Capítulo XXI


Atando cabos





1

—Necesito hablar con usted, Eileen —anunció la señorita Bulstrode. Eileen Rich siguió a la señorita Bulstrode al salón de esta última. Meadowbank se hallaba extrañamente tranquilo. Alrededor de unas veinticinco alumnas se encontraban todavía allí. Alumnas cuyos padres encontraron dificultoso o poco correcto ir a recogerlas. La desbandada originada por el pánico había sido contenida, según previo la señorita Bulstrode, gracias a su táctica. Se respiraba una sensación general de que en el próximo trimestre todo se habría aclarado. Había sido mucho más juicioso por parte de la señorita Bulstrode, opinaron, cerrar el colegio.

Ninguna de las componentes de la plana mayor se había marchado. La señorita Johnson estaba impaciente al tener demasiado tiempo libre en las manos. Los días en que había poco que hacer no le probaban en absoluto. La señorita Chadwick, con aspecto envejecido y triste, vagabundeaba por todas partes en una especie de coma, originado por las recientes desgracias. Estaba, a todas luces, mucho más afectada que la señorita Bulstrode. En efecto, esta última, al parecer, no encontró dificultad alguna en seguir siendo la misma de siempre, imperturbable, y sin la menor señal de fatiga o decaimiento. Las dos profesoras más jóvenes ponían poca objeción a este esparcimiento extra. Nadaban en la piscina, escribían largas cartas a sus amistades y familiares y pedían folletos turísticos de cruceros marítimos para estudiarlos y comparar. Ann Shapland también tenía mucho tiempo disponible y no parecía resentirse de ello. Pasaba gran parte de este tiempo en el jardín, entregándose a la jardinería con una eficiencia completamente inesperada. El que ella prefiriese ser instruida en el trabajo por Adam Goodman más bien que por el viejo Briggs, era un fenómeno que, bien mirado, no tenía nada de extraño.

—Sí, señorita Bulstrode —dijo Eileen Rich.

—Necesitaba hablar con usted —le comunicó la señorita Bulstrode—. Si este colegio va a continuar o no, es cosa que no sé. Los sentimientos de las personas son siempre bastante difíciles de calcular, porque todos sentimos de un modo diferente. Pero el resultado será que aquel que sienta una cosa con más fuerza, acabará finalmente por convertir a todos los demás. Así que o termina Meadowbank…

—No —protestó Eileen Rich, interrumpiéndola—, no puede terminar… —casi pataleó, y su pelo empezó inmediatamente a soltarse—. Usted no debe consentir que se paralice —exclamó—. Sería un pecado…, un crimen.

—Emplea usted palabras muy fuertes —observó la señorita Bulstrode.

—Lo siento muy fuerte. Hay muchas cosas que me parece que no valen la pena en absoluto, pero Meadowbank me parece que la vale. Me lo pareció desde el momento en que pisé el colegio por primera vez.

—Es usted luchadora —coligió la señorita Bulstrode—. Me gustan las personas luchadoras, y puedo asegurarle que no tengo intención de ceder mansamente. En cierto modo, voy a disfrutar de la lucha. Ya sabe usted que cuando todo es demasiado fácil y las cosas marchan demasiado bien, una se vuelve…, no encuentro la palabra exacta para definirlo…, ¿satisfecha de sí misma? ¿Aburrida? Una especie de híbrido de estas dos cosas. Pero en estos momentos no estoy aburrida ni satisfecha y me propongo luchar con cada gramo de fuerza que tengo y con cada penique que poseo. Ahora bien, lo que quería decirle a usted es esto: Si Meadowbank continúa adelante, ¿le gustaría entrar en sociedad en términos de igualdad?

—¿Yo? —exclamó Eileen Rich, mirándola fijamente—. ¿Yo?

—Sí, querida —aseveró la señorita Bulstrode—. Usted.

—No podría hacerlo —adujo Eileen Rich—. No sé lo bastante. Soy todavía muy joven para ello. Carezco de la experiencia y la sabiduría que usted necesita.

—Deje a mi cargo el saber qué es lo que yo necesito —replicó la señorita Bulstrode—. Tenga en cuenta que en el momento en que hablamos, ésta no es una proposición ventajosa. Con toda probabilidad usted encontraría algo mejor en cualquier otra parte. Pero yo deseo hacerle saber esto, y debe creerme. Yo había decidido ya antes de la infortunada muerte de la señorita Vansittart que usted era la persona que yo necesitaba para que se encargara de la dirección de este internado.

—¿Ya entonces pensó usted en eso? —Eileen Rich clavó en ella su mirada—. Pero yo imaginaba… todas nosotras suponíamos… que la señorita Vansittart…

—No me comprometí a nada con la señorita Vansittart —aclaró la señorita Bulstrode—. Aunque debo confesar que la tenía en la imaginación. Pensé en ella durante estos dos últimos años. Pero siempre había algo que me retenía de decirle nada definitivo respecto a ello. Me imagino que todo el mundo daba por sentado que ella había de ser mi sucesora. Incluso es posible que ella misma lo creyera así. Y yo misma tuve esa intención hasta hace muy poco. Poco después decidí que ella no era la persona que necesitaba.

—Pero era tan apropiada en todos los aspectos —opinó Eileen Rich—. Ella hubiera continuado exactamente en la misma forma que usted. Tenía sus mismas ideas.

—Sí —reconoció la señorita Bulstrode— y eso es precisamente lo que hubiera resultado una equivocación. No debemos detenernos en el pasado. Una cierta dosis de tradición es conveniente, pero demasiado no lo es nunca. Un colegio debe ser para la juventud de hoy día, y no para la de hace treinta años. Hay colegios en que la tradición es el todo, pero Meadowbank no es de ésos. No es un internado con una larga tradición a sus espaldas. Es la creación, si puedo decirlo, de una mujer. De mí misma. He ensayado ciertas ideas y las he llevado a la práctica utilizando todos los recursos de mi habilidad, aunque ocasionalmente me he visto precisada a modificarla, cuando no han producido los resultados que yo esperaba. No ha sido nunca un internado convencional, pero tampoco se ha enorgullecido de no serlo. Es un colegio que procura combinar lo mejor de ambos mundos, el pasado y el futuro, pero haciendo verdadero hincapié en el presente. De este modo es como va a continuar, como debe continuar. Dirigido por alguien con ideas… ideas del presente. Conservando la sabiduría del pasado, pero mirando con expectación hacia el futuro. Usted tiene poco más o menos la misma edad que yo tenía cuando puse esto en marcha, pero usted posee lo que ya no puedo tener más. Lo encontrará escrito en la Biblia. Los viejos sueñan sus sueños, pero son los jóvenes quienes poseen la inspiración. Aquí no necesitamos sueños, sino inspiración. Creo que usted la posee, y por eso es por lo que decidí que usted y no Eleanor Vansittart había de ser mi sucesora.

—Habría sido maravilloso —dijo Eileen Rich—. Maravilloso. Me hubiera gustado sobre todas las cosas.

La señorita Bulstrode se sorprendió ligeramente por el tiempo gramatical, aunque no lo demostró. En lugar de ello, convino prontamente.

—Sí —concedió—. Podría haber sido maravilloso. ¿Pero es que no es maravilloso ahora? Bueno, me parece que eso puedo comprenderlo.

—No; no me refiero a eso en absoluto —protestó Eileen Rich—. En absoluto. Yo…, yo no puedo entrar en detalles muy bien, pero si usted me… hubiera preguntado, me hubiera hablado de esta forma hace una semana o dos, yo le habría respondido al momento que no podía, que ello me era completamente imposible. La única razón por la cual… por la cual sería posible ahora, es porque…, bueno, porque es un caso de luchar… de tener que hacer frente a las circunstancias. ¿Me permite…, me permite meditarlo, señorita Bulstrode? No sé qué pensar en este momento.

—Desde luego… —concedió la señorita Bulstrode. Todavía se hallaba sorprendida. Pensaba que nadie llegaba nunca a conocer las reacciones de los demás.



2

—Ahí va la Rich con el pelo colgándole como de costumbre —comentó Ann Shapland al tiempo que se incorporaba de un macizo de flores—. Si es que no puede gobernarlo, no acierto a comprender qué hace que no se lo corta. Tiene una bonita forma de cabeza, y le iría mucho mejor.

—Debería decírselo —indicó Adam.

—No tenemos confianza como para eso —aclaró Ann Shapland. Prosiguió—: ¿Cree usted que este lugar podrá seguir adelante?

—Ésa es una pregunta muy problemática —repuso Adam—. Además, ¿quién soy yo para opinar?

—Usted podría determinarlo tan bien como cualquier otro —alegó Ann Shapland—. Sabe, pudiera ser que sí. La vieja «Bull», como le llaman las chicas, posee lo que hace falta. Un efecto hipnótico sobre los padres, entre otras muchas cualidades. ¿Cuánto tiempo hace desde que empezó el trimestre? ¿Sólo un mes? Parece ya un año. Estaré encantada cuando llegue a su fin.

—¿Volverá usted al colegio en caso de que siga adelante?

—No —dijo Ann, con énfasis—, desde luego que yo no. Ya estoy bastante saturada de colegio para todo el resto de mi vida. No me va en absoluto estar enjaulada con un montón de mujeres. Y francamente, no me gusta el asesinato. Es la clase de asunto que me divierte leer en el periódico, o representado por medio de una novela bien escrita para leer en la cama y quedarse dormida. Pero en la realidad, no es una cosa tan agradable. Me parece —añadió Ann, con reflexión— que cuando me vaya de aquí a final del trimestre, me casaré con Dennis y asentaré mi vida.

—¿Con Dennis? —exclamó Adam—. Ése es el tipo de quien me habló, ¿no? El que, si mal no recuerdo, se dedica a un trabajo que le lleva hasta Birmania, Malaya, Singapur y sitios por el estilo. Me imagino que casándose con él no se asentaría mucho que digamos.

De improviso, Ann lanzó una carcajada.

—No, no, presumo que no lo será. Al menos no en el sentido corpóreo y geográfico.

—Yo creo que usted puede encontrar un partido mejor que Dennis —insinuó Adam.

—¿Me está usted haciendo una proposición? —le preguntó Ann Shapland.

—Naturalmente que no —replicó Adam—. Usted es una chica ambiciosa que no se contentaría con casarse con un humilde jardinero.

—Yo estaba preguntándome si me convendría tomar por marido a uno del C.I.D. —apuntó Ann.

—Yo no pertenezco al C.I.D. —aseguró Adam.

—No, no. Desde luego que no —concedió Ann—. Preservemos las sutilezas del lenguaje. Usted no pertenece al C.I.D. Shaista no ha sido secuestrada, y todo está precioso en el jardín. Bastante bonito —añadió, mirando todo alrededor—. Así y todo —prosiguió después de unos momentos— no acaba de entrarme en la cabeza la reaparición de Shaista en Ginebra; o como quiera que sea la historia. ¿Cómo llegó hasta allí? Todos ustedes deben ser muy negligentes para permitir que la sacaran de este país.

—Mis labios están sellados —manifestó Adam.

—Yo no creo que tenga usted la menor noción de ello —supuso Ann.

—Debo confesar que tenemos que estar agradecidos a monsieur Hércules Poirot por habérsele ocurrido una ingeniosa idea.

—¿Quién? ¿Ese hombrecillo tan divertido que trajo a Julia de vuelta y estuvo hablando con la señorita Bulstrode?

—Sí; se llama a sí mismo —le informó Adam— un «detective con consulta particular».

—A mí me parece que es más bien una gloria pasada —dictaminó Ann.

—Yo no comprendo qué es lo que se propone en absoluto —dijo Adam—. Incluso ha ido a visitar a mi madre, por lo menos si no fue él, un amigo suyo lo hizo.

—¿A su madre? —interrogó Ann—. ¿Para qué?

—No tengo idea. Parece sentir una especie de mórbido interés. También fue a visitar a la madre de Jennifer.

—¿Fue a visitar a las madres de las señoritas Rich y Chadwick?

—Yo infiero que la señorita Rich no tiene madre —repuso Adam—. De lo contrario, no hay duda de que hubiera ido a verla.

—La señorita Chadwick tiene madre. Vive en Cheltenham, según me dijo —le informó Ann—, pero creo que tiene sus ochenta y tantos. La pobre señorita Chadwick, lo que parece es que tiene los ochenta ella misma. Ahí viene a hablarnos.

Adam levantó la mirada.

—Sí —dijo—, ha envejecido un disparate en esta última semana.

—Porque tiene verdadero cariño al colegio —indicó Ann—. Es toda su vida. No puede sufrir el verlo decaer dando tumbos.

La señorita Chadwick aparentaba efectivamente diez años más vieja que el día de la apertura del trimestre. Su modo de andar había perdido aquella vivaz eficiencia. Ya no correteaba felizmente, moviéndose sin parar. Ahora se acercó a ellos arrastrando sus pasos lentamente.

—¿Quiere usted, por favor, presentarse a la señorita Bulstrode? —le dijo a Adam—. Tiene que darle instrucciones acerca del jardín.

—Tendré que hacer antes un poquito de limpieza —dijo Adam. Dejó caer sus aperos, y desapareció hacia el invernadero.

Ann y la señorita Chadwick marcharon juntas hacia la casa.

—Parece muy tranquilo, ¿verdad? —observó Ann, mirando en torno suyo—. Como el patio de butacas vacío de un teatro —agregó contemplativamente— con unos pocos espectadores distribuidos estratégicamente por la taquillera con el mayor tacto posible para dar la impresión de que hay mucho más público.

—Es terrible —se lamentó la señorita Chadwick—. ¡Espantoso! Pensar que Meadowbank haya llegado a esto. No puedo desechar la idea. Me es imposible desechar la idea. Imposible dormir por la noche. Todo en ruinas. Tantos años de trabajo para realizar algo verdaderamente selecto.

—Puede volver de nuevo a lo que era —sugirió Ann, alegremente—. Ya sabe usted que la gente tiene muy mala memoria.

—No tan mala como para que tarden mucho tiempo en olvidar —concluyó la señorita Chadwick.

Ann no dio respuesta alguna. En el fondo de su corazón ella estaba un poco de acuerdo con la señorita Chadwick.



3

Mademoiselle Blanche abandonó la clase donde había estado enseñando literatura francesa.

Echó una ojeada a su reloj. Sí; tenía tiempo de sobra para lo que se proponía hacer. Con tan pocas alumnas, siempre había abundancia de tiempo en estos días.

Subió a su habitación para ponerse el sombrero. No era de las que iban destocadas a todas partes. Estudió su figura en el espejo sin experimentar satisfacción. No se podía advertir personalidad de ninguna clase. Bueno, puede que esto tuviera sus ventajas. Sonrió para sí misma. Se le habían dado muy bien las cosas al hacer uso de los certificados de su hermana. Incluso las fotografías del pasaporte habían pasado inadvertidas. Hubiera sido una gran lástima desaprovechar aquellas excelentes credenciales cuando Angele murió. Ésta había disfrutado de veras con la enseñanza. En cambio, para ella era de un aburrimiento indescriptible. Pero los honorarios eran excelentes. Superaban, con mucho, lo que ella había ganado jamás en su vida hasta el presente.

Y, además, las cosas se habían puesto increíblemente bien. El futuro iba a ser muy diferente. Oh, sí, muy diferente. La pardusca mademoiselle Blanche experimentaría una metamorfosis. Lo vio todo con los ojos de la imaginación. La Riviera. Y ella, elegantemente vestida y maquillada como Dios manda. Lo único que se necesitaba en este mundo era dinero. Oh, sí, la vida iba a ser muy agradable, en efecto. Valía la pena haber venido a este detestable colegio inglés.

Recogió su bolso de mano y salió de la habitación hacia el pasillo. Sus ojos advirtieron a la mujer arrodillada que estaba trabajando allí. Una nueva asistenta. Una espía de la policía innegablemente. ¡Qué simples eran, si creían que no se les notaba a la legua!

Con una sonrisa despectiva en los labios, salió de la casa, y se dirigió calzada abajo hacia la gran puerta de entrada. La parada del autobús estaba casi enfrente. Permaneció allí, esperando. El autobús llegaría dentro de unos instantes.

Había muy pocas personas en esta tranquila carretera rural. Un coche, con un hombre inclinándose encima del capot. Un ciclista, con la bicicleta apoyada contra un vallado. Otro hombre, que también estaba esperando el autobús.

Uno u otro de los tres la seguiría, sin duda. Lo haría con habilidad, no de una manera obvia. Mademoiselle Blanche estaba plenamente consciente del hecho, pero no era cosa que le preocupara. Su «sombra» era bienvenida para ver dónde iba ella y lo que hacía.

El autobús llego. Subió a él. Un cuarto de hora más tarde se apeó en la plaza principal de la ciudad. No se tomó la molestia de mirar hacia atrás para ver si la seguían. Cruzó hacia unos grandes almacenes de proporciones bastante amplias, cuyos escaparates mostraban una colección de sus nuevos modelos. De poca calidad, para gustos provincianos, dictaminó, frunciendo los labios con desdén. Pero se quedó mirándolos, como si le atrajeran en gran manera.

Al poco rato entró en el interior e hizo unas cuantas compras sin importancia, tras lo cual subió a la planta principal y entró en la sala de espera de señoras, donde había una mesa para escribir, algunas butacas, y una cabina telefónica. Se dirigió hacia la cabina, introdujo las monedas necesarias, marcó el número que le interesaba, y esperó hasta oír si le contestaba la voz de la persona requerida.

Hizo un movimiento de cabeza como aprobándose a sí misma, presionó el botón A, para poder oír a quien llamaba y habló:

—Aquí es la Maison Blanche. ¿Me comprende? La Maison Blanche. Tengo que hablarle de una cantidad que se me debe. Tiene de plazo hasta mañana por la tarde. Tiene que girar a la cuenta corriente de la Maison Blanche en el Crédit Nationale de Londres, en la sucursal de Ledbury Street, la suma que voy a indicarle.

Nombró una cantidad.

—En caso de que esa cantidad no fuera liquidada, entonces me veré en la necesidad de informar donde proceda lo que observé en la noche del día 12. La referencia es… ponga atención… la señorita Springer. Tiene usted algo más de veinticuatro horas.

Colgó y emergió en la sala de espera. Una mujer acababa de entrar. Quizás otra cliente de la tienda, o tal vez no lo fuera. Pero si se trataba de lo segundo, era demasiado tarde para que hubiese podido llegar a enterarse de nada.

Mademoiselle Blanche se recompuso en el tocador adyacente, y después fue a probarse un par de blusas, que no compró; entonces se marchó otra vez a la calle, sonriendo para sí. Entró a curiosear en una librería, tras lo cual tomó el autobús para regresar a Meadowbank.

Todavía estaba sonriendo a sí misma al ascender la calzada. Había llevado a cabo muy bien el asunto. La cantidad que había pedido no era demasiado elevada… no era imposible de tener dispuesta en un plazo corto. Y estaba bastante bien para ir tirando de ella. Porque, naturalmente, en el futuro habría ulteriores demandas…

Sí, ésta iba a ser una fuente de ingresos muy bonita. No tenía el menor remordimiento de conciencia. No consideraba de ningún modo que fuera su deber informar a la policía de lo que había visto y sabía. Esa Springer había sido una mujer detestable, rude, mal élevée. Espiando en todo lo que no le incumbía. Ah, bueno, se había llevado su merecido.

Mademoiselle Blanche permaneció un rato junto a la piscina. Contempló a Eileen Rich sumergiéndose. Después Ann Shapland subió al trampolín y se sumergió también igualmente. Las chicas reían y gritaban.

Sonó una campanilla, y mademoiselle Blanche fue a su clase de párvulos. No prestaban atención y eran insoportables, pero mademoiselle Blanche apenas si se dio cuenta. Pronto habría terminado de dar clase para siempre.

Subió a su habitación a arreglarse para la cena. De una manera vaga, sin apenas darse cuenta, vio que, contrariamente a su costumbre, había arrojado en una butaca del rincón su chaqueta de trabajar en el jardín en lugar de colgarla, como hacía habitualmente.

Se inclinó hada delante, estudiando su cara en el espejo. Se empolvó la cara y se pintó los labios…

El movimiento fue tan rápido que la pilló completamente de sorpresa. Silencioso. Profesional. La chaqueta que estaba encima de la butaca pareció moverse y caer al suelo, y un instante después una mano que agarraba un saco de arena surgió a espaldas de mademoiselle Blanche.

Cuando iba a abrir los labios para gritar, el saco de arena cayó pesadamente detrás de su nuca.

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