Capítulo IX
Un gato en el palomar
1
Carta de Jennifer a su madre.
«Querida mamá:
»Anoche tuvimos un asesinato. La víctima fue la señorita Springer, la instructora de gimnasia. Ocurrió a medianoche, y vino la Policía y esta mañana están friendo a preguntas a todo el mundo.
»La señorita Chadwick nos recomendó que no le contáramos a nadie nada de esto, pero a mí me pareció que te gustaría enterarte.
»Con todo mi cariño,
Jennifer».
2
Meadowbank era una institución de suficiente importancia como para merecer la atención personal del comisario de Policía. Durante el espacio de tiempo que los procedimientos rutinarios de investigación seguían su curso, la señorita Bulstrode no había permanecido inactiva. Telefoneó a un magnate de la Prensa y al secretario del Ministerio del Interior, ambos amigos personales suyos. Como resultado de estas maniobras, muy poca cosa apareció en los periódicos con relación al suceso. Una instructora de deportes había aparecido muerta en el gimnasio del colegio. Había muerto a consecuencia de un disparo, pero aun no se había esclarecido si se trataba o no de un accidente. La mayoría de las informaciones del suceso contenían implícito un carácter poco menos que de excusa, como si el que una instructora de gimnasia muriera en tales circunstancias fuera una completa falta de tacto por parte de ella.
Ann Shapland tuvo un día muy atareado tomando notas de cartas para escribir a los padres. La señorita Bulstrode no perdió el tiempo en recomendar a sus alumnas que mantuvieran silencio respecto al suceso. Sabía que ello equivaldría a predicar en el desierto. Era cosa segura que escribirían dando informaciones más o menos espeluznantes a sus inquietos padres o tutores. Determinó redactar su propia relación equilibrada y razonable de la tragedia para que la recibieran ellos al mismo tiempo.
Aquel mismo día por la tarde se hallaba sentada en cónclave con el señor Stone, comisario de Policía, y el inspector Kelsey. La Policía estaba perfectamente de acuerdo en que la Prensa restara al asunto la mayor importancia posible. Eso les permitiría seguir las pesquisas tranquilamente y sin interferencias.
—Lo lamento muchísimo, señorita Bulstrode —le dijo el comisario—. Lo lamento muy de veras. Me imagino que esto es… bueno… una cosa muy desagradable para usted.
—Un asesinato es un mal asunto para cualquier colegio, sí —dijo la señorita Bulstrode—. Sin embargo, considero que no conduce a nada el detenerse ahora a reflexionar sobre ello. Lo sortearemos, sin duda, como hemos sorteado otros temporales. Lo que espero es que el asunto quede esclarecido rápidamente.
—No veo por qué no ha de serlo, ¿eh? —replicó Stone, echando una mirada a Kelsey.
—Nos servirá de gran ayuda averiguar su pasado —respondió éste.
—¿Lo considera usted francamente así? —preguntó secamente la señorita Bulstrode.
—Es muy posible que alguien tuviera alguna deuda que saldar con ella —sugirió Kelsey.
La señorita Bulstrode no replicó.
—¿Usted infiere que el motivo del crimen tiene alguna conexión con este lugar? —inquirió el comisario.
—El inspector Kelsey lo cree así en realidad —dijo la señorita Bulstrode—. A mi juicio, está solamente tratando de salvar mis sentimientos.
—Yo creo que efectivamente tiene relación con Meadowbank —confesó pausadamente el inspector—. Después de todo, la señorita Springer tenía sus horas libres, al igual que todos los otros miembros del profesorado. Podía haber convenido una entrevista con quien fuera si hubiera querido hacerlo, en cualquier lugar de su elección. ¿Por qué escogió este gimnasio y a medianoche?
—¿No tiene usted ningún inconveniente en que se realice una investigación en todas las dependencias del colegio, señorita Bulstrode? —requirió el comisario.
—Absolutamente ninguno. Me imagino que ustedes intentan encontrar la pistola o revólver, o lo que sea.
—Sí. Se trata de una pequeña pistola de fabricación extranjera.
—Extranjera —repitió la señorita Bulstrode, perpleja.
—¿Está usted enterada si entre sus profesoras o sus alumnas hay alguna que posea una pistola de fabricación extranjera?
—Que yo sepa, indudablemente que no —contestó la señorita Bulstrode—. Tengo la más absoluta certeza de que ninguna de las alumnas la tiene. Cuando llegan, se les examina el equipaje y una cosa semejante no se nos habría podido pasar inadvertida, y hubiera dado pábulo a considerables comentarios. Pero, por favor, le aseguro, inspector Kelsey, obre como le plazca a este respecto. Tengo entendido que sus hombres han estado hoy rebuscando por todos los terrenos del colegio.
—Sí —afirmó el inspector movimiento la cabeza y prosiguió—. También desearía entrevistarme con los restantes miembros de su profesorado. Una u otra de entre ellas puede haber oído algún comentario hecho por la señorita Springer que pudiera proporcionarnos una pista. O puede que hayan advertido algún detalle singular en su modo de comportarse, —hizo una pausa, tras lo cual continuó—: Esto podría aplicarse igualmente a sus alumnas.
La señorita Bulstrode dijo:
—Yo tenía la intención de dirigir unas breves palabras a las chicas esta tarde, después de las oraciones. Pensaba decirles que si alguna de ellas tiene conocimiento de algo que pudiera estar relacionado con la muerte de la señorita Springer, debería presentárseme y hacérmelo saber.
—Una idea muy sensata —estimuló el comisario.
—Pero deben ustedes tener en cuenta esto —agregó la señorita Bulstrode—: es muy posible que alguna de las chicas experimente el deseo de darse importancia exagerando algún incidente, o incluso inventándolo. Las chicas hacen cosas muy extrañas, pero presumo que ustedes estarán ya habituados a tratar con esa clase de exhibiciones.
—Ya he tropezado con eso —afirmó el inspector Kelsey—. Ahora, por favor, deme una lista de su personal, incluyendo los sirvientes.
3
—He registrado todas las taquillas del pabellón, señor.
—¿Y no ha encontrado usted nada? —preguntó Kelsey.
—No, señor, nada de importancia. Cosas chocantes en algunas de ellas, pero nada de lo que a nosotros nos interesa.
—No estaba ninguna cerrada con llave, ¿verdad?
—No, señor, pero pueden cerrarse. Tenían puestas las llaves, pero ninguna estaba cerrada.
Kelsey paseó una mirada circular por el suelo desnudo, absorto en sus pensamientos. Las raquetas de tenis y lacrosse estaban otra vez cuidadosamente colocadas en sus estantes.
—Bueno —dijo—, voy ahora a la casa para cambiar unas palabras con el personal.
—¿Cree usted que haya sido obra de alguien del colegio, señor?
—Pudiera ser —repuso Kelsey—. Nadie tiene una coartada excepto esas dos profesoras, las señoritas Johnson y Chadwick, y Jane, la niña que tenía dolor de oídos. En teoría, todas las restantes se hallaban en la cama, durmiendo ya, pero no hay nadie que pueda atestiguarlo. Todas las chicas tienen habitaciones individuales, y asimismo las profesoras. Cualquiera de ellas, incluyendo a la misma señorita Bulstrode, podría haberla seguido hasta aquí. Entonces, después de matarla de un tiro, quienquiera que fuese pudo escabullirse tranquilamente de vuelta a la casa a través de los matorrales hasta la puerta lateral, y encontrarse muy bonitamente en la cama cuando se dio la señal de alarma. Es el motivo lo que es difícil de averiguar. Sí —repitió Kelsey—, es el motivo. A menos que esté ocurriendo aquí algo de lo que nosotros no tengamos conocimiento alguno, no parece que exista ningún motivo.
Salió del pabellón y se encaminó a la casa, andando lentamente; Aunque ya habían pasado las horas de trabajo, el viejo Briggs, el jardinero, que estaba atareado trabajando en un cuadro de jardín, se alzó al pasar el inspector.
—Veo que trabaja hasta muy tarde —le dijo Kelsey, sonriendo.
—¡Ah! —exclamó Briggs—. Los jóvenes no tienen idea de lo que es la jardinería. Se presentan a las ocho de la mañana y dan de mano a las cinco… así es como ellos lo toman. Uno tiene que estudiar el tiempo que hace; algunos días valdría mas no salir al jardín para nada y, hay otros días en que es preciso trabajar desde las siete de la mañana hasta las ocho de la tarde. Eso es si uno tiene cariño al sitio y se enorgullece al contemplar su jardín.
—Usted debe estar orgulloso de éste —comentó Kelsey—. No he visto, en estos tiempos, un lugar mejor cuidado.
—En estos días la cosa marcha bien —afirmó Briggs—. Yo tengo suerte, sí, señor. Tengo un joven muy fuerte trabajando conmigo. También un par de muchachos, pero ésos no valen gran cosa. A la gran mayoría de esos muchachos y jóvenes no les interesa venir a hacer esta clase de trabajo. No piensan más que en irse a trabajar a fábricas, eso es, o a las oficinas, con sus cuellos de brillo. No les gusta ensuciarse las manos con un puñado de tierra. Pero yo tengo suerte, ya le digo. Dispongo de un buen hombre para que me ayude en el trabajo, y él sólito vino a ofrecerse.
—¿Hace mucho de eso? —interrogó el inspector Kelsey.
—Al principio del trimestre —respondió Briggs—. Se llama Adam. Adam Goodman.
—No recuerdo haberle visto por aquí —comentó Kelsey.
—Me pidió permiso para salir, eso es —aclaró Briggs—. Yo se lo di. No parecía haber mucho que hacer hoy, con todos ustedes andando de acá para allá por todo el jardín.
—Debieron haberme hablado de él —dijo incisivo Kelsey.
—¿Qué quiere decir con eso de hablarle acerca de él?
—No está en mi lista —reparó el inspector—. Me refiero a que no se halla en mi lista de empleados.
—Oh, bueno, podrá verle mañana, señor —dijo Briggs—. Aunque supongo que él no podrá decirle nada.
—Eso nunca se sabe —observó el inspector.
Un joven fuerte que se había ofrecido personalmente al comenzar el trimestre. A Kelsey le dio la impresión de que esto era lo primero con que se había encontrado que podía salirse un poco de lo corriente.
4
Aquella tarde, como de costumbre, las niñas entraron formando fila en el gran salón para rezar las oraciones y después la señorita Bulstrode demoró la salida alzando la mano.
—Tengo algo que comunicarles a todas ustedes. Ya saben que a la señorita Springer la mataron anoche de un tiro en el pabellón de deportes. Si alguna de ustedes ha visto u oído algo en la semana pasada… algo que les haya extrañado, relacionado con la señorita Springer, alguna cosa que la señorita Springer pudiera haber dicho o que alguna otra persona haya podido comentar acerca de ella, que les haya parecido a ustedes significativo, me gustaría que me lo comunicaran. Pueden venir a mi sala de estar a cualquier hora de la tarde.
—¡Oh! —suspiró Upjohn, cuando iban saliendo—. ¡Cómo me gustaría que supiéramos algo! Pero no sabemos nada, ¿verdad, Jennifer?
—No —respondió Jennifer—, claro está que no.
—La señorita Springer parecía tan vulgar —subrayó Julia, con tristeza—. Demasiado corriente para que la mataran de un modo misterioso.
—No creo que fuera tan misterioso —opinó Jennifer—. Sólo se trató de un ladrón.
—Que vino a robar nuestras raquetas de tenis, supongo —replicó Julia con sarcasmo.
—A lo mejor alguien le estaba haciendo un chantaje —sugirió, esperanzada, otra de las chicas.
—¿Por qué motivo?
Pero ninguna de ellas imaginó una razón por la que pudiera hacer víctima de un chantaje a la señorita Springer.
5
El inspector Kelsey comenzó su entrevista a las profesoras con la señorita Vansittart. Una mujer hermosa, pensó, haciendo un inventario de su persona. Tendría posiblemente cuarenta años, o quizás un poco más; era alta y bien proporcionada con el pelo gris arreglado con gusto. Poseía dignidad y compostura, con cierta conciencia, observó Kelsey, de su propia importancia. Le recordaba en cierto modo a la misma señorita Bulstrode: era la pedagogía personificada. Pero así y todo, reflexionó, la señorita Bulstrode poseía algo de lo que carecía la señorita Vansittart. Aquélla tenía el don de lo inesperado. En cambio, la señorita Vansittart no le causaba la sensación de que pudiera reaccionar de una manera inesperada.
El interrogatorio se desarrolló siguiendo la rutina acostumbrada. En efecto, la señorita Vansittart no había visto nada, no había advertido nada ni había oído nada. La señorita Springer había desempeñado excelentemente su trabajo. Sus modales, es cierto, quizá fueran un poco bruscos, pero a su juicio, no más bruscos de lo debido. Tal vez careciera de una personalidad atractiva, pero eso no era un factor indispensable en una instructora de gimnasia. Era preferible, en efecto, no tener profesoras con personalidad atractiva. Así se evitaba que impresionaran a las chicas demasiado. Sin haber contribuido con ninguna información interesante, la señorita Vansittart hizo mutis.
—No vi nada malo, no oí nada malo, no pensé nada malo. Igual que los monos del proverbio —comentó el sargento Percy Bond, que estaba ayudando al inspector en su tarea interrogadora.
Kelsey hizo una mueca burlona.
—En eso casi le doy la razón, Percy —concedió.
—No sé qué es lo que tienen las profesoras, que me ponen de mal humor —confesó el sargento Bond—. Les he tenido pánico desde que era un crío. Tenía una que era el terror personificado. Tan teatral y tan amanerada en su pronunciación, que nunca sabía uno qué era lo que estaba tratando de enseñar.
La próxima profesora en aparecer fue Eileen Rich. Más fea que el pecado, fue la inmediata reacción del inspector Kelsey. Pero después hubo de reconocer que poseía cierto atractivo. Puso en marcha su acostumbrada rutina de preguntas, pero las respuestas no fueron lo rutinarias que él había esperado. Después de declarar que no, que ella no había oído ni observado nada especial que alguien hubiera dicho de la señorita Springer o que la misma señorita Springer hubiera podido decir, la siguiente observación de Eileen Rich no era de la índole que él había previsto.
Le preguntó:
—¿No había nadie, a su entender, que tuviera alguna querella personal contra ella?
—Oh, no —repuso Eileen Rich rápidamente—. Nadie podría haberla tenido. Yo pienso que ésta fue su tragedia, ¿sabe usted?, la de que ella no era la clase de persona a quien nadie pudiera odiar.
—Ahora dígame, señorita Rich, ¿qué es precisamente lo que quiere dar a entender con eso?
—Quiero decir que no era una persona a quien nadie deseara jamás hacer daño. Todo cuanto ella hacía o decía era superficial. Causaba fastidio a la gente. A veces le decían alguna palabra mordaz, pero eso no significa gran cosa. Tengo la convicción de que no la mataron por ella misma, si es que comprende a lo que me refiero.
—No estoy muy seguro de entenderla, señorita Rich.
—Quiero decir que si ocurriera, por ejemplo, un robo en un Banco, ella podría ser la cajera a quien disparan un tiro, pero lo harían precisamente por tratarse de una cajera, y no de Grace Springer. No sería posible que nadie la amase u odiase en grado suficiente como para desear matarla. A mí me parece que ella, sin pensarlo, se daba cuenta de ello, y eso es lo que la impelía a ser tan entrometida, a buscarle faltas a todo el mundo, y averiguar si la gente hacía lo que no debía hacer, y desenmascararlos.
—¿Se dedicaba a husmear en los asuntos ajenos? —preguntó Kelsey.
—No; no husmeaba exactamente —consideró Eileen Rich—. Ella no iba de puntillas siguiendo por todas partes a la gente sospechosa ni nada por el estilo. Pero si encontraba alguna cuestión que no veía muy clara, tomaba la determinación de llegar al fondo de la cuestión. Y ella llegaba al fondo si se lo proponía.
—Comprendo —el inspector se detuvo un momento—. Usted no le tenía mucha simpatía, ¿no es cierto, señorita Rich?
—No creo que pensara mucho en ella. Era solamente la instructora de gimnasia. ¡Oh, qué horrible es tener que decir eso a nadie! No era más que esto… no era más que aquello… así es como ella sentía su trabajo. Era un trabajo del que ella se enorgullecía de hacer bien, pero no lo encontraba ameno. No se entusiasmaba cuando descubría una chica que pudiera ser realmente buena en el tenis o que verdaderamente descollara en alguna modalidad atlética. No disfrutaba con ello, ni experimentaba placer en el triunfo.
Kelsey la contempló con curiosidad. Pensaba que era una joven extraña.
—Usted parece tener sus ideas con respecto a la mayoría de las cosas —observó.
—Sí. Sí. Imagino que es así.
—¿Cuánto tiempo lleva en Meadowbank?
—Algo más de un año y medio.
—¿No ha habido alguna perturbación anteriormente?
—¿En Meadowbank? —pareció sobresaltarse—. Oh, no. Todo ha marchado siempre magníficamente hasta este último trimestre.
Kelsey consideró estas palabras.
—¿Qué es lo que no ha marchado como debiera en este trimestre? Usted no se refiere al asesinato, si no me equivoco. Se refiere a otra cosa…
—No sé —Eileen titubeó—. Sí, tal vez me refiera a otra cosa…, pero es todo tan nebuloso…
—Continúe.
—La señorita Bulstrode no ha parecido estar satisfecha últimamente —aseveró Eileen—. Esa es una de las cosas. Pero lo oculta muy bien. Yo creo que no lo ha notado nadie más que yo. Pero yo sí me he dado cuenta. Y no es ella la única que se siente infortunada. Pero no es eso a lo que usted hacía alusión, ¿verdad? Eso son sólo los sentimientos personales. La clase de cosas que una piensa cuando está enjaulada como las gallinas, y se empieza a pensar en un tema hasta que se convierte en una obsesión. Usted a lo que se refería es a si había algo que no marchara bien este trimestre. Era eso, ¿no?
—Sí —dijo Kelsey, mirándola con curiosidad—, sí, eso es. Bueno, ¿puede decirme algo?
—Yo creo que aquí hay algo que no marcha como debiera —aseguro pausadamente Eileen Rich—. Es como si entre nosotras se hallara alguien que no perteneciera a este ambiente, —le miró y sonrió, diciendo hasta casi reír—: Un gato en el palomar. Ésa es la clase de sensación que yo experimento. Nosotras somos las palomas, y el gato se encuentra entre nosotras. Pero nosotras no sabemos quién es el gato.
—Eso es muy confuso, señorita Rich.
—Sí que lo es. Parece completamente idiota. Yo misma puedo apreciarlo. Imagino que a lo que realmente me refiero es que ha ocurrido algo, un pequeño detalle que he notado, pero que no puedo decirle qué es.
—¿Respecto a alguien en particular?
—No. Ya le digo que es solamente eso. Yo no tengo idea de quién pueda ser. De la única manera que puedo resumir esta sensación es diciendo que aquí hay alguien que, en cierto modo, no encaja en el ambiente. Aquí hay una persona… aunque no sé quién pueda ser… que hace que me intranquilice. No cuando la miro a ella, sino cuando ella me mira a mí, porque es cuando ella me está mirando a mí que surge esta sensación cualquiera que pueda ser. Oh, cada vez estoy diciendo más incoherencias. Y, de todos modos, es sólo un sentimiento. No es lo que usted necesita. No es una evidencia.
—No —dijo Kelsey—. No es una evidencia. Todavía no lo es. Pero es interesante. Si lo que usted siente llegara a perfilarse de una manera más definida, estaría encantado de que dijera algo más sobre ello, señorita Rich.
—Sí —dijo ésta—. Porque es algo serio, ¿no? Me refiero a que hayan matado a una persona… sin que sepamos por qué motivo… y el asesino puede que se encuentre a muchas millas de distancia, o, por el contrario, puede que esté aquí, en el colegio. Y de ser así, esa pistola o revólver o lo que quiera que sea, debe hallarse igualmente aquí. No es un pensamiento muy agradable, ¿verdad?
Se marchó haciendo una leve inclinación de cabeza.
El sargento Bond exclamó:
—Está para que la aten. ¿No le parece?
—No —dijo Kelsey—. No creo que esté como dice. Me parece que es lo que llaman una persona sensitiva. Ya sabe, yo experimento. Nosotras somos las palomas, y el gato, igual que esas personas que advierten la presencia de un gato en una habitación antes de haber visto tal gato. Si hubiera nacido en África, podría haber llegado a ser hechicera de tribu.
—Van por todas partes husmeando el mal, ¿no? —dijo el sargento Bond.
—Así es, Percy —concluyó Kelsey—. Y eso es exactamente lo que yo mismo estoy tratando de hacer. Todavía no hemos dado con alguien que nos haya proporcionado hechos concretos, de modo que yo me veo precisado a ir por ahí olfateando todo. Ahora es el turno de la francesa.