Capítulo III


Aparece el señor Atkinson





1

Seis semanas más tarde, en Londres, una joven golpeaba discretamente a la puerta de una habitación en el distrito de Bloomsbury. Le indicaron que podía pasar.

Era un despacho pequeño. Un hombre grueso de mediana edad estaba arrellanado en un butacón tras la mesa de escritorio. Tenía puesto un traje arrugado, encenizado en la parte delantera por el habano que fumaba. Las ventanas estaban cerradas, y la atmósfera era casi irrespirable.

—Bueno —dijo impertinentemente el gordinflón, hablando como adormilado—. ¿Qué ocurre ahora?

Se decía del coronel Pikeaway que tenía los ojos siempre a punto de cerrarlos para dormir, o recién abiertos después de echar un sueño. Igualmente se decía que ni se llamaba Pikeaway ni era coronel. Pero hay gente dispuesta a decir lo más improbable.

—Edmundson, del Foreign Office, señor.

—¡Ah! —exclamó el coronel Pikeaway.

Parpadeó, produciendo el efecto de que iba a entregarse nuevamente al sueño y murmuró:

—Tercer secretario de nuestra embajada en Ramat en los días de la revolución, si mal no recuerdo.

—Exactamente, señor.

—Supongo, entonces, que conviene que lo reciba —musitó el coronel Pikeaway, sin manifestar gran entusiasmo. Se recompuso, adoptando una postura algo más vertical y sacudió un poco la ceniza que le había caído encima de la panza.

El señor Edmundson era un joven alto y rubio, correctamente vestido, con modales igualmente correctos y un aire general de plácida desaprobación.

—¿El coronel Pikeaway? Soy John Edmundson. Me dijeron que pudiera ser que usted… estuviese interesado en verme.

—¿Le dijeron eso? Bueno, deben de estar bien informados —declaró el coronel Pikeaway—. Siéntese —añadió.

Sus ojos empezaron a entornarse de nuevo, pero, antes de hacerlo preguntó:

—Usted estuvo en Ramat cuando la revolución, ¿no es eso?

—Sí, estuve. Un asunto muy sucio.

—Imagino que debió serlo. Era amigo de Bob Rawlinson, ¿verdad?

—Sí; le conozco perfectamente.

—Tiempo verbal erróneo —le hizo saber el coronel Pikeaway—. Ha muerto.

—Sí, señor, lo sabía. Pero no estaba seguro del todo… —Hizo una pausa.

—No tiene por qué tomarse la molestia de ser discreto aquí —declaró el coronel Pikeaway—. Aquí estamos enterados de todo. Y si no lo estamos, aparentamos estarlo, Rawlinson fue quien sacó en aeroplano de Ramat a Alí Yusuf el día del alzamiento. Del aparato no se volvió a saber. Puede que hubiera aterrizado en algún lugar inaccesible, o que se hubiera estrellado. Se han encontrado los restos de una avioneta, y dos cadáveres, en los montes Arolez. La Prensa difundirá mañana la noticia, ¿verdad?

Edmundson admitió que había sido así, efectivamente.

—Aquí nos enteramos de todo —prosiguió el coronel Pikeaway—. Estamos para eso. La avioneta chocó contra las montañas. Pudo haber sido a causa de las condiciones atmosféricas. Pero hay fundamento para creer que se trató de sabotaje. Una bomba de acción retardada. Todavía no hemos recibido informes completos. La avioneta se estrelló en una región de muy difícil acceso. Ofrecieron una remuneración por encontrarla, pero se tarda mucho en llegar al fondo de las cosas. Después tuvimos que enviar peritos en un vuelo de reconocimiento. El inevitable papeleo burocrático. Solicitudes a un gobierno extranjero, permisos ministeriales, untar manos. Eso sin contar con que los campesinos de los alrededores se apropiaron de todo aquello que pudiera serles útil.

Hizo una pausa para mirar a Edmundson.

—El príncipe Alí Yusuf habría llegado a ser un gobernador muy civilizado, con sólidos principios democráticos.

—Eso es, probablemente, lo que acabó con el pobre muchacho —conjeturó el coronel Pikeaway—. Pero no podemos perder el tiempo narrándonos tristes historias de la muerte de los reyes. Nos han pedido que lleváramos a cabo ciertas investigaciones. Partes interesadas. Es decir partes que el gobierno de Su Majestad mira con buenos ojos, —contempló a Edmundson—: ¿Sabe usted a lo que me refiero?

—Pues… estoy enterado de algo —repuso Edmundson de mala gana.

—Usted, con toda seguridad, debe de estar enterado de que ni entre las víctimas ni entre los restos del accidente fue hallado nada de valor, ni que tampoco, por lo que hasta ahora se sabe, ha sido retirado por los habitantes del lugar. Aunque, en lo que a eso se refiere, no se sabe nunca a qué atenerse con los campesinos. Son más reticentes que el propio Foreign Office. ¿Y de qué otras cosas está enterado usted?

—De nada más.

—¿No tiene noticias de que acaso deberían haber dado con algo de mucho valor? ¿Para qué, entonces, le dijeron a usted que viniera a entrevistarse conmigo?

—Me dijeron que posiblemente deseara usted hacerme algunas preguntas —replicó, estirado, Edmundson.

—Si yo hago preguntas, es porque espero contestaciones —puntualizó el coronel Pikeaway.

—Naturalmente.

—Pues no parece que lo encuentre muy natural, hijo mío. ¿No le dijo Bob Rawlinson nada antes de emprender el vuelo de huida de Ramat? Si existía un depositario de la confianza de Alí, esa persona era él. Vamos, oigámoslo. ¿Le dijo él alguna cosa?

—¿Referente a qué, señor?

El coronel Pikeaway le miró muy fijamente y se rascó una oreja.

—¡Oh! De acuerdo —gruñó—. Guarde esto en silencio y no diga nada de aquello. Usted lleva su reserva demasiado lejos. Cuando usted dice que no sabe a qué me refiero, será porque no lo sabe, usted. ¡Qué le vamos a hacer!

—Tengo entendido que había algo —declaró Edmundson, con reserva y desgana—. Una cosa de importancia que Bob pudo haber deseado revelarme.

—¡Aja! —exclamó el coronel Pikeaway, con el aire de satisfacción propio de quien consigue al fin descorchar una botella—. Muy interesante. Cuente lo que sepa.

—Es muy poco, señor. Bob y yo teníamos una especie de clave secreta, muy sencilla. La inventamos a causa de que todos los teléfonos de Ramat estaban intervenidos. Bob tenía la oportunidad de enterarse de cosas en palacio, y yo a veces me enteraba de alguna información útil que transmitirle a él. Así que si uno de los dos telefoneaba al otro y mencionaba una chica, con cierta entonación, usando la expresión «fuera de lo corriente», para designarla, esto quería decir que se tramaba algo.

—¿Una información importante en algún sentido u otro?

—Sí. Bob me telefoneó empleando esa expresión el mismo día que empezó el espectáculo. Me citó en nuestro sitio de costumbre delante de la puerta de uno de los Bancos, pero las turbas se amotinaron precisamente en aquel distrito y la policía acordonó las calles. No llegué a ponerme en contacto con Bob, ni él conmigo. Él sacó de allí a Alí aquella misma tarde.

—Ya veo —dijo Pikeaway—. ¿No tiene idea desde dónde le telefoneó?

—No; pudo haber sido desde cualquier parte.

—Fue una lástima. —Se detuvo un instante y después preguntó fortuitamente—: ¿Conoce usted a la señora Sutcliffe?

—¿Se refiere a la hermana de Bob Rawlinson? La conocí allí, claro. Estaba acompañada de su hija, una colegiala. Pero no la conozco lo bastante para darle mi opinión sobre ella.

—¿Estaban ella y Bob muy compenetrados?

Edmundson reflexionó.

—No. Yo no diría eso. Ella le llevaba una buena porción de años. Lo trataba en el plan de la hermana mayor. Y, además, a él no le hacía ninguna gracia su cuñado; siempre que se refería a él decía que era un asno de oro.

—Efectivamente, lo es. Se trata de uno de nuestros más prominentes industriales. ¡Y qué ostentosos se vuelven! Por tanto, ¿usted no estima probable que Bob Rawlinson le hubiera confiado un secreto muy importante a su hermana?

—Es difícil afirmarlo… Aunque, no; yo me inclino a creer que no.

—Yo también —convino el coronel Pikeaway, dando un suspiro—. Bueno, ahora tenemos a la señora Sutcliffe y a su hija en un largo viaje de regreso a Inglaterra por vía marítima. Vienen en el «Eastern Queen», que atracará en Tilbury mañana.

Permaneció en silencio durante uno o dos minutos, mientras sus ojos verificaban una minuciosa inspección del joven que tenía enfrente. Después, como si hubiese llegado a una conclusión, le alargó la mano, diciéndole vivamente:

—Muy amable por haber venido.

—Lo único que lamento es haberle servido de muy poca utilidad. ¿Está usted seguro de que no hay nada que yo pueda hacer?

—No, no. Gracias. Me temo que no.

John Edmundson, salió.

—Espere…

El discreto joven volvió a aparecer.

—Tuve la intención de enviarle a Tilbury para que le diera la noticia a su hermana —expuso Pikeaway—. Amigo de su hermano y todo eso… Pero me he decidido en contra, no es un tipo elástico. Eso se debe a su contacto con el Foreign Office. No es precisamente oportunista. Enviaré a… ¿cómo se llama?

—¿Se refiere a Derek?

—Sí; el mismo —asintió el coronel Pikeaway aprobatorio—. Cae en la cuenta de lo que quiero decir, ¿verdad?

—Tratará de hacerlo todo lo mejor que pueda, señor.

—No basta con intentarlo; tiene que conseguirlo. Pero mándeme a Ronnie primero. Tengo una misión para él.



2

El coronel Pikeaway se disponía, al parecer, a dormitar de nuevo, cuando el joven llamado Ronnie penetró en el despacho. Era alto, moreno y musculoso, de natural alegre e insolentes modales.

El coronel Pikeaway le contempló durante unos instantes y después sonrió burlonamente.

—¿Qué le parecería meterse en un internado de señoritas? —le preguntó.

—¿Un internado de señoritas? —repitió Ronnie elevando las cejas—. Será algo nuevo para mí. ¿Y qué es lo que están tramando esas chicas? ¿Fabricar bombas de hidrógeno en la clase de química?

—Nada de eso. Se trata de un colegio distinguidísimo: Meadowbank.

—¡Meadowbank! —el joven emitió un silbido—. No puedo creerlo.

—Refrene su lengua impertinente y escúcheme. La princesa Shaista, prima hermana y única pariente cercana del difunto príncipe Alí Yusuf de Ramat irá allí el próximo trimestre. Hasta ahora se ha estado educando en un colegio de Suiza.

—¿Qué he de hacer? ¿Secuestrarla?

—Ciertamente que no. Puede que en un futuro próximo su alteza se convierta en un foco de interés. Quiero que no pierda detalle de cómo evolucionan allí posibles sucesos. No sé qué acontecerá o quién podrá aparecer por allí, pero si algunos de nuestros más indeseables amiguitos parece mostrar algún interés, comuníquemelo… Su misión allí será, poco más o menos la de estar al tanto de lo que puede suceder.

El joven asintió.

—¿Y cómo voy a valérmelas para colarme allí? ¿En calidad de profesor de natación?

—El profesorado externo es también todo femenino. —El coronel Pikeaway le contempló meditativo—. Creo que le haré pasar a usted por jardinero.

—¿Por jardinero?

—Sí. ¿Me equivoco al suponer que conoce usted algo de jardinería?

—No. Ni mucho menos. Cuando joven colaboré durante todo un año en la columna «Su jardín» del Sunday Mail.

—¡Bah! —exclamó el coronel Pikeaway—. ¿Y eso qué? Yo también podría escribir para una columna de jardinería sin saber una palabra de ello… No hay más que husmear en unos cuantos de esos catálogos de Nurseryman, de coloridos chillones, y unas enciclopedias de jardinería. Conozco todas esas triquiñuelas. «¿Por qué no romper la tradición y poner una nota tropical este año en un arriate? la atractiva Amabellis Gossiporia, y algunas de esas híbridas chinas, tan maravillosas, de la Sinensis Maka Foolia. Experimente la suntuosa y ruborosa belleza de una mata de Siniestra Hopaless, no muy resistentes, pero que se desarrollarían muy bien en una pared orientada a poniente». —Dejó de hablar, e hizo una mueca burlona—. ¡Nada de eso! Hay quienes cometen el disparate de comprar las plantas, y, cuando menos lo esperan, se les echan encima los fríos tempranos y se les secan. Y después se arrepienten de no haber seguido fieles a sus trepadoras y nomeolvides. No, hijo mío. Me refiero al auténtico oficio de jardinero. Estar familiarizado con el azadón; es decir, escupirse en las manos y saber cómo manejarlo; hacer las mezclas convenientes de abono; cubrir las plantas con paja y estiércol para protegerlas de las heladas; cavar y remover la tierra con legones, layas y cualquier clase de azadas; hacer surcos profundos para los guisantes de olor… y todo el resto de esas labores brutales… ¿Las sabe usted hacer?

—He hecho todas las cosas que dice usted desde mi juventud.

—Es indiscutible que las habrá hecho. Conozco a su madre. Bueno, entonces, ya está decidido.

—¿Es que hay alguna vacante de jardinero en Meadowbank?

—Tiene que haberla —prosiguió el coronel Pikeaway—. No hay jardín en Inglaterra que no esté falto de personal. Voy a escribirle, para que las lleve consigo, algunas buenas referencias. Ya verá usted como se apresuran a atraparle. No hay tiempo que perder. El próximo trimestre empieza el día 29.

—Yo cultivo el jardín y al mismo tiempo mantengo los ojos bien abiertos.

—Eso es; y si alguna colegiala excesivamente fogosa le hiciera insinuaciones, ¡pobre de usted si le responde! No quiero que le cojan de la oreja y lo pongan, antes de tiempo, de patitas en la calle…

Echo una mano a una cuartilla de papel.

—¿Qué nombre se le ocurre que ponga?

—Adam me parece muy apropiado.

—¿Y de apellido?

—¿Qué tal iría Edén?

—No me hace ninguna gracia la asociación de ideas que se le ha venido a la mente. Adam Goodman resultará muy bien. Vaya a inventarse su «curriculum vitae» con la ayuda de Jenson, y después, ¡manos a la obra! —echó una mirada a su reloj—. Me es imposible dedicarle más tiempo a usted. No es cosa de hacer esperar al señor Atkinson. Ya debería estar llegando aquí.

Adam (para llamarle por su nuevo nombre), se detuvo en su camino hacia la puerta.

—¿El señor Atkinson? —preguntó curioso—. ¿Va a venir hoy?

—Eso es lo que he dicho. —Sonó un zumbador eléctrico que había encima del escritorio—. Ahí lo tenemos ya, tan puntual como siempre.

—Dígame —preguntó Adam con curiosidad—. ¿Quién es él en realidad? ¿Cuál es su verdadero nombre?

—Su verdadero nombre es Atkinson —repuso el coronel Pikeaway—. Eso es todo lo que yo sé, y todo lo que de él se sabe.



3

El hombre que entró en el despacho no tenía aspecto de que su nombre fuera, o pudiera haber sido alguna vez, Atkinson. Podría haberse apellidado Demetrius, Isaacstein, o López, aun cuando no se llamase precisamente ninguno de estos nombres. No era, decididamente, judío ni griego ni portugués ni español ni sudamericano. Pero de lo que ni mucho menos tenía aspecto era de ser un inglés apellidado Atkinson. Era grueso y estaba bien vestido. Tenía la tez pajiza, lánguidos los ojos negros, frente despejada, y unos dientes muy blancos de tamaño excesivo. Sus manos eran bien formadas y estaban cuidadas muy primorosamente. Su voz era inglesa, y no se le notaba el menor indicio de acento extranjero.

El coronel Pikeaway y su visitante se saludaron mutuamente con tales ademanes que parecían dos monarcas reinantes. Se cambiaron cumplidos por ambas partes.

Después, al aceptar un puro el señor Atkinson, el coronel Pikeaway comenzó:

—Es muy amable de su parte el ofrecerse a ayudarnos.

El señor Atkinson encendió su cigarro, lo saboreó con apreciación y finalmente habló:

—Mi querido amigo. Sólo pensé que… Yo oigo cosas, ya sabe. Conozco a mucha gente que me las cuenta. No sé por qué.

El coronel Pikeaway no hizo comentario alguno acerca de esta ignorancia del señor Atkinson y dijo:

—Infiero que se habrá enterado usted del hallazgo de la avioneta del príncipe Alí Yusuf.

—El miércoles de la semana pasada —precisó el señor Atkinson—. El joven Rawlinson era quien la pilotaba. Un vuelo de despiste. Pero el accidente no fue debido a ningún error de parte de Rawlinson. Un cierto Achmed, un maestro mecánico, merecedor, según Rawlinson, de la más absoluta confianza, había estado trasteando en el aparato. No debió haber sido merecedor de confianza alguna. Ahora ha conseguido un puesto muy lucrativo bajo el nuevo régimen.

—¡Así es que se trató de sabotaje! Nosotros no lo sabíamos con seguridad. Es una triste historia.

—Sí. Ese pobre muchacho… me refiero a Alí Yusuf, estaba mal pertrechado para hacer frente a la corrupción y a la traición. El haberse educado en un colegio británico fue un error, o al menos ése es mi punto de vista. Pero él ya no nos concierne a nosotros, ¿no opina así? Es una noticia de ayer. Nada hay tan muerto como un rey muerto. Lo que nos concierne ahora, a usted en un sentido y a mí en otro es lo que los reyes dejan tras de sí.

—A saber…

El señor Atkinson se encogió de hombros.

—Una considerable cuenta corriente en un Banco de Ginebra; otra, más modesta, en Londres; un cuantioso activo en su propio país, recientemente confiscado por el glorioso nuevo régimen (así como la ingrata sospecha de que haya sido repartido el botín, o al menos, eso es lo que ha llegado a mis oídos), y finalmente unos pequeños objetos de su propiedad personal.

—¿Pequeños?

—Estas cosas son muy relativas. De todos modos pequeños de volumen. Fáciles de llevar consigo.

—No se hallaron en la persona de Alí Yusuf, que nosotros sepamos.

—No, porque se los había entregado al joven Rawlinson.

—¿Está seguro de eso? —inquirió Pikeaway.

—Bueno, uno nunca está seguro —respondió, como excusándose, el señor Atkinson—. En un palacio hay muchas habladurías. No puede ser cierto todo lo que dicen. Pero circula un insistente rumor a ese respecto.

—Pues tampoco se hallaron en la persona de Rawlinson.

—En ese caso —opinó el señor Atkinson— parece que tienen que haber sido sacados del país por algún medio.

—¿Por otro medio? ¿Tiene usted alguna idea?

—Rawlinson entró en un café de la ciudad después de haberse hecho cargo de las joyas. Durante el rato que estuvo allí no se le vio hablar ni acercarse a nadie. Después se dirigió al hotel Ritz Savoy donde se hospedaba su hermana. Subió a la habitación de ésta, y permaneció por espacio de veinte minutos en ella. Su hermana estaba fuera. Entonces abandonó el hotel en dirección al Banco Mercantil en la Plaza de Victoria, donde hizo efectivo un cheque. Al salir del Banco se iniciaron unos disturbios. Estudiantes amotinados por algún motivo. Transcurrió cierto tiempo hasta que la plaza fue despejada. Rawlinson, entonces, partió directamente al campo de aviación, donde en compañía del sargento Achmed, fue a darle un repaso a la avioneta.

»Alí Yusuf salió en coche para examinar la construcción de la nueva carretera, se detuvo en el campo de aviación, y se reunió con Rawlinson, expresando su deseo de emprender un corto vuelo para ver la presa y la nueva autopista en construcción desde el aire. Despegaron, y no volvieron más.

—¿Y qué deduce usted de todo esto?

—Mi querido Pikeaway, lo mismo que usted. ¿Por qué permaneció Bob Rawlinson veinte minutos en el cuarto de su hermana, estando ella fuera y habiéndole dicho que lo más probable sería que aquélla no regresara hasta el atardecer? Le dejó una nota en cuya redacción invertiría tres minutos a lo sumo. ¿Qué hizo del tiempo restante?

—¿Sugiere que ocultó las joyas en algún sitio apropiado entre los efectos pertenecientes a su hermana?

—Parece lo indicado, ¿no? La señora Sutcliffe fue evacuada aquel mismo día en compañía de otros súbditos británicos. Fue llevada en avión con su hija hasta Aden. Según tengo entendido, llegarán a Tilbury mañana.

Pikeaway hizo una señal de asentimiento.

—No la pierda de vista —aconsejó Atkinson.

—No pensamos quitarle el ojo de encima —replicó Pikeaway—. Ya tenemos todo previsto.

—En el supuesto de que tenga las joyas estará en peligro —cerró los ojos—. ¡Detesto en tal forma la violencia!

—¿Cree usted verosímil que haya violencia?

—Hay gente interesada en ello. Diversos elementos indeseables. Usted me entiende, ¿no?

—Le entiendo —aseguró Pikeaway con serenidad.

El señor Atkinson sacudió la cabeza.

—¡Es tan desconcertante!

El coronel Pikeaway tanteó con delicadeza:

—¿Tiene usted algún… especial interés en el asunto?

—Represento a cierto grupo de intereses —repuso el señor Atkinson. Su voz sonó tenuemente aprobadora—. Algunas de las piedras en cuestión fueron proporcionadas por mi trust a su difunta alteza a un precio muy equitativo y razonable. El grupo de personas que represento, y que están interesados en la recuperación de las piedras, habría tenido, me aventuro a asegurar, la aprobación del último propietario. No me agradaría verme precisado a decir nada más. ¡Son tan delicadas estas cosas!

—Pero usted estará, decididamente, del lado de los ángeles —dijo sonriendo el coronel Pikeaway.

—¡Ah, ángeles! ¡Ángeles… sí! ¿Sabe usted por casualidad quien se hospedaba en las dos habitaciones contiguas a uno y otro lado de la que ocupaba la señora Sutcliffe y su hija?

El coronel Pikeaway parecía estar incierto.

—Déjeme pensar… Pues… Creo que sí lo sé… En la de la izquierda, la señorita Ángela Romero, una… bailarina española que actuaba en el cabaret de la capital. Acaso no fuera precisamente española, ni tampoco bailaría muy bien flamenco, pero tenía popularidad entre la clientela. En la de la derecha, según tengo entendido, estaba una señora que iba formando parte de un grupo de maestras.

El señor Atkinson irradió una sonrisa aprobatoria.

—Es usted el mismo de siempre. Vengo a contarle cosas de las que la mayoría de las veces está ya enterado.

—No, no… —repuso el coronel Pikeaway cortésmente.

—Entre nosotros dos —afirmó el señor Atkinson— sabemos mucho de lo que hay que saber.

Sus miradas se encontraron.

—Abrigo la esperanza —concluyó, poniéndose en pie, el señor Atkinson— de que entre usted y yo sepamos lo bastante.

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