Capítulo XIII


Catástrofe





1

El tercer fin de semana después de la apertura del último trimestre siguió el curso de costumbre. Fue el primer fin de semana en que se permitió a las chicas salir con sus padres. Como consecuencia Meadowbank se quedó poco menos que desierto.

En este preciso domingo sólo quedarían unas veinte chicas en el internado para la comida de mediodía. Algunas de las profesoras pasaban fuera el fin de semana, para regresar a última hora de la tarde del domingo o del lunes por la mañana temprano.

En esta particular ocasión la misma señorita Bulstrode se proponía ausentarse para el fin de semana. Iba a pasarlo con la duquesa de Welsham en Welsington Abbey. La duquesa había hecho especial hincapié en ello, agregando que Henry Banks también se encontraría allí. Henry Banks era el presidente de la junta rectora de Meadowbank. Era un importante industrial y uno de los financieros originales del colegio. La invitación, por lo tanto, casi participaba de la naturaleza de una orden. Y no es que la señorita Bulstrode hubiera aceptado imposiciones, de no haber deseado hacerlo. Pero en esta coyuntura aceptó, encantada, la invitación. No era en modo alguno indiferente a las duquesas, y la de Welsham era muy influyente; sus propias hijas estudiaban en Meadowbank. Estaba, asimismo, particularmente satisfecha de tener la oportunidad de departir con Henry Banks sobre el tema del futuro del internado y también de adelantar su propia narración del trágico suceso reciente.

Debido a las influyentes relaciones de Meadowbank, fue quitada importancia por la Prensa, con mucho tacto, al asesinato de la señorita Springer. Lo convirtieron en una lamentable fatalidad, más bien que un asesinato misterioso. Aun cuando no se escribió claramente, fue insinuado que algunos delincuentes juveniles habían posiblemente, forzado el pabellón de deportes, y que la muerte de la señorita Springer había sido un accidente más bien que un asunto premeditado. Se comunicó vagamente que varios jóvenes habían sido requeridos a presentarse en comisaría para «ayudar a la Policía». La misma señorita Bulstrode estaba impaciente por mitigar cualquier impresión desagradable que pudieran haber recibido estos dos influyentes protectores del colegio. Además, sabía que deseaban discutir la velada alusión, que ella había dejado caer, acerca de su próximo retiro. Tanto la duquesa como Henry Banks ansiaban persuadirla para que continuara. Ahora era la ocasión, al parecer de la señorita Bulstrode, de activar las demandas en favor de la candidatura de la señorita Vansittart, y puntualizar cuan excelente persona era, y lo a propósito que sería para seguir adelante con las tradiciones de Meadowbank.

El sábado por la mañana, precisamente cuando la señorita Bulstrode acababa de poner punto final a su correspondencia con Ann Shapland, sonó el teléfono. Ann contestó.

—Es el emir Ibrahim, señorita Bulstrode. Está en el hotel Claridge's y dice que desearía venir mañana a por Shaista.

La señorita Bulstrode tomó el aparato y sostuvo una breve conversación con el edecán del emir. Shaista estaría dispuesta el domingo por la mañana a cualquier hora a partir de las once, le hizo saber. La chica debería estar de vuelta al internado hacia las ocho de la tarde.

Colgó y dijo:

—Me gustaría que los orientales avisaran con la suficiente antelación. Se ha concertado que Shaista salga mañana con Giselle d'Aubray. Ahora tendremos que cancelarlo. ¿Hemos dado fin a todas las cartas?

—Sí, señorita Bulstrode.

—Bueno, en tal caso puedo marcharme con la conciencia tranquila. Escríbalas a máquina, y luego queda usted igualmente libre para el fin de semana. No la necesitaré hasta el lunes a mediodía.

—Gracias, señorita Bulstrode.

—Diviértase, querida.

—Pienso hacerlo —confesó Ann.

—¿Se trata de un joven?

—Pues… sí —Ann se sonrojó un poco—. Pero la cosa no va en serio.

—Entonces, debería hacer porque lo fuera. Si piensa casarse, no espere a que sea demasiado tarde.

—Oh, éste es solamente un antiguo amigo. No tiene nada de divertido.

—La diversión —observó la señorita Bulstrode— no es siempre una base sólida para la vida de matrimonio. ¿Quiere decir a la señorita Chadwick que venga?

La señorita Chadwick entró como un torbellino.

—Chaddy: el emir Ibrahim, el tío de Shaista, vendrá mañana a recogerla. Si viniera él personalmente, dígale que está adelantando mucho.

—No es nada avispada —intercaló la señorita Chadwick.

—No está madura intelectualmente —admitió la señorita Bulstrode—. Pero, en otros aspectos, posee una inteligencia extraordinariamente madura. A veces, al hablar con ella, da la impresión de que podría tratarse de una mujer de veinticinco años. Me imagino que eso se debe a la vida tan sofisticada que ha llevado. París, Teherán, El Cairo, Estambul y todos los demás sitios. En este país somos muy adictos a retrasar la madurez de los jóvenes el mayor tiempo posible. Consideramos un mérito cuando decimos, refiriéndonos a alguien: «es igual que una chiquilla». Y no es tal mérito, sino un grave obstáculo en la vida.

—Me parece que en eso no estoy de acuerdo con usted —declaró la señorita Chadwick—. Ahora iré a decir a Shaista lo de su tío. Y usted, márchese a su fin de semana, y no se inquiete por nada.

—¡Ah! No pienso inquietarme —replicó la señorita Bulstrode—. Ésta es verdaderamente una buena ocasión para dejar a la señorita Vansittart a cargo del colegio y comprobar cómo se desenvuelve. Estando ustedes dos aquí haciéndose cargo, nada podrá salir mal.

—Tengo la esperanza de que, efectivamente, sea así. Voy a buscar a Shaista.

Ésta pareció sorprendida, y en modo alguno contenta al enterarse de que su tío había llegado a Londres.

—¿Quiere que me vaya mañana con él? —refunfuñó—. Pero, señorita Chadwick, si ya se ha concertado que saldré con Giselle d'Aubray y su madre.

—Me temo que tendrá que dejar esto para otra ocasión.

—Pero a mí me gustaría muchísimo más salir con Giselle —protestó Shaista, malhumorada—. Mi tío no es nada divertido. No hace otra cosa que comer, y gruñir después y eso es insoportablemente aburrido.

—No debe hablar de esa forma, Shaista. Denota falta de educación —le reconvino la señorita Chadwick—. Su tío permanecerá en Inglaterra solamente una semana, según tengo entendido y, como es lógico, desea verla.

—A lo mejor ha arreglado un nuevo matrimonio para mí —supuso Shaista con expresión radiante—. En tal caso sería divertido.

—Si hay algo de eso, él se lo comunicará, sin duda. Pero es todavía demasiado joven para casarse. Primero ha de finalizar sus estudios.

—Estudiar es aburridísimo —declaró Shaista.



2

La mañana del domingo amaneció brillante y serena. La señorita Shapland se marchó el sábado, poco después de haberlo hecho la señorita Bulstrode. Las señoritas Rich y Blake partieron el domingo por la mañana.

Las señoritas Vansittart, Chadwick y Rowan y mademoiselle Blanche se quedaron a cargo del colegio.

—Confío en que las chicas no harán demasiados comentarios —manifestó la señorita Chadwick con escepticismo—. Me refiero a lo de la pobre señorita Springer.

—Confiemos —reiteró la señorita Vansittart— que todo este asunto sea olvidado dentro de poco. Si algunos padres me sacan el tema, les desalentaré. Lo mejor, a mi juicio, será trazarse una línea firme.

Las niñas marcharon a la iglesia a las diez, acompañadas por las señoritas Vansittart y Chadwick. Cuatro de ellas, que eran católicas, fueron escoltadas por mademoiselle Blanche a una institución religiosa rival. Después de esto, aproximadamente a las once y media, empezaron a rodar los coches por la calzada. La señorita Vansittart, garbosa, serena y digna, se hallaba en pie en el gran salón de visitas.

Saludaba a las madres con la mejor de sus sonrisas, hacía venir a sus hijas, y eludía cualquier referencia indeseada a la reciente tragedia.

—Terrible —acordó—. Sí. De lo más terrible, pero, como comprenderán, aquí no hablamos de ello para nada… Estas cabecitas jóvenes… Sería una pena que pudieran llegar a obsesionarse por algo.

Chaddy también se hallaba allí alerta, saludando a antiguos conocidos de entre los padres, discutiendo nuevos proyectos para las vacaciones, y hablando con afecto de sus respectivas hijas.

—Yo creo que tía Isabel debió haber venido a recogerme para que saliera con ella —declaró Julia, que se encontraba junto a Jennifer, apretando la nariz contra el ventanal de una de las aulas, y observando las idas y venidas de los coches por la calzada.

—Mamá vendrá a sacarme la semana que viene —dijo Jennifer—. Papá tiene a personas importantes en casa este fin de semana, y por eso no ha podido venir ella hoy.

—Ahí va Shaista —señaló Julia—, toda emperifollada camino de Londres. ¡Huy! Mira qué tacones lleva. Te apuesto lo que quieras a que la Johnson los desaprueba.

Un chófer de librea abrió la puerta de un enorme «Cadillac». Shaista penetró en él y el coche emprendió la marcha.

—Puedes venirte conmigo la semana que viene, si quieres —sugirió Jennifer—. Le he dicho a mamá que tengo una amiga a la que me gustaría invitar.

—Me encantaría —dijo Julia—. Mira cómo representa la Vansittart su papel.

—Tiene una elegancia extraordinaria, ¿no te parece? —comentó Jennifer.

—No sé muy bien por qué —continuó Julia—, pero en cierto modo me hace reír. Es como una copia de la señorita Bulstrode, ¿no? Es una copia estupenda, pero es algo así como Joyce Grenfell o alguna otra actriz imitando a alguien.

—Ahí va la madre de Pam —indicó Jennifer—. Ha traído a los hermanos pequeños. Cómo se las pueden arreglar para caber todos en este diminuto «Morris Minor», es cosa que no me explico.

—Se marchan de picnic —apuntó Julia—. Fíjate en las cestas.

—¿Qué vas a hacer esta tarde después de la comida? —inquirió Jennifer—. No creo que necesite escribir a mamá esta semana, si voy a verla en la próxima, ¿no te parece?

—¡Qué floja eres para escribir cartas, Jennifer!

—Nunca se me ocurre nada que decir —se excusó ésta.

—Pues a mí sí que se me ocurren cosas —aseveró Julia—. Puedo pensar en verdaderas montañas de cosas que decir. Pero, en realidad, no tengo a nadie a quien poder escribir en el presente —agregó melancólicamente.

—¿Pues… y tu madre?

—Ya te lo he dicho, se fue a Anatolia en un autobús. No se pueden escribir cartas a las personas que se van a Anatolia en autobuses. Por lo menos, no se les puede estar continuamente escribiendo.

—¿Dónde le escribes cuando lo haces?

—Oh, a los consulados en unas ciudades u otras. Me dejó una lista. Estambul es la primera, y luego Ankara, y después una con un nombre la mar de divertido —añadió—. Me intriga muchísimo para qué querría Bully ponerse en contacto con mamá con tanta urgencia. Parecía muy trastornada cuando le dije que estaba de viaje.

—No puede ser tocante a ti —opinó Jennifer—. Tú no has hecho nada malo, ¿verdad?

—No, que yo sepa —declaró Julia—. Tal vez quiera decirle algo de la Springer.

—¿Y para qué iba a querer decirle nada? —advirtió Jennifer—. Yo más bien diría que ella está de lo más satisfecha de que haya por lo menos una madre que no esté enterada de nada de lo de la Springer.

—¿Quieres decir que las madres tal vez piensen que sus hijas también pudieran ser asesinadas?

—No creo que mi madre se ponga en algo tan catastrófico como eso —replicó Jennifer—. Pero se alteró una barbaridad con la noticia.

—Si me lo preguntas —dijo Julia, meditabunda—, te diré que hay una porción de cosas que no nos han dicho tocante a la Springer.

—¿Qué clase de cosas?

—Pues…, parece que están sucediendo cosas raras. Como lo de tu nueva raqueta de tenis.

—Oh, pensaba decírtelo —recordó Jennifer—. Le escribí a tía Gina dándole las gracias, y esta mañana recibí carta de ella diciéndome que estaba encantada de que tuviera una raqueta nueva, pero que ella no me había mandado ninguna.

—Ya te dije que todo este embrollo de la raqueta era muy chocante —dijo Julia con un deje de triunfo en la voz—. Y, además en tu casa tuvieron un robo, ¿no?

—Sí, pero no se llevaron nada.

—Eso lo hace todavía más interesante —determinó Julia—. A mí me da la sensación —agregó, pensativa—, que es probable que tengamos pronto otro asesinato.

—¡Anda ya, Julia! ¿Por qué íbamos a tener otro asesinato?

—Pues…, verás, porque casi siempre hay un segundo asesinato en las novelas policíacas —explicó Julia—. Y me parece, Jennifer, que tienes que tener un cuidado terrible en que no seas tú a quien asesinen.

—¿Yo? —exclamó sorprendida Jennifer—. ¿Para qué iba nadie a asesinarme?

—Porque en cierto modo estás metida en todo este lío —alegó Julia y añadió meditabunda—: Tenemos que intentar sacarle a tu madre todo lo que sepa de este asunto la semana que viene, Jennifer. Quién sabe si alguien le dio algunos papeles secretos en Ramat.

—¿Qué clase de papeles secretos?

—Oh, ¿cómo voy a saberlo? —dijo Julia—. Planos o fórmulas para una nueva bomba atómica. Algo parecido.

Jennifer no pareció nada convencida.



3

La señorita Vansittart y la señorita Chadwick se encontraban en el saloncito de reunión cuando entró la señorita Rowan, preguntando:

—¿Dónde está Shaista? No la encuentro por ninguna parte. Acaban de venir a buscarla en nombre del emir.

—¿Qué? —Chaddy alzó la vista sorprendida—. Debe ser una equivocación. Hace tres cuartos de hora que vinieron a buscarla en el auto del emir. Yo misma la vi entrar en él y ponerse en marcha. Fue una de las primeras en irse.

Eleanor Vansittart se encogió de hombros.

—Supongo que habrán dado la orden dos veces, o algo por el estilo —decidió.

Salió para hablar con el chófer personalmente.

—Debe tratarse de un error —dijo—. La princesa salió para Londres hace ya tres cuartos de hora.

El chófer pareció sorprendido.

—Supongo que debe haber algún error, ya que usted lo dice, señora —concedió—. A mí me dieron instrucciones definidas de venir a Meadowbank para recoger a la señorita.

—Imagino que a veces ocurren confusiones —reconoció la señorita Vansittart.

El chófer se quedó imperturbable, sin manifestar sorpresa alguna.

—Ocurre continuamente —comentó—. Toman los recados por teléfono, los apuntan y se olvidan. Y todo por ese orden. Pero en nuestra casa nos enorgullecemos de no cometer errores. Claro está que, si me permite decirlo, uno no sabe nunca a qué atenerse con estos caballeros orientales. Traen consigo un numeroso séquito, y dan la misma orden dos y hasta tres veces. Me parece que eso es lo que tiene que haber pasado en este caso —hizo girar su automóvil con bastante pericia y desapareció.

La señorita Vansittart permaneció algo perpleja durante un instante, pero decidió que no había nada por lo que preocuparse y se puso a planear con satisfacción una tarde tranquila.

Después del almuerzo, las pocas chicas que quedaban escribían cartas o vagabundeaban por los jardines. Jugaron bastante al tenis, y la piscina estuvo muy concurrida. La señorita Vansittart se llevó su pluma estilográfica y un bloc de cartas a la sombra de un cedro. Cuando sonó el teléfono a las cuatro y media fue la señorita Chadwick quien lo contestó.

—¿El colegio Meadowbank? —oyó preguntar a la refinada voz inglesa de un joven—. Diga, ¿está la señorita Bulstrode?

—La señorita Bulstrode no está hoy aquí. Habla la señorita Chadwick.

—Oh, se trata de una de sus alumnas. Le hablo desde la suite del emir Ibrahim, en el hotel Claridge's.

—Ah, sí. ¿Es algo referente a Shaista?

—Sí. El emir está incomodado al no haber recibido recado de ninguna clase.

—¿Un recado? ¿Por qué había de recibir un recado?

—Pues… para notificarle que Shaista no venía, o no podía venir.

—¿Que no podía ir? ¿Quiere decir que no ha llegado ahí?

—Efectivamente, no ha llegado. Entonces, ¿es que salió de Meadowbank?

—Sí. Vinieron a recogerla en coche esta mañana… Oh, a eso de las once, me parece, y se marchó en él.

—Eso es extraordinario, porque aquí no hay señal de ella… Creo que lo mejor será telefonear a la firma que provee los coches del emir.

—¡Dios mío! —suspiró la señorita Chadwick—. Confío que no haya ocurrido un accidente.

—No nos pongamos en lo peor —aconsejó el joven alegremente—. Supongo que de haber ocurrido un accidente ya se habrían enterado ustedes. O nos habríamos enterado nosotros. Yo, en su lugar, no me inquietaría.

Pero la señorita Chadwick sí se inquietó.

—Me parece muy extraño —observó.

—Me imagino que… —titubeó el joven.

—¿Sí? —dijo la señorita Chadwick.

—Pues…, no es la clase de noticia que me gustaría sugerir al emir, pero, que quede esto solamente entre usted y yo, ¿no hay… ah… bueno, ningún amiguito por medio, a su entender?

—Desde luego que no —aseguró la señorita Chadwick, muy digna.

—No, no, verá…, yo no quise insinuar que lo hubiera, pero…, bueno, uno nunca sabe a qué atenerse con las chicas, ¿no cree? Usted se sorprendería si supiera alguna de las cosas con que he tropezado.

—Puedo asegurarle —reiteró la señorita Chadwick— que cualquier cosa de esa índole es imposible.

¿Pero era imposible? ¿Se llegaba a conocer bien a las chicas? Volvió a colocar el auricular en su sitio, y, bastante en contra de su voluntad, fue en busca de la señorita Vansittart. No había razón para creer que la señorita Vansittart estuviese mejor capacitada para enfrentarse con la situación que ella misma lo estaba, pero sentía la necesidad de consultar con alguien. La señorita Vansittart dijo al momento:

—¿El segundo coche?

Se miraron la una a la otra.

—¿Cree usted —sugirió Chaddy pausadamente— que deberíamos dar parte de esto a la Policía?

—A la Policía, no —replicó Eleanor Vansittart, con voz sobresaltada.

—Ella dijo, ¿no lo recuerda? —continuó Chaddy— que intentaban secuestrarla.

—¿Secuestrarla? ¡Qué disparate! —repuso la señorita Vansittart.

—¿No cree usted que…? —insistió Chaddy.

—La señorita Bulstrode me dejó a mí a cargo del internado —atajó Eleanor Vansittart— y ciertamente que no autorizaré nada de eso. No queremos aquí más alteraciones a causa de la Policía.

La señorita Chadwick la miró sin el menor afecto. Pensó que la señorita Vansittart carecía de visión y era corta de alcances. Volvió a entrar en el colegio y puso una conferencia telefónica con la casa de la duquesa de Welsham. Desgraciadamente, no había nadie en la casa.

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