Capítulo XXV


Legado





1

—Un tal señor Atkinson viene a verle, señor.

—¡Ajá! —exclamó Hércules Poirot. Alargó la mano y cogió una carta del escritorio que tenía delante de él. La miró con previsión—. Hágalo pasar, George —dijo. La carta consistía solamente en unas cuantas líneas.


«Querido Poirot:

»Puede que vaya a visitarle un tal Atkinson en un futuro muy próximo. Es una personalidad eminente en ciertos círculos. Hay gran demanda de tales hombres en nuestro mundo moderno… Creo, si me está permitido decirlo así, que este caso está del lado de los ángeles. Ésta es solo una recomendación en el supuesto de que llegara a dudar. Desde luego, y subrayo esto, no tenemos ni idea en cuanto al asunto sobre el que él quiere consultarle a usted…

»Siempre suyo,



Ephraim Pikeaway».


Poirot soltó la carta y se levantó al entrar en la habitación el señor Atkinson. Hizo una inclinación de cabeza, se estrecharon la mano y le indicó una silla.

El señor Atkinson se sentó, sacó un pañuelo y se enjugó su amplio y amarillento rostro. Comentó que hacía un día muy caluroso.

—Supongo que no habrá venido usted andando con esta temperatura…

Poirot pareció horrorizarse ante este mero pensamiento.

Por una natural asociación de ideas se llevó los dedos al mostacho. No advirtió que estuviera lacio.

El señor Atkinson pareció igualmente horrorizado.

—No, no; claro que no. He venido en mi «Rolls». Pero estas aglomeraciones del tráfico a veces le hacen esperar a uno hasta media hora.

Poirot meneó la cabeza, asintiendo con comprensión.

Hubo una pausa… La pausa que sucede a la parte inicial de una conversación antes de emprender la segunda.

—Me interesó mucho cuando me enteré… claro que uno se entera de tantas cosas… la mayoría de ellas de todo punto inciertas… que usted se ocupó de los asuntos de un colegio de señoritas.

—¡Ah! —exclamó Poirot—. ¡Eso!…

Se retrepó en su sillón.

—Meadowbank —dijo el señor Atkinson, reflexivamente—. Uno de los principales colegios de Inglaterra.

—Es un internado magnífico.

—¿Lo es o lo era?

—Espero que lo primero.

—Yo también lo espero así —repuso el señor Atkinson—. Creo que el runrún durará poco. ¡Ah, bueno! Uno tiene que hacer lo que pueda. Un pequeño apoyo financiero para superar las dificultades durante un cierto período de depresión inevitable. Un plantel de nuevas alumnas cuidadosamente seleccionadas. No carezco de influencia en determinados círculos europeos.

—Yo, también, por mi parte me he dirigido persuasivo a diversas esferas. Sí, como usted asegura, podemos superar las dificultades. Por fortuna, la memoria de la gente es muy limitada.

—En eso es en lo que confío. Pero hay que admitir que allí han tenido lugar acontecimientos que han podido muy bien poner a prueba el sistema nervioso de madres apasionadas… y también de los padres. La instructora de deportes, la profesora de francés y otra más todavía… todas asesinadas.

—Exactamente.

—Me he enterado —le comunicó el señor Atkinson—. (¡Uno oye tantas cosas!), que la desdichada joven responsable ha padecido de fobia contra las maestras desde su adolescencia. Una desventurada niñez en el colegio. Los psiquiatras tienen para entretenerse con eso. Tratarán al menos de conseguir del jurado un veredicto de responsabilidad atenuada, como hoy en día la llaman.

—Esa defensa parecía ser la mejor —observó Poirot—, pero usted me perdonará si le digo que espero que no tenga éxito.

—Estoy totalmente de acuerdo con usted. Una asesina a sangre fría de marca mayor. Pero sacarán a relucir sus excelentes referencias, labor como secretaria de varios personajes muy conocidos, su hoja de servicios durante la guerra…, muy distinguida según tengo entendido… contraespionaje…

Dejó escapar las últimas palabras con una cierta significación…, con una insinuación interrogativa en el tono de su voz.

—Valía mucho, según creo —dijo con más animación—. Tan joven, pero bastante destacada…, de gran utilidad a ambas partes… Ese fue su oficio… Debió haberse limitado a él. Pero yo me hago cargo de lo que es una tentación… Operar aisladamente y coger una buena presa, —agregó bajito—: Una buena presa.

Poirot asintió.

El señor Atkinson se inclinó hacia delante.

—¿Dónde están, monsieur Poirot?

—Yo creo que usted lo sabe.

—Bueno, francamente, sí lo sé. Los bancos son establecimientos muy útiles, ¿no le parece?

Poirot sonrió y el señor Atkinson añadió:

—No tenemos por qué darle más vueltas al asunto, ¿verdad, mi querido amigo? ¿Qué va usted a hacer con ellas?

—He estado esperando.

—¿Esperando qué?

—Digamos… sugerencias.

—Sí, me hago cargo.

—Comprenda que no me pertenecen. Me gustaría hacerle entrega de ellas a la persona propietaria de ellas. Pero eso, si aprecio la situación correctamente, no es tan sencillo.

—Los gobiernos se encuentran en una posición tan enrevesada… —acertó el señor Atkinson—. Vulnerable, por decirlo así. Y con el petróleo y el acero y el uranio y el cobalto y todo el resto de ello las relaciones extranjeras son una cuestión de la más extrema delicadeza. Lo importante es el poder decir que el gobierno de su majestad, etc., etc., no tiene en absoluto ninguna información al respecto.

—Pero yo no puedo conservar este importante depósito en mi banco indefinidamente.

—Exactamente. Éste es el porqué de haber venido a proponerle que me las debería confiar a mí.

—¡Ah! —exclamó Poirot—. ¿Por qué?

—Puedo darle a usted varias razones excelentes. Estas joyas…, afortunadamente no somos oficiales de la policía y podemos llamar a las cosas por su verdadero nombre, eran incuestionablemente fortuna personal del difunto príncipe Alí Yusuf.

—Tengo entendido que así es.

—Su Alteza las entregó al capitán Robert Rawlinson con ciertas instrucciones. Tenían que sacarse de Ramat, y entregárseme a mí.

—¿Tiene usted prueba de ello?

—Ciertamente.

El señor Atkinson sacó de su bolsillo un sobre entrelargo. Extrajo varios papeles de él. Los puso encima de la mesa a la vista de Poirot.

Poirot se inclinó sobre los papeles y los examinó con el mayor cuidado.

—Parece ser como usted dice.

—Bueno, en ese caso…

—¿Le importaría que le hiciera una pregunta?

—De ninguna manera.

—¿Qué fruto es el que saca usted personalmente de todo esto?

El señor Atkinson pareció sorprenderse.

—Mi querido amigo… dinero. Dinero, desde luego. Una enorme cantidad de dinero.

Poirot le miró pensativamente.

—Es un tráfico muy antiguo —explicó el señor Atkinson—. Y muy lucrativo. Estamos una gran cantidad de ellos, una red extendida por todo el globo. Somos, ¿cómo diría? los que disponemos todo entre bastidores. Para reyes, para presidentes, para políticos, para todos aquellos, en una palabra, sobre quienes, como dijo el poeta, cae de lleno la implacable luz del sol de mediodía. Cooperamos unos con otros y tenga en cuenta esto: nos conservamos la fe recíprocamente. Nuestros beneficios son cuantiosos, pero procedemos con honradez. Nuestros servicios son onerosos pero servimos satisfactoriamente.

—Ya veo —dijo Poirot—. ¡Eh bien! Accedo a lo que me pide. Puedo asegurarle que esta decisión contentará a todos ellos.

Los ojos del señor Atkinson se fijaron durante un instante en la carta del coronel Pikeaway que estaba colocada a mano derecha de Poirot.

—Pero, espere un momento —advirtió Poirot—. Yo soy humano. Tengo curiosidad. ¿Qué va a hacer con estas joyas?

El señor Atkinson le miró. Luego en su amplia faz amarillenta se replegó una sonrisa, y se inclinó hacia delante.

—Se lo voy a decir.

Se lo contó.



2

Los niños estaban jugando calle arriba y calle abajo. Sus broncos chillidos henchían la atmósfera. El señor Atkinson, al apearse pesadamente de su «Rolls», fue cañoneado por uno de ellos. El señor Atkinson apartó al pequeño con un movimiento nada severo de su mano y se fijó con más o menos detenimiento en el número de la casa.

El 15. Ese era. Empujó la pequeña verja de la entrada y subió los tres peldaños que daban acceso a la puerta principal. Observó que colgaban primorosos visillos detrás de las ventanas y que estaba muy bien lustrado el aldabón de bronce. Una casita casi insignificante en una callecita insignificante de una insignificante parte de Londres, pero estaba bien cuidada y parecía como si tuviera consciencia de su propia estimación.

Se abrió la puerta. Una joven de unos veinticinco años de agradable aspecto, con un estilo de serena belleza como un cromo de la tapa de una cajita de bombones, le dio la bienvenida con una sonrisa.

—¿El señor Atkinson? Pase.

Le condujo a la salita. Un aparato de televisión, cretonas imitando dibujos de la época de los Estuardo y una pequeña pianola contra una pared. Ella tenía puesta una falda oscura y un jersey de color gris.

—¿Tomará una taza de té? Tengo en el fuego puesta agua a hervir.

—No, gracias. Nunca bebo té. Y además, voy a estar aquí nada más que un ratito. He venido solamente para traerle lo que le dije por escrito.

—¿De Alí?

—Sí.

—No hay…, ¿no podría haber ninguna esperanza? Me refiero a que si es un hecho que lo mataron. ¿No podría tratarse de un error?

—Me temo que no fuera ningún error —repuso suavemente el señor Atkinson.

—No, no; supongo que no. De todos modos yo nunca esperé… Cuando él regresó a su país tuve el presentimiento de que ya jamás lo volvería a ver. No quiero decir que creyera que lo iban a matar o que iba a haber una revolución allí. Sólo que…, bueno, ya sabe usted… Él habría tenido que continuar, cumplir con sus deberes…, lo que se esperaba de él. Casarse con una mujer de su propio pueblo… Todo eso.

El señor Atkinson sacó un paquetito y lo puso encima de la mesa.

—Ábralo, por favor.

Lo estuvo palpando un poco con los dedos, rasgó la envoltura exterior y entonces abrió la funda.

Ella contuvo la respiración ansiosamente.

Rojas, azules, verdes, blancas, todas centelleantes como el fuego, con vida propia… Parecían transformar el pequeño cuartito tan sombrío en la cueva de Aladino…

El señor Atkinson la observaba. Había visto tantas mujeres contemplando joyas…

Al final dijo con voz desalentada:

—¿Son…? ¿Es posible que sean… legítimas?

—Son legítimas.

—Pero deben valer… Deben valer…

Su imaginación falló.

El señor Atkinson hizo un breve movimiento de cabeza.

—Si desea venderlas, puede probablemente sacar medio millón de libras por ellas…

—No…, no es posible.

De repente las abarcó todas ellas en su mano ahuecada y las empaquetó de nuevo con dedos temblorosos.

—Estoy atemorizada —manifestó—. Me amedrentan. ¿Qué voy a hacer con ellas?

La puerta se abrió con gran estrépito. Un niño pequeño se precipitó en el interior.

—Mamaíta, fíjate qué tanque más bonito. Es de Billy que…

Se detuvo mirando fijamente al señor Atkinson. Era un niño de ojos oscuros y de piel verde oliva.

Su madre le ordenó:

—Vete a la cocina, Allen; allí tienes tu merienda preparada. Leche, galletas y un buen trozo de bizcocho también.

—¡Ah, bueno! —se marchó ruidosamente.

—¿Le ha puesto usted Allen? —preguntó el señor Atkinson.

Ella se sonrojó.

—Era el nombre más parecido al de Alí. No podría llamarle Alí… Hubiera sido muy penoso para él. Y los vecinos y todo el mundo…

Ella prosiguió, ensombreciéndose notoriamente su cara de nuevo.

—¿Qué debo hacer?

—En primer lugar, ¿tiene usted su certificado de matrimonio? Habrá de acreditar ser usted la persona que dice que es.

Ella se le quedó mirando fijamente durante un instante, y después se dirigió hacia un pequeño bureau. De uno de los cajones sacó un sobre, y de él extrajo un papel que le presentó.

—¡Aja!… Sí… Del Registro Civil de Edmondstow. Alí Yusuf, estudiante… Alice Calder…, soltera… Sí, todo en orden.

—Es perfectamente legal… Tan válido como cualquier otro y nadie pensó en quién era él. Hay tantos de estos musulmanes entre los estudiantes extranjeros, ¿sabe? Nosotros sabíamos que lo nuestro no iba a llegar muy lejos. Él era musulmán y podía tener más de una esposa, y comprendía que tenía que volver precisamente para eso. Hablamos de ello. Pero Allen ya estaba de camino, ¿sabe usted?, y él dijo que esto sería lo más conveniente para el niño. Nos casamos debidamente en este país para que Allen naciera legítimo. Fue lo mejor que pudo hacer conmigo. Me quería de veras, ¿sabe usted? Me quería, sí…

—Sí —dijo el señor Atkinson—. Estoy seguro de que la quería mucho.

Prosiguió animadamente:

—Ahora supongamos que se pone usted en mis manos. Yo me encargaré de la venta de estas piedras. Y le dejaré la dirección de un abogado, un gran jurista merecedor de la más absoluta confianza. Le aconsejará, supongo, que coloque la mayor parte del dinero en acciones. También habrá otras cosas que considerar, como la educación de su hijo, y una nueva vida para usted. Usted necesita ciertas informaciones y ciertas guías sociales. Usted va a ser una mujer inmensamente rica, y le será muy difícil deshacerse de todos los tiburones, embaucadores y demás gentes de esa ralea que le acosarán con la pretensión de sorprender su buena fe. Su vida no va a ser fácil, excepto en el sentido estrictamente material. Los ricos no tienen una existencia tranquila, se lo puedo asegurar… He conocido demasiados de ellos para hacerme esa ilusión. Pero usted tiene carácter. Creo que conseguirá vencerles. Y este niño suyo puede que llegue a ser un hombre más feliz de lo que fue su padre.

Hizo una pausa.

—¿No está conmigo?

—Sí. Lléveselas —las acercó hacia él, y dijo entonces de repente—. Esa colegiala…, la que las encontró… Me gustaría que se quedara con una de ellas. ¿Cuál? ¿Qué color le parece a usted que le gustaría más?

El señor Atkinson reflexionó:

—Una esmeralda, creo yo, verde, como el misterio. Una bonita idea suya. Para ella será conmovedor.

Se puso en pie.

—Le cobraré mis servicios, ¿sabe? —puntualizó el señor Atkinson—. Y mis honorarios son muy elevados. Pero no la engañaré.

Ella le dedicó una discreta mirada.

—No, no creo que lo haga. Y necesito una persona entendida en los negocios, porque yo no los entiendo nada.

—Usted parece una mujer muy sensata, si me está permitido decirlo. Ahora bien, ¿me las voy a llevar todas? ¿Es que no desea quedarse siquiera con una?

La observó con curiosidad, descubriendo una súbita llama vacilante de excitación, de deseo vehemente, de codicia en sus ojos. Después la llama se extinguió.

—No —decidió Alice—. No quiero conservar ni una siquiera —sus mejillas se arrebolaron—. ¡Oh!, aseguraría que va a parecerle una tontería a usted que no me quede ni siquiera con un gran rubí o una esmeralda, aunque sólo sea de recuerdo, pero verá, él y yo… Él era musulmán, pero le gustaba que le leyera algunos versículos de la Biblia de cuando en cuando… y una vez comentamos aquel pasaje referente a una mujer cuyo precio estaba por encima de todos los rubíes de la Tierra. Y, por eso, no quiero tener joya alguna. No, no me hacen falta.

—Una mujer excepcional —dijo para sí el señor Atkinson, mientras bajaba encaminándose hacia el «Rolls» que le estaba esperando.

Repitió para sus adentros:

—Una mujer excepcional.

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