Capítulo XXIII


Desenlace





1

En una de las aulas más pequeñas, la señorita Bulstrode dirigió su mirada de una en una a las personas congregadas allí. Todos los miembros de su cuadro de profesoras se hallaban presentes. La señorita Chadwick, Johnson y Rich y las dos profesoras más jóvenes. Ann Shapland estaba sentada con su bloc y un lápiz, para el caso de que la señorita Bulstrode la necesitase para tomar notas. Al lado de la señorita Bulstrode se sentó el inspector Kelsey, y algo alejado de éste, Hércules Poirot. Adam Goodman en «tierra de nadie», a igual distancia del profesorado y de lo que él llamaba, con frase propia, el cuerpo ejecutivo. La señorita Bulstrode se levantó, y empezó a hablar, con su bien modulada voz, de una manera terminante.

—Creo mi deber hacia todas ustedes —expuso—, como miembros de mi plana mayor e interesadas en el bienestar del colegio, informarles exactamente hasta qué punto ha progresado esta encuesta. He sido informada de varios hechos por el inspector Kelsey, Monsieur Hércules Poirot, que está muy bien relacionado en el mundo entero, ha obtenido una valiosa ayuda de Suiza, e informará por sí mismo sobre este asunto particular. Todavía no hemos llegado al final de la encuesta, lamento decirlo, pero algunos pequeños detalles han sido aclarados por completo, e imaginé que sería un alivio para todos ustedes el saber cómo marcha la cuestión en el momento presente.

La señorita Bulstrode miró hacia el inspector Kelsey, y éste se puso en pie.

—Oficialmente —empezó— no me encuentro en situación de descubrir todo cuanto sé. Solamente puedo tranquilizarles ciñéndome a decirles que estamos haciendo progresos y empezando a tener una idea bastante clara de quien pueda ser responsable de los tres crímenes que se han cometido dentro de los límites del colegio. No iré más allá de eso. Mi amigo, monsieur Hércules Poirot, que no está ligado a ninguna reserva oficial y disfruta de plena libertad para comunicarles sus propias ideas, revelará a ustedes cierta información que se ha procurado él mismo valiéndose de su influencia. Tengo la convicción de que todas ustedes son leales a Meadowbank y a la señorita Bulstrode y guardarán el secreto de ciertas cuestiones que va a tocar monsieur Poirot y que no son de ningún interés público. Mientras menos comentarios o especulaciones haya sobre ellas, tanto mejor será. Así que yo voy a rogarles que se reserven para sí los datos de que van a tener noticias aquí hoy. ¿Queda entendido?

—Por supuesto —aseguró la señorita Chadwick enfáticamente, tomando la palabra antes que ninguna otra—. Desde luego que todas somos leales a Meadowbank. Por lo menos yo confío en que sea así.

—Naturalmente —aseveró la señorita Johnson.

—Oh, sí —dijeron las dos profesoras más jóvenes.

—Estoy de acuerdo —convino Eileen Rich.

—Entonces, monsieur Poirot, cuando guste…

Hércules Poirot se puso en pie, irradió una sonrisa a su auditorio y se retorció cuidadosamente las guías de su bigote. Las dos profesoras más jóvenes experimentaron un súbito deseo de dejar escapar una risita tonta y desviaron sus miradas una de otra, apretando firmemente los labios.

—Éste ha sido un penoso y difícil intervalo para todas ustedes —comenzó—. Deseo que sepan antes que nada que yo estimo eso en lo que vale. Aunque para la señorita Bulstrode ha resultado ser, naturalmente, peor que para ninguna otra, todas ustedes han padecido también, ustedes han sufrido, en primer lugar, la pérdida de tres de sus colegas, una de las cuales estuvo aquí durante un considerable período de tiempo, me refiero a la señorita Vansittart. La señorita Springer y mademoiselle Blanche eran, desde luego, recién llegadas, pero no dudo que sus muertes fueron para ustedes un rudo golpe y un acontecimiento doloroso. Ustedes mismas deben haber sufrido igualmente una enorme depresión, porque debe haberles parecido como si hubiera una especie de venganza personal, dirigida contra las profesoras del colegio de Meadowbank. Eso, puedo asegurarles, y el inspector Kelsey también lo hará, no es así. Meadowbank, por una serie fortuita de contingencias, se convirtió en el centro de atención de varios intereses indeseables. Se ha introducido, por decirlo así, un gato en el palomar. Se han cometido aquí tres asesinatos, y también ha habido un secuestro. Primero me ocuparé del secuestro, pues a través de toda esta historia, la dificultad ha consistido en quitar de en medio materias extrañas, que si bien criminales en sí mismas oscurecen el hilo más importante, el hilo de una persona asesina y dispuesta a matar despiadadamente, y que se encuentra en medio de ustedes.

Se sacó una fotografía del bolsillo.

—Antes que nada, les pasaré esta fotografía de una en una.

Kelsey la tomó, se la entregó a la señorita Bulstrode, y ésta, a su vez la fue pasando a las demás, hasta que fue devuelta a Poirot. Éste les miró las caras, que estaban completamente inexpresivas.

—Les pregunto a ustedes, a todas ustedes, ¿reconocen a la chica que está en esa fotografía?

Todas ellas negaron con la cabeza.

—Pues deberían reconocerla —indicó Poirot—, puesto que se trata de una fotografía de la princesa Shaista, obtenida por mí en Ginebra.

—Pero ésa no es Shaista, ni muchísimo menos —gritó la señorita Chadwick.

—Exactamente —replicó Poirot—. Los hilos de todo este asunto tienen su comienzo en Ramat, donde como ustedes saben, estalló una revolución coup d'état hace unos tres meses. El gobernante príncipe Alí Yusuf consiguió huir en una avioneta, que conducía su piloto privado. El aparato no obstante, se estrelló en las montañas al norte de Ramat y no fue descubierto hasta algún tiempo después. Cierto artículo de gran valor qué el príncipe Alí Yusuf llevaba siempre encima fue echado de menos. No apareció entre los restos del accidente, y circularon rumores de que había sido traído a este país. Varios grupos de personas estaban impacientes por tomar posesión de este valioso artículo. Uno de los hilos que tenían para conducirles a él era el único familiar que quedaba del príncipe Alí Yusuf, su prima hermana, una chica que por aquel entonces se hallaba en un internado de Suiza. Lo más probable sería que, de haber conseguido sacar el objeto a salvo de Ramat, éste debería ser entregado a Shaista o a sus parientes y tutores. Ciertos agentes se dedicaron a vigilar a su tío el emir Ibrahim, y otros a no perder de vista a la princesa Shaista. Era cosa sabida que ella era esperada en este internado, en Meadowbank, para el actual trimestre. Por lo tanto, hubiera parecido perfectamente natural que enviaran aquí a alguien para que obtuviese empleo y montara una estrecha vigilancia de cualquiera que se aproximara a la princesa o que estuviese alerta a sus cartas y recados telefónicos. Pero elaboraron una idea mucho más simple y eficaz: la de raptar a Shaista y enviar en su lugar a uno de sus propios agentes a este internado, haciéndola pasar por la auténtica princesa Shaista. Esto podría ser llevado a cabo con éxito, pues el emir Ibrahim se encontraba en Egipto y no tenía la intención de visitar Inglaterra hasta el final de este verano. La señorita Bulstrode no conocía a la chica, y todos los acuerdos que había concertado referente a su recepción fueron efectuados por conducto de la embajada de Londres.

»El plan era sencillo en extremo. La auténtica Shaista abandonó Suiza acompañada por un delegado de la embajada en Londres. O por lo menos, eso era lo que se suponía. De hecho, la embajada en Londres fue informada que un delegado del colegio suizo acompañaría a la chica a Londres. La verdadera Shaista fue llevada a un chalet muy agradable en Suiza, donde ha permanecido desde entonces, y una chica por completo diferente llegó a Londres, fue recibida allí por un comisionado de la embajada y traída posteriormente a este colegio. Huelga aclarar que la sustituta era, necesariamente, mucho mayor que Shaista. Pero esto difícilmente podría atraer la atención puesto que las chicas orientales están perceptiblemente mucho más desarrolladas que las occidentales de su misma edad. Una joven actriz francesa, especializada en papeles de colegiala, fue el agente escogido.

»Yo pregunté si se había fijado alguien en las rodillas de Shaista. Éstas son una magnífica indicación de la edad. Las rodillas de una mujer de veintidós o veintitrés años no pueden ser confundidas con las de una chica de catorce o quince. Nadie, por desgracia, había reparado en ellas.

»El plan no tuvo el éxito que habían esperado. Nadie intentó ponerse en contacto con Shaista. No llegó ninguna carta para ella, ni hubo tampoco ninguna llamada telefónica de importancia, y, a medida que iba transcurriendo el tiempo, surgió un nuevo motivo de inquietud. Se enteraron que era muy posible que el emir Ibrahim llegara a Inglaterra antes de la fecha prevista. No era un hombre que anunciara sus planes con anticipación. Tenía la costumbre, si no me han informado mal, de decir por la noche: «mañana me marcho a Londres», y ponerlo en práctica sin más expediente.

»La falsa Shaista, por lo tanto, estaba ojo avizor de que una persona que conocía a la auténtica princesa podía aparecer de un momento a otro. La inminencia de esta aparición fue incrementada después de ocurrido el asesinato, y por esa razón empezó a preparar el terreno para el secuestro sacando a relucir tal tema al inspector Kelsey. Ni que decir tiene que el secuestro no tuvo nada de tal. Tan pronto como se enteró de que su «tío» vendría a sacarla en la mañana del día siguiente, envió un breve recado por teléfono, y media hora antes que el auténtico coche del emir, apareció un ostentoso automóvil, con una matrícula falsa del C.D. y Shaista fue oficialmente «raptada». De hecho, por supuesto, fue depositada por el coche en la primera ciudad importante por la que pasaron, donde inmediatamente recuperó su verdadera personalidad. Una nota de rescate de estilo completamente amateur fue enviada precisamente para mantener en pie la farsa.

Hércules Poirot hizo una pausa y después prosiguió:

—Se trataba, como pueden ver, de un truco de ilusionista, dirigiendo la atención de su público en una dirección falsa. Se enfocan los ojos en el secuestro aquí y no se le ocurre a nadie que el secuestro ocurrió realmente tres semanas antes en Suiza.

Lo que realmente quiso decir Poirot, pero fue suficientemente educado para no mencionarlo, es que esto no se le ocurrió a nadie más que a él.

—Pasemos ahora —dijo— a algo más serio que el secuestro…, el asesinato.

»La falsa Shaista podría, por supuesto, haber matado a la señorita Springer, pero no a la señorita Vansittart o a mademoiselle Blanche, y no tenía motivo alguno para matar a ninguna, ni era eso lo que se requería de ella. Su papel consistía, simplemente, en recibir un valioso paquete en caso de que, como parecía probable, le fuera entregado a ella, o en recibir noticias de aquél.

»Retrocedamos ahora a Ramat, donde se inició todo esto. Fue extensamente rumoreado que el príncipe Alí Yusuf había hecho entrega de este valioso paquete a Bob Rawlinson, su piloto particular, y que Rawlinson se dirigió al hotel principal de Ramat, donde se hospedaba su hermana, la señora Sutcliffe, con su hija Jennifer. Éstas habían salido, pero Bob Rawlinson subió a la habitación que ocupaban, donde estuvo durante veinte minutos, por lo menos. Éste es un lapso de tiempo más bien largo, teniendo en cuenta las circunstancias. Podía, por supuesto, haberse entretenido escribiendo una larga carta a su hermana. Pero no fue así. Dejó allí una breve nota, que le habría ocupado, a lo sumo, dos minutos en garabatear.

»Como corolario, fue inferido por diversas partes interesadas que el tiempo que permaneció en la habitación lo empleó en esconder este objeto entre los efectos pertenecientes a su hermana y ella trajo consigo en su viaje de regreso a Inglaterra. Ahora llegamos a lo que podríamos llamar el punto donde bifurcan dos hilos diferentes. Un grupo de interesados… (o posiblemente, más de un grupo) supuso que la señora Sutcliffe se trajo este artículo consigo en su viaje de vuelta a Inglaterra y como consecuencia, su casa de campo fue registrada, efectuándose en ella una concienzuda búsqueda. Esto demostró que quien hizo el registro no sabía con exactitud dónde estaba escondido el artículo. Solamente sabía que con toda probabilidad se hallaba en alguna parte entre las posesiones de la señora Sutcliffe.

»Pero otra persona sabía con toda precisión el sitio exacto en que estaba escondido el objeto, y yo considero que a estas alturas no puede causar perjuicio alguno el que yo les revele el sitio donde, efectivamente, lo ocultó Bob Rawlinson. Lo hizo en el mango de una raqueta de tenis, ahuecándolo y volviéndolo a ensamblar después con tal destreza, que sería muy difícil advertir después lo que había hecho.

»La raqueta de tenis pertenecía, no a su hermana, sino a la hija de esta, Jennifer, quien la trajo consigo a Meadowbank. Cierta persona que sabía con exactitud dónde estaba escondido el tesoro, se dirigió una noche al pabellón de deportes, habiendo previamente tomado un molde de la llave y mandando hacer un duplicado. A esas horas de la noche todo el mundo en el internado debería estar durmiendo en la cama. Pero no fue así. La señorita Springer se dio cuenta desde la casa de la luz que arrojaba una linterna en el pabellón de deportes y salió hacia allí para investigar. Era una mujer muy fuerte y tozuda, que no tenía ninguna duda de su propia habilidad en contender con cualquier situación peligrosa que le saliera al paso. La persona en cuestión estaba probablemente escudriñando entre las raquetas de tenis con el fin de encontrar la auténtica. Descubierta y reconocida por la señorita Springer, no perdió el tiempo en dudas… La persona que estaba registrando era una asesina, y disparó contra la señorita Springer, matándola. Sin embargo, la persona asesina se vio obligada a actuar con rapidez. El disparo había sido oído, y se percibían pasos de alguien que se acercaba… La persona que cometió el asesinato tenía que salir del pabellón de deportes a toda costa. De momento, debía dejar la raqueta en el sitio en que se hallaba.

»Algunos días después intentó un método diferente. Una mujer extraña, hablando con fingido acento americano, acechó a Jennifer Sutcliffe cuando venía de la pista de tenis y le contó una plausible historia acerca de un familiar suyo que le había enviado una raqueta de tenis nueva. Jennifer aceptó esta historia sin sospechar nada y cambió la raqueta que llevaba por la otra, nueva y costosa, que la desconocida le había traído. Pero se daba una circunstancia que la mujer con acento americano desconocía por completo. Y era que algunos días antes Jennifer Sutcliffe y Julia Upjohn habían cambiado sus respectivas raquetas de modo que aquella que la extraña mujer se llevó, fue, en efecto, la vieja raqueta de Julia Upjohn, aun cuando en la cinta de identificación estuviera escrito el nombre de Jennifer.

»Ahora llegamos a la segunda tragedia. La señorita Vansittart, por alguna razón desconocida, pero relacionada posiblemente con el secuestro de Shaista, que había tenido lugar aquella misma mañana, tomó una linterna y se encaminó hacia el pabellón de deportes, después que todo el mundo se había acostado. Alguien que la siguió hasta allí la golpeó con una pesada porra o un saco de arena cuando estaba agachada junto a la taquilla de Shaista. De nuevo fue descubierto el crimen casi inmediatamente. La señorita Chadwick distinguió una luz en el pabellón de deportes, y se precipitó hacia allí.

»La policía tomó una vez más a su cargo la custodia del pabellón de deportes, privando así nuevamente a la persona asesina de rebuscar y examinar allí las raquetas de tenis. Pero entonces Julia Upjohn, una niña inteligente, reflexionó sobre todas estas cosas y llegó a la conclusión lógica de que la raqueta que ella poseía, y que originariamente perteneció a Jennifer, era importante en algún sentido. Hizo investigaciones por su cuenta, comprobando que sus sospechas eran fundadas y me llevó a mí el contenido de la raqueta, que en el momento presente se encuentra bajo custodia y ya no nos concierne aquí para nada, —hizo una pausa y prosiguió—: Nos queda por considerar la tercera tragedia.

»Qué era aquello que mademoiselle Blanche sabía o sospechaba, es algo que no llegaremos a saber jamás. Puede que hubiera advertido a alguien saliendo de la casa en la noche en que fue asesinada la señorita Springer. Pero sea lo que fuere aquello que sabía o sospechaba, ella conocía la identidad de la persona que había cometido el asesinato. Se guardó este conocimiento para ella, y planeó astuta y cuidadosamente obtener dinero a cambio de su silencio.

»No hay nada —prosiguió Poirot con compasión— más peligroso que exigir dinero por medio de un chantaje a una persona que ya ha matado anteriormente, y quizá más de una vez. Es posible que Mademoiselle Blanche tomara precauciones, pero cualesquiera que éstas fuesen, resultaron ser inadecuadas. Ella concertó una cita con la persona asesina y fue a su vez asesinada.

Hizo una nueva pausa.

—Así que —dijo, dirigiéndoles una mirada circular— ahí tienen la relación de todo el asunto.

Todos los presentes se le quedaron mirando fijamente. Sus rostros, que al principio habían reflejado interés, sorpresa y excitación, parecían ahora como helados en una calma uniforme. Parecían como aterrados e incapaces de manifestar emoción alguna. Hércules Poirot hizo un gesto expresivo de asentimiento a todos ellos.

—Sí, ya sé cómo se sienten ustedes —afirmó—. Le ha tocado muy de cerca al colegio. Ésa es la razón por la cual el inspector Kelsey, el señor Adam Goodman y yo hemos estado haciendo las pesquisas. ¡Tenemos que averiguar si todavía se encuentra un gato en el palomar! ¿Comprenden a qué me refiero? ¿Se encuentra aquí todavía una persona hábilmente enmascarada con falsos colores?

Una leve agitación pasó por todo el auditorio, una breve y casi fortuita ojeada de soslayo, como si cada una de las presentes deseara mirar a los demás, pero no se atreviera a hacerlo.

—Tengo la satisfacción de poderlas tranquilizar —aseguró Poirot—. Todas las personas que se encuentran aquí en este momento son exactamente aquellas personas que dicen ser. La señorita Chadwick, por ejemplo, es la señorita Chadwick…; eso ciertamente no deja resquicio alguno a la duda, puesto que ha estado aquí tan largo tiempo como el mismo Meadowbank. La señorita Johnson, es inconfundiblemente la señorita Johnson. La señorita Rich no es otra sino la señorita Rich. La señorita Shapland es la señorita Shapland. La señorita Rowan, y la señorita Blake, son la señorita Rowan y la señorita Blake. Para ir aún más lejos —prosiguió Poirot, volviendo la cabeza—, Adam Goodman, que trabaja aquí en el jardín, es, si no Adam Goodman, por lo menos la persona cuyo nombre está inscrito en sus credenciales. Así, pues, ¿dónde nos encontramos? Debemos buscar no a alguien que se está enmascarando como otra persona sino a alguien que con su propia identidad es la persona asesina.

Poirot continuó:

—Necesitamos, en primer lugar, a alguien que estuvo hace tres meses en Ramat. La certeza de que el tesoro estaba escondido en la raqueta solamente pudo haber sido adquirida por un medio. Alguien debió haber visto que Bob Rawlinson lo colocaba allí. Ésta es una deducción de lo más simple. ¿Quién, pues, de entre las personas aquí presentes, estaba en Ramat hace tres meses? La señorita Chadwick estaba aquí. Igualmente la señorita Johnson —dirigió su mirada hacia las dos profesoras más jóvenes—. La señorita Rowan y la señorita Blake estaban aquí.

Continuó señalando con el dedo.

—Pero la señorita Rich… la señorita Rich no estuvo aquí el pasado trimestre, ¿no es cierto?

—Yo… no. Yo estaba enferma —lo dijo apresuradamente—. Estuve ausente durante un trimestre.

—Ésa es una cosa que ignorábamos —admitió Hércules Poirot— hasta que hace pocos días lo mencionó alguien de una manera fortuita. Cuando fue interrogada por la policía por primera vez, usted se limitó a decir que hacía año y medio que estaba en Meadowbank. Eso es, en sí, completamente cierto. Pero usted estuvo ausente durante el trimestre pasado. Usted pudo haber estado en Ramat… Yo creo que estuvo en Ramat. Tenga cuidado en lo que declara. Lo podemos comprobar por su pasaporte, como sabe.

Hubo un momento de silencio, transcurrido el cual Eileen Rich miró a Poirot, alzando la cabeza.

—Sí —concedió tranquilamente—, estuve en Ramat. ¿Por qué no?

—¿Por qué fue usted a Ramat, señorita Rich?

—Ya lo sabe usted. Estaba enferma. Me prescribieron reposo… que me marchara al extranjero. Escribí a la señorita Bulstrode explicándole la razón por la cual debía tomarme unas vacaciones por un trimestre. Ella comprendió perfectamente.

—Eso es cierto —corroboró la señorita Bulstrode—. Ella incluía en la carta un certificado del doctor haciendo constar que sería poco aconsejable que la señorita Rich reasumiera sus obligaciones antes del próximo trimestre.

—Así que… usted fue a Ramat —dijo Hércules Poirot.

—¿Por qué no podía ir a Ramat? —replicó Eileen Rich. Se advertía un ligero temblor en su voz—. Ofrecen tarifas reducidas a los profesores. Necesitaba descanso. Necesitaba sol. Fui a Ramat. Pasé dos meses allí. ¿Por qué no? ¿Por qué no, pregunto?

—Usted jamás mencionó que estuviera en Ramat en la época de la revolución.

—¿Por qué había de mencionarlo? ¿Qué tiene que ver con nada de lo ocurrido aquí? No he matado a nadie, le digo. No he matado a nadie.

—La reconocieron —afirmó Hércules Poirot—. No de una manera definida, sino indefinida—. La niña Jennifer hizo una descripción muy vaga. Declaró que ella creía haberla visto a usted en Ramat, pero concluyó que no podía haberse tratado de usted, porque la persona a quien ella vio, según dijo, era gruesa, no delgada —se echó hacia delante, taladrando con sus ojos la cara de Eileen Rich—. ¿Qué tiene usted que declarar, señorita Rich?

La señorita Rich dio una vuelta en redondo.

—¡Imagino lo que está tratando de hacer ver! —gritó—. Está intentando probar que no fue un agente secreto o alguien de esa calaña quien cometió todos estos asesinatos. Que fue alguien que por casualidad estaba allí, alguien que por azar acertó a ver cómo escondían ese tesoro en una raqueta de tenis. Alguna persona que se percató de que la niña iba a venir a Meadowbank y que tendría la oportunidad de coger para sí misma esos objetos ocultos. ¡Pero yo le digo a usted que eso no es verdad!

—Yo imagino que eso es lo que pasó. Sí —aseguró Poirot—. Alguien que vio esconder las joyas y se olvidó de todas las demás obligaciones o deberes con la determinación de poseerlas.

—Le digo que no es verdad. Yo no vi nada…

—Inspector Kelsey —dijo Poirot, volviendo la cabeza.

El inspector Kelsey asintió… se dirigió hacia la puerta, la abrió y la señora Upjohn apareció en la habitación.



2

—¿Cómo está usted, señorita Bulstrode? —cumplimentó la señora Upjohn, que parecía estar algo desconcertada—. Siento tener un aspecto tan desarreglado, pero ayer me encontraba cerca de Ankara, y acabo de llegar a Inglaterra en avión. Tengo una pinta impresentable, pero, en realidad no he tenido tiempo de arreglarme ni de hacer nada.

—No se preocupe —le recomendó Hércules Poirot—. Únicamente deseamos hacerle a usted una pregunta.

—Señora Upjohn —intervino Kelsey—, cuando usted vino aquí al colegio a traer a su hija, y se hallaba en el salón de la señorita Bulstrode, usted miró por la ventana que da a la calzada en la fachada principal, y profirió una exclamación de sorpresa como si hubiera reconocido a alguien que vio allí. ¿No es esto cierto?

La señorita Upjohn se le quedó mirando fijamente.

—¿Cuando yo estaba en el salón de la señorita Bulstrode? Yo miré… oh, sí, ¡claro está que sí! Es cierto que vi a una persona.

—¿Una persona a quien le sorprendió ver?

—Pues…, yo me sorprendí bastante… Verá usted, habían pasado ya tantos años…

—¿Se refiere a la época de hacia el final de la guerra, cuando usted estaba trabajando en el servicio de espionaje?

—Sí. Fue hace unos quince años. Parecía mucho más vieja, por supuesto, pero la reconocí al momento. Y me llenó de curiosidad qué podría estar haciendo aquí.

—Señora Upjohn, ¿quiere echar una mirada alrededor de esa habitación y decirme si ve usted a esa persona aquí ahora?

—Sí, desde luego que la veo —aseguró la señora Upjohn—. La distinguí nada más entrar. Esa es.

Alargó un dedo para señalarla. El inspector Kelsey actuó con celeridad, y así lo hizo Adam, pero no fueron lo bastante rápidos. Ann Shapland se levantó de un salto. Empuñando una pequeña automática de siniestro aspecto, apuntó con ella directamente a la señora Upjohn. La señorita Bulstrode, que fue más rápida que los dos hombres, avanzó con viveza, pero la señorita Chadwick fue aun más veloz. No era a la señora Upjohn a quien trataba de escudar, sino a la mujer que estaba en pie entre Ann Shapland y la señora Upjohn.

—No, no lo haga —gritó Chaddy, lanzándose delante de la señorita Bulstrode en el preciso instante en que salió el disparo de la pequeña automática.

La señorita Chadwick se tambaleó, y cayó al suelo, contrayéndose. La señorita Johnson corrió hacia ella. Adam y Kelsey habían detenido ya a Ann Shapland. Estaba luchando como una gata salvaje, pero lograron arrancarle la automática de la mano.

La señora Upjohn dijo, con voz entrecortada:

—Ya entonces decían de ella que era una asesina, a pesar de ser tan joven. Era uno de los agentes más peligrosos que tenían, su nombre de clave era Angélica.

—¡Perra mentirosa! —Ann Shapland escupió claramente las palabras.

—No está mintiendo —repitió Hércules Poirot—. Usted es peligrosa. Siempre ha llevado una vida arriesgada. Todos los trabajos que ha efectuado utilizando su verdadero nombre han sido perfectamente legales y realizados con eficiencia…, pero todos los ha realizado con una finalidad, y ésta ha sido la de obtener informes y espiar. Ha trabajado en una compañía petrolífera, y también para un arqueólogo, cuyas investigaciones le llevaban a cierta parte del globo, y con una actriz cuyo protector era un político eminente. Desde que tenía diecisiete años ha trabajado como agente secreto… aunque para muchos jefes diferentes. Ha alquilado sus servicios y se los han pagado muy bien. Ha desempeñado un doble papel. La mayoría de sus asignaciones han sido llevadas a cabo usando su verdadero nombre, pero también hubo ciertos trabajos para los cuales usted asumió diferentes identidades. Ostensiblemente, esto sucedía cuando usted tenía que regresar a su hogar para cuidar de su madre.

»Pero sospecho grandemente, señorita Shapland, que la mujer de edad a quien visité, y que vive en un pueblecito con una enfermera que la cuida, esa señora de edad avanzada que es indudablemente una paciente mental, no es su madre en absoluto. Ella ha sido el pretexto de que se ha valido para poderse retirar, cuando así le convenía, de sus empleos y del círculo de sus amistades.

»Los tres meses de este invierno que pasó con su «madre» cuando ésta sufrió uno de sus «ataques» corresponden al espacio de tiempo en que estuvo en Ramat, no como Ann Shapland, sino como Ángela Romero, una bailarina española, o pseudoespañola, de cabaret. Usted ocupaba en el hotel la habitación adyacente a la de la señora Sutcliffe y se ingenió de un modo u otro para observar a Bob Rawlinson cuando escondía las joyas en la raqueta. Usted no tuvo oportunidad de coger la raqueta, porque entonces tuvo lugar la imprevista evacuación de todos los súbditos británicos, pero leyó las etiquetas del equipaje y le fue fácil averiguar cosas importantes respecto a lo que le interesaba. El obtener aquí un puesto como secretaria no le fue difícil. He hecho algunas indagaciones. Usted pagó una suma considerable a la anterior secretaria de la señorita Bulstrode para que abandonara su colocación alegando una depresión nerviosa. Y para convencerla elaboró una historia completamente plausible: que la habían encargado escribir una serie de artículos sobre un famoso internado de señoritas «visto por dentro».

»Todo parecía facilísimo, ¿verdad? Si desaparecía la raqueta de una alumna, ¿qué podía tener de particular? Más sencillo todavía: no tenía más que ir una noche al pabellón de deportes y sustraer las joyas. Pero no contó con la señorita Springer. Tal vez ya la hubiera visto anteriormente examinando las raquetas. O quizá se perpetró aquella noche por casualidad. Ella la siguió a usted hasta allí y usted la mató de un tiro. Más tarde, mademoiselle Blanche intentó hacerle un chantaje, y también la mató. El matar es una cosa que le sale a usted con toda naturalidad, ¿no es cierto?

Dejó de hablar. Kelsey amonestó a su prisionera con una monótona voz oficial.

Ann Shapland no le prestó atención. Volviéndose hacia Hércules Poirot, prorrumpió en un torrente de invectivas que sobrecogieron a todos los que se encontraban en la habitación.

—¡Canastos! —exclamó Adam, al llevársela Kelsey—. ¡Y yo que creí que era una chica refinada!

—Me temo que esté mal herida —intuyó la señorita Johnson, que había estado arrodillada al lado de la señorita Chadwick—. Lo mejor que podemos hacer es no moverla de aquí hasta que llegue el doctor.

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