Capítulo XIX


Continúa la deliberación





1

—Dos asesinatos en Meadowbank —replicó Poirot, meditabundo.

—Ya le hemos informado de los hechos —dijo Kelsey—. Si tiene alguna idea…

—¿Por qué el pabellón de deportes? Eso es lo que usted se preguntaba, ¿no es cierto? —dijo Poirot, dirigiéndose a Adam—. Bueno, ya tenemos la respuesta a eso: porque en el pabellón de deportes había una raqueta de tenis conteniendo una fortuna en joyas. Alguien conocía la existencia de esa raqueta. ¿Quién era esta persona? Podría haber sido la misma señorita Springer. Era, según infiero, bastante especial respecto al pabellón de deportes. No le gustaba que otras personas fueran por allí… personas que no tenían derecho a ello, quiero decir. Esto era particularmente cierto en el caso de mademoiselle Blanche.

—Mademoiselle Blanche —repitió pensativo Kelsey.

Hércules Poirot se dirigió de nuevo a Adam.

—Usted consideró asimismo que mademoiselle Blanche se conducía de una manera un tanto extraña en lo concerniente al pabellón de deportes.

—Explicaba —indicó Adam—. Explicaba demasiado. Yo jamás hubiera puesto en duda su derecho a hallarse allí, si no se hubiera tomado tanta molestia en explicarlo.

Poirot asintió:

—Exacto. Eso da ciertamente que pensar. Pero todo lo que sabemos es que la señorita Springer fue asesinada en el pabellón de deportes a la una de la madrugada, cuando no había razón alguna para que estuviera allí.

Se volvió hacia Kelsey.

—¿Dónde estuvo la señorita Springer antes de venir a Meadowbank?

—No lo sabemos —repuso el inspector—. Ella se marchó de su último empleo —mencionó un colegio famoso— el verano pasado. Dónde estuvo a partir de entonces es cosa que ignoramos —añadió secamente—. No hubo motivo alguno para hacer estas indagaciones hasta después de su muerte. No tenía parientes cercanos, ni al parecer, amistades íntimas.

—Entonces, podría haber estado en Ramat —sugirió Poirot, meditando estas palabras.

—Según tengo entendido, había allí un grupo de profesoras durante la época de la revolución —comunicó Adam.

—Pongamos, entonces, que ella estaba allí, y que por algún motivo se enteró de lo de la raqueta. Podemos asumir que, después de esperar un poco de tiempo para familiarizarse con las costumbres de Meadowbank, se encaminó una noche al pabellón de deportes. Echó mano a la raqueta y se disponía a extraer las joyas de su escondite cuando… —hizo una pausa— cuando alguien la interrumpió. ¿Alguien que había estado observándola, o que la había estado espiando durante toda la tarde? Quienquiera que fuese, tenía una pistola… y disparó contra ella…, pero no tuvo tiempo de apoderarse de las joyas, o de llevarse consigo la raqueta, porque las personas que oyeron el disparo se estaban aproximando al pabellón de deportes.

Hizo un paréntesis en su disertación.

—¿Opina que es así como sucedió? —le preguntó el comisario.

—No lo sé —respondió Poirot—. Es una posibilidad. La otra es que la persona que tenía la pistola estaba allí, y fue sorprendida por la señorita Springer. Alguien de quien ésta sospechaba ya. Según ustedes era una mujer de ese estilo. Una husmeadora de secretos.

—¿Y la otra mujer? —inquirió Adam.

Poirot le contempló. Después volvió pausadamente la mirada hacia los otros dos hombres.

—Ustedes no saben quién pudiera ser —repuso—. Ni yo tampoco lo sé. ¿Podría haber sido alguien de fuera?

A juzgar por el tono de voz, hizo la pregunta solamente a medias.

—No lo creo —repuso Kelsey—. Hemos escudriñado cuidadosamente por todas las inmediaciones. Había una tal madame Kolinsky, conocida de Adam, parando cerca de aquí. Pero es imposible, en absoluto, que pudiera estar relacionada con uno u otro asesinato.

—Entonces, la cuestión revierte a Meadowbank. Y sólo hay un método para llegar a la verdad: la eliminación.

Kelsey suspiró.

—Sí —dijo—. A esto es a lo que hemos llegado: en lo que respecta al primer asesinato, hay abierto un campo bastante amplio. Casi todas las personas en el colegio pudieran haber matado a la señorita Springer. Las excepciones son la señorita Johnson y la señorita Chadwick… y una chica que tenía dolor de oídos. Pero el segundo asesinato estrecha mucho los límites de este campo. La señorita Rich, la señorita Blake y la señorita Shapland se encuentran fuera de él. La señorita Rich estaba parando en Morton Marah Hotel, a veinte millas de distancia. La señorita Blake estuvo en Littleport on Sea, y la señorita Shapland se encontraba en «Le Nid Sauvage», un club nocturno de Londres, en compañía del señor Dennis Rathbone.

—Y la señorita Bulstrode también estaba ausente, según tengo entendido.

Adam hizo una mueca, y el inspector y el comisario parecieron desazonados.

—La señorita Bulstrode —aclaró el inspector con severidad— estaba pasando el fin de semana en casa de la duquesa de Welsham.

—Entonces, eso elimina a la señorita Bulstrode —decidió Poirot, gravemente—. Y nos deja…

—Dos sirvientas que duermen en la casa: la señora Gibbons y una chica llamada Doris Hoggs. No puedo considerar seriamente a ninguna de las dos. No nos queda nadie más que la señorita Rowan y mademoiselle Blanche.

—Y las alumnas, claro está.

Kelsey se sobresaltó.

—Con toda seguridad, usted no sospecha de ninguna de ellas.

—Francamente, no. Pero en todos los conceptos, debemos ser exactos.

Kelsey no concedió mucha atención a la exactitud. Continuó afanado:

—La señorita Rowan hace más de un año que está en el colegio. Tiene muy buenos antecedentes. No estamos informados de nada en contra suya.

—Así, pues, llegamos a mademoiselle Blanche. ¿Es ahí donde se termina el viaje?

Se hizo el silencio.

—No hay evidencia —dijo Kelsey—. Sus credenciales parecen genuinas.

—Tendrían que serlo sin remedio —estimó Poirot.

—Fisgaba —aseguró Adam—. Pero el que lo hiciera no constituye una evidencia de asesinato.

—Espere un momento —advirtió Kelsey—. Había algo referente a una llave. La primera vez que la interrogamos… buscaré cuidadosamente ese párrafo…, había algo de la llave del pabellón que se cayó de la puerta, y ella la recogió y olvidó colocarla otra vez en la cerradura, llevándosela consigo y entonces la señorita Springer la llamó a gritos.

—Quienquiera que hubiese querido ir allí por la noche para buscar la raqueta, necesitaba estar en posesión de una llave para poder entrar —coligió Poirot—. Y para eso, hubiera sido necesario hacer un molde de la llave.

—Pero en tal caso —intuyó Adam—, ella con toda seguridad, no le habría mencionado al inspector el incidente de la llave.

—Eso no tiene por qué inferirse de una manera inevitable —consideró Kelsey—. La señorita Springer pudo haber hablado del incidente de la llave. En tal caso, mademoiselle Blanche pudo haber pensado que sería mejor mencionarlo de una manera casual.

—Es un detalle para tener presente —estimó Poirot.

—Pero que no nos lleva muy lejos —objetó Kelsey, lanzando una mirada lúgubre a Poirot.

—Parece existir una posibilidad —expuso Poirot—, es decir, si he sido informado correctamente. Según tengo entendido, la madre de Julia Upjohn reconoció a alguien aquí el primer día de este trimestre escolar; una persona que le sorprendió ver aquí. Por el contexto, parece verosímil que se tratara de alguien relacionado con el servicio de espionaje. Si la señora Upjohn señala de una manera definida a mademoiselle Blanche como la persona a quien reconoció, entonces creo que podemos proceder con cierta seguridad.

—Eso es más fácil de decir que de hacer —replicó Kelsey—. Hemos intentado ponernos en contacto con la señora Upjohn, ¡pero el asunto es un rompecabezas de órdago! Cuando la niña dijo un autobús pensé que se refería a un autobús de turismo, llegando a los sitios de acuerdo con el horario prefijado y que su madre iba formando parte de un grupo en que todos los viajeros llevan sus billetes desde el comienzo del viaje. Pero no hay nada de eso. Por las trazas, lo que está haciendo es tomar autobuses locales para dirigirse por el país a cualquier lugar que se le antoje. No lo ha hecho por mediación de Cook ni de ninguna otra agencia de viajes. Va por cuenta propia, vagabundeando por todas partes. ¿Qué se puede hacer con una mujer así? ¡Dios sabe dónde se encontrará en estos momentos! Anatolia es muy extensa.

—Lo dificulta bastante, ciertamente —acordó Poirot.

—Con la cantidad que hay de autobuses regulares de turismo —exclamó el inspector con tono ofendido—. Dándolo todo hecho… dónde hay que detenerse y lo que hay que visitar, y con tarifas globales, donde está todo incluido con arreglo a las cuales se sabe exactamente qué montante de presupuestos hay que hacer.

—Pero es obvio que semejante forma de viajar no atrae a la señora Upjohn.

—Y mientras tanto, aquí estamos —continuó Kelsey—. Atascados. Esa francesa puede darse a la fuga en el momento que estime oportuno.

Poirot disintió.

—No hará eso.

—¿Cómo puede estar seguro de que no lo hará?

—Lo estoy. Cuando se ha cometido un crimen, no se puede hacer nada que se salga de tono y atraiga la atención de la gente. Mademoiselle Blanche se quedará aquí muy quietecita hasta el final del trimestre.

—Espero que esté en lo cierto.

—Estoy seguro de no equivocarme. Y recuerden que la persona a quien vio la señora Upjohn no sabe que la señora Upjohn la vio a ella. La sorpresa cuando aquélla aparezca va a ser completa.

—Si eso es todo lo que disponemos para continuar… —se lamentó Kelsey.

—Disponemos de algo más. Conversaciones, por ejemplo.

—¿Conversaciones?

—Es muy valiosa la conversación. Más tarde o más temprano, si alguien tiene algo que ocultar, lo revela con creces en la conversación.

—¿Se traiciona a sí mismo? —el comisario pareció escéptico.

—No es tan simple como eso. La persona en cuestión está en guardia respecto a lo que tiene interés en ocultar. Pero, a menudo, revela demasiado acerca de otras cosas. Y hay otras maneras de sacar provecho de la conversación. Las personas inocentes que están enteradas de las cosas, pero que ignoran la importancia de aquello que saben. Y esto me recuerda…

Se puso en pie.

—Les ruego que me excusen. Tengo que ir a preguntar a la señorita Bulstrode si hay alguien que sepa dibujar.

—¿Dibujar?

—Dibujar.

—¡Ésta sí que es buena! —exclamó Adam, cuando Poirot hubo abandonado la estancia—. ¡Primero las rodillas de las muchachitas y ahora el dibujo! ¿Por dónde saldrá la próxima vez?



2

La señorita Bulstrode atendió al requerimiento de Poirot sin hacer patente la menor sorpresa.

—La señorita Laurie es la profesora que viene a enseñar dibujo —le comunicó con viveza—. Pero hoy no ha venido. ¿Qué es lo que desea que le dibuje? —añadió, con tono condescendiente, como si estuviera dirigiéndose a un niño pequeño.

—Caras —respondió Poirot.

—La señorita Rich hace muy buenos esbozos de personas. Se da mucha facilidad para sacar el parecido.

—Eso es exactamente lo que yo necesito.

La señorita Bulstrode, observó con satisfacción, no inquiría el motivo de sus preguntas. Se limitó a abandonar la habitación y volver con la señorita Rich.

Después de hechas las presentaciones, Poirot solicitó:

—¿Puede hacer apuntes de personas rápidamente? ¿A lápiz?

Eileen Rich asintió.

—Lo hago con frecuencia. Para entrenarme.

—Magnífico. Entonces, por favor, haga un bosquejo de la difunta señorita Springer.

—Va a ser difícil. La conocí muy poco. Pero lo intentaré —se restregó los ojos y se puso a dibujar con rapidez.

—Bien —aprobó Poirot, tomando el apunte—. Y ahora, si es tan amable, dibuje a la señorita Bulstrode, a la señorita Rowan, a mademoiselle Blanche, y también a… Adam el jardinero.

Eileen Rich le miró, dudosa, y se puso a trabajar. Poirot contempló el resultado e hizo un signo apreciativo.

—Dibuja usted muy bien…, sí, muy bien. Tan pocos trazos… y, sin embargo, el parecido salta a la vista —le lanzó una sonrisa—. Ahora voy a pedirle a usted algo más difícil. Ponga a la señorita Bulstrode, por ejemplo, otro peinado, y cambie la forma de las cejas.

Eileen se le quedó mirando fijamente, como pensando si estaría loco.

—No —dijo Poirot—. No estoy loco. Hago un experimento, eso es todo. Por favor, haga lo que le pido.

Al cabo de unos pocos instantes, Eileen Rich anunció:

—Aquí tiene usted.

—Excelente. Ahora, haga lo mismo con mademoiselle Blanche y la señorita Rowan.

Cuando terminó de dibujar, Poirot puso en fila los tres apuntes.

—Ahora voy a mostrarle yo una cosa —le dijo—. La señorita Bulstrode, a pesar de los cambios que ha hecho usted es, inequívocamente, la señorita Bulstrode. Pero mire las otras dos. A causa de que sus facciones son negativas, no poseen la personalidad de aquélla, aparecen como si fueran personas poco menos que diferentes, ¿no lo ve así?

—Comprendo a lo que se refiere —repuso Eileen Rich. Miró a Poirot cuando éste doblaba cuidadosamente los apuntes dibujados.

—¿Qué va a hacer con ellos? —inquirió.

—Utilizarlos —fue la respuesta de Poirot.

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