Capítulo II
La mujer del balcón
1
Al tiempo que Bob Rawlinson se alejaba a lo largo de las galerías de mármol del palacio, en las que resonaba el eco de sus pisadas, se dio cuenta de que en su vida se había sentido tan desdichado. El saber que llevaba tres cuartos de millón de libras en el bolsillo del pantalón le causaba un intenso malestar. Le daba la sensación de que todos los oficiales del palacio con quienes se encontraba tuvieran conocimiento del hecho. Llegaba incluso a sentir que el estar enterado de la valiosa carga que portaba consigo, tenía que salirle a la cara. Hubiera experimentado un gran alivio al constatar que sus facciones pecosas mostraban su habitual expresión animada de buen natural.
Los centinelas de la entrada le presentaron armas chocando los talones. Bob bajó por la atestada calle principal de Ramat, con la mente todavía ofuscada. ¿Hacia dónde se encaminaba? ¿Qué planearía? No tenía la menor idea. Y el tiempo apremiaba.
La calle principal era parecida a la inmensa mayoría de las calles principales en Oriente Medio. Era una mezcla de inmundicia y esplendor. Los Bancos recién construidos, se erguían ostentosos de su magnificencia. Una innumerable cantidad de bazares presentaban sus colecciones de baratijas de plástico. Polainas de punto para bebés y encendedores de pacotilla eran puestos de manifiesto en inverosímil yuxtaposición. Había máquinas de coser y piezas de recambio para automóviles; las farmacias exponían sus específicos de elaboración casera, rodeados de moscas, y grandes anuncios de penicilina en todas sus clases y antibióticos en gran abundancia. En muy pocas tiendas había algo que normalmente apeteciera comprar, con la posible excepción de los últimos modelos de relojes suizos, que se exhibían amontonados por centenares en un escaparate diminuto. El surtido era tan inmenso, que incluso en éstas, el presunto comprador habría desistido de adquirir nada, ofuscado por tan enorme revoltijo.
Bob caminaba todavía, experimentando una especie de estupor, casi empellado entre seres vestidos con trajes indígenas o europeos.
Haciendo un acopio de fuerzas para reconcentrarse en sí, se interrogó de nuevo adonde demonios encaminaría sus pasos.
Se metió en un café nativo y pidió un té con limón. Al sorberlo empezó a reanimarse poco a poco. La atmósfera del establecimiento era confortadora. Sentado en una mesa frente a él, un árabe de edad avanzada se entretenía en pasar una sarta de cuentas de ámbar que producía su ruidito característico al chocar unas con otras. A su espalda, dos hombres jugaban una partida de tric trac. Era un sitio a propósito para sentarse a meditar.
Porque él necesitaba meditar. Le habían confiado joyas por valor de tres cuartos de millón, dejando a su discernimiento el plan a trazar para sacarlas del país. Y tampoco había tiempo ninguno que perder. En cualquier momento podría estallar el trinquete.
Desde luego que Alí estaba loco. ¡Lanzar por las buenas con tal despreocupación, setecientas cincuenta mil libras a su amigo! Y después, volverse a arrellanar tranquilamente, encomendándolo todo a Alá. Bob no tenía tal recurso. El Dios de Bob otorgaba a sus criaturas la libertad de decidir y realizar sus propios actos, haciendo uso pleno de las facultades que él generosamente le había concedido.
¿Qué demonios iba a hacer con aquellas dichosas piedras?
Pensó en la embajada. No. No podía complicar a la embajada. Y, de todos modos, era casi seguro que la embajada se negaría a verse comprometida.
Lo que él necesitaba era una persona. Una persona de lo más corriente que abandonara el país por un medio de lo más corriente también. Un hombre de negocios, o un turista, preferiblemente. Alguien sin conexión alguna con la política, cuyo equipaje, a lo sumo, estuviese sujeto a un mero registro superficial, o que, inclusive, no fuera a ser registrado en absoluto. Por supuesto había que considerar también la otra alternativa… «Suceso sensacional en el aeropuerto de Londres. Intentona de alijar joyas por valor de tres cuartos de millón de libras» Etc., etc. Pero tendría que correr ese riesgo.
Una persona corriente… Un viajero de buena fe… Y de repente Bob se dio una palmada en la frente por imbécil. ¡Pues claro que sí, Joan! Su hermana, Joan Sutcliffe. Joan se encontraba en Ramat desde hacía ya dos meses con su hija Jennifer, la cual, después de un grave ataque de neumonía, había venido a recuperarse, por prescripción médica, a este país de clima seco y mucho sol. Regresarían en barco dentro de tres o cuatro días.
Joan era la persona ideal. ¿Qué era lo que Alí había dicho referente a las mujeres y las joyas? Bob se sonrió. ¡La buena de Joan! Ella no es de las que perderían la cabeza por unas joyas. Sería capaz de poner las manos en el fuego. Sí; podía confiar en Joan.
Sin embargo, no vayas tan ligero… ¿Podría verdaderamente confiar en Joan? En su honradez, indiscutiblemente. Pero ¿y en su discreción? Bob sacudió la cabeza negativamente, lleno de pesar. Joan se iría de la lengua; sería incapaz de resistir la tentación de charlar. Y lo que es peor aún, podría hacer alusiones indirectas… «Me llevo a Inglaterra una cosa importantísima. No puedo decirle una palabra de ello a nadie. Realmente, es de lo más emocionante…».
Joan nunca había sido capaz de mantener nada callado, aunque se sentía enormemente halagada cuando se le decía que era todo lo contrario. Por eso no debía tener conocimiento de lo que iba a llevar. Así correría ella menos peligro. Prepararía un paquete con las piedras; un paquete de aspecto inocuo, y le inventaría cualquier historieta. Un regalo para alguien. Un encargo, ya pensaría él algo.
Bob echó una mirada a su reloj y se puso en pie. El tiempo se escurría.
Recorrió las calles a zancadas, sin sentir el bochornoso calor del mediodía. Todo parecía tan normal como siempre. No se notaba nada de particular en el ambiente. Solamente en palacio se advertirían el espionaje, los cuchicheos y la proximidad de algo extraño que parecía estar fraguándose.
El ejército… todo dependía del ejército. ¿Quiénes eran leales? ¿Quiénes no lo eran? Con toda seguridad que intentarían un golpe de Estado. ¿Tendría éxito o fracasaría?
Frunció el entrecejo cuando entraba en el hotel principal de Ramat. Se denominaba modestamente Ritz Savoy y tenía una gran fachada modernista. Se había inaugurado con gran boato tres años atrás, con un manager suizo, un jefe de cocina vienés y un maître d'hôtel italiano. Todo había ido maravillosamente. Pero el vienés había sido el primero en desfilar, seguido por el suizo. Ahora el maître italiano se había despedido también. La comida todavía seguía siendo pretenciosa, pero de mala calidad; el servicio era abominable, y una buena parte de la costosa instalación de cañería para el desagüe no funcionaba como era debido.
El encargado de la recepción conocía bien a Bob y saludó con la más radiante de sus sonrisas:
—Buenos días, capitán. ¿Viene en busca de su hermana? Ha ido de excursión con la pequeña…
—¿De excursión? —a Bob se le vino el alma a los pies… Precisamente tenían que irse de excursión cuando tan preciso le…
—Con el señor y la señora Hurst de la compañía petrolífera —aclaró el encargado, dispuesto a informar. Todo el mundo estaba siempre enterado de todo—. Han ido a la presa de Kalat Diwa.
Bob renegó en su interior. Joan no volvería al hotel hasta dentro de unas horas.
—Voy a subir a su habitación —dijo, y alargó la manó para coger la llave que el empleado le entregó.
Abrió la puerta y pasó dentro. En un amplio cuarto de dos camas, que se hallaba en el caos de costumbre. Joan Sutcliffe no era una mujer ordenada. Había palos de golf atravesados sobre una butaca y raquetas de tenis echadas encima de la cama. Las ropas estaban tiradas por doquier, la mesa atestada por un batiburrillo de rollos de película, tarjetas postales, libros con la cubierta forrada y colección de objetos orientales; la mayoría de ellos fabricados en serie en Birmingham y en el Japón.
Bob echó una ojeada a las maletas y bolsas de viaje que estaban alrededor suyo. Se encontraba cara a cara con un problema. No iba a ser posible ver a Joan antes de emprender el vuelo de huida con Alí. No le quedaba tiempo para ir a la presa y regresar. Podía hacer un paquete con las piedras y dejarlo acompañado con una nota. Pero casi inmediatamente de pensarlo, desistió. Sabía muy bien que casi siempre le seguían. Lo más fácil es que le hubieran seguido desde el palacio al café, y desde éste hasta aquí. No había advertido a nadie, pero estaba seguro de que había elementos muy hábiles para esa clase de trabajo. No tenía nada de sospechoso que viniera al hotel para ver a su hermana, pero si dejaba un paquete y una nota leerían ésta y abrirían aquél.
Tiempo… tiempo… Le faltaba tiempo.
Tres cuartos de millón de piedras preciosas en el bolsillo de sus pantalones.
Paseó nuevamente una mirada circular por la habitación, tras lo cual, con una mueca burlona, extrajo del bolsillo un pequeño juego de herramientas que siempre llevaba consigo. Descubrió que su sobrina Jennifer tenía plastilina, cosa que le serviría de mucho.
Trabajó rápida y diestramente. De pronto, alzó la vista, suspicaz, dirigiendo sus ojos hacia el abierto ventanal. No; no había balcón volado en esta habitación, sino un antepecho. Eran sólo sus nervios los que le habían dado la sensación de que alguien le estaba observando.
Finalizó su tarea e hizo un ademán aprobatorio. Nadie sería capaz de notar lo que había hecho. De eso estaba convencido. Ni Joan ni otra persona alguna. Y mucho menos Jennifer, una niña tan reconcentrada en ella misma, que nunca veía ni reparaba en nada ajeno a su propia persona.
Quitó de en medio todas las evidencias de su labor y se las guardó en el bolsillo. Después se quedó perplejo mirando en torno suyo.
Alargó la mano para alcanzar el bloc de cartas de Joan, y se sentó asumiendo un gesto ceñudo.
No tenía más remedio que dejarle escrita una nota.
Pero ¿qué podría decirle? Tendría que ser algo que Joan pudiese interpretar, pero que no tuviera él menor sentido para cualquier otra persona que leyera la nota.
¡Y eso era realmente imposible! En la clase de novelas policíacas que a Bob le gustaba tanto leer para matar el tiempo en sus ratos libres, había siempre alguien que dejaba una especie de criptograma, que era descifrado con éxito después por otra persona. Pero él no podía siquiera pensar en criptogramas, dadas las circunstancias, y, en todo caso, Joan pertenecía al tipo de persona llena de sentido común que necesitaba ver los puntos claramente colocados sobre las íes y las barras de las tés bien trazadas para poder empezar a darse cuenta de algo.
Entonces su mente se aclaró. Existía otro medio de hacerlo: desviar la atención que pudiera merecer Joan, dejar una simple nota sin nada de particular, y después confiar un recado a alguna otra persona que lo daría a Joan en Inglaterra.
Se puso rápidamente a escribir:
Querida Joan:
Me dejé caer por aquí para proponerte si te hacía jugar una partida de golf esta tarde. Pero si has subido a la presa, deberás estar muerta de cansancio durante el resto del día. ¿Te viene bien mañana? A las cinco en el club.
Tu hermano.
Una especie de recado accidental que dejaría a su hermana, a quien posiblemente no volvería a ver nunca más… Pero en cierto sentido cuanto más improvisado pareciera tanto mejor sería. No debía comprometer a Joan en ningún asunto extraño; ni siquiera tenía ella por qué estar enterada de que se trataba de un asunto extraño. Joan no sabía fingir. Su protección estribaría en la evidencia de que no estaba enterada de nada.
Y la nota desempeñaría un doble cometido. Daría la impresión de que él, Bob, no había hecho planes de partida.
Se detuvo a pensar un instante, y entonces cruzó hacia el teléfono y dio el número de la Embajada Británica. Le pusieron en el acto en comunicación con Edmundson, el tercer secretario, amigo suyo.
—¿Eres John? Aquí Bob Rawlinson. ¿Podemos vernos en alguna parte cuando salgas de ahí…? ¿No podría ser un poquito antes de esa hora? No tendrás otro remedio que hacerlo, muchacho. Es vital. Bueno, la verdad es que se trata de una chica… —carraspeó embarazosamente—. Es sensacional. Verdaderamente maravillosa. Algo fuera de lo corriente. Sólo que se las sabe todas…
—Enterado Bob, tú y tus chicas… Está bien, a las dos, ¿eh? —y colgó.
Bob percibió el clic característico que suena al colgar el receptor del teléfono, como si quienquiera que hubiese estado escuchando por otra conexión volviese el auricular a su sitio.
¡Qué buenazo era Edmundson! Dado que todos los teléfonos de Ramat estaban bajo control, Bob y John Edmundson habían convenido una especie de claves para su uso mutuo. «Una chica maravillosa, fuera de lo corriente», quería decir un asunto urgente e importante.
Edmundson le recogería con su coche a las dos en la puerta del nuevo edificio del Banco Mercantil y Bob le contaría lo del escondite. Le diría que Joan no estaba enterada de ello, pero que si le ocurriera a él alguna cosa, se trataba de algo valioso. Como harían un largo viaje por vía marítima. Joan y Jennifer no estarían de vuelta en Inglaterra hasta dentro de seis semanas. Para entonces era casi seguro que la revolución habría estallado triunfalmente o habría sido sofocada ya. Alí Yusuf se hallaría en Europa o él y Bob podrían estar muertos. Le contaría a Edmundson lo indispensable pero nada más que lo indispensable.
Bob lanzó una última mirada alrededor del cuarto. Continuaba teniendo exactamente el mismo aspecto de tranquilidad desordenada y familiar. La única adición era la inofensiva nota de Joan. La colocó encima de la mesa. No había nadie en todo el largo pasillo cuando salió.
2
La mujer que se hospedaba en la habitación vecina a la que ocupaba Joan Sutcliffe se retiró del balcón. Tenía un espejo en la mano.
Había salido al balcón con la exclusiva finalidad de examinar más cuidadosamente un único pelo que había tenido la audacia de brotarle en la barbilla; se lo arrancó con unas pinzas, y después se estiró la piel de la cara para someterla a un minucioso escrutinio a la clara luz del sol.
Fue entonces, al relajar la piel, cuando descubrió algo más. La posición del espejo de mano que ella sostenía en alto era tal que reflejaba la luna del armario de la habitación contigua a la suya, y en ella vio a un hombre que estaba haciendo algo muy extraño.
Tan extraño e inesperado era, que se quedó allí inmóvil, observándolo. El hombre no podía verla desde el sitio donde estaba, sentado delante de la mesa, y ella solamente podía verle a él mediante la doble reflexión.
Si hubiera vuelto la cabeza atrás, él podría haber percibido también la visión del espejo de mano de ella reflejado en la luna del armario. Pero estaba demasiado absorto en lo que se ocupaba para mirar atrás.
Es cierto que por un instante alzó los ojos para mirar al ventanal, pero, puesto que allí no había nada que ver, inclinó otra vez la cabeza.
Durante un rato, la mujer le observó mientras terminaba lo que estaba haciendo. Después de una pausa momentánea, el desconocido escribió una nota, que colocó sobre la mesa. Entonces quedó fuera de la línea visual de la mujer, pero ésta pudo oír lo suficiente para llegar a la conclusión de que estaba haciendo una llamada telefónica. Ella no consiguió pescar las palabras que había dicho, pero parecía una conversación intrascendente y animada. Después oyó cerrarse la puerta.
La mujer aguardó unos cuantos minutos, y entonces abrió la puerta de su habitación. Al extremo del pasillo, un árabe limpiaba desidiosamente el polvo con un plumero. El criado dio la vuelta a la esquina y se perdió de vista.
La mujer se deslizó rápidamente, entonces, hacia la habitación inmediata. Estaba cerrada con llave, pero ella ya contaba con eso. Una horquilla que llevaba sujetándole el pelo y la hoja de un cortaplumas ejecutaron el trabajo rápida y diestramente.
Penetró, cerrando la puerta tras de sí. Cogió la nota. La solapa del sobre había sido pegada muy ligeramente y pudo abrirlo con suma facilidad. Frunció el entrecejo al leer el contenido. Allí no había aclaración alguna.
La pegó nuevamente volviéndolo a colocar en su sitio, tras lo cual dio unos pasos por la habitación.
Tenía una mano extendida cuando la turbaron unas voces que llegaban desde la terraza de la planta baja a través del ventanal.
Una de las voces le era conocida: la de la señora alojada en la habitación donde se hallaba en este momento. Una voz decidida y propia para dedicarse a la enseñanza; una voz muy segura de sí misma.
Se precipitó al ventanal.
Abajo, en la terraza, Joan Sutcliffe, acompañada de su hija Jennifer, una niña de quince años, pálida pero rolliza, estaba contándole a un inglés de elevada estatura que no parecía ni pizca feliz enviado por el consulado británico, así como a quien le apeteciera escucharla, todo lo que se le venía a la imaginación acerca de las medidas que había de tomar.
—¡Pero es absurdo! No he oído en mi vida disparate semejante. Todo está aquí perfectamente tranquilo y todo el mundo es de lo más agradable. A mí me parece que todo esto va a ser un zangoloteo causado por un pánico sin fundamento.
—Confiemos que sea así, señora Sutcliffe, esperemos eso. Pero Su Excelencia considera de tal responsabilidad el…
La señora Sutcliffe le cortó dejándole con la palabra en la boca. No estaba dispuesta a tomar en consideración la responsabilidad de los embajadores.
—Tenemos una buena carga de equipaje, ¿sabe usted? Nos vamos a Inglaterra el miércoles que viene por vía marítima. El viaje por mar le hará bien a Jennifer. Eso le dijo el doctor. Me niego de la manera más rotunda a alterar todos mis planes y a que me envíen a Inglaterra en avión con este disparatado aturdimiento.
Para convencerla, el hombre de aspecto infortunado agregó que la señora Sutcliffe y su hija podrían ser evacuadas en avión, si no hasta Inglaterra, por lo menos hasta Aden para embarcar allí.
—¿Pero con equipaje y todo?
—Sí, sí. Eso puede solucionarse. Tengo esperando un coche… Mejor dicho, una furgoneta. Podemos cargarlo todo inmediatamente.
—¡Qué vamos a hacer! —capituló la señora Sutcliffe—. No nos queda otra cosa que ponernos a preparar el equipaje, me parece.
—Cuanto antes, si no tiene inconveniente.
La mujer que estaba en la habitación de la señora Sutcliffe se retiro del antepecho precipitadamente. Echó una rápida ojeada a la dirección de la etiqueta de uno de los maletines. Entonces huyó aceleradamente de aquel cuarto para volver al suyo en el preciso instante en que la señora Sutcliffe asomaba dando una vuelta a la esquina del pasillo.
El encargado de la recepción del hotel iba corriendo detrás de ella.
—Su hermano, el capitán de aviación, ha estado aquí, señora Sutcliffe. Subió a su habitación, pero me parece que se ha marchado ya. Debe habérsele cruzado por el camino indudablemente.
—¡Cuánta lata! —exclamó, quejosa, la señora Sutcliffe—. Muchas gracias —musitó al empleado, y prosiguió hablando a Jennifer—. Presumo que también Bob estará ajetreándose por nada. Lo que es yo no he notado ningún síntoma de disturbio por las calles. Esa puerta no tiene echada la llave. ¡Qué descuidada es la gente!
—Quizá fue tío Bob —apuntó Jennifer.
—Me hubiera gustado verle hoy. Oh, aquí hay una nota. —Desgarró el sobre.
—Sea como fuere, Bob no debe estar ajetreándose por nada —dedujo triunfalmente—. Es obvio que no está al tanto de nada de esto. Pánico diplomático, eso es lo que es. ¡Qué detestable me resulta el tener que hacer el equipaje con este calorazo! Esta habitación está igual que un horno. Vamos, Jennifer, saca tus cosas de la cómoda y del armario. Tendremos que arramblar con todo como mejor podamos. Ya las arreglaremos cuando tengamos ocasión.
—Yo no he estado nunca en una revolución —declaró, pensativa, Jennifer.
—Ni espero que en esta ocasión presencies ninguna —replicó su madre con viveza—. Ya verás como no me equivoco en lo que digo. No pasará nada en absoluto.
Jennifer pareció decepcionarse.