Capítulo XII
Lámparas viejas por nuevas
1
La señorita Bulstrode poseía un don que destacaba su superioridad sobre la mayoría de las mujeres: sabía escuchar.
Escuchó en silencio al inspector Kelsey y a Adam. Ni siquiera alzó una ceja. Al terminar, pronunció una sola palabra:
—Extraordinario.
«Usted sí que es extraordinaria», pensó Adam, si bien no expresó este pensamiento en voz alta.
—Bueno —dijo la señorita Bulstrode yendo, como era habitual en ella, directamente a la cuestión—: ¿qué es lo que desean que haga?
—Se trata de esto —expuso el inspector Kelsey—. Nosotros hemos sido del parecer que sería conveniente que usted estuviera informada de todo por completo… por el bien del colegio.
La señorita Bulstrode hizo un gesto de comprensión.
—Naturalmente —afirmó—, el colegio es mi principal preocupación. Tiene que serlo. Yo soy responsable de la custodia y seguridad de mis alumnas… y también, aunque en menor grado, de mi cuadro de profesoras. Y ahora me gustaría añadir que si pudiera haber la menor publicidad posible de la muerte de la señorita Springer, tanto mejor sería para mí. Éste es un punto de vista completamente egoísta, aun cuando yo considero que mi colegio es importante por sí mismo… no únicamente porque sea creación mía. Y me doy perfectísima cuenta de que si para ustedes es necesaria la publicidad más detallada, tendrían que seguir adelante con ella. Pero ¿es necesaria?
—No —dijo el inspector Kelsey—. En este caso yo creo que mientras menos publicidad, mejor. La encuesta judicial va a ser aplazada y nosotros vamos a divulgar que, a nuestro juicio, se trata de un asunto puramente local. Jóvenes asesinos, o delincuentes juveniles, como se les llama hoy día… de esos que andan por todas partes con armas de fuego, que no están contentos más que dándole al gatillo. Por lo corriente, lo que usan son navajas, pero algunos de esos muchachos también están en posesión de pistolas. La señorita Springer les sorprendió, y ellos dispararon. Ahí es donde me gustaría dejarlo todo… así podríamos trabajar tranquilamente. Pero, sin duda alguna, Meadowbank es famoso. Es una noticia que no puede pasar inadvertida. Y un asesinato en Meadowbank será una noticia que va a arder.
—Me imagino que puedo prestarles mi ayuda a ese respecto —manifestó la señorita Bulstrode—. No carezco de influencia en las esferas más elevadas —sonrió y sacó a relucir unos cuantos nombres, entre los que estaban incluidos el del secretario del Ministerio del Interior, dos descollados magnates de la Prensa un obispo y el ministro de Educación—. Haré cuanto pueda —dirigió una mirada a Adam—. ¿Está usted completamente de acuerdo?
—Sí, en efecto. Nos gusta hacer las cosas de una manera cautelosa y tranquila —dijo Adam rápidamente.
—¿Seguirá siendo jardinero aquí? —inquirió la señorita Bulstrode.
—Si no tiene nada que objetar… Ello me sitúa exactamente donde necesito para estar a la expectativa de los acontecimientos.
Esta vez sí que enarcó sus cejas la señorita Bulstrode.
—Confío en que no están ustedes esperando más asesinatos.
—No, no.
—Estoy encantada de oírle. Dudo que ningún colegio pudiera sobrevivir a dos asesinatos en el mismo trimestre.
Se volvió hacia Kelsey.
—¿Han terminado ustedes con el pabellón de deportes? Nos veremos en una situación peliaguda si no lo podemos utilizar.
—Ya hemos terminado allí. Lo hemos dejado completamente limpio, desde nuestro punto de vista, quiero decir. Sea cual fuere la razón por la cual fue cometido el crimen, allí no hay nada que pueda servirnos de ayuda. No es más que un pabellón de deportes con sus correspondientes equipos.
—¿No encontraron nada en las taquillas de las chicas?
—Bueno… —el inspector Kelsey sonrió—. Bueno… esto y aquello… un ejemplar de un libro… francés titulado… Candide… con ah… ilustraciones. Una edición de lujo.
—¡Ah! —exclamó la señorita Bulstrode—. ¡De manera que es allí donde lo guardaba! Giselle d'Aubray, supongo.
La admiración de Kelsey hacia la señorita Bulstrode aumentó varios puntos.
—No se le escapan a usted muchas cosas, señorita —comentó.
—Ya no podrá hacer daño con Candide —resolvió la señorita Bulstrode—. Es un clásico. Hay cierta clase de pornografía que debo confiscar. Ahora volveré a la pregunta que les hice al principio. Ustedes han aliviado mi preocupación en lo que concierne a la publicidad relacionada con el colegio. ¿Puede ayudarles el colegio en algún sentido? ¿Puedo yo prestarles ayuda?
—De momento, no lo creo —consideró Kelsey—. Lo único que se me ocurre es preguntarle si ha ocurrido algo en este trimestre que le haya podido causar inquietud. ¿Algún incidente, o alguna persona que haya podido ser motivo de preocupación?
La señorita Bulstrode, guardó silencio durante un momento. Después respondió tranquilamente:
—La contestación a esa pregunta es, sencillamente, que no lo sé.
Adam preguntó vivamente:
—¿Tiene usted la sensación de que hay algo que no marcha bien?
—Sí, es precisamente eso. No es una sensación definida. No puedo señalar con el dedo a ninguna persona o incidente, a menos que… —calló durante un instante y después prosiguió—: Siento… sentí en aquella ocasión… que había pasado por alto algo que no debería haber omitido. Permítanme explicarles —relató en breves palabras el incidente de la señora Upjohn y la calamitosa e inesperada aparición de lady Verónica.
Adam pareció interesarse.
—Aclaremos eso, señorita Bulstrode. La señora Upjohn, al mirar por el ventanal, este ventanal que da a la fachada principal, reconocería a alguien. No hay nada extraño en ello. Usted tiene más de cien alumnas, y es muy probable que la señora Upjohn distinguiera a un padre o familiar de alguna de aquéllas a quién conocía. Pero usted decididamente opina que ella se quedó estupefacta al reconocer a tal persona… o sea, que se trataba de alguien a quien efectivamente, ella no había esperado ver en Meadowbank.
—Sí, esa fue exactamente la impresión que me causó.
—Y entonces a través del ventanal que miraba en dirección opuesta, usted reconoció a la madre de unas alumnas, en estado de embriaguez, y ese incidente distrajo por completo su atención de lo que la señora Upjohn le decía.
La señorita Bulstrode manifestó su asentimiento.
—¿Estuvo hablando durante algunos minutos?
—Sí.
—Y cuando su atención volvió a lo que estaba diciendo hablaba de espionajes, del trabajo que había hecho durante la guerra para el Intelligence Service antes de casarse.
—Sí.
—Es posible que exista alguna conexión —observó Adam, meditabundo—. Alguna persona a quien ella conoció durante la guerra. Un padre o pariente de alguna colegiala. ¿Y no podría haber sido alguien que perteneciera a su cuadro de profesoras?
—Es difícil que se tratase de un miembro de mi plana mayor —objetó la señorita Bulstrode.
—Pudiera ser.
—Lo mejor que podemos hacer es ponernos en contacto con la señora Upjohn —sugirió Kelsey—. Y lo más pronto posible. ¿Tiene usted su dirección, señorita Bulstrode?
—Claro que sí. Pero tengo entendido que se encuentra ahora en el extranjero. Esperen… voy a averiguarlo —presionó por dos veces el zumbador eléctrico que había sobre la mesa de despacho, y después se dirigió impacientemente hacia la puerta para llamar a una chica que pasaba por allí.
—Ve a buscar a Julia Upjohn, y dile que venga aquí, ¿quieres, Paula?
—Sí, señorita Bulstrode.
—Creo que lo mejor sería que me marchara antes de que llegara la chica —sugirió Adam—. No resultaría convincente que yo asistiera a la encuesta que el inspector está llevando a cabo. Ostensiblemente, él me ha hecho venir para conseguir información de mí. Habiéndose quedado satisfecho al comprobar que, por el momento, no tiene nada contra mí, ahora me ordena que ahueque.
—¡Ahueque de una vez, y recuerde que no lo pierdo de vista! —gruñó Kelsey con una mueca burlona.
—A propósito —dijo Adam, dirigiéndose a la señorita Bulstrode, al tiempo que se detenía junto a la puerta—. ¿No me tomaría a mal que abuse ligeramente de mi situación aquí? Si me vuelvo un poco… digamos… amistoso con algunos miembros del cuadro de profesoras.
—¿Con qué miembros de mi profesorado?
—Pues… con mademoiselle Blanche, por ejemplo.
—¿Mademoiselle Blanche? ¿Usted cree que…?
—Yo creo que se aburre aquí una barbaridad.
—¡Ah! —la señorita Bulstrode asumió una expresión sombría—. Es posible que tenga razón. ¿Algo más?
—Me voy a enfrentar con un buen trabajo de tanteo —explicó Adam alegremente—. Si advierte que las chicas se comportan de una manera un poco tonta, y se deslizan subrepticiamente a concertar citas en el jardín, le ruego que crea que mis intenciones son estrictamente detectivescas, por decirlo así.
—¿Considera verosímil que alguna chica pueda estar enterada de algo importante?
—Todo el mundo sabe siempre algo —aseguró Adam—, incluso cuando se trata de algo que no saben que saben.
—Tal vez esté en lo cierto.
Golpearon a la puerta, y la señorita Bulstrode dijo:
—Entre.
Julia Upjohn apareció jadeante.
—Pase, Julia.
El inspector Kelsey lanzó un gruñido.
—Puede irse, Goodman. Ahueque y continúe con su trabajo.
—Ya le he dicho que no sé nada de nada —rezongó Adam. Salió raudo murmurando—. La Gestapo está empezando a rebrotar.
—Lamento mucho haberme presentado de este modo, señorita Bulstrode —se excusó Julia—. Pero he tenido que venir corriendo desde la pista de tenis.
—No se preocupe. Solamente deseaba preguntarle la dirección actual de su madre… es decir, ¿dónde puedo ponerme en contacto con ella?
—Oh, tendrá que escribir a mi tía Isabel. Mi madre se ha marchado al extranjero.
—Tengo la dirección de su tía. Pero necesito ponerme en contacto con su madre personalmente.
—No sé cómo va a poder hacerlo —repuso Julia, preocupada—. Mi madre se ha marchado a Anatolia en un autobús.
—¿En un autobús? —repitió desconcertada, la señorita Bulstrode.
Julia asintió sacudiendo vigorosamente la cabeza.
—Le gusta viajar en autobús —explicó—. Y además son escandalosamente baratos. Un poco incómodos, pero a mamá no le preocupa eso mucho. Tengo entendido que se detendrá en Van dentro de dos o tres semanas, aproximadamente.
—Sí…, comprendo. Dígame, Julia, ¿le dijo su madre alguna vez si había visto a alguien a quien conoció durante su época de servicio en la guerra?
—No, señorita Bulstrode, me parece que no. No; estoy segura de que no me ha contado nada.
—Su madre trabajó para el servicio de espionaje, ¿no es cierto?
—Oh, sí. Según parece, a mi madre le encantaba. Yo no creo que fuera tan emocionante. Nunca voló ningún puente ni fue apresada por la Gestapo ni le arrancaron las uñas de los pies ni nada por el estilo. Operó en Suiza, me parece. ¿O fue en Portugal?
Como disculpándose, Julia agregó:
—Una se aburre realmente con todos esos viejos cuentos de la guerra, y me temo que la mayoría de las veces no presto la debida atención.
—Bueno. Gracias, Julia. Eso es todo.
—¡Es extraordinario! —exclamó la señorita Bulstrode cuando Julia se hubo marchado—. ¡Irse a Anatolia en autobús! Y la chica lo dijo exactamente con el tono con que pudiera haber dicho que su madre había tomado un autobús del número 73 a Marshall & Snelgrove's.
2
Jennifer se alejó, bastante disgustada, de la pista de tenis. Estaba deprimida por la gran cantidad de dobles faltas que había cometido esta mañana al sacar. Claro está que con esta raqueta no se podía sacar con rapidez. Pero últimamente perdía el control del saque. Su revés había indudablemente mejorado. El entrenamiento con la Springer probó ser eficaz. En cierto sentido, era una lástima que la Springer hubiese muerto.
Jennifer tomaba el tenis con mucha seriedad. Era una de las pocas cosas en que realmente reflexionaba con detención.
—Perdóname…
Jennifer alzó la vista sobrecogida. Una mujer bien vestida, de dorados cabellos, que llevaba un paquete largo y aplanado, se encontraba en pie en el sendero a unos cuantos pasos de distancia. Jennifer se preguntó por qué razón no se había dado cuenta antes de que la mujer se acercaba hacia ella. No se le ocurrió pensar que pudo haberse ocultado tras un árbol o entre las ramas de las matas de rododendros, y que saliera de allí precisamente en este momento. Semejante idea no le hubiera pasado por la imaginación a Jennifer, ya que por qué razón iba una señora a tener que esconderse detrás de un matorral de rododendros para aparecer repentinamente emergiendo de ellos.
La mujer dijo, hablando con un acento ligeramente americano:
—Estaba pensando que tal vez usted pudiera informarme dónde podría yo encontrar a… —consultó un trozo de papel— Jennifer Sutcliffe.
Jennifer se sorprendió.
—Yo soy Jennifer Sutcliffe.
—¡Vaya! ¡Qué cosa más graciosa! Ésa sí que es una coincidencia, que en un colegio tan grande como es éste, yo venga en busca de una chica y la primera a quien pregunto es precisamente aquella a quien vengo a ver. Y luego dicen que no suelen suceder cosas como ésta.
—Supongo que algunas veces suceden —replicó Jennifer, sin el menor interés.
—Estaba invitada a almorzar con unos amigos cerca de aquí —continuó diciendo la mujer— y en un cocktail party al que asistí ayer mencioné que iba a venir, y entonces su tía… ¿o fue madrina…? Tengo una memoria tan infame. Me dijo su nombre y también lo he olvidado. Pues, sea como sea, ella me pidió si me sería posible llegarme hasta aquí y entregarle a usted una raqueta nueva. Me dijo que usted le había pedido una.
La cara de Jennifer se iluminó. Esto parecía nada menos que un milagro.
—Debe de haber sido mi madrina, la señora Campbell. No pudo haber sido tía Rosamond, que no me regala jamás otra cosa que diez mezquinos chelines por Navidad.
—Sí, ahora recuerdo. Ése era el nombre, Campbell.
Le ofreció el paquete, Jennifer lo tomó con impaciencia. Estaba muy holgadamente envuelto. Jennifer lanzó una exclamación de alegría al ver aparecer la raqueta de entre las envolturas.
—¡Oh! ¡Es formidable! —exclamó—. Ésta sí que es buena. He estado suspirando por una raqueta nueva. No se puede jugar como Dios manda sin una raqueta decente.
—Bueno, yo más bien diría que ésta sí lo es.
—Muchas gracias por traerla —dijo Jennifer, llena de reconocimiento.
—No ha sido ninguna molestia, en realidad. Solamente que he de confesar que me sentía un poco cohibida. Los colegios siempre me han hecho sentirme tímida. Demasiadas chicas. Oh, a propósito, me encargaron que me entregara la raqueta vieja para llevármela conmigo —recogió la raqueta que Jennifer había dejado caer al suelo—. Su tía… no… su madrina, me dijo que quería que le pusieran cuerdas nuevas. Lo necesitaba bastante, ¿verdad?
—No creo que valga la molestia, en realidad —replicó Jennifer, sin poner mucha atención.
Estaba todavía probando el juego y balanceo de su nuevo tesoro.
—Pero siempre es conveniente tener una raqueta en reserva —le aconsejó su nueva amiga—. ¡Cielos! —exclamó al echar una ojeada a su reloj—. Es mucho más tarde de lo que creía. Tengo que irme al vuelo.
—¿Necesita un taxi? Puedo telefonear…
—No, gracias, querida. Mi coche está junto a la puerta de entrada. Lo dejé allí para no verme obligada a dar la vuelta en un espacio tan estrecho. Adiós. Encantada de haberla conocido. Espero que le guste la raqueta.
Echó una verdadera carrera a lo largo del sendero que conducía hasta la verja de entrada. Jennifer le gritó de nuevo: «Muchísimas gracias». Después, deleitándose de satisfacción, fue en busca de Julia.
—¡Mira! —exclamó, floreando la raqueta teatralmente.
—¡Ahí va! ¿Dónde te has hecho con eso?
—Me la ha regalado mi madrina. Tía Gina. No es tía mía, pero la llamo así. Me imagino que mamá le contó algo de que yo estaba gruñendo por causa de la raqueta. Es formidable, ¿verdad? Tengo que acordarme de escribirle dándole las gracias.
—Espero que lo hagas —dijo Julia, virtuosamente.
—Bueno, ya sabes que una se olvida a veces de hacer las cosas. Incluso aquellas cosas que una se había propuesto hacer. Mira, Shaista —añadió, al acercárseles esta última—. Tengo una raqueta nueva. ¿No es un encanto?
—Debe haberte costado muy cara —ponderó Shaista, escudriñándola con atención—. Me gustaría saber jugar bien al tenis.
—No haces más que meterte encima de la pelota.
—Es que no me entero nunca por dónde va a venir —declaró Shaista, dudosa—. Antes de regresar a casa, tengo que encargarme en Londres algunos «shorts» verdaderamente buenos. O un traje de tenis como los que lleva Ruth Allen, la campeona americana. Quizá me encargue las dos cosas —tal pensamiento la hizo sonreír con placer.
—Shaista no piensa más que en trapos —observó Julia, despectivamente, al separarse de aquélla—. ¿Te parece a ti que nosotras llegaremos a ser alguna vez como ella?
—Imagino que sí —le contestó lúgubremente Jennifer—. Será un aburrimiento horrible.
Entraron en el pabellón de deportes, ahora dejado oficialmente vacante por la Policía, y Jennifer colocó cuidadosamente su nueva raqueta en la prensa.
—¿No es maravillosa? —dijo, dando a la raqueta un golpecito afectuoso.
—¿Qué has hecho con la vieja?
—Oh, se la llevó ella.
—¿Quién?
—La mujer que me trajo ésta. Conoció a mi tía Gina en un cocktail party y como iba a venir hoy cerca de aquí, tía Gina le dijo que si podía traerme ésta y que yo le entregara la otra para ponerle cuerdas nuevas.
—Oh, ahora comprendo… —Pero Julia frunció el entrecejo, perpleja.
—¿Para qué te quería Bully? —le preguntó Jennifer.
—¿Bully? Oh, para nada en realidad. Solamente quería saber la dirección de mamá. Pero ahora no tiene ninguna, porque está en un autobús. Por Turquía. Escucha, Jennifer: tu raqueta no necesitaba cuerdas nuevas.
—Sí que las necesitaba, Julia. Estaba como un acordeón.
—Ya lo sé. Pero en realidad, se trata de mi raqueta. Me refiero a que las cambiamos. La que necesitaba un arreglo en las cuerdas era la mía. La tuya, la que yo tengo ahora, ya estaba arreglada. Tú misma dijiste que tu madre le había mandado reparar antes de marcharse al extranjero.
—Sí, eso es verdad —dijo Jennifer, un poco sobresaltada—. Bueno, supongo que esta señora… quienquiera que sea… Le debí haber preguntado su nombre; ¡pero estaba tan excitada…!, creyó ver que efectivamente necesitaba cuerdas nuevas.
—Pero tú me has dicho que ella te contó que fue tu tía Gina quien le dijo que necesitaba ponerle otras cuerdas. Y tu tía Gina no pudo haber pensado tal cosa si no lo necesitaba.
—Oh, bueno —Jennifer pareció impacientarse—. Yo supongo… me imagino que…
—¿Qué es lo que te imaginas?
—Tal vez tía Gina pensó que si yo necesitaba una raqueta nueva era porque la vieja tenía las cuerdas hechas cisco. De todos modos, ¿qué más da?
—Me imagino que en realidad no importa —dijo Julia lentamente—. Pero yo creo que es extraño, Jennifer. Es igual que… igual que dar lámparas nuevas por viejas. Ya sabes, como en «Aladino».
Jennifer rió entre dientes.
—Figúrate si frotáramos mi vieja raqueta… tu vieja raqueta, quiero decir, y que apareciese un genio. Si tú frotaras una lámpara y apareciese un genio, ¿qué es lo que le pedirías, Julia?
—Muchísimas cosas —resolló Julia extrañada—. Un magnetófono y un perro de Alsacia… o quizá mejor un dogo danés y cien mil libras y un traje de noche de satén negro, y… ¡oh!, muchísimas otras cosas… ¿Y tú, qué le pedirías?
—No lo sé, en realidad —titubeó Jennifer—. Ahora que tengo esta raqueta nueva tan estupenda, no necesito ninguna otra cosa más.