Prólogo


El último trimestre del curso





1

Era el día de apertura del último trimestre de curso en el Colegio de Meadowbank. Los rayos del Sol poniente caían sobre la amplia explanada de grava situada delante del edificio. La puerta de la fachada principal estaba hospitalariamente abierta en toda su amplitud, y bajo su dintel, encajando admirablemente con el estilo georgiano del soportal de la casa, permanecía erguida la señorita Vansittart, cada cabello en su sitio, vistiendo un traje de chaqueta de corte impecable.

Aquellos padres que no estaban mejor informados, la tomaban por la misma señora Bulstrode, eminente persona, ignorando que ésta tenía por norma retirarse en tales coyunturas a una especie de sanctasanctórum, en donde sólo recibía a una minoría selecta y privilegiada.

A un lado de la señora Vansittart, operando en un plano ligeramente distinto, se encontraba la señorita Chadwick, confortativa, todo ella erudición, y tan vinculada al internado que hubiera sido imposible imaginarse Meadowbank sin ella. Nunca se había separado de allí. Las señoritas Bulstrode y Chadwick habían fundado el colegio de Meadowbank conjuntamente. Esta última usaba lentes de pinza, era cargada de espaldas, vestía con desaliño, conversaba con amable vaguedad, pero resultaba ser una lumbrera en matemáticas.

De un extremo a otro de la casa notaban diversas palabras y frases de bienvenida, proferidas por la señorita Vansittart con cortesía.

—¿Qué tal, señora Arnold…? Cuénteme, Lydia, ¿saboreó usted su crucero por las islas del Egeo? ¡Qué oportunidad tan maravillosa! ¿Sacó usted buenas fotografías?

—Sí, lady Garnett, la señorita Bulstrode recibió su carta referente a las clases de arte, y todo se ha puesto ya.

—¿Cómo está, señora Bird? Pues no me parece que la señorita Bulstrode tenga hoy tiempo para discutir esos pormenores. La señorita Rowan anda por aquí cerca. Si desea tratarlo con ella…

—Te hemos cambiado de dormitorio, Pamela. Ahora estás en el ala opuesta, dando al manzano…

—En efecto, lady Violet, hemos padecido un tiempo aborrecible en lo que va de primavera. ¿Es éste el más pequeño de sus hijos? ¿Cómo se llama? ¿Héctor? ¡Qué aeroplano más bonito tienes, Héctor!

Très heureuse de vous revoir, madame. Ah, je regrette, ce ne serait pas possible, cet après-midi. Mademoiselle Bulstrode est tellement occupée.

—Buenas tardes, profesor. ¿Ha descubierto usted nuevos objetos de interés en sus excavaciones?



2

En una salita del primer piso, Ann Shapland, la secretaria de la señorita Bulstrode, pulsaba las teclas de una máquina con rapidez y eficiencia. Ann era una joven de treinta y cinco años, de agradable apariencia, con el pelo peinado tan tirante que producía el efecto de llevar encasquetado un gorrito negro de satén. Conseguía resultar atractiva cuando éste era su propósito, pero la vida le había enseñado que siendo activa y competente se lograban a menudo mejores resultados y se evitaban enojosas complicaciones. Por el momento se estaba concentrando en ser todo aquello que para secretaria de la rectora de un afamado internado de señoritas se requería.

De rato en rato, y al tiempo que insertaba una nueva hoja en la máquina de escribir, echaba una ojeada a través de la ventana, registrando interés en quienes llegaban.

—¡Cielo Santo! —exclamó, asombrada, Ann, para sí misma—. No tenía idea de que todavía nos quedaran tantos chóferes en Inglaterra.

Mientras un majestuoso «Rolls Royce» se ponía en marcha, ella, a pesar suyo, sonrió al ver subir un pequeño «Austin» deteriorado por el paso implacable de los años. De él se apeó un padre, de aspecto fatigado, con su hija, que parecía encontrarse mucho más sosegada.

Cuando él aguardaba indeciso, la señorita Vansittart emergió de la casa dispuesta a cumplir con su cometido.

—¿El mayor Hargreaves? ¿Y usted es Alison? Pasen dentro. Me agradaría que examinara personalmente el cuarto que va a ocupar Alison, y así…

Ann hizo una mueca burlona y se dispuso a continuar tecleando.

«La Vansittart, toda perfección, parece una actriz consumada —comentó Ann para su coleto—. Sabe imitar todo el repertorio de recursos escénicos de la Bulstrode. En realidad, es lo que se dice una buena cómica».

Un enorme «Cadillac» de una opulencia poco menos que avasalladora, pintado en dos tonos, celeste y frambuesa, dio un viraje (con las dificultades que implicaban sus dimensiones), y vino a frenar detrás del decrépito «Austin» del Honorable mayor Alistair Hargreaves.

El chófer salió de un brinco para abrir la portezuela, y un inmenso hombre barbudo, de tez morena, cubierto con una flotante chilaba de genuino pelo de camello, descendió del coche seguido de una lámina arrancada de una revista de modas parisiense y de una esbelta jovencita morena.

«Ésa debe ser la princesa Nosecuantos —pensó Ann—. No puedo imaginármela de uniforme colegial, pero supongo que mañana se verificará la metamorfosis…».

Tanto la señorita Vansittart como la señorita Chadwick se hicieron presentes en esta ocasión.

—Serán conducidos ante la presencia de «Su Majestad la Rectora» —determinó Ann.

Entonces se le ocurrió, cosa harto extraña, que no era plan el ponerse a sacar chistes a costa de la señorita Bulstrode. La señorita Bulstrode era alguien.

«Así es que a lo mejor te puedes dedicar, hija mía, a tener un poco de cuidado con lo que piensas —se dijo—, y concluir estas cartas sin equivocarte».

Y no es que Ann soliera cometer errores. Podía permitirse el lujo de elegir sus puestos de secretaria. Había llevado la contabilidad del director general de una compañía petrolífera, y sido secretaria particular de sir Mervyn Todhunter, renombrado tanto por su erudición como por su irritabilidad y por lo ilegible de su escritura. Entre sus ex jefes se contaban dos ministros del Gabinete y un funcionario del Estado que ocupaba un alto cargo. En conjunto, sus empleos habían discurrido siempre entre hombres, y ella conjeturaba si le resultaría grato verse enteramente inmersa entre mujeres. Después de todo, ella lo consideraba como una experiencia. Pero siempre podría contar con Dennis volviendo de Malaya, de Birmania, de diversas partes del mundo… Igual de enamorado que siempre, suplicándole una vez más que se casara con él. ¡El querido Dennis! Pero sería tan sosa la vida matrimonial con él…

Iba a echar de menos las compañías masculinas en un futuro muy próximo. ¡Tantos tipos de pedagogas y ningún otro hombre en aquel lugar más que un jardinero casi octogenario…!

Pero a esto, Ann se encontró con una sorpresa. Al mirar por la ventana, advirtió la presencia de un hombre recortando el seto al otro lado de la calzada. Evidentemente, era un jardinero, pero muy distante de los ochenta. Era joven, moreno y guapo. Ann se hacía cábalas respecto a él… Se había hablado algo de tomarle un ayudante al jardinero, pero éste no tenía pinta de ser ningún patán. Bueno, es que hoy día, la gente se dedica a hacer toda clase de trabajos. Sería un muchacho que necesita reunir un poco de dinero para uno u otro proyecto o, meramente, para seguir tirando. Pero hacía su trabajo con la maña que sólo da la experiencia. Lo más presumible es que fuera un auténtico jardinero, después de todo.

«Por su facha —decidió Ann para sus adentros—, yo diría que ese tipo tiene gracia».

Sólo le quedaba una carta por escribir, observó complacida, y luego podría dar una vuelta por el jardín.



3

En el piso de arriba, la señorita Johnson, la prefecta, se dedicaba a asignar habitaciones, dar la bienvenida a las nuevas alumnas y saludar a las antiguas.

Estaba encantada de que se hubieran reanudado las clases. Nunca acertaba a qué dedicarse durante las vacaciones. Tenía dos hermanas casadas con las que se iba a vivir alternativamente, pero, como es natural, a éstas les preocupaban más sus propios quehaceres y familias que Meadowbank. A la señorita Johnson, si bien estaba encariñada con sus hermanas, como era deber, solamente le interesaba Meadowbank.

Sí, era delicioso el que hubiera dado comienzo otro trimestre…

—Señorita Johnson…

—¿Qué, Pamela?

—Fíjese, señorita Johnson; debe haberse derramado algo dentro de mi neceser. Se me ha puesto pringando todo. A mí me parece que es brillante.

—¡Vaya, vaya, vaya!… —exclamó la señorita Johnson, apresurándose a prestar su ayuda.



4

Mademoiselle Blanche, la nueva profesora de francés, estaba paseándose por la pradera de césped que se extendía desde el lado de la calzada, contemplando con ojos apreciativos al fornido joven que arreglaba el seto.

«Assez bien», pensó.

Mademoiselle Blanche era enjuta, producía la impresión de ser apocada, y pasaba inadvertida, aunque a ella no se le escapaba detalle.

Dirigió su vista a la procesión de coches que se deslizaban hasta la puerta principal, evaluándolos en términos monetarios. ¡Este Meadowbank era indiscutiblemente extraordinaire! Ella resumió en un cálculo mental las ganancias que la señorita Bulstrode debería estar haciendo.

Sí, ¡no había duda! Extraordinaire!



5

La señorita Rich, que enseñaba inglés y geografía, avanzaba hacia la casa con paso rápido dando algún que otro traspiés, porque como era habitual en ella, olvidaba mirar donde pisaba. Su rodete, también como de costumbre, se le había aflojado, y le colgaba el pelo. Irradiaba una expresión vehemente en su poco agraciado rostro.

Decía para sí misma:

«¡Estar otra vez de regreso! ¡Estar aquí…!, parecen haber pasado siglos».

Tropezó con un rastrillo sobre el cual cayó. El joven jardinero le ofreció un brazo, diciéndole:

—Apóyese, señorita.

Eileen Rich le dio las gracias sin concederle una mirada.



6

La señorita Rowan y la señorita Blake, las dos más jóvenes de entre las maestras, vagaban hacia el pabellón de deportes. La señorita Rowan, mujer flaca y de cutis oscuro, era extremadamente decidida. La señorita Blake era rubia y regordeta. Iban discutiendo con animación sus recientes aventuras en Florencia: los cuadros y esculturas que habían visto, los árboles frutales en floración y las atenciones (que ellas se barruntaron indecorosas), de dos distinguidos jóvenes italianos.

—Desde luego ya se sabe —aseveró la señorita Blake—, cómo se las gastan los italianos.

—No tienen la menor inhibición —convino la señorita Rowan, que había estudiado psicología y ciencias económicas—. Se nota que no tienen doblez alguna ni represiones.

—Pero Giuseppe se quedó muy gratamente impresionado al enterarse de que yo era profesora de Meadowbank —dijo la señorita Blake—. Se volvió mucho más respetuoso de repente. Tiene una prima que desea venir aquí, pero la señorita Bulstrode no estaba segura de tener vacante.

—Meadowbank es un colegio de indiscutible consideración —aseguró satisfecha la señorita Rowan—. Verdaderamente, el nuevo pabellón de deportes tiene una apariencia grandiosa. Jamás imaginé que llegaría a estar listo a tiempo.

—La señorita Bulstrode dijo que tenía que estarlo —hizo saber la señorita Blake, con el tono de quien ha pronunciado la última palabra.

—¡Oh! —agregó la señorita Rowan estremecida.

La puerta del pabellón de deportes se abrió bruscamente, y emergió de él una joven huesuda de cabellos de color zanahoria. Les clavó la vista de una manera poco amigable y desapareció rápidamente.

—Ésa debe ser la nueva instructora de gimnasia y deportes —conjeturó la señora Blake—. ¡Qué grosera!

—No es un suplemento demasiado grato, que digamos, del cuadro de profesoras —adujo la señorita Blake—. La señorita Josen, su predecesora, era por lo contrario, toda afabilidad y simpatía.

—Nos ha mirado de hito en hito; de eso no cabe duda —remató la señorita Blake, agraviada.

Ambas se sintieron completamente desazonadas.



7

El salón de la señorita Bulstrode tenía ventanales que daban a dos direcciones; una hacia la calzada y pradera de césped más allá de ésta, y la otra hacia un bancal de rododendros por detrás de la casa.

Era una habitación de lo más solemne, pero la señorita Bulstrode era una mujer bastante más solemne todavía. Era alta, y de porte más bien majestuoso, con un pelo grisáceo muy bien cuidado, unos ojos pardos chispeantes de humor, y una boca cuyos rasgos denunciaban firmeza de carácter. La buena marcha del colegio (y Meadowbank era uno de los más prósperos de Inglaterra) se debía por completo a la personalidad de su rectora. Era muy costoso, pero el lucro no era su fin primordial. Se podría explicar mejor diciendo que si bien era verdad que hacían pagar hasta el aire que se respiraba, no era menos cierto que por ese dinero ofrecían lo mejor de todo a cambio.

Las niñas recibían una educación orientada por sus propios padres, pero de acuerdo también con el criterio de a señorita Bulstrode, y el resultado de ambos sistemas parecía ser satisfactorio. Debido a los elevados honorarios, la señorita Bulstrode se hallaba en situación de poder costear una dependencia completísima de personal. Nada se hacía allí lo que pudiéramos llamar en serie. Pero, aunque se siguieran directrices individuales, la disciplina no brillaba por su ausencia. «Disciplina, pero no militarizada», era el lema de la señorita Bulstrode. La disciplina, sostenía ella, le era conveniente a la gente joven; les infundía un sentimiento de seguridad. Pero si se militarizaba se les inducía al enojo. Sus alumnas formaban un conjunto muy variado. En él estaban incluidas diversas extranjeras aristócratas, y, a menudo, éstas eran de sangre real. También había chicas inglesas de excelentes familias o de la alta burguesía que necesitaban imponerse en materias de cultura general, bellas artes y adquirir un conocimiento de la vida y una experiencia social que habría de convertirlas en mujeres agradables de mundana desenvoltura y capaces de tomar parte en una discusión inteligente de no importa qué tema. Había también chicas cuyo propósito era trabajar en firme, preparar exámenes de tipo preuniversitario y graduarse, con el tiempo, por cuya razón sólo necesitaban buena enseñanza y una atención especial; otras que habían reaccionado desfavorablemente ante el género de vida de los colegios estereotipados. Pero la señorita Bulstrode tenía sus normas: no admitía ineptas o delincuentes juveniles, y prefería ingresar chicas cuyos padres le agradasen y en las que ella misma vislumbrara trazas de progreso. Las edades de sus alumnos oscilaban entre muy amplios límites. Había chicas a quienes en épocas pasadas les habría colocado la etiqueta de «preparada para su presentación en sociedad», y había también algunas párvulas cuyos padres se encontraban de viaje por el extranjero, y para las que la señorita Bulstrode tenía interesantes vacaciones en proyecto. El último e inapelable tribunal era la propia aprobación de la señorita Bulstrode.

En este momento permanecía en pie al lado de la chimenea escuchando la ligeramente quejumbrosa voz de la señora de Gerald Hope. Con gran previsión, no había sugerido a la señora Hope que tomara asiento.

—Verá, es que Enriqueta es en sumo grado diferente a las demás. Muy diferente, se lo aseguro. Nuestro médico de cabecera opina…

La señorita Bulstrode asintió con la cabeza siguiéndole la corriente, y reprimiendo en sus labios la mordaz frase que a veces estaba tentada de dejar escapar:

«¿Pero no se da usted cuenta, ¡so imbécil!, de que eso es lo que a toda madre sin sentido le da por decir de sus hijas?».

Habló con firme comprensión.

—No tiene por qué inquietarse, señora Hope. La señorita Rowan, miembro de nuestro profesorado, es una psicóloga magníficamente preparada. Estoy segura de que se quedará sorprendida del cambio que se verificará en Enriqueta (de por sí una niña inteligente y encantadora, y demasiado buena para usted), después de uno o dos trimestres aquí.

—Sí, ya lo sé. Ustedes consiguieron maravillas de la niña de los Lambeth. ¡Verdaderas maravillas! Por eso estoy contenta. Y…, ¡ah, ya!, se me olvidaba… Dentro de seis semanas salimos para el Sur de Francia. Pensé en llevarme a Enriqueta. Me gustaría que se tomara entonces un breve descanso en sus estudios.

—Me temo que eso va a ser de todo punto imposible —replicó con viveza la señora Bulstrode, lanzando una sonrisa encantadora, como si estuviera accediendo a una petición en lugar de denegarla.

—¡Oh, pero! —la señora Hope titubeó, mostrando mal genio en su débil y petulante cara—. Tengo que insistir, ya lo creo. Después de todo, es mi hija.

—Exactamente; pero el colegio es mío —replicó la señorita Bulstrode.

—Entonces, ¿es que no puedo sacar la niña del colegio cuando se me antoje?

—¡Oh, sí! —concedió la señorita Bulstrode—. Puede hacerlo. Claro que puede hacerlo. Pero, en ese caso, yo no volvería a admitirla.

La señora Hope se puso entonces verdaderamente furibunda.

—Considerando la cuantía de los honorarios que pago aquí…

—Exactamente —admitió la señorita Bulstrode—. Usted eligió mi colegio para su hija, ¿no es así?, igual que eligió ese precioso modelo de Balenciaga que lleva puesto. Pues, acéptelo tal como es o déjelo. Porque es un Balenciaga, ¿no? Gusta mucho encontrar una mujer con auténtico buen gusto en el vestir.

Envolvió con su mano la de la señora Hope, apretándola, y guió sus pasos imperceptiblemente en dirección de la puerta de salida.

—No se intranquilice lo más mínimo. ¡Ah! Ahí tiene a Enriqueta esperándola —miró con aprobación a Enriqueta, una simpática niña de inteligencia equilibrada si las hay, digna de mejor madre—. Margaret, conduzca a la señorita Hope a la señorita Johnson.

La señorita Bulstrode se retiró a su salón y pocos momentos más tarde estaba hablando francés.

—Pues claro que sí, excelencia, su sobrina puede aprender bailes modernos de salón. Es de lo más importante socialmente. Y los idiomas son asimismo imprescindibles.

Los siguientes en llegar venían precedidos de tal ráfaga de un perfume caro como para tumbar a la señorita Bulstrode.

«Debe verterse a chorros un tarro entero de extracto todos los días», anotó mentalmente la señorita Bulstrode al cumplimentar a la mujer de cutis trigueño que venía exquisitamente vestida.

Enchantée, madame.

Madame rió entre dientes de una manera primorosa.

El corpulento y barbudo personaje de atavíos orientales cogió la mano de la señorita Bulstrode, hizo una reverencia, y dijo en muy buen inglés:

—Tengo el honor de acompañar a la princesa Shaista hasta usted.

La señorita Bulstrode estaba impuesta de todo lo concerniente a su nueva alumna, que acababa de llegar de un colegio de Suiza, pero tenía una idea muy nebulosa referente a su escolta. «No debe ser el emir en persona —juzgó—, todo lo más un ministro o un chargé d'affaires». Como era su costumbre cuando se hallaba apurada ante una duda auténtica, recurrió al socorrido título de Excellence y le garantizó que cuidarían de la princesa Shaista con el mayor esmero.

Shaista sonreía cortésmente. Iba también vestida y perfumada a la moda. La señorita Bulstrode sabía que tenía quince años, pero como muchas jóvenes orientales y de países del litoral mediterráneo, parecía mayor de lo que era por estar completamente desarrollada. La señorita Bulstrode conversó con ella acerca de sus proyectos de estudio y experimentó gran satisfacción al advertir que le respondía con presteza en un inglés correcto y sin lanzar esa risita boba que tratan de esconder las adolescentes. Era evidente que sus modales, si se compara con aquellos desmañados de la mayoría de las colegialas inglesas de quince años, superaban a éstos con gran ventaja. La señorita Bulstrode había pensado a menudo que sería una acertada idea enviar chicas inglesas a los países del cercano Oriente, para que allí les enseñaran etiqueta y buenas maneras. Se profirieron más cumplidos por ambas partes, y, entonces, el salón se quedó otra vez desocupado, aunque todavía saturado de tan penetrante perfume, que la señorita Bulstrode tuvo que abrir las ventanas de par en par con el fin de que se disipara un poco.

Las próximas en llegar fueron la señora Upjohn y su hija Julia.

La señora Upjohn era una afable mujer, rondando los cuarenta, pelirroja y manchada de pecas. Llevaba un sombrero que no le iba en absoluto y que, indudablemente, era una concesión a la formalidad propia del caso ya que ella pertenecía al tipo de mujeres jóvenes que tienen por costumbre ir destocadas.

Julia era una niña corriente, asimismo pecosa, con una frente que denotaba bastante inteligencia y aire de buen natural.

Los preliminares se llevaron a cabo de prisa, y Julia fue enviada, vía Margaret, a la señorita Johnson. La niña dijo animadamente, mientras salía:

—Adiós, mamá. Ten mucho cuidado al encender esa estufa de gas ahora que yo no estaré en casa para hacerlo.

La señorita Bulstrode se volvió, sonriente, hacia la señora Upjohn, pero no le indicó que tomara asiento. No tendría nada de particular que, pese a la apariencia de jovial sentido común que tenía Julia, su madre creyera verse en la necesidad de explicar que la suya era una niña muy especial.

—¿Tiene algo en particular que encargarme con respecto a Julia? —preguntó.

La señora Upjohn replicó con júbilo.

—¡Oh, no! No lo creo. Julia es un tipo de niña muy corriente. Completamente sana y todo eso. Creo, además, que tiene un cerebro en bastante buenas condiciones. Aunque yo me atrevería a decir que todas las madres piensan del mismo modo con respecto a sus hijas, ¿no es así?

—Las madres difieren una de otras —sentenció la señorita Bulstrode con sombría entonación.

—Es magnífico para ella el poder venir aquí —aseveró la señora Upjohn—. En realidad, es una tía mía quien lo paga, o me ayuda en gran parte a pagarlo. Yo no podría costearlo por mí misma. Pero estoy lo que se dice encantada de ello y Julia lo mismo —se dirigió hacia la ventana, diciendo con envidia—: ¡Qué hermoso jardín! ¡Y tan esmeradamente cuidado! Deben tener ustedes una colección de auténticos jardineros para poder cuidarlo.

—Teníamos tres —le explicó la señorita Bulstrode—, pero de momento estamos faltas de ellos; vienen a echarnos una mano unos de la localidad.

—Desde luego, el inconveniente de hoy en día —observó la señora Upjohn— estriba en que a quien se llama un jardinero no es, la más de las veces, otra cosa que un simple lechero, pongo por caso, necesitado de obtener ingresos extras en sus ratos libres, o un viejo de ochenta años. A veces pienso que… ¿Cómo…? —exclamó la señora Upjohn, observando a través del ventanal—, ¡qué cosa más extraordinaria!

La señorita Bulstrode concedió a esta repentina exclamación menos importancia de la que hubiera debido, por haber lanzado ella misma una ojeada fortuita en aquel preciso instante a través de la ventana que daba al matorral de rododendros, y había percibido una visión altamente enfadosa: se trataba de nada menos que de lady Verónica Carlton-Standways, describiendo eses a lo largo de su camino, murmurando para sí misma, en un estado evidente de embriaguez avanzada.

Lady Verónica no era un peligro ignorado. Se trataba de una mujer encantadora, profundamente unida a sus dos hijas gemelas, y muy agradable, según decían, cuando era ella misma. Pero desgraciadamente, en imprevistos intervalos, no era así. Su marido, el mayor Carlton-Standways, la sobrellevaba bastante bien. Vivía con ellos una prima que, por lo general, la tenía al alcance de su vista para vigilarla y apartar sus pasos del peligro si llegaba el caso. El día de las competiciones deportivas, acompañada del marido y de su prima, que no se separaba de ella, lady Verónica aparecía completamente despejada y magníficamente vestida, siendo el patrón a imitar de la madre modelo. Pero había veces en que lady Verónica conseguía zafarse de sus bienquerientes, se ponía como una cuba, y se iba flechada en busca de sus hijas para hacerles protestas de su amor maternal. Las mellizas habían llegado por tren en la mañana de aquel día, y nadie en el colegio había contado con la aparición de lady Verónica.

La señora Upjohn continuaba charlando sin que la señorita Bulstrode la escuchara. Ésta última consideraba varias determinaciones a tomar, porque se dio cuenta de que lady Verónica se estaba aproximando vertiginosamente a la fase truculenta. Pero de repente, como llovida del cielo, apareció la señorita Chadwick, con paso acelerado y ligeramente jadeante. «La fiel Chaddy —pensó la señorita Bulstrode—. Siempre se puede contar con ella, ya se trate de un corte en una arteria o de un familiar embriagado».

—Es una ignominia —le vociferó lady Verónica—. Intentaron mantenerme alejada… No querían que viniera aquí… Sin embargo, me burlé bien de Edith. Fui a echarme un rato, dejando el coche fuera, y me zafé de la tontaina de Edith… Es una solterona metódica. A ningún hombre se le ocurriría mirarla por dos veces. Tuve una trifulca con la «poli» por el camino. Dijeron que no estaba en condiciones de conducir… ¡Pamplinas! Voy a decirle a la señorita Bulstrode que me llevo las niñas a casa… ¡Quiero tenerlas en casa…! ¡Amor de madre! ¡Qué cosa tan grande es el amor de madre…!

—Es grandioso, lady Verónica —convino la señorita Chadwick—. Nos sentimos muy halagadas de que haya venido. Tengo especial interés en que vea el nuevo pabellón de deportes. Le encantará.

Encaminó diestramente los vacilantes pasos de lady Verónica en la dirección opuesta, alejándose de la casa.

—Espero que nos encontremos aquí con las niñas —le dijo hábilmente—. Es un pabellón de deportes al que no le falta detalle. Tiene taquillas nuevas y un secadero para los trajes de baño… —sus voces se perdieron en lontananza.

La señorita Bulstrode las observaba. Lady Verónica trató una vez más de desasirse y volver a la casa, pero la señorita Chadwick era una contrincante que la aventajaba. Desaparecieron al dar la vuelta al ángulo que formaba el bancal de rododendros, con dirección a la distante soledad del nuevo pabellón de deportes.

La señorita Bulstrode exhaló un suspiro de alivio. «¡Excelente persona esta Chaddy! ¡Y tan fiel! No es moderna. Tampoco cerebral, excepto para las matemáticas. Pero siempre está dispuesta a prestar su ayuda en un momento de apuro».

Se volvió, lanzó un suspiro con cierta sensación de culpabilidad a la señora Upjohn, que había continuado perorando un buen rato a sus anchas.

—… aunque, por supuesto —estaba diciendo ahora—, nunca se trataba de auténticas aventuras de capa y espada. Nada de tirarse en paracaídas ni hacer sabotaje ni espionaje como en las películas de aventuras. Yo no habría tenido el valor suficiente. La mayoría de las veces era muy monótono. Trabajo de oficina y trazados de planos sobre un mapa. Pero, claro está, de cuando en cuando era excitante, y a menudo de lo más entretenido, como le dije antes… Todos los agentes secretos se perseguían unos a otros, dando vueltas y más vueltas por Ginebra, conociéndose mutuamente de vista, y terminando con frecuencia en el mismo bar. Yo no estaba casada entonces, claro. Todo aquello resultaba sumamente divertido.

Se detuvo abruptamente, disculpándose con una amistosa sonrisa.

—Lamento haber estado hablando tanto y haberle ocupado su precioso tiempo, cuando aún le quedan tantísimas visitas por atender.

Le extendió la mano, dijo adiós y se fue.

La señorita Bulstrode permaneció en pie durante un momento, con el ceño fruncido. Se encontraba intranquila sin saber exactamente por qué. Cierto instinto le advertía que no había prestado la atención debida a algo que tal vez pudiera ser importante.

Desechó esta sensación. Era el día de apertura del último trimestre y aún tenía que recibir las visitas de muchos padres más.

Jamás había disfrutado su colegio de mayor esplendor ni tenido tan asegurado el éxito. Meadowbank se encontraba en su cénit.

No había nada que pudiera indicarle que antes de pocas semanas Meadowbank se encontraría sumergido en un mar de complicaciones; que el desconcierto, el caos y el asesinato reinarían allí, y que ya en este instante se estaban maquinando ciertos acontecimientos…

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