Capítulo VIII


Asesinato





1

El sargento Green estaba bostezando en su servicio nocturno en la Comisaría de Policía de Hurst St. Cyprian en el momento en que sonó el teléfono. Descolgó el auricular, y un instante después sus modales habían cambiado por completo. Empezó a garabatear rápidamente en una hoja.

—¿Diga? ¿Meadowbank? Sí… ¿Y el nombre? Deletréelo por favor. «S» de Suiza, «P» de Polonia, «R» de Rusia, «I» de Italia, Springer. Sí, sí, por favor encárguese de que no se altere nada. «N» de Noruega, «G» de Grecia, «E» de Egipto y «R» de Rumanía. Les mandaré a alguien muy en breve.

Rápida y metódicamente se ocupó después de poner en movimiento los diversos procedimientos judiciales indicados.

—¿Meadowbank? —inquirió el inspector detective Kelsey cuando se enteró de la noticia—. Ése es el colegio de chicas, ¿no? ¿A quién han asesinado?

—Al parecer se trata de la señorita Springer, la instructora de deportes —informó el sargento Green.

—«Muerte de una instructora de deportes» —profirió pensativo Kelsey—. Suena a título de novela detectivesca en un quiosco de estación ferroviaria.

—¿Quién, en su opinión, podría haberla despachado? —preguntó el sargento—. Parece poco natural.

—También las instructoras de deportes tienen derecho a la vida amorosa —observó el inspector detective Kelsey—. ¿Dónde dicen haber encontrado el cadáver?

—En el pabellón de deportes. Me imagino que es una forma más elegante de designar el gimnasio.

—Puede que sea así —admitió Kelsey—. «Muerte de una instructora de deportes en el gimnasio». Suena a crimen atlético en sumo grado, ¿no le parece? ¿Dijo usted que la mataron de un disparo?

—Sí.

—¿Se encontró la pistola?

—No.

—Interesante —comentó el inspector detective Kelsey, y tras haber reunido al resto de sus hombres, se marchó para cumplir con sus obligaciones.



2

La puerta principal de Meadowbank, por la que salía la luz a raudales, estaba abierta, y fue allí donde la señorita Bulstrode recibió personalmente al inspector Kelsey. Éste la conocía de vista, igual que la mayoría del vecindario. Incluso en estos momentos de confusión e incertidumbre la señorita Bulstrode seguía siendo eminentemente la misma de siempre, encontrándose en pleno dominio de la situación y de sus personas subordinadas.

—Soy el inspector detective Kelsey, señora —dijo el inspector, tras el saludo.

—¿Qué es lo primero que le gustaría hacer, inspector Kelsey? ¿Desea ir al pabellón de deportes o prefiere oír un relato detallado de los hechos?

—El doctor me ha acompañado —dijo Kelsey—. Si quiere mostrarle a él y a dos de mis hombres dónde se encuentra el cadáver, yo preferiría cambiar unas palabras con usted.

—Ciertamente. Venga a mi salón. Señorita Rowan, ¿quiere indicar al doctor y a sus acompañantes el camino? —A esto añadió—: Una de mis profesoras está allí para impedir que se toque nada.

—Gracias, señora.

Kelsey siguió a la señorita Bulstrode hasta su salón.

—¿Quién descubrió el cadáver?

—La señorita Johnson, la prefecta. A una de las chicas le dolían los oídos y la señorita Johnson se encontraba arriba cuidándola cuando advirtió que las cortinas estaban corridas. Al acercarse ella misma a cerrarlas como era debido, observó que en el pabellón de deportes no tenía por qué haber encendida una luz a la una de la madrugada —finalizó adusta, la señorita Bulstrode.

—Muy bien —dijo Kelsey—. ¿Dónde se encuentra ahora la señorita Johnson?

—Está aquí. Si desea verla…

—Cuanto antes ¿Quiere continuar, señora?

—La señorita Johnson fue a despertar a la señorita Chadwick, otro miembro de mi profesorado. Decidieron bajar e ir a investigar allí. En el momento en que salían por la puerta lateral oyeron ruido de un disparo, e inmediatamente echaron a correr hacia el pabellón de deportes lo más de prisa que pudieron. Al llegar allí…

El inspector la interrumpió.

—Gracias, señorita Bulstrode, si, como usted dice, la señorita Johnson está disponible, oiré de labios de ella el relato de lo que sigue. Pero tal vez fuera mejor que antes me contara usted algo acerca de la víctima.

—Su nombre es Grace Springer.

—¿Llevaba mucho tiempo con usted?

—No; llegó este trimestre. La anterior instructora de deportes se marchó para hacerse cargo de un empleo en Australia.

—¿Y qué sabía usted sobre esta señorita Springer?

—Sus referencias eran excelentes —aseguró la señorita Bulstrode.

—Usted no la conocía personalmente antes de eso, ¿verdad?

—No.

—¿Tiene usted alguna idea, por remota que sea, de qué pudo haber precipitado esta tragedia? ¿Se sentía desdichada? ¿Alguna complicación desafortunada?

La señorita Bulstrode hizo un ademán negativo con la cabeza.

—Nada que yo sepa. Si me lo permite —continuó—, le diré que me parece de lo más inverosímil. No era este tipo de mujer.

—¡De cuántas cosas se tendría que sorprender usted! —dijo el inspector Kelsey sombríamente.

—¿Desearía usted que fuera ahora en busca de la señorita Johnson?

—Si es tan amable. Cuando haya escuchado su relato saldré al gim… O, ¿cómo le dicen ustedes, pabellón de deportes…?

—Es una nueva edificación adicionada al colegio este año —explicó la señorita Bulstrode—. Se ha construido adyacente a la piscina y abarca unapista de squash [4] y otras instalaciones. Las raquetas de tenis y de lacrosse [5] y los palos de hockey se guardan allí y hay también un secadero para los trajes de baño.

—¿Existía alguna razón por la cual la señorita Springer debiera de estar en el pabellón de deportes a esa hora de la noche?

—Absolutamente ninguna —repuso la señorita Bulstrode de un modo inequívoco.

—Está bien, señorita Bulstrode. Voy a hablar ahora con la señorita Johnson.

La señorita Bulstrode abandonó la habitación para regresar trayendo a la prefecta con ella. A la señorita Johnson le habían hecho beber una considerable dosis de brandy para que entrara en reacción después de haber descubierto el cadáver. El resultado fue un ligero aumento de su locuacidad.

—Le presento al inspector detective Kelsey —dijo la señorita Bulstrode—. Haga acopio de fuerzas, Bárbara, y cuéntele exactamente lo ocurrido.

—Es espantoso —exclamó la señorita Johnson—; es realmente espantoso. No he pasado por experiencia semejante en toda mi vida. ¡Jamás! No podía dar crédito a lo que veían mis ojos. Francamente, no podía creerlo. Y sobre todo… ¡tratándose de la señorita Springer…!

El inspector Kelsey era hombre perspicaz. Estaba dispuesto a desviarse de los métodos rutinarios siempre que le llamara la atención algún detalle insólito de tenerse en consideración.

—Creo entender —coligió— que usted encuentra sumamente extraño que fuera la señorita Springer a quien asesinaran.

—Pues sí, inspector; sí que lo encuentro extraño. Es tan… bueno, tan fuerte, ¿sabe? Tan vigorosa… El tipo de mujer que podemos imaginarnos perfectamente habiéndoselas con un ladrón nocturno… o incluso con dos, sin ayuda de nadie.

—¡Ejem! ¿Ladrones nocturnos? —murmuró el inspector Kelsey—. ¿Es que había algo que robar en el pabellón de deportes?

—Bueno, no… En realidad, no sé qué es lo que iban a poder robar allí. No había más que trajes de baño, claro está, y efectos deportivos.

—La clase de objetos que se habría llevado un vulgar ratero —decidió Kelsey—. No hubiera valido la pena tomarse el trabajo de forzar la puerta para entrar en él por tan poca cosa. A propósito, ¿la forzaron?

—Bueno, la verdad es que no se me ocurrió fijarme en eso —aclaró la señorita Johnson—. Quiero decir que la puerta estaba abierta cuando llegamos allí y…

—No fue forzada —aclaró la señorita Bulstrode.

—Entiendo —dijo Kelsey—. Usaron una llave. ¿Gozaba de muchas simpatías la señorita Springer? —interrogó, mirando a la señorita Johnson.

—Pues, en realidad, no podría contestarle. Pero, después de todo, ya ha muerto.

—Así que usted no simpatizaba con ella —dedujo Kelsey, observador, haciendo caso omiso de los nobles sentimientos de la señorita Johnson.

—No creo que pudiera serle muy simpática a nadie —confesó la señorita Johnson—. Tenía un porte muy autoritario, ¿sabe? No le importaba en absoluto el contradecir a la gente de una manera tajante. Aunque hay que reconocer que era muy competente y tomaba su trabajo muy en serio. ¿No opina usted lo mismo, señorita Bulstrode?

—Ciertamente —acordó ésta.

Kelsey cambió de rumbo, volviendo hacia el interrogatorio de rigor del que por un momento se había desviado.

—Ahora, señorita Johnson, oigamos lo sucedido.

—Jane, una de nuestras alumnas, tenía dolor de oídos. Se despertó con unas punzadas bastante fuertes y vino a mi busca. Le apliqué unos remedios y cuando la dejé en su cama me di cuenta de que el aire hacía ondear las cortinas de la ventana y decidí que acaso por una vez sería mejor no dejarla toda la noche abierta, pues el viento soplaba más bien hacia aquella dirección. Por descontado que las niñas duermen siempre con las ventanas abiertas. A veces tenemos que vencer objeciones por parte de las extranjeras, pero yo siempre insisto en que…

—Eso en realidad no hace al caso ahora —intervino la señorita Bulstrode—. Nuestras medidas generales de higiene no interesarían al inspector Kelsey.

—No, no, claro que no —admitió la señorita Johnson—. Bueno, como iba diciendo fui a cerrar la ventana, y cuál no sería mi sorpresa al ver una luz en el pabellón de deportes… Se distinguía perfectamente; no podía equivocarme. Parecía como si hubiera estado moviéndose de un lado para otro.

—¿Quiere decir que no se trataba de una luz eléctrica que hubiesen encendido, sino de la proyectada por una linterna o por una vela?

—Sí, sí, eso es lo que debía haber sido. En seguida pensé: «¡Madre mía!, ¿qué es lo que estarán haciendo allí a estas horas de la noche?». Desde luego, no se me ocurrió pensar que fueran ladrones. Ésa hubiera sido una suposición demasiado fantástica, como a usted le pareció hace un momento.

—¿Qué pensó usted que pudiera ser? —preguntó Kelsey.

La señorita Johnson lanzó una mirada a la señorita Bulstrode y la volvió a desviar.

—Pues sinceramente, yo no pensé que fuera nada de particular. Quiero decir… que… pues que… en realidad, lo que quiero decir es que no podía imaginarme…

La señorita Bulstrode interrumpió:

—Me imagino que a la señorita Johnson le asaltó la idea de que una de nuestras alumnas pudiera haber ido allí para acudir a una cita con alguien —apuntó—. ¿No es así, Bárbara?

La señorita Johnson contestó entrecortadamente:

—Pues, la idea se me vino a la cabeza de momento. Tal vez, una de nuestras alumnas italianas… Las chicas extranjeras son mucho más precoces que las inglesas.

—No sea tan insular —reconvino la señorita Bulstrode—. Hemos tenido una gran cantidad de chicas inglesas que han tratado de concertar entrevistas inconvenientes, fue un pensamiento muy natural el que se le ocurrió a usted, y probablemente el mismo que a mí se me hubiera ocurrido.

—Continúe —rogó el inspector Kelsey.

—De modo que pensé que lo mejor —prosiguió la señorita Johnson— sería ir a buscar a la señorita Chadwick y decirle que saliera conmigo para ver qué es lo que pasaba.

—¿Por qué la señorita Chadwick? —interpeló Kelsey—. ¿Tiene alguna razón particular para elegir precisamente a esa profesora?

—Pues la verdad, no quería preocupar a la señorita Bulstrode —explicó la señorita Johnson—. Y me temo que es más bien un hábito en nosotras el recurrir siempre a la señorita Chadwick en todos los casos en que no queremos molestar a la señorita Bulstrode. Verá usted, la señorita Chadwick hace muchísimo tiempo que está aquí y tiene una gran experiencia.

—Sea como sea —insistió Kelsey—, usted fue a despertar a la señorita Chadwick. ¿No fue así?

—Sí. Ella estuvo de acuerdo conmigo en que deberíamos ir allí inmediatamente. No perdimos tiempo en vestirnos ni en nada; sólo nos pusimos un jersey y un chaquetón y salimos por la puerta lateral. Y fue entonces, al salir fuera, cuando oímos una detonación, en el pabellón de deportes. Cometimos la gran torpeza de no llevarnos una linterna, y nos fue difícil distinguir por dónde íbamos. Tropezamos una o dos veces, pero conseguimos llegar allí rápidamente. La puerta estaba abierta. Encendimos la luz y…

Kelsey interrumpió:

—¿No había entonces luz alguna cuando llegaron allí? ¿No había una linterna u otra clase de luz?

—No. Aquello estaba a oscuras. Encendimos la luz y allí nos la encontramos muerta. Estaba…

—Está bien —dijo el inspector Kelsey amablemente—. No tiene necesidad de describir nada. Iré allí ahora y lo veré todo por mí mismo. ¿No se encontraron a nadie por el camino?

—No.

—¿Ni oyeron los pasos de alguien que huyera?

—No. No oímos nada.

—¿No fue oído el disparo por ninguna otra persona en el edificio del colegio? —preguntó Kelsey, mirando a la señorita Bulstrode.

Ésta hizo un ademán negativo.

—No. No, que yo sepa. Nadie ha manifestado haberlo oído. El pabellón de deportes está bastante alejado y dudo mucho que pudiera percibirse la detonación.

—¿Ni siquiera desde uno de los cuartos situados en el ala del edificio que mira hacia el pabellón de deportes?

—Lo veo difícil, a menos que se hubiera estado advertido de antemano para escuchar tal cosa. Tengo la convicción de que no sonaría lo suficientemente fuerte como para poder despertar a nadie.

—Bueno, gracias —expresó el inspector Kelsey—. Ahora iré al pabellón de deportes.

—Yo le acompañaré —decidió la señorita Bulstrode.

—¿No le importa que vaya también yo? —solicitó la señorita Johnson—. Me gustaría, si me lo permiten. Soy del parecer de que no está bien desentenderse de las cosas, ¿no creen? Siempre fui de la opinión de que hay que hacer frente a todo lo que sé pretende y…

—Gracias —cumplimentó el inspector Kelsey—, pero no hay necesidad de ello, señorita Johnson. No sería yo quien la expusiera a un nuevo ataque de nervios.

—¡Qué espantoso! —se lamentó la señorita Johnson—. Y lo que empeora todavía la situación es que reconozco que no me era nada simpática. El hecho es que incluso ayer mismo por la noche tuvimos una discusión en la sala de profesoras. Yo sostenía que el exceso de ejercicios gimnásticos era perjudicial para las chicas… las más débiles. La señorita Springer replicó que eso eran pamplinas; que éstas eran precisamente las que más lo necesitaban; que las tonificaba y hacía de ellas mujeres nuevas. Yo le respondí que en realidad ella no lo sabía todo aunque creyera que sí. Al fin y al cabo, yo he tenido una educación profesional y entiendo muchísimo más de padecimientos y enfermedades de lo que entienda la señorita Springer… o entendiera, aunque no me cabe duda de que la señorita Springer estaba impuestísima sobre todo lo que se refiere a las paralelas, al salto del potro y entrenamiento de tenis. Pero ¡válgame Dios!, ahora que pienso en lo ocurrido preferiría no haber dicho nada de lo que he dicho. Me imagino que una siempre, se encuentra de este ánimo después de haber ocurrido algún suceso tan horroroso. De veras, me lo reproché a mí misma.

—Vamos, siéntese ahí, querida —indicó la señorita Bulstrode acomodándola en el sofá—. Lo único que tiene que hacer es descansar, y hacer caso omiso de cualquier discusión sin importancia que pueda haber tenido. La vida sería muy monótona si todos estuviéramos de acuerdo unos con otros en todos los aspectos.

La señorita Johnson se sentó, sacudiendo la cabeza y después dio un bostezo. La señorita Bulstrode siguió a Kelsey hasta el vestíbulo.

—Le suministré una buena cantidad de brandy —confesó, excusándose—. La ha convertido en un poco más locuaz, pero no se trabó. ¿No se ha dado cuenta?

—Sí —convino Kelsey—, ha dado una clara información de lo sucedido.

La señorita Bulstrode le mostró el camino hacia la puerta lateral.

—¿Fue por aquí por donde salieron la señorita Johnson y la señorita Chadwick?

—Sí. Como usted puede ver, el camino atraviesa esos rododendros y sigue en línea recta hasta llegar al pabellón de deportes.

El inspector llevaba una potente linterna. Acompañado de la señorita Bulstrode llegó muy pronto al edificio donde ahora resplandecían las luces.

—Bonito chozo —dijo, tras haberle echado un detenido vistazo.

—Nos costó nuestros buenos peniques —explicó la señorita Bulstrode—, pero podemos permitírnoslo —añadió en tono sereno.

La puerta abierta daba acceso a una sala de amplias proporciones. Había taquillas de vestuario con los nombres de diversas chicas en ellos. Al fondo de la habitación había un estante para colocar las raquetas de tenis y otro para las de lacrosse. La puerta de la izquierda conducía a las duchas y casetas para cambiarse de ropas. Kelsey se detuvo antes de entrar. Dos de sus hombres habían estado atareados. Un fotógrafo acababa de terminar con su cometido, y otro hombre, que estaba examinando las huellas digitales, alzó la vista y dijo:

—Puede pisar el suelo y cruzar allí sin cuidado. Por este extremo no hemos terminado todavía.

Kelsey avanzó donde el forense estaba arrodillado junto al cadáver. El médico alzó la mirada al aproximarse el inspector.

—Le dispararon desde una distancia de poco más de dos pasos —dictaminó—. La bala le penetró en el corazón. La muerte debió ser sin duda alguna instantánea.

—¿Cuánto tiempo hará?

—Digamos una hora poco más o menos.

—Sí.

Kelsey hizo un ademán de asentimiento. Se aproximó dando un rodeo hacia la señorita Chadwick para contemplar su alta figura; estaba apoyada contra un muro igual que un perro guardián, con expresión de espanto en su rostro. Tendría unos cincuenta y cinco años, calculó; su frente era despejada, y las líneas de su boca denotaban tenacidad; su pelo gris lo tenía descuidado y no se notaba en ella el menor indicio de histerismo. La clase de mujer, pensó, con la que podía contar en un momento de crisis, aun cuando pasase inadvertida en cualquier otra ocasión de la vida diaria.

—¿La señorita Chadwick? —le preguntó.

—Sí.

—¿Fue usted quien salió con la señorita Johnson; y descubrió el cadáver?

—Sí. Estaba exactamente igual que ahora. Estaba muerta.

—¿Y a qué hora sería eso?

—Eché una mirada a mi reloj cuando me despertó la señorita Johnson. Señalaba la una menos diez.

Kelsey asintió. Eso concordaba con la hora que la señorita Johnson le había dicho. Contempló meditabundo a la víctima. Su pelo era corto y de un llameante matiz rojizo. Tenía la cara llena de pecas, con un mentón prominente y firme, y su figura aparecía atlética y enjuta. Tenía puesta una falda de lana escocesa y un grueso jersey de un color oscuro. Calzaba unos zapatos de deportes y no llevaba medias.

—¿Hay algún indicio del arma? —preguntó Kelsey.

Uno de sus hombres meneó la cabeza.

—Ninguno en absoluto, señor.

—¿Han dado con la linterna?

—Hay una en aquel rincón.

—¿Tiene marcadas algunas huellas?

—Sí, las de la víctima.

—Así que fue ella quien la trajo —musitó Kelsey, pensativo—. Vino aquí con una linterna… ¿Por qué? —formuló esta pregunta en parte a sí mismo, en parte a sus hombres, y en parte a las señoritas Bulstrode y Chadwick. Finalmente pareció concentrarse en esta última—. ¿Tiene alguna idea?

La señorita Chadwick negó con la cabeza.

—Ni la más remota. Me imagino que se habría dejado alguna cosa… olvidada aquí esta tarde o esta noche… y volvería para recogerla, pero eso resulta poco convincente a medianoche.

—Debió haber sido algo de importancia cuando lo hizo —imaginó Kelsey.

Dirigió una mirada a su alrededor. Nada parecía haber sido alterado, a excepción del estante donde se colocaban las raquetas, situado al fondo que daba la impresión de que hubieran dado un tirón violento de él. Algunas de las raquetas estaban tiradas por el suelo.

—Claro está —opinó la señorita Chadwick— que podría haber visto una luz aquí, igual que más tarde la vio la señorita Johnson y saliera para investigar de qué se trataba. Esa explicación es la que parece más verosímil.

—Creo que está usted en lo cierto —convino Kelsey—. Sólo hay un pequeño detalle. ¿Hubiera venido ella sola?

—Sí —repuso la señorita Chadwick sin dudarlo un solo momento.

—La señorita Johnson —le recordó Kelsey— fue a despertarla a usted.

—Ya lo sé —admitió la señorita Chadwick—, y eso es lo que yo hubiera hecho de haber visto la luz. Habría despertado a la señorita Bulstrode o a la señorita Vansittart o a alguien. Pero la señorita Springer no lo habría hecho. Hubiera confiado en sí misma; incluso hubiera preferido habérselas con un intruso sin ayuda de nadie.

—Otro detalle —recordó el inspector—. Usted salió con la señorita Johnson por la puerta lateral. ¿No tenía esa puerta la llave echada?

—No, no la tenía.

—¿No es de pensar que la dejara abierta la señorita Springer?

—Esa parece ser la conclusión natural —decidió la señorita Chadwick.

—Así es que damos por sentado —reanudó Kelsey— que la señorita Springer reparó en una luz que había en el gimnasio… pabellón de deportes o como quiera que ustedes lo llamen; que se encaminó aquí y que quienquiera que estuviese dentro disparó contra ella —se volvió hacia la señorita Bulstrode que se hallaba inmóvil en el portal—. ¿Le parece que estoy en lo cierto? —le pregunto.

—No del todo —contestó la señorita Bulstrode—. Convengo en la primera parte. Digamos que la señorita Springer vio que había luz aquí y que saliera para hacer sus pesquisas sin ayuda de nadie. Eso tiene todos los visos de probabilidad. Pero que la persona a quien ella sorprendiera aquí le disparase, eso me parece de todo punto desacertado. Si hubiera habido aquí alguien que no tenía motivo alguno para estar en este lugar, sería más verosímil que la persona o personas en cuestión hubieran huido o tratado de huir. ¿Qué explicación tiene que viniera alguien a este lugar a tal hora de la noche con una pistola? ¡Es ridículo! Aquí no hay nada que mereciera la pena robarse, y, ni mucho menos, nada por lo que valiera la pena cometer un asesinato.

—¿Considera más probable que la señorita Springer turbara una cita de cualquier clase?

—Ésa es la explicación natural y la más probable —coligió la señorita Bulstrode—. Pero no explica el motivo del asesinato, ¿no le parece? Las chicas de mi colegio no llevan pistolas encima y tampoco parece lo más probable que ningún joven con quien pudieran entrevistarse tuviera consigo una pistola.

Kelsey convino en ello.

—En el peor de los casos una navaja —opinó—. Existe una alternativa —prosiguió—. La de que la señorita Springer viniera aquí a verse con un hombre…

La señorita Chadwick rió entre dientes sin poderlo remediar.

—¡Oh, no! —disintió—. La señorita Springer, no.

—No quiero indicar que se tratase de una cita amorosa necesariamente —advirtió el inspector con seguridad—. Lo que sugiero es que el crimen fue deliberado, que alguien trató de asesinar a la señorita Springer, que se las valieron para entrevistarse aquí con ella y que la mataron de un disparo.

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