Capítulo I


Revolución en Ramat




Unos dos meses antes del día de apertura del último trimestre de curso en Meadowbank, tuvieron lugar determinados sucesos que habrían de ocasionar repercusiones en aquel renombrado colegio de señoritas.

Descansando en uno de los aposentos del Palacio de Ramat, fumaban dos jóvenes mientras consideraban el futuro inmediato. Uno de ellos, moreno con una faz tersa y aceitunada, y unos grandes ojos de mirada melancólica, era el príncipe Alí Yusuf Caíd del Principado Hereditario de Ramat, Estado que, si bien diminuto, era uno de los más ricos de Oriente Medio. El otro joven era pelirrojo y pecoso, y andaría siempre a la cuarta pregunta si no fuera por la bonita asignación que le pasaba el príncipe Alí Yusuf en calidad de piloto privado suyo.

A pesar de la diferencia de posición, se trataban de igual a igual. Los dos se habían educado en el mismo colegio, y desde entonces no dejaron de considerarse íntimos amigos.

—Nos dispararon, Bob —aseguró el príncipe Alí, resistiéndose a creerlo.

—Sí, nos dispararon a dar —repitió Bob Rawlinson.

—Se habían propuesto derribarnos.

—Eso es lo que pretendían los bastardos —aseveró Bob con voz lúgubre.

Alí consideró por un momento:

—¿Merecería acaso la pena intentarlo nuevamente?

—Puede que esta vez no tuviéramos tanta suerte. La verdad es, Alí, que lo hemos dejado todo para última hora. Hace ya dos semanas que debiéramos haber huido. Bien te lo aconsejé.

—No es cosa grata escapar así —dijo el gobernante de Ramat.

—Me hago cargo de tu punto de vista. Pero recuerda que Shakespeare o uno de esos poetas dijo que los que huyen salvan su vida para poder luchar otro día.

—Cuando pienso —reflexionó con sentimiento el joven príncipe— en el dinero que se ha ido en transformar éste en un Estado próspero… Sanatorios, escuelas, servicios de asistencia médica…

Bob Rawlinson interrumpió la enumeración.

—¿No podría hacer algo la Embajada?

Alí Yusuf enrojeció airadamente.

—¿Refugiarme en tu embajada? Eso, nunca. Los extremistas, con toda seguridad, tomarían el edificio por asalto; no respetarían la inmunidad diplomática. Además, si llegara a hacer eso, significaría verdaderamente el fin. Ya basta con que la principal acusación en mi contra sea la de ser pro occidental —exhaló un quejido—. ¡Es tan difícil de comprender! —sus palabras sonaron anhelantes, dando la sensación de ser más joven de los veinticinco años que tenía—. Mi abuelo fue un hombre cruel, un auténtico tirano. Tenía centenares de esclavos y los trataba de una manera despiadada. En sus guerras contra las tribus que le eran hostiles, mataba a sus enemigos sin compasión, y los hacía ejecutar de la manera más horripilante. El mero susurro de su nombre hacía que todo el mundo palideciera. Y, sin embargo, continúa siendo un personaje de leyenda, admirado y venerado. ¡El gran Achmed Abdullah! Pero yo… ¿Qué es lo que he hecho yo? Edificar hospitales y colegios, proporcionarles bienestar, construirles viviendas, y todas aquellas cosas que dicen que le hacen falta al pueblo. ¿Es que no las quieren? ¿Es que preferirían un régimen de terror como el de mi abuelo?

—Me temo que sea eso —replicó Bob Rawlinson—. Parece un poco injusto, pero es así.

—Pero ¿por qué, Bob? ¿Por qué?

Bob Rawlinson suspiró y se retorció en el diván, haciendo un esfuerzo para explicar lo que sentía. Tenía que vencer su falta de fluidez verbal.

—Bueno —dijo—. Supongo que será porque montó un espectáculo. Él era un tipo, diríamos…, dramático, si entiendes mi comparación.

Contempló de frente a su amigo, el cual, decididamente, no tenía nada de dramático. Era un chico delicado, plácido, sencillo… Era correcto, decente… Así es como era Alí y a Bob le gustaba por eso. Ni era pintoresco ni era arrebatado. Y si bien en Inglaterra los tipos pintorescos y arrebatados causan perplejidad y no son muy gratos, Bob estaba bien seguro de que era diferente en Oriente Medio.

—Pero la democracia… —empezó a decir Alí.

—¡Oh! La democracia… —Bob ondeó su pipa en el aire—. Ésa es una cosa que significa cosas distintas en todas partes. Pero de una cosa estoy muy seguro: de que nunca significa lo que originariamente dieron a entender los griegos por ella. Apuesto lo que quieras que si logran darte la patada, surgirá algún mercachifle exaltado que tome las riendas del poder vociferando sus propias alabanzas, divinizándose a sí mismo en un dios omnipotente y ahorcando o desollando a cualquiera que osara disentir de él en cualquier aspecto. Y, fíjate en lo que te digo, él llamará al suyo un gobierno democrático… Del pueblo y para el pueblo… Y espero que, además, al pueblo le encante todo eso. Será excitante para ellos. ¡Sangre a torrentes!

—¡Pero no somos salvajes! Hoy en día estamos ya civilizados.

—Hay diferentes tipos de civilización —explicó vagamente Bob—. Además, yo me inclino a creer que todos nosotros albergamos un poquito de salvajismo en nuestro interior, y le damos rienda suelta si conseguimos elaborar una excusa verosímil.

—Es posible que estés en lo cierto —contestó Alí, sombríamente.

—Lo que al parecer no desea hoy día el pueblo en ninguna parte —expuso Bob— es un gobernante que posea una dosis mínima de sentido común. Yo no he sido nunca un tipo con mucho pesquis, que digamos… ¡Bueno!, eso lo sabes tú de sobra, Alí… Sin embargo, a veces pienso que es la única cosa que verdaderamente hace falta en el mundo… sólo una pizca de sentido común —apartó la pipa a un lado y se enderezó en el diván—. Pero no tienes por qué preocuparte de eso ahora. Lo que importa es de qué manera voy a sacarte de aquí, ¿Hay alguien en el ejército en quien pueda confiar ciegamente?

El príncipe Alí meneó la cabeza pesadamente.

—Hace dos semanas te hubiera contestado «sí». Pero hoy lo ignoro… No puedo estar seguro…

Bob asintió.

—Eso es lo que me joroba. Y en cuanto a este palacio tuyo, me da dentera.

Alí dio su aquiescencia sin manifestar emoción alguna.

—Sí. En los palacios hay espías por todas partes. Lo escuchan todo. Se enteran de todo.

—Hasta en los hangares —le interrumpió Bob—. El viejo Achmed, por el contrario, no era de esos. Tiene una especie de sexto sentido. Sorprendió a uno de los mecánicos trasteando sigilosamente por la avioneta… Precisamente uno de los hombres en quien siempre habíamos depositado nuestra más absoluta confianza. Mira, Alí, si vamos a jugarnos el todo por el todo para sacarte de aquí, tendrá que ser pronto.

—Ya lo sé… Ya lo sé… Creo que… Estoy plenamente convencido ahora que si me quedo, me matarán.

Dijo esto sin emoción ni pánico de ninguna clase; con una ligera indiferencia.

—De todos modos, el peligro de muerte que tenemos que arrostrar es grande —le advirtió Bob—. Tendremos que ir rumbo al Norte, como sabes. Así no podrán interceptarnos. Pero eso significa tener que volar sobre las montañas… y en esta época del año… —se encogió de hombros—. Debes comprenderlo. Es endiabladamente peligroso.

Alí Yusuf pareció acongojarse.

—Si algo te ocurriera, Bob…

—¡Oh…! No te atormentes por mí, Alí. No lo he dicho pensando en mí. Yo no cuento. Y, de todos modos, soy el tipo de individuo que, con toda seguridad, terminan matando tarde o temprano. Me paso la vida jugándome el pellejo. No, se trataba de ti… No quiero persuadirte a que tomes una decisión o la contraria. Si una parte del ejército te es leal…

—No me convence la idea de huir —dijo Alí sinceramente—. Pero ni mucho menos quiero ser un mártir y que me descuartice la canalla.

Se quedó silencioso unos instantes.

—Está bien —consintió finalmente exhalando un suspiro—. Haremos la tentativa. ¿Cuándo?

Bob se encogió de hombros.

—Mientras más pronto, mejor. Tienes que llegar al campo de aviación de una manera natural. ¿Qué te parece decir que vas a inspeccionar las obras de construcción de la nueva carretera en Al Jasar? Un antojo repentino. Ve a primera hora de la tarde. Entonces, cuando tu coche pase por el campo de aviación, detente allí. Yo tendré la avioneta dispuesta y todo previsto. El pretexto será que vas a ir a inspeccionar la construcción de la carretera desde lo alto, ¿comprendes? Despegamos y nos quitamos de en medio. Ni que decir tiene que no podremos llevar equipaje alguno. Tiene que parecer todo completamente improvisado.

—No hay nada que desee llevarme conmigo, a excepción de una cosa…

Sonrió, y súbitamente, la sonrisa alteró la expresión de su rostro, imprimiendo una personalidad diferente. Dejo de ser el moderno y concienzudo joven de ideas Occidentales. En su sonrisa se vislumbraban todo el artificio y la astucia de raza que habían permitido sobrevivir a una larga fila de antepasados suyos.

—Tú eres mi amigo, Bob. Mira aquí…

Se metió la mano por dentro de la camisa, y palpó hasta que consiguió extraer una bolsita de ante que alargó a Bob.

—¿Qué es esto? —Bob frunció el ceño, quedándose perplejo.

Alí la atrajo hacia sí nuevamente, la desató y vació su contenido encima de la mesa.

Bob contuvo la respiración por un momento, expulsando en seguida el aliento de un tenue silbido:

—¡Santo Dios! ¿Son legítimas?

Esta pregunta pareció hacerle gracia a Alí.

—¡Pues claro que lo son! La mayoría de ellas pertenecieron a mi madre. Todos los años adquiría piedras nuevas. Yo también lo he seguido haciendo. Proceden de muchos lugares diferentes, y fueron compradas por nuestra familia por hombres en quienes podíamos confiar. Se adquirieron en Londres, Calcuta, Transvaal… Es tradición familiar llevarlas encima en caso de emergencia —y hablando en tono más positivo aseveró—: Están tasadas al cambio actual en tres cuartos de millón de libras aproximadamente.

—¡Tres cuartos de millón de libras! —dejando escapar un silbido, Bob cogió las piedras y las dejo correr entre sus dedos—. ¡Son fantásticas! Igual que un cuento de hadas. Le transforman a uno.

—Sí —asintió el atezado joven. De nuevo apareció en su rostro aquella milenaria expresión abrumada—. Los hombres se vuelven otros cuando hay joyas de por medio. Son cosas que siempre dejan tras sí un rastro de violencias: muertes, derramamientos de sangre, asesinatos. Las mujeres se vuelven aún peores. Porque las mujeres no consideran solamente el valor de las joyas, sino algo relacionado con las joyas mismas en sí. Ellas pierden la cabeza por unas joyas bonitas. Desean pasearlas, llevarlas colgadas alrededor del cuello, sobre el pecho. Yo no confiaría éstas a ninguna mujer. Pero voy a confiártelas a ti.

—¿A mí? —Bob le miró de hito en hito.

—Sí. No quiero que caigan en manos de mis enemigos. Ignoro cuándo tendrá lugar el alzamiento en contra mía. Puede que esté urdido para hoy mismo. Tal vez no viva ya esta tarde para poder llegar al campo de aviación. Hazte cargo de las piedras y procede en todo como mejor te parezca.

—Pero, mira…, yo no entiendo. ¿Qué es lo que tengo que hacer con ellas?

—Ingéniatelas para conseguir que salgan del país de una manera segura —indicó Alí, fijando plácidamente su mirada en su conturbado amigo.

—¿Quieres decir que prefieres que las lleve yo encima en vez de llevarlas tú?

—Quede así. Pero, en realidad, creo que serías capaz de discurrir algún plan ingenioso para hacerlas llegar a Europa.

—Pero escucha, Alí: no se me ocurre la menor idea de cómo hacer semejante cosa.

Alí se recostó en el diván. Sonreía tranquilamente con un aire divertido.

—Tienes sentido común. Y eres honrado. Y recuerdo que en los días en que fuimos compañeros de fatigas, tenías para todo una ocurrencia ingeniosa. Te daré el nombre y dirección de un individuo que se encarga de gestionarme estos asuntos… Esto es, por si acaso yo no sobreviviera. No pongas esa cara de angustia, Bob. Hazlo como mejor puedas. Es todo lo que te pido. No te culparé si fracasas. Será la voluntad de Alá. En cuanto a mí se refiere, es muy sencillo. No quiero que me roben esas piedras de mi cadáver. Por lo demás… —se encogió de hombros—. Ya te lo he dicho: todo saldrá según la voluntad de Alá.

—¡Estás chiflado!

—No. Soy fatalista. Eso es todo.

—Atiende, Alí. Acabas de decir que soy honrado. Pero tres cuartos de millón…, ¿crees que podrían minar la honradez del hombre más íntegro?

Alí Yusuf dedicó a su amigo una mirada de afecto.

—Así y todo —concluyó—, no tengo, por ese motivo, recelo alguno.

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