Capítulo XVII
La cueva de Aladino
1
Las chicas se fueron a acostar aquella noche menos bulliciosamente que de costumbre. Por otra parte, sus filas habían disminuido de un modo considerable. Treinta de ellas, por lo menos, se habían marchado a sus casas. Las que quedaron reaccionaron de acuerdo con sus diferentes temperamentos. Excitación, azoramiento, abundancia de risitas falsas, cuyo origen era puramente nervioso, por parte de muchas de ellas, y otras, por último, estaban meramente aplanadas y meditabundas.
Julia Upjohn subió sosegadamente con la primera oleada. Entró en su habitación y cerró la puerta. Permaneció allí en pie, oyendo los cuchicheos, murmullos, risitas, pisadas y despedidas. Después se hizo el silencio o algo que se aproximaba al silencio. Se advertía el débil eco de voces en la distancia, así como el ruido de pasos que entraban y salían del cuarto de baño.
La puerta de su dormitorio no tenía llave. Julia arrastró una butaca y la colocó contra ella, con el respaldo acuñado debajo de la manecilla. Esto le advertía en el caso de que alguien intentara entrar. Pero era improbable que entrase alguien. Estaba rigurosamente prohibido a las alumnas que entraran en las habitaciones de las demás, y la única profesora que hacía tal cosa era la señorita Johnson, cuando alguna de las chicas se ponía enferma o estaba indispuesta.
Julia fue a su cama, levantó el colchón y buscó a tientas bajo él. Sacó la raqueta y se quedó empuñándola durante un momento. Decidió examinarla ahora, sin esperar a más tarde. Una luz en la habitación que saliera por debajo de la rendija de la puerta podía atraer la atención cuando, presumiblemente, todas las luces deberían estar apagadas. Ésta era la hora en que según la norma se podía tener encendida la luz para desvestirse y para leer en la cama, si se deseaba hacerlo.
Permaneció en pie, mirando fijamente la raqueta. ¿Cómo podría esconderse algo en una raqueta de tenis?
«Pero debe haber algo escondido —dijo Julia para sí—. Tiene que haber algo. El robo en casa de Jennifer, la mujer que vino con aquel estúpido cuento de la raqueta nueva…».
«Nadie más que Jennifer podría haber creído tamaña sandez», pensó Julia, desdeñosamente.
No; era igual que dar «lámparas nuevas por viejas» y esto significaba que, como en el cuento de «Aladino», tenía que haber algo muy importante precisamente, en esta raqueta de tenis; Jennifer y Julia no habían dicho nunca nada a nadie que cambiaron sus raquetas… por lo menos ella nunca había hecho mención a ello.
Así, que, en realidad, era ésta la raqueta que estaban buscando en el pabellón de deportes. ¡Y a ella le tocaba averiguar el porqué! La examinó con detenimiento. A simple vista, no había nada en ella que saliera de lo corriente. Era una raqueta de buena calidad, no muy nueva para poder presumir con ella, pero con las cuerdas arregladas, y sumamente manejable, Jennifer se había quejado de que no se balanceaba como debía.
El único sitio en una raqueta de tenis en que existía la posibilidad de que pudiera esconderse alguna cosa, era el mango. Se podía ahuecar la empuñadura para hacer allí un escondite. Parecía un poco rebuscado, pero cabía dentro de lo posible. Y, de haber enredado en su interior, ello, probablemente, habría causado el desequilibrio.
El mango tenía en su extremidad una etiqueta de cuero con unas letras ya casi desvaídas. Por supuesto, estaba solamente pegada. ¿Y si la quitara? Julia se sentó en su tocador, le aplicó un cortaplumas, y en seguida se las ingenió para arrancar el cuero. Quedó al descubierto un círculo irregular de madera fina. No parecía estar muy bien colocado. Tenía un acoplamiento todo alrededor. Profundizó más con su cortaplumas. La hoja de éste chasqueó como si fuera a partirse. Las tijerillas de las uñas probaron ser más eficaces. Apareció una sustancia moteada en tonos rojos y azules. Julia hurgó en ella y la miró con gran atención, y entonces se hizo la luz en su cerebro ¡Plastilina! Pero con toda seguridad, las raquetas de tenis, en circunstancias normales, no contenían plastilina en el interior de sus mangos. Agarró con firmeza la tijerilla de uñas y empezó a extraer terrones de plastilina. La sustancia estaba envolviendo algo. Unos objetos que, al tacto, parecían ser botones o guijarros. Atacó enérgicamente la plastilina.
Una cosa cayó rodando por la mesa… y luego otra. En seguida formaron un montón completo de extraordinaria brillantez.
Julia se echó hacia atrás, quedándose con la boca abierta.
Se quedó mirando, mirando, mirando…
Fuego líquido, rojo y verde y azul profundo, y deslumbradoramente blanco…
En aquel instante, Julia creció. Dejó de ser una niña, para convertirse en mujer. Una mujer contemplando joyas…
Toda suerte de fantásticos retazos de ideas corrieron por su mente. La cueva de Aladino… Margarita y su caja de joyas… (Las habían llevado al Covent Garden para oír «Fausto» la semana anterior)… Piedras fatales… El diamante Hope… ¡Qué romántico…! Y ella, con un vestido de noche de terciopelo negro y un centelleante collar rodeando su garganta…
Se sentó, deleitándose en estos sueños… Tomó las piedras entre los dedos y las dejó caer en su través, formando un arroyo de fuego, un cegador torrente de maravilloso deleite.
Entonces algo, un leve sonido, posiblemente, la volvió a la realidad.
Se sentó a meditar, intentando utilizar su sentido común para decidir lo que debía hacer. Aquel ligero sonido la alarmó. Recogió las piedras, las llevó hasta el lavabo y las introdujo en el saquito para las esponjas colocando la esponja y el cepillo de uñas en la parte de arriba, encima de las piedras. Después volvió a la raqueta de tenis, metió con fuerza la plastilina en el mango, colocó de nuevo el remate de madera e intentó pegar el cuero en él. Se abarquillaba hacia arriba; pero se las compuso para arreglar eso poniendo cinta adhesiva en finas bandas en dirección contraria y presionando fuertemente después el cuero en ella.
Estaba hecho. La raqueta aparecía exactamente igual que antes, ya que su peso apenas si se habla alterado levemente. Le echo una mirada, y después la arrojó negligentemente en una silla.
Miró hacia la cama, cuidadosamente desembozada e invitante. Pero no se desnudó. En lugar de hacerlo, se sentó a escuchar. ¿No sonaban pasos fuera?
De repente, y de una manera inesperada, sintió miedo. Dos personas habían sido asesinadas. Si el asesino llegara a enterarse de los objetos que ella había encontrado, la mataría.
En la habitación tenía una cómoda de roble bastante pesada. Se dio maña para arrastrarla y ponerla pegada a la puerta, mientras pensaba que sería de desear que en Meadowbank tuviesen por costumbre tener llaves en las puertas. Fue a la ventana y tiró del marco de arriba para cerrarla. No había ningún árbol ni enredaderas cerca de la ventana. Dudaba que le fuera posible a alguien entrar en su cuarto por medio de este sistema, pero no quería exponerse a ningún riesgo.
Echó un vistazo a su pequeño reloj de mesa. Eran las diez y media. Respiró profundamente y apagó la luz. Nadie debería notar nada desacostumbrado. Descorrió un poco la cortina de la ventana. Entonces se sentó al borde de la cama, agarrando el zapato más fuerte de todos los que tenía.
«Si alguien intentara entrar —dijo para sí—, golpearé en la pared con todas mis fuerzas. Mary Kink está en la habitación de al lado, y se despertará al oír el ruido. Y gritaré… Lo más alto que pueda. Y entonces si se llena mi cuarto de gente diré que he tenido una pesadilla. No tendría nada de extraño que sufriera una pesadilla, después de todas las cosas que han pasado».
Se quedó allí sentada, dejando pasar el tiempo. Entonces lo oyó… unos pasos suaves a lo largo del corredor. Después de una larga pausa advirtió que la manecilla de la puerta se movía lentamente.
¿Gritaría? Todavía no.
Empujaron la puerta… solamente abrió un pequeño resquicio, ya que la cómoda la sostenía. Esto debió extrañar a la persona que estaba al otro lado.
Hubo una pausa, tras la cual llamaron, dando unos golpecitos muy suaves, con los nudillos de la mano.
Julia contuvo la respiración. Otra pausa, y el sonido se dejó oír otra vez…, pero igualmente suave y en sordina.
«Estoy dormida —se dijo Julia—. No oigo nada».
¿Quién podría venir a llamar a su puerta a estas horas de la noche? Si se tratara de alguien que estuviera en su derecho de golpearla, igualmente podría haberla llamado, o hubiera hecho rechinar el picaporte con ruido. Pero esta persona no podía permitirse el lujo de hacer ruido.
Julia se quedó sentada allí durante largo tiempo. No se repitieron las llamadas, y el picaporte permaneció inmóvil. Pero Julia continuaba sentada, alerta y en tensión.
Siguió todavía sentada durante un buen rato más. No se dio cuenta del tiempo que transcurrió antes de que la venciera el sueño. La campanilla del colegio la despertó al fin, y se vio hecha un rebujón apretujado y entumecido al borde de la cama.
2
Después del desayuno, las alumnas subieron al piso de arriba para hacer sus camas, tras lo cual bajaron al salón grande para las plegarias, y finalmente se dispersaron por varias aulas.
Fue al finalizar el servicio religioso, cuando las chicas se precipitaron en diferentes direcciones, que Julia entró en una de las aulas para salir por la otra puerta, y después de ocultarse detrás de unos rododendros, hizo una serie de ulteriores despistes estratégicos, hasta llegar por último a la valla de los terrenos del colegio, donde se elevaba un espeso tilo de tan exuberante follaje, que sus ramas casi tocaban al suelo. Julia trepó al árbol con destreza (ésta era una cosa que había hecho muchísimas veces en su vida). Completamente oculta entre las frondosas ramas, se sentó allí, echando de tiempo en tiempo una ojeada a su reloj. Estaba absolutamente segura de que no la echarían de menos durante bastante tiempo. Las cosas estaban desorganizadas, dos profesoras habían desaparecido y más de la mitad de las alumnas se habían marchado a sus casas. Esto significaba que todas las noches tenían que ser reorganizadas, así que no era posible que nadie advirtiese la ausencia de Julia Upjohn hasta la hora del almuerzo, y para entonces…
Julia miró su reloj una vez más, se deslizó con facilidad árbol abajo hasta el nivel de la valla, saltó ésta a horcajadas y cayó limpiamente al otro lado. A una distancia de cien yardas habla una parada de autobús, a la que no tardaría en llegar uno dentro de pocos minutos. Lo hizo puntualmente. Julia subió a él, habiendo extraído de antemano un sombrero de fieltro del interior de su vestido de algodón, que aplicó a su cabeza ligeramente desgreñada. Se apeó al llegar a la estación de ferrocarril, donde tomó un tren para Londres.
Apoyada en la repisa de su lavabo había dejado una nota dirigida a la señorita Bulstrode.
«Querida señorita Bulstrode:
»No me han secuestrado ni me he escapado, así que no se inquiete por mí. Volveré lo más pronto que pueda.
»Su afectísima.
Julia Upjohn».
3
George, el ayuda de cámara de Hércules Poirot, abrió la puerta del número 228 de Whitehouse Mansions y se quedó contemplando con cierta sorpresa a una colegiala de cara bastante sucia.
—¿Puedo ver a monsieur Hércules Poirot, por favor?
George tardó en replicar una fracción de tiempo, ligeramente mayor del que solía. Encontró que la visita era muy inopinada.
—Monsieur Poirot no acostumbra a recibir a nadie sin una cita previamente concertada —precisó.
—Me temo que no dispongo de tiempo suficiente para esperar a eso. Tengo que verle ahora. Es muy urgente. Se trata de dos asesinatos, un robo y cosas por el estilo.
—Indagaré si monsieur Poirot puede verla.
La dejó en el vestíbulo y se retiró para consultar con su señor.
—Es una señorita que desea verle con urgencia, señor.
—No dudo que tenga tal urgencia —admitió Poirot—. Pero estos asuntos no se conciertan así, tan fácilmente. ¿Qué clase de señorita es?
—Pues es más bien una jovencita, señor.
—¿Una jovencita? ¿Una señorita? ¿Qué quiere decir, George? No se trata de lo mismo.
—Me temo que no haya captado exactamente el sentido de mi expresión, señor. Es, yo diría, una muchachita… en edad escolar. Pero aun cuando tenga el vestido sucio y desgarrado, ella es, efectivamente, una señorita.
—Una colegiala de alta sociedad. Comprendo.
—Desea verlo para tratar de unos asesinatos y un robo.
Las cejas de Poirot se elevaron.
—Unos asesinatos y un robo. Original. Haga pasar a la muchachita… a la señorita.
Julia entró en la habitación mostrando la menor traza posible de apocamiento. Habló con cortesía y naturalidad.
—¿Cómo está usted, monsieur Poirot? Soy Julia Upjohn. Tengo entendido que usted conoce a la señora Summerhayes, una gran amiga de mamá. Estuvimos invitadas en su casa el verano pasado, y hablaba muchísimo de usted.
«La señora Summerhayes…». La imaginación de Poirot retrocedió hacia un pueblecito que trepaba por una colina, y a una casa en la cima de aquella colina. Rememoró una simpática cara pecosa, un sofá con los muelles rotos, una inmensa cantidad de perros, y otras cosas agradables y desagradables.
—Maureen Summerhayes —dijo—. Ah, sí.
—La llamo tía Maureen, aunque en realidad no es tía mía, ni muchísimo menos. Nos contó lo maravillosamente que actuó usted para salvar a un hombre que estaba en prisión acusado de asesinato, así que al no saber qué hacer ni a quién recurrir, me acordé de usted.
—Muy honrado —cumplimentó solemnemente Poirot.
Acercó un butacón hacia donde ella estaba.
—Y, ahora, cuénteme —solicitó—. George, mi ayuda de cámara, me ha comunicado que usted deseaba consultarme respecto a un robo y a unos asesinatos… más de un asesinato, entonces.
—Sí —dijo Julia—. La señorita Springer y la señorita Vansittart. Y también lo del secuestro…, pero francamente no creo que eso tenga mucho que ver con lo que me ha traído aquí.
—Me deja usted pasmado —contestó Poirot—. ¿Y dónde han tenido lugar todos esos emocionantes acontecimientos?
—En mi colegio. En Meadowbank.
—Meadowbank —repitió Poirot—. ¡Ah! —alargó la mano hacia los periódicos que estaban cuidadosamente doblados a su lado. Abrió uno y echó una mirada a la primera página, moviendo la cabeza.
—Empiezo a comprender —dijo—. Ahora cuénteme, Julia; cuénteme todo desde el principio.
Julia le contó todo. Era una historia muy larga y con muchos detalles; pero la contó con claridad, haciendo alguna ocasional interrupción al retroceder para tomar el hilo de algo que había olvidado.
Narró su historia hasta el momento en que examinó la raqueta de tenis en su habitación la noche pasada.
—Verá, pensé que era precisamente igual que en «Aladino…» lámparas nuevas por viejas… y que ocurría algo muy extraño e importante relacionado con esa raqueta de tenis.
—¿Y ocurrió algo?
Sin ninguna falsa modestia, Julia se levantó y puso al descubierto lo que parecía un gran emplasto fijado por medio de cinta adhesiva a la parte superior de la pierna. Arrancó las tiras de esparadrapo, lanzó un ¡oh! de dolor mientras lo hacía, y se quitó la cataplasma, la cual, observó Poirot, consistía en un paquetito envuelto en un trozo de plástico gris. Julia lo desató, y sin decir una palabra de advertencia vació un montón de centelleantes piedras sobre la mesa.
—Nom d'un nom, d'un nom! —exclamó Poirot en un susurro de respeto.
Las cogió, dejándolas caer por entre los dedos.
—Nom d'un nom, d'un nom! —repitió—. ¡Pero si son auténticas! Genuinas.
Julia asintió.
—Creo que deben serlo. De lo contrario no estarían unas personas matando a otras por su posesión, ¿verdad? ¡Pero puedo comprender que haya quien mate por éstas!
Y repentinamente, como ya ocurrió la noche anterior, se vislumbraba a la mujer en los ojos de la chica. Poirot la contempló sagazmente, y asintió.
—Sí… usted comprende… experimenta su hechizo. No pueden ser para usted unos simples juguetitos coloreados… lo cual es lastimoso.
—¡Son joyas! —exclamó Julia, extasiada.
—¿Y dice que las encontró en una raqueta de tenis?
Julia terminó su narración.
—¿Y ya no tiene nada más que contarme?
—Así lo creo. Posiblemente haya exagerado algo aquí y allá. A veces exagero. Y Jennifer, mi amiga íntima, es el revés. Ella cuenta las cosas más excitantes de una forma que las hace aburridas —contempló de nuevo el centelleante montón—. Monsieur Poirot, ¿a quién pertenecen en realidad?
—Eso es probablemente muy difícil de asegurar. Pero no nos pertenecen ni a usted ni a mí. Tenemos que decidir lo que vamos a hacer ahora con ellas.
Julia le miró, llena de expectación.
—¿Lo deja usted todo a mi cargo? —dijo Poirot—. Perfectamente.
Hércules Poirot cerró los ojos.
Volvió a abrirlos de improviso, poniéndose muy animado.
—A juzgar por las apariencias, ésta es una de las ocasiones en que no me es posible quedarme sentado en mi butaca, como preferiría. Debe haber orden y método en todos los asuntos, pero en lo que usted me ha contado no hay método ni orden. Eso es porque tenemos muchos cabos sueltos. Pero todos convergen y se encuentran en el mismo lugar: Meadowbank. Diferentes personas, con diferentes ambiciones y proyectos, y representando diferentes intereses… todas convergen en Meadowbank. Así que yo también me dirijo a Meadowbank. Y en cuanto a usted… ¿dónde está su madre?
—Mamá se ha ido en autobús a Anatolia.
—¡Ah! Su madre se ha ido en autobús a Anatolia. Il ne manquait que ça! ¡Comprendo perfectamente que sea amiga de la señora Summerhayes! Dígame, ¿disfrutó de su estancia en casa de la señora Summerhayes?
—Oh, sí. Fue divertidísimo. Algunos de los perros que tiene son un encanto.
—Los perros; sí, los recuerdo muy bien.
—Entran y salen por las ventanas… igual que en una pantomima de circo.
—¡Que observadora es usted! ¿Y la comida? ¿Saboreó la comida?
—Pues… bueno, algunas veces era un poquito peculiar —admitió Julia.
—Peculiar; sí, en efecto.
—Pero tía Maureen hace unas tortillas fantásticas.
—Hace unas tortillas fantásticas —repitió Poirot, con una entonación de felicidad en su voz. Exhaló un suspiro como en recuerdo—. En tal caso, Hércules Poirot no ha vivido en vano. Fui yo quien enseñó a su tía Maureen a hacer tortillas —explicó. Cogió el auricular del teléfono—. Ahora tranquilizaremos a la rectora de su colegio en lo que respecta a su seguridad personal y le anunciaremos nuestra llegada a Meadowbank.
—Ella sabe que me encuentro bien. Le dejé una nota asegurándole que no me habían raptado.
—No obstante, dará la bienvenida a esta ulterior tranquilidad.
Le pusieron en comunicación a su debido tiempo, y le informaron que la señorita Bulstrode estaba a la escucha.
—¿La señorita Bulstrode? Soy Hércules Poirot. Tengo aquí en mi casa a su alumna Julia Upjohn. Me propongo dirigirme ahí con ella en mi coche inmediatamente, y para la información del agente de policía encargado del caso, he de notificarle que cierto paquete de gran valor ha sido depositado en el Banco.
Colgó y miró a Julia.
—¿Le apetecería tomar un sirop? —sugirió.
—¿Sirop de caramelo? —Julia le miro indecisa.
—No, de jugo de frutas. Zarzamora, frambuesas, groseille… ¿de grosellas?
Julia se decidió por el de grosellas.
—Pero las joyas no están en el Banco —indicó.
—Lo estarán dentro de muy poco tiempo —aseguró Poirot—. Mas para la información particular de quien quiera que haya podido estar escuchando la conferencia en Meadowbank, o que haya oído por casualidad, o se lo hayan comunicado, es preferible que se enteren que ya están allí, y no siguen en posesión de usted. Conseguir sacar joyas de un Banco requiere tiempo y organización. Y me disgustaría muchísimo que le sucediera a usted alguna cosa desagradable, hija mía. Debo admitir que me he formado una magnífica opinión de su valor y de su inteligencia.
Julia pareció complacida, aunque desconcertada.