Capítulo IV


Regresa una viajera





1

—¡Vaya panorama! —exclamó la señora Sutcliffe, con voz de fastidio, al mirar por la ventana del hotel—. No sé por qué tiene que llover siempre que se regresa a Inglaterra. ¡Hace que todo parezca tan deprimente!

—Yo creo que es delicioso estar de vuelta —aseguró Jennifer— y oír a todo el mundo hablando inglés por la calle. Y ahora podremos tomar el té como Dios manda. Pan con mantequilla, mermelada y bizcochos decentes.

—Me gustaría que no fueras tan insular, querida —expresó la señora Sutcliffe—. ¿De qué ha servido el llevarte al extranjero y hacer todo ese viaje hasta el Golfo Pérsico si ahora me sales con que hubieras preferido quedarte en casa?

—No me importa ir al extranjero sólo por un mes o dos —aclaró Jennifer—. Todo lo que dije es que estaba encantada de haber vuelto.

—Ahora, querida, apártate a un lado, y déjame comprobar si han subido todo el equipaje. Verdaderamente me da la impresión… lo he sentido así desde la guerra, que la gente se ha echado hoy día a la poca vergüenza. Estoy segura de que si no hubiera estado alerta sin quitar ojo de las cosas, aquel hombre en Tilbury se hubiera marchado llevándose consigo mi bolsa de viaje. Y había también otro hombre rondando por el equipaje. Después le vi en el tren. ¿Sabes lo que creo? Que todos estos rateros merodean por los barcos y si se encuentran con personas que están borrachas o mareadas del viaje, se marchan birlándoles las maletas.

—Oh, siempre estás pensando cosas por el estilo, mamá —replicó Jennifer—. Crees que todas las personas con quienes te encuentras son falsas.

—La mayoría lo son —sentenció la señora Sutcliffe, lúgubremente.

—Pero no los ingleses —protestó lealmente, Jennifer.

—Esos son todavía peores —recalcó su madre—. De los árabes y demás extranjeros una lo da por descontado, pero en Inglaterra nos sorprenden fuera de guardia y eso hace que la cosa les resulte más fácil a los maleantes. Ahora déjame que cuente. Están la maleta grande y la negra, y los dos maletines castaños, y la bolsa de viaje de cremallera, y los palos de golf, y las raquetas, y el saco de ropa sucia, y el maletín de lona…, pero ¿dónde estará la otra bolsa verde? ¡Ah!, está aquí. Y el baúl de hojalata que compramos allí para poner las cosas extras… sí, uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis… sí, está bien. Todos los catorce bultos están aquí.

—¿No podríamos tomar ahora el té? —propuso Jennifer.

—¿El té? Si no son más que las tres de la tarde.

—Pero es que tengo un hambre fenomenal.

—Bueno, bueno, como quieras. ¿No puedes bajar tú misma y pedirlo? Francamente, yo tengo necesidad de reposo, y después me toca sacar de las maletas todas las cosas que nos harán falta para esta noche. No ha estado nada bien que tu padre no haya podido venir a esperarnos. Por qué razón tenía que asistir a una importante reunión de directores en Newcastle-on-Tyne precisamente hoy es algo que sencillamente no acierto a comprender. Es de cajón que su mujer y su hija sean antes que nada. Y mucho más no habiéndonos visto desde hace tres meses. ¿Estás segura de que puedes arreglarte sola?

—Pero, por Dios, mamá —protestó Jennifer—. ¿Qué edad te crees que tengo? ¿Puedes darme algún dinero, por favor? No tengo ningún dinero inglés.

Tomó el billete de diez chelines que su madre le entregó y se marchó con desdén.

Sonó el teléfono que estaba al lado de la cama. La señora Sutcliffe fue a coger el auricular.

—Diga… Sí…, sí, la señora Sutcliffe al habla…

En este momento golpearon a la puerta. La señora Sutcliffe dijo al teléfono: «Espere un momento». Soltó el auricular y se dirigió a la puerta. Al abrirla apareció un joven que vestía un mono de mecánico azul marino. Llevaba una pequeña caja de herramientas.

—Electricista —dijo con brusquedad—. Las luces de esta suite no funcionan como deben. Me han mandado para que las vea.

—Ah…, muy bien.

Retrocedió para dar paso al electricista.

—¿El cuarto de baño?

—Pasando por ahí… al final del otro dormitorio.

Volvió al teléfono.

—Lo siento muchísimo… ¿Qué estaba usted diciendo?

—Mi nombre es Derek O'Connor. Quizá fuera mejor que subiera a su suite, señora Sutcliffe. Se trata de su hermano.

—¿De Bob? ¿Hay alguna noticia de él?

—Sí. Me temo que sí.

—Oh… Oh, ya comprendo… Sí, suba. Es en el tercer piso, número 310.

Se sentó en la cama. Ya se imaginaba qué clase de noticia debía ser.

Al poco llamaron a la puerta y la abrió para dejar paso a un joven que le estrechó la mano con unos modales convenientemente estudiados.

—¿Es usted del Foreign Office?

—Mi nombre es Derek O'Connor. Mi jefe me envió aquí porque, al parecer, no encontraron a nadie más a propósito para darle a usted la noticia.

—Por favor, dígame —dijo la señora Sutcliffe—. Ha muerto, ¿no es eso?

—Sí. Eso es, señora Sutcliffe. Su hermano pilotaba el avión en que el príncipe Alí Yusuf salió de Ramat, y se estrellaron contra las montañas.

—¿Por qué no me lo han dicho antes? ¿Por qué no lo telegrafió alguien al barco?

—La noticia no se confirmó hasta hace muy pocos días. Se sabía que la avioneta había desaparecido y nada más. Pero dadas las circunstancias, todavía parecía quedar un resquicio para la esperanza. Pero ahora se han encontrado los restos del aparato… Estoy seguro de que le servirá de algún consuelo el enterarse de que la muerte fue instantánea.

—¿Murió también el príncipe?

—Sí.

—No me sorprende en absoluto —dijo la señora Sutcliffe. Su voz se estremeció un poco, pero tenía pleno dominio de sí misma—. Me daba el corazón que Bob moriría joven… Siempre fue muy temerario, ¿sabe? Siempre pilotando nuevos modelos de aeroplanos, e intentando nuevas proezas arriesgadas. Apenas si le vi bien alguna vez en los últimos cuatro años. Bueno, nadie puede cambiar a nadie, ¿no le parece?

—Exactamente —respondió su visitante—. Me temo que sea como dice.

—Henry siempre dijo que se haría pedazos más tarde o más temprano —recordó la señora Sutcliffe. Parecía extraer una especie de melancólica satisfacción de la exactitud de esta profecía de su marido. Una lágrima se deslizó por su mejilla. Buscó su pañuelo—. Ha sido un golpe terrible —lamentó.

—Ya sé… Lo siento muchísimo.

—Bob no podía desentenderse, por supuesto —dijo la señora Sutcliffe—. Quiero decir que él estaba comprometido por su puesto de piloto del príncipe. A mí no me hubiera gustado que se lavara las manos en el asunto. Y además era muy buen aviador. Estoy convencida de que si chocó contra una montaña, no fue por culpa suya.

—No, no lo fue, ciertamente —acordó O'Connor—. La única esperanza que tenía de sacar al príncipe era la de volar en no importa qué condiciones. Era un vuelo peligroso a emprender, y se malogró.

La señora Sutcliffe hizo un expresivo ademán de asentimiento.

—Comprendo perfectamente —dijo—. Le agradezco que haya venido a decírmelo.

—Hay algo más —continuó O'Connor—, algo importante que tengo que preguntarle. ¿Le confió su hermano alguna cosa para que usted la trajera consigo a Inglaterra?

—¿Confiarme algo a mí? —repitió la señora Sutcliffe— ¿Qué quiere decir con eso?

—¿Le dio algún… paquete? ¿Un paquetito para que lo trajera y entregara a alguien en Inglaterra?

Ella negó con un movimiento de cabeza, mostrando asombro.

—No. ¿Por qué cree usted que debería habérmelo entregado?

—Existía un paquete bastante importante que suponemos que su hermano pudo haber entregado a alguien para que lo trajera consigo a Inglaterra. Él fue a verla a su hotel aquel día. Me refiero al día en que estalló la revolución.

—Lo sé. Me dejó una nota. Pero no decía nada de particular… Era simplemente una nota avisándome para jugar ni tenis o al golf al día siguiente. Supongo que cuando la escribió no podía estar enterado de que aquel día tenía que sacar al príncipe en aeroplano del país.

—¿Era eso todo lo que decía la nota?

—Sí.

—¿La conserva, señora Sutcliffe?

—¿Que si la conservo? No, desde luego que no. Era de lo más trivial. La hice trizas y la tiré. ¿Para qué iba a conservarla?

—No había razón ninguna para que lo hiciera —repuso O'Connor—. Sólo que se me ocurrió que tal vez…

—¿Tal vez… qué? —inquirió malhumorada la señora Sutcliffe.

—Que pudiera haber algún otro mensaje encubierto en ella. Después de todo… —continuó sonriendo—, ya sabe usted que existe una cosa llamada tinta invisible.

—¡Tinta invisible! —exclamó la señora Sutcliffe con bastante desagrado—. ¿No se referirá usted a esa clase de sustancia que usan en las historias de espionaje?

—Pues, sí; me temo que es precisamente a eso a lo que me refiero —se lamentó O'Connor, como disculpándose.

—¡Qué cosa tan idiota! —afirmó la señora Sutcliffe—. Tengo la convicción de que a Bob jamás se le ocurriría usar tinta invisible ni nada por el estilo. ¿Por qué iba a hacerlo? Era una persona muy querida…, muy sensible —una lágrima resbaló de nuevo por su mejilla—. Pero ¿dónde estará mi bolso? Me hace falta un pañuelo. Quizá lo haya dejado en el otro cuarto.

—Iré a buscárselo —propuso O'Connor.

Pasó por la puerta de comunicación y se detuvo al ver a un joven en mono de mecánico que estaba inclinado sobre un maletín; se enderezó quedando de cara a él, produciéndole la impresión de haberse sobresaltado.

—Electricista —dijo el joven atropelladamente—. Las luces de este cuarto están averiadas.

O'Connor dio una vuelta al interruptor.

—A mí me parece que funcionan perfectamente —observó divertido.

—Deben haberse confundido al darme el número de la habitación —respondió el electricista.

Recogió su caja de herramientas y se escurrió con presteza por la puerta hacia él pasillo.

O'Connor frunció el ceño, cogió el bolso de la señora Sutcliffe de encima del tocador y fue a entregárselo a ella.

—Con su permiso —se excusó, y descolgó al mismo tiempo el auricular.

—Aquí la habitación 310. ¿Han mandado ustedes a un electricista hace cosa de un momento para que revisara las luces de esta suite? Sí…, sí, esperaré.

Esperó.

—¿Ah, no? Ya me imaginaba yo que no lo habían enviado. No, no ocurre nada de particular.

Colocó el receptor en su sitio y se volvió a la señora Sutcliffe.

—No le ocurre nada a ninguna de las luces de aquí —le comunicó— y de la dirección no han hecho subir electricista alguno.

—Entonces, ¿qué estaba haciendo aquí ese hombre? ¿Sería un ladrón?

—Es posible que lo fuera.

La señora Sutcliffe hizo una rápida revisión de su bolso.

—Del bolso no se han llevado nada. El dinero está todo intacto.

—¿Está usted segura, señora Sutcliffe, absolutamente segura de que su hermano no le entregó a usted nada que traerse a Inglaterra? ¿Alguna cosa para que la empaquetase entre sus bártulos?

—Estoy completamente segura —aseveró la señora Sutcliffe.

—¿O entre los de su hija? Porque usted tiene una hija, ¿no?

—Sí. Está abajo tomando el té.

—¿No podría su hermano haberle entregado alguna cosa a ella?

—No; estoy segura de que no.

—Existe otra posibilidad —consideró O'Connor—. La de haber escondido alguna cosa entre los efectos de su equipaje, cuando la estuvo esperando aquel día en su habitación.

—¿Pero por qué razón iba a hacer Bob cosa semejante? ¡Valiente absurdo!

—No tanto como usted cree. Parece existir la posibilidad de que el príncipe Alí Yusuf entregase algo a su hermano de usted, con el fin de que se lo guardara, y que su hermano creyera que se hallaría más a salvo entre sus pertenencias que si lo retuviera consigo mismo.

—Me parece muy improbable —opinó la señora Sutcliffe.

—¿Qué le parecería, si no le importa, si hiciésemos un registro?

—¿Se refiere a que registremos entre mi equipaje? ¿Que lo saquemos todo? —la señora Sutcliffe sollozó al pronunciar estas palabras.

—Comprendo —admitió O'Connor— que es una petición muy desagradable, pero podría servir de mucho. Yo podré ayudarla, ¿sabe? —indicó persuasivamente—. He hecho las maletas a mi madre con mucha frecuencia. Solía decir que me daba mucha maña.

Desplegó toda su simpatía, que era una de las virtudes que le acreditaban ante el coronel Pikeaway.

—Bueno —dijo la señora Sutcliffe, rindiéndose—. Supongo que… si usted lo dice… quiero decir, que si es verdaderamente importante…

—Podría tener una gran importancia —indicó Derek O'Connor—. Bueno, ¡manos a la obra! —exclamó, lanzándole una sonrisa. ¿Qué le parece si empezáramos?



2

Tres cuartos de hora más tarde regresó Jennifer de tomar su té. Dirigió una mirada alrededor de la habitación, quedándose con la boca abierta de asombro.

—Mamá, ¿qué has estado haciendo?

—Hemos estado deshaciendo las maletas —le explicó, malhumorada, la señora Sutcliffe—. Y ahora estamos haciéndolas otra vez. Éste es el señor O'Connor. Mi hija Jennifer.

—¿Pero por qué han estado ustedes haciendo y deshaciendo el equipaje?

—No me preguntes por qué —le replicó su madre, levantando la voz y con los ojos centelleantes—. Al parecer, existe la idea de que tu tío Bob escondió cierto objeto de importancia entre mi equipaje para que me lo trajera conmigo a Inglaterra. Supongo que a ti no te daría nada, ¿verdad, Jennifer?

—¿Que si tío Bob me dio algo para que me lo trajera? No. ¿También han estado desempaquetando mis cosas?

—Lo hemos desempaquetado todo —dijo O'Connor en tono festivo— y no hemos encontrado nada, y ahora lo estamos ordenando todo de nuevo. En mi opinión, debería usted tomar un poco de té o alguna cosa, señora Sutcliffe. ¿Me permite que le encargue algo? ¿Tal vez preferiría un brandy con soda? —se dirigió al teléfono.

—No rechazaría una buena taza de té —admitió la señora Sutcliffe.

—Yo he tomado una merienda despanzurrante —aseveró Jennifer—. Pan con mantequilla, unos emparedados, y bizcochos, y después el camarero me volvió a traer más emparedados porque le pregunté si podría traerme más, y me contestó que por supuesto. Estaba todo sumamente delicioso.

O'Connor encargó el té, tras lo cual acabó de poner en orden los efectos de la señora Sutcliffe con tal pulcritud y destreza que motivaron la involuntaria admiración de aquella.

—Parece que su madre le enseñó muy bien a hacer los equipajes —observó.

—Oh, estoy en posesión de toda suerte de habilidades manuales —declaró O'Connor, sonriente.

Su madre había muerto hacía mucho tiempo, y la habilidad de hacer y deshacer maletas la había adquirido exclusivamente durante su servicio con el coronel Pikeaway.

—Tengo algo más que decirle, señora Sutcliffe. Le aconsejo por su bien que tenga mucho cuidado de sí misma.

—¿Que tenga cuidado de mí misma? ¿En qué sentido?

—Bueno —indicó O'Connor vagamente—. Las revoluciones son así de trapaceras. Tienen muchas ramificaciones. ¿Va a quedarse en Londres por mucho tiempo?

—Nos marchamos al campo mañana. Mi marido nos llevará.

—Entonces, todo estará perfectamente. Pero…, no corra ningún riesgo. Si sucediera algo que se apartarse en lo más mínimo, de lo corriente, llame en seguida por teléfono al 999.

—¡Oh! —exclamó Jennifer, regocijada en grado sumo—. Marque el 999. Siempre deseé hacerlo.

—No seas tonta, Jennifer —le reconvino su madre.



3

Extracto de una información aparecida en un periódico de la localidad.


Ayer compareció ante el juez en el Palacio de Justicia un individuo acusado de allanamiento de morada con intento de robo en la residencia del señor Henry Sutcliffe. El dormitorio de la señora Sutcliffe fue registrado y dejado en la más desordenada confusión, mientras la familia se hallaba en la iglesia asistiendo al servicio dominical. El personal de la cocina, que estaba preparando la comida del mediodía, no oyó nada. La Policía detuvo a dicho sujeto cuando huía de la casa. Algo, evidentemente, lo alarmó, y emprendió la fuga sin llevarse nada.

Dijo llamarse Andrew Ball, no tener domicilio fijo y, se declaró culpable. Manifestó que estaba sin trabajo y que buscaba dinero. Las joyas de la señora Sutcliffe, a excepción de algunas que llevaba puestas, se encuentran depositadas en su Banco.


—Ya te dije que mandaras reparar la cerradura de la puerta del salón —fue el comentario que hizo el señor Sutcliffe en el círculo familiar.

—Mi querido Henry —explicó la señora Sutcliffe—; no pareces darte cuenta de que he estado en el extranjero durante los tres últimos meses. Y, sea como sea, estoy segura de haber leído en alguna parte que si los ladrones se empeñan en entrar en una casa, siempre lo consiguen.

Y al echar nuevamente una ojeada al periódico local, agregó, pensativa:

—¡Con qué hermosa grandiosidad suena esto de «el personal de la cocina»! Tan diferente de como es en realidad: la vieja señora Ellis, más sorda que una tapia, y esa medio pazguata hija de los Bardwells, que viene a echar una mano los domingos por la mañana.

—Lo que no comprendo —intercaló Jennifer— es cómo descubrió la Policía que estaban robando en la casa y llegaron aquí a tiempo de atrapar al ladrón.

—Me parece extraordinario que no se llevase nada —comentó su madre.

—¿Estás completamente segura de eso, Joan? —le preguntó su marido—. Al principio estabas un poco dudosa.

La señora Sutcliffe lanzó un suspiro de exasperación.

—Es imposible asegurar nada con tanta exactitud en asuntos de esta clase. El desorden de mi dormitorio… las cosas desparramadas por todos los rincones, los cajones revueltos y volcados… Tuve que examinarlo todo antes de poder estar segura de nada… aunque ahora que lo pienso, no recuerdo haber visto mi magnífica echarpe de Jacqmar.

—Lo siento, mami. Eso fue cosa mía. Voló con el viento en el Mediterráneo. Me apropié de ella. Tuve la intención de decírtelo, pero se me olvidó.

—Jennifer, la verdad es que no sé cuántas veces te he dicho ya que no me cojas nada sin advertírmelo antes.

—¿Puedo tomar un poco más de pudding? —solicitó Jennifer, para derivar la conversación.

—Supongo que sí. La verdad es que la señora Ellis tiene una mano estupenda. Vale la pena el tener que esforzarse tanto en gritarle. Sin embargo, confío que no te encuentren muy voraz en el colegio. Recuerda que Meadowbank no es un internado corriente.

—No estoy muy segura de si en realidad tengo muchas ganas de ir a Meadowbank —confesó Jennifer—. Conozco a una chica que tenía una prima allí, y me ha dicho que es insoportable, y que se pasaban el día entero diciéndole a una cómo hay que entrar y salir de un «Rolls Royce» y cómo hay que comportarse en el supuesto de que se fuera a almorzar con la reina.

—Ya está bien, Jennifer —le amonestó la señora Sutcliffe—. No aprecias la suerte tan grandísima que tienes con que te hayan admitido en Meadowbank. La señorita Bulstrode no acepta a cualquier chica, puedo asegurártelo. Todo se ha debido a la importante posición de tu padre y a la influencia de tu tía Rosamond. Tienes una suerte extraordinaria. Y si alguna vez —agregó— se te presentara la ocasión de ir a comer con la reina, te será muy conveniente que sepas cómo tienes que comportarte.

—Oh, bueno —dijo Jennifer—. Me imagino que la reina tiene a menudo a comer con ella a gente que no saben cómo hacerlo… Jefes africanos, y jockeys y caídes.

—Los jefes africanos tienen los modales más refinados —aseveró su padre, que había vuelto recientemente de un corto viaje de negocios a Ghana.

—Y también los caídes árabes —añadió la señora Sutcliffe— tienen maneras cortesanas.

—¿Recuerdas esa fiesta a que fuimos de un jeque? —le preguntó Jennifer—. ¿Y cómo le arrancó el ojo a aquella oveja y te lo ofreció a ti, y tío Bob te dio con el codo para que no metieras la pata y te lo comieras? Me parece que si un jeque hiciera semejante cosa con un cordero asado en el palacio de Buckingham, le darían a la reina unas náuseas más que regulares, ¿no os parece?

—Basta ya, Jennifer —remató su madre, dando por terminado el tema.



4

Después que Andrew Ball, sin domicilio fijo, hubo sido sentenciado a tres meses de prisión por fractura y allanamiento de morada, Derek O'Connor, que había estado ocupando un asiento poco destacado en el Palacio de Justicia, hizo una llamada a un número del «Museo [1]».

—Absolutamente nada encima del individuo cuando le echamos el guante —informó—. Le dimos tiempo de sobra, además.

—¿Quién era? ¿Alguien que conozcamos?

—Me imagino que uno de la banda de Gecko. Uno de poca monta. Lo alquilan para esta clase de asuntos. No tiene mucha materia gris, pero dicen que es un consumado ratero.

—Y escuchó la sentencia como un cordero —al otro lado de la línea, el coronel Pikeaway hizo una mueca burlona al pronunciar esta frase.

—Sí. Es el prototipo de individuo atontado que se descarría del sendero recto y difícil. Nunca se le relaciona con delitos de altos vuelos. No sirve más que para eso, claro.

—Y no encontró nada —recapacitó el coronel Pikeaway—. Y ustedes tampoco encontraron nada. Más bien parece como si no hubiera qué encontrar, ¿no cree? Nuestra suposición de que Rawlinson colocó las piedras entre los efectos pertenecientes a su hermana parece no tener fundamento.

—A otros parece habérseles ocurrido también la misma idea.

—Es bastante obvio, en realidad… Tal vez se proponían que nos tragáramos el anzuelo.

—Pudiera ser. ¿Alguna otra posibilidad?

—A montones. Es posible que el objeto en cuestión se encuentre en Ramat. Posiblemente escondido en algún sitio del hotel Ritz Savoy. O que Rawlinson se lo entregara a alguien en su camino al campo de aviación. O a lo mejor hay algo de verdad en esa insinuación del señor Atkinson. Que una mujer desconocida le haya echado la zarpa. O puede que durante todo el tiempo la señora Sutcliffe hubiera estado ignorante de lo que llevaba y lo tirase por la borda en el mar Rojo con cualquier otra cosa inservible. Y esto último —añadió meditabundo— tal vez fuera lo mejor de todo.

—Vamos, señor. ¡Si valen un dineral!

—La vida humana vale también mucho —sentenció el coronel Pikeaway.

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