puesto cuerdas nuevas, pero mamá se olvidó de hacerlo.

—De todas formas, yo la preferiría a la mía —Jennifer la cogió e intentó blandir con ella.

—Pues a mí me gusta mucho más la tuya. Con ésa sí que podría dar buenos golpes. Si tú quieres, las cambiamos.

—De acuerdo; trato hecho.

Las dos muchachas despegaron las tiras de cinta adhesiva en las que estaban escritos sus nombres, y volvieron a pegarlas en las otras raquetas.

—No pienso volver a cambiar otra vez —le advirtió Julia—. Así que es inútil que luego me digas que no te convence esa vieja esponja.



3

Adam estaba silbando alegremente mientras hincaba en el suelo el cerco de tela metálica alrededor de la pista.

La puerta del pabellón de deportes se abrió, y mademoiselle Blanche, la profesora de francés, con todo su aspecto de mosquita muerta, se asomó al exterior. Pareció sobrecogerse al ver a Adam. Titubeó un momento y volvió a entrar.

—No sé qué es lo que se traerá entre manos —se dijo Adam. No se le habría pasado por la imaginación que mademoiselle Blanche estuviera tramando algo, a no haber sido por la forma en que ésta reaccionó. Tenía un aire de culpabilidad que inmediatamente despertó sospechas en la mente de él. Enseguida volvió a aparecer, cerrando la puerta detrás de sí, y se detuvo a hablarle al pasar por donde él se hallaba.

—¡Ah! Veo que está reparando la tela metálica.

—Sí, señorita.

—Hay muy buenas pistas aquí, y la piscina y el pabellón también están muy bien. ¡Oh! Le sport! Ustedes los ingleses piensan muchísimo en le sport; ¿no es cierto?

—Pues eso parece, señorita.

—¿Juega usted al tenis? —sus ojos le lanzaron una mirada apreciativa completamente femenina, con una ligera insinuación en sus destellos. Adam se hizo cábalas respecto a ella una vez más. Se le vino a la mente que mademoiselle Blanche no era la profesora de francés más indicada para Meadowbank.

—No —repuso él, mintiendo—. No juego al tenis. No tengo tiempo para ello.

—¿Juega al cricket, entonces?

—Bueno, lo jugaba de pequeño. Igual que la mayoría de los muchachos.

—Hasta hoy no he tenido mucho tiempo para echar una ojeada a todo esto —dijo Angele Blanche—. Pero hacía un tiempo tan hermoso que se me ocurrió que tal vez me gustaría examinar el pabellón de deportes. Quiero escribirle sobre ello a unos amigos que dirigen un colegio en Francia.

Esto dio de nuevo que pensar a Adam. Le pareció una serie de explicaciones completamente innecesarias. Casi parecía como si mademoiselle Blanche desease justificar su presencia en el pabellón de deportes. Pero ¿por qué tenía que hacerlo? Ella estaba en su perfecto derecho de andar por cualquier parte del colegio que se le antojara. Ciertamente no tenía necesidad alguna de presentar excusas a un ayudante del jardinero. Esto hizo surgir nuevas incógnitas en su mente. ¿Qué sería lo que esta joven había estado haciendo en el pabellón de deportes?

Contempló, meditativo, a mademoiselle Blanche. Quizá no estuviera mal informarse un poco más acerca de ella. Cambió de táctica de una manera sutil y deliberada. Siguió respetuoso, pero no tanto como antes. Él dejó que sus ojos le hicieran saber a ella que la consideraba una joven muy atractiva.

—A veces debe encontrar un poco aburrido el trabajar en un colegio de chicas, señorita —le dijo.

—No me divierte gran cosa, no.

—De todas formas —prosiguió Adam— supongo que dispone de tiempo libre, ¿no es así?

Tuvo lugar una pequeña pausa. Parecía como si estuviera debatiendo algo consigo misma. Entonces Adam, notó con cierto pesar que la distancia entre ambos se había ensanchado.

—Oh, sí —repuso—. Dispongo de una razonable parte de tiempo libre. Las condiciones de trabajo aquí son excelentes —le saludó ligeramente con la cabeza—: Buenos días —se marchó en dirección del edificio del colegio.

«Tú has estado tramando algo en el pabellón de deportes», imaginó Adam.

Esperó hasta que ella se perdió de vista. Entonces abandonó su trabajo, cruzó hacia el pabellón de deportes e inspeccionó su interior. Pero nada de lo que pudo ver allí se hallaba fuera de su sitio correspondiente. «De todos modos», dijo para sus adentros: «ella estaba maquinando algo». Al salir de nuevo, se encontró de una manera inesperada frente a Ann Shapland.

—¿Sabe dónde está la señorita Bulstrode? —le preguntó ella.

—Me parece que ha vuelto a la casa, señorita. Hace un segundo estaba hablando con Briggs.

Ann le miró, ceñuda.

—¿Qué está usted haciendo en el pabellón de deportes?

Adam se quedó un poco sobrecogido. «Qué mentalidad tan desagradablemente suspicaz tiene esta individua», pensó. Con un tono de voz ligeramente insolente le dijo:

—Pensé que tal vez me interesaba echar un vistazo. No hay ningún mal en mirar, me parece a mí.

—¿No sería mejor que continuara usted con su trabajo?

—En este momento estoy acabando de colocar la tela metálica alrededor de la pista de tenis —se volvió, mirando al edificio del pabellón, situado a su espalda—. Esto es nuevo, ¿verdad? Debe haber costado un dineral. Las señoritas tienen aquí lo mejor de todo.

—Por eso lo pagan —le replicó Ann secamente.

—Y por lo que he oído decir a peso de oro —comentó Adam.

Sintió el deseo, que él mismo apenas podía comprender, de herir o molestar a esta chica. Era siempre tan fría, y daba tal impresión de su propia suficiencia… Verdaderamente disfrutaría viéndola enojada.

Pero Ann no le concedió tal satisfacción. Se limitó a ordenarle:

—Creo que lo mejor será que siga poniendo la tela metálica —y se dirigió de vuelta a casa. A mitad de camino, aflojó el paso y miró hacia atrás. Adam estaba ocupado con la tela metálica. Le dirigió una mirada a él, y otra al pabellón de deportes y pareció quedarse muy intrigada…

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