Capítulo XVIII
Deliberación
1
Hércules Poirot se había preparado para derrotar cualquier prejuicio que la rectora de un colegio pudiera albergar en contra de los extranjeros de edad algo avanzada con zapatos puntiagudos de charol y desproporcionados bigotes, pero se encontró con una agradable sorpresa. La señorita Bulstrode le recibió con una desenvoltura muy cosmopolita. Asimismo, para gran satisfacción de Poirot, estaba perfectamente enterada de todo cuanto concernía a éste.
—Fue muy amable por su parte, monsieur Poirot —le cumplimentó—, haber telefoneado con tanta rapidez, para calmar nuestra inquietud. Tanto más cuanto que esta preocupación apenas si había comenzado. No advertimos su ausencia durante el lunch, ¿sabe, Julia? —añadió, volviéndose hacia la chica—. Esta mañana vinieron a buscar a tantas chicas, y había tantos claros en el comedor, que me imagino que la mitad del colegio podría haber faltado sin que por ello hubiera surgido ninguna aprensión. Éstas son circunstancias excepcionales —manifestó, dirigiéndose a Poirot—. Puedo asegurarle que, normalmente, no habríamos procedido con tanta lentitud. Cuando recibí su llamada telefónica, fui a la habitación de Julia y encontré la nota que había dejado allí.
—No quería que se imaginara que me habían secuestrado, señorita Bulstrode —alegó Julia.
—Aprecio eso, pero me parece, Julia, que podía haberme dicho lo que proyectaba hacer.
—Consideré que era preferible no hacerlo, —adujo la chica, y de improviso, agregó—: Les oreilles ennemies vous écoutent.
—Mademoiselle Blanche no parece haber hecho mucho todavía para mejorar su acento —observó la señorita Bulstrode con vivacidad—. Pero no estoy reprendiéndola, Julia. —Su mirada pasó de Julia a Poirot—. Ahora, si me hace el favor, desearía saber lo que ha sucedido.
—¿Me permite? —demandó Hércules Poirot. Atravesó la habitación, y abrió la puerta para mirar hacia fuera. Al cerrarla, lo hizo de una manera exageradamente afectada. Volvió radiante.
—Estamos solos —concretó, con tono misterioso—. Podemos continuar.
La señorita Bulstrode miró primero a él, después a la puerta y luego, nuevamente a Poirot. Enarcó las cejas. Él la devolvió una mirada firme. La señorita Bulstrode inclinó la cabeza muy pausadamente. Entonces, volviendo a adoptar su actitud animada, exclamó:
—Bueno, Julia, oigamos todo este asunto.
Julia se sumergió en su narración. Explicó lo del cambio de las raquetas de tenis, la aparición de la mujer misteriosa, y finalmente, su descubrimiento del contenido de la raqueta. La señorita Bulstrode se volvió hacia Poirot. Éste asintió gentilmente con la cabeza.
—Mademoiselle Julia lo ha narrado todo correctamente —aseveró—. Me he hecho cargo de lo que me llevó. Está colocado a salvo en un Banco. Considero, por lo tanto, que no hay que prever ulteriores evoluciones de carácter desagradable en el internado.
—Comprendo —dijo la señorita Bulstrode—. Sí, comprendo… —permaneció callada por un momento y después preguntó—: ¿Considera prudente que continúe Julia aquí? ¿No sería mejor para ella marcharse a Londres, a casa de su tía?
—Oh, por favor —rogó Julia—, permítame quedarme en Meadowbank.
—¿Entonces, está contenta aquí? —interpretó la señorita Bulstrode.
—Estoy encantada —aseguró Julia—. Y además, han ocurrido cosas tan excitantes…
—Ésa no es una característica normal de Meadowbank —replicó, secamente, la señora Bulstrode.
—Creo que Julia no estará ya en peligro aquí —estimó Hércules Poirot. Miró de nuevo en dirección a la puerta.
—Me parece que le comprendo —declaró la señorita Bulstrode.
—Pero, a pesar de eso, debe haber discreción —recomendó Poirot—. Usted, supongo, sabe en qué consiste la discreción —añadió, mirando a Julia.
—Sí —dijo ésta.
—Monsieur Poirot quiere decir —intervino la señorita Bulstrode— que a él le gustaría que usted guardara silencio en lo que respecta a lo que ha descubierto. No cuente nada de ello a las otras chicas. ¿Puede mantener la boca cerrada?
—Sí —dijo Julia.
—Tiene usted una historia muy emocionante que contar a sus amigas —observó Poirot—. El tesoro que encontró anoche en su raqueta de tenis. Pero existen razones importantes por las cuales sería de desear que esa historia no fuera contada.
—Comprendo —dijo Julia.
—¿Puedo confiar en usted, Julia? —inquirió la señorita Bulstrode. Sonrió a la chica y añadió—: Espero que su madre vuelva a casa dentro de poco.
—¿Mamá? Sí, así lo espero yo también.
—Tengo entendido, por el inspector Kelsey —continuó la señorita Bulstrode—, que se están haciendo todos los esfuerzos posibles para conseguir ponerse en contacto con ella. Desgraciadamente los autobuses de Anatolia están sujetos a imprevisibles retrasos y no siempre parten a la hora fijada.
—Pero podré contárselo a mamá, ¿verdad? —solicitó Julia.
—Claro que sí. Bueno, ya está todo arreglado. Creo que ahora sería mejor que se marchara.
Julia salió, cerrando la puerta tras sí. La señorita Bulstrode miró fijamente a Poirot.
—Me parece que le he entendido a usted correctamente —dijo—. Hace un momento cerró la puerta con gran ostentación. De hecho, más bien, la dejó ligeramente entornada.
Poirot asintió.
—¿Para que pudieran escuchar nuestra conversación?
—Sí… por si había alguien que quisiera escuchar. Fue una medida de precaución para que la chica esté más a salvo… si alguien ha escuchado. Puede correrse la noticia de que lo que encontró está depositado en el Banco, y no en posesión de ella.
La señorita Bulstrode le miró durante un momento, y después apretó fuertemente los labios, diciendo:
—Tiene que ponerse fin a todo esto.
2
—De lo que se trata —expuso el comisario de policía— es de fusionar nuestras ideas e informaciones. Estamos encantados de tenerle con nosotros, monsieur Poirot —añadió—. El inspector Kelsey se acuerda bien de usted.
—Hace ya unos buenos años de eso —dijo Kelsey—. El inspector jefe Warrender se hizo cargo del caso. Yo era un sargento bastante novato, que estaba empezando a conocer el oficio.
—El caballero llamado por nosotros, por razones de conveniencia, señor Adam Goodman, no es conocido de usted, monsieur Poirot, pero usted conoce a su jefe. Servicio Especial —añadió.
—¿El coronel Pikeaway? —dijo Poirot, pensativamente—. Hace bastante tiempo que no lo veo. ¿Sigue tan dormido como siempre? —preguntó a Adam.
Adam lanzó una carcajada.
—Veo que le conoce bien, monsieur Poirot. Nunca le he visto despierto del todo. Si alguna vez llego a verle así, me daré cuenta de que, por una vez, no está poniendo atención a lo que sucede.
—Tiene usted algo en la cabeza, amigo mío. Está bien observado.
—Ahora —dijo el comisario— vayamos derechos al asunto. No quiero entrometerme ni imponer mis propias opiniones. Estoy aquí para escuchar lo que los hombres que están trabajando de lleno en el caso saben y opinan. Hay una gran cantidad de facetas en toda esta cuestión, y hay una cosa que quizá debiera mencionar antes que nada. Lo que voy a decir ahora es el resultado de ciertas manifestaciones que me han sido hechas por diversos conductos en esferas elevadas —dirigió una mirada a Poirot—. Digamos —prosiguió— que una niña… una colegiala fue a verle para contarle una bonita historia de algo que encontró en el mango ahuecado de una raqueta de tenis. Debió ser muy excitante para ella. Una colección de piedras, diríamos… coloreadas, piedras preciosas magníficamente imitadas… algo por el estilo… o incluso piedras semipreciosas, que a veces parecen tan atractivas como las verdaderas. Sea como sea, pongamos que era algo que una niña encontraría muy emocionante de descubrir. Incluso pudiera tener una idea muy exagerada de su valor. Tal cosa cabe dentro de lo posible, ¿no cree? —miró muy fijamente a Hércules Poirot.
—Lo encuentro eminentemente posible —determinó Poirot.
—Bien —aprobó el comisario—. Puesto que la persona que introdujo estas… oh… piedras coloreadas en este país lo hizo inocentemente, sin tener conocimiento de ello, no tenemos necesidad de suscitar ningún debate en el sentido de contrabando ilícito. Además —prosiguió— hemos de considerar la cuestión de nuestra política exterior. Me inclino a pensar que la cuestión está bastante… delicada en el momento actual Cuando entran en juego grandes intereses petrolíferos, depósitos de mineral y todas esas cosas, tenemos que tratar con cualquier clase de gobierno que ocupe el poder. No deseamos que surja ningún litigio embarazoso. No se puede silenciar un asesinato a la Prensa, y no ha sido silenciado. Pero no se ha hecho mención para nada de joyas en conexión con el asesinato. Por el presente, al menos, sería de desear que no se mencionase nada.
—Estoy de acuerdo —convino Poirot—. Debemos tener siempre en cuenta las complicaciones internacionales.
—Exactamente —dijo el comisario—. Entiendo que estoy en lo cierto al asumir que el difunto gobernante de Ramat estaba considerado como persona amiga de este país, y las partes interesadas encontrarían muy grato que los deseos del príncipe con respecto a cualquier propiedad suya que pudiera hallarse en este país fueran llevados a efecto. A cuanto asciende infiero que nadie lo sabe en el momento presente. Si el nuevo gobierno de Ramat reclama cierta propiedad que alega pertenecerle, sería mucho más convincente que nosotros no tengamos noticia alguna respecto a la existencia de la susodicha propiedad en este país. Una negativa directa implicaría falta de tacto por nuestra parte.
—Nadie niega de una manera rotunda en la diplomacia —conceptuó Poirot—. En lugar de hacerlo, se acostumbra a decir que tal o cual asunto en cuestión será objeto de la más prolija atención, pero que, de momento, nada se sabe en concreto respecto a ningún pequeño… tesoro en reserva, por decirlo así, que el difunto gobernante de Ramat haya podido poseer. Puede que esté aún en Ramat o que se halle bajo la custodia de algún fiel amigo del fallecido príncipe Alí Yusuf, o pudiera ser que haya sido sacado de aquel país por media docena de personas distintas, o que esté escondido en cualquier sitio en la misma capital de Ramat —alzó los hombros—. Sencillamente, que nadie sabe nada.
El comisario exhaló un suspiro.
—Gracias —dijo—, eso es precisamente a lo que yo me refería —continuó—. Monsieur Poirot, usted tiene amigos en muy altas esferas de este país. Ellos tienen puesta toda su confianza en usted. De manera extraoficial, a estos amigos les gustaría encomendarle cierto artículo, si no tiene nada que objetar.
—No tengo nada que objetar —contestó Poirot—. Dejemos aquí esa cuestión. Tenemos cosas más serias que considerar, ¿no lo estiman así? —les dirigió a todos una mirada circular—. Porque después de todo, ¿qué son tres cuartos de millón o cualquier otra suma en comparación con la vida humana?
—Tiene razón, monsieur Poirot —consideró el comisario.
—Tiene siempre razón —convino el inspector Kelsey—. Lo que necesitamos es atrapar al asesino. Estaremos encantados de escuchar su opinión, monsieur Poirot —agregó—, porque esta cuestión es en gran parte una acumulación de conjeturas y adivinanzas, y sus conjeturas son tan acertadas como las de cualquiera de nosotros, y muchas veces las superan. Todo este caso es como una madeja de lana enmarañada.
—Esa frase está excelentemente expresada —observó Poirot—. Es preciso agarrar esta madeja de lana enredada y sacar de un tirón la hebra del color que estamos buscando, la del asesino. ¿No es así? Entonces cuénteme si no les resulta demasiado tedioso incurrir en repeticiones todo cuanto se sabe hasta este momento.
Se dispuso a escuchar.
Escuchó al inspector Kelsey y a Adam, y también prestó atención al resumen del comisario. Luego se arrellanó en la butaca, cerró los ojos e hizo una señal de asentimiento con la cabeza.
—Dos asesinatos —consideró— cometidos en el mismo lugar y aproximadamente en análogas circunstancias. Un secuestro. El de una jovencita que bien podría ser la figura principal de la trama. Averigüemos en primer lugar por qué a esa muchacha la secuestraron.
—Puedo referirle lo que ella misma dijo —indicó Kelsey.
Lo hizo así, en tanto que Poirot le escuchaba.
—Carece de verosimilitud —opinó Poirot.
—Eso es lo que yo pensé entonces. A decir verdad, me dio la impresión de que ella sólo trataba de darse importancia…
—Pero es un hecho que la secuestraron. ¿Por qué?
—Ya han hecho peticiones de rescate —le informó Kelsey—, pero… —hizo una pausa.
—Pero, en su opinión no son más que una estratagema. O sea, que han sido hechas meramente para reforzar la teoría del secuestro.
—Exactamente. Las condiciones no fueron cumplidas.
—Entonces, Shaista fue secuestrada por alguna otra razón. ¿Qué razón era ésa?
—¿Para obligarla a declarar dónde estaban escondidas las joyas? —sugirió Adam escépticamente.
Poirot rechazó esta suposición.
—Ella no sabía dónde estaban escondidas —precisó—. Ese punto por lo menos, está claro. No, debe ser algo…
Interrumpió la frase, bruscamente. Permaneció en silencio unos instantes, frunciendo el entrecejo. Entonces se enderezó en la butaca y formuló una pregunta.
—Sus rodillas —dijo—. ¿Se fijó alguna vez en sus rodillas?
Adam le miró de hito en hito, extrañado.
—No —respondió—. ¿Por qué iba a fijarme en ellas?
—Hay varias razones por las que un hombre puede observar las rodillas de una chica —afirmó Poirot—. Desgraciadamente, usted no lo hizo.
—¿Es que había algo peculiar en sus rodillas? ¿Una cicatriz, o algo análogo? No tuve ocasión de apreciarlo. Todas ellas llevan medias la mayor parte de las veces, y las faldas les llegan por debajo de las rodillas.
—¿Tal vez en la piscina? —sugirió Poirot, esperanzado.
—Nunca la vi entrar en el agua —declaró Adam—; me imagino que estaría demasiado fría para ella. ¿Qué quiere insinuar? ¿Una cicatriz o algo semejante?
—No; no se trata de nada de eso. Bueno, qué le vamos a hacer. Es una lástima.
Se dirigió hacia el comisario.
—Con su permiso, voy a pedir una conferencia con mi amigo el prefecto de policía de Ginebra.
—¿Referente a algo que ocurrió cuando ella estaba allí en un colegio?
—Sí, es posible. ¿Usted me permite? Bien. Es solamente una idea que se me ha ocurrido —hizo una pausa, y después continuó—: A propósito, ¿no han dicho los periódicos nada del secuestro?
—El emir Ibrahim insistió muchísimo en que no se publicase nada.
—Pero yo he leído un pequeño comentario en las columnas de chismografía. Acerca de cierta jovencita extranjera que se marchó del colegio con demasiada precipitación. Un romance en floración, sugirió el columnista, que el emir haría todo lo posible por cortar en capullo.
—Así me pareció a mí —manifestó Adam—. Esa era la determinación a esperar del emir.
—Admirable. Y ahora pasemos del secuestro a algo más serio todavía: asesinato. Dos asesinatos en Meadowbank.