Capítulo XX


Una conversación




—Bueno, yo no sé qué pueda decirle —declaró la señora Sutcliffe—. De veras que no lo sé… —Contempló a Hércules Poirot con indudable desagrado—. Henry, desde luego, no está en casa —le hizo saber.

La intención de estas palabras era ligeramente enigmática, pero Poirot imaginó que comprendía lo que pasaba por la imaginación de su interlocutora. Ella percibía que Henry tenía tantos negocios internacionales… Estaba continuamente volando hacia el Oriente Medio y hacia Ghana, y América del Sur y Ginebra, e incluso, ocasionalmente, si bien no con tanta frecuencia, a París.

—Todo este asunto ha sido lo más calamitoso. Me puse muy contenta de tener a Jennifer a salvo conmigo en casa. Aunque debo decir —añadió, vejada— que se ha portado de la manera más fastidiosa. Después de haberse tomado un berrinche porque no quería ir a Meadowbank, y decir que estaba segura de que no le iba a gustar ni pizca estar allí, que era un colegio de snobs y no del estilo al que a ella le gustaba ir, ahora se pasa todo el día refunfuñando porque me la he traído de allí. Es verdaderamente muy desagradable.

—Indiscutiblemente, es un colegio muy bueno —afirmó Hércules Poirot—. Muchas personas aseguran que es el mejor de toda Inglaterra.

Era, si me permite expresar mi opinión —replicó la señora Sutcliffe.

—Y volverá a serlo de nuevo —aseveró Hércules Poirot.

—¿Está seguro? —la señora Sutcliffe le miro, escéptica. La táctica comprensiva de Poirot había ido haciendo mella gradualmente en sus reparos. No hay nada que alivie más los cuidados y aflicciones de una madre que el que le den la oportunidad de desahogarse del peso de los inconvenientes, contrariedades y fracasos que padece contendiendo con su prole. La lealtad a los hijos compele muchas veces a sufrir en silencio. Pero con un extranjero como era monsieur Poirot, a sentir de la señora Sutcliffe, se podía hacer caso omiso de esta lealtad. No era como si hubiese estado departiendo con la madre de otra niña.

—Meadowbank —arguyó Hércules Poirot— solamente está pasando por una fase infortunada.

Era la mejor frase que pudo encontrar de momento. Se dio cuenta de lo inadecuada que era, y la señora Sutcliffe atacó a fondo inmediatamente esta imperfección.

—¡Bastante más que infortunada! —exclamó—. ¡Dos asesinatos! Y una chica secuestrada. No se puede enviar a las hijas a un colegio donde están asesinando profesoras continuamente.

Parecía un punto de vista altamente razonable.

—Si los asesinatos —expuso Poirot— resultan ser obra de la misma persona, y esa persona es detenida, eso ya significará una diferencia, ¿no está de acuerdo?

—Bueno…, presumo que sí. Sí —concedió dubitativa la señora Sutcliffe—. Me parece que… usted se refiere a… quiere decir algo como Jack «El Destripador» o aquél otro hombre…, ¿cómo se llamaba? Algo relacionado con Devonshire. ¿Era Cream? [7] Sí, Neil Cream. El que vagabundeaba por todas partes para matar un tipo especial de una mujer infortunada. ¡Supongo que a este asesino le ha dado por matar maestras! Una vez que lo tenga en prisión a buen recaudo, y que le ahorquen después, como confío, porque solamente se puede condenar por un asesinato, ¿no es así?, igual que un perro rabioso cuando muerde…, ¿qué es lo que estaba diciendo? Ah, sí; si le atrapan y le tienen bien guardadito en prisión, bueno, en ese caso me imagino que sería diferente. Claro está que no puede haber mucha gente de esa calaña, ¿verdad?

—Confiemos que efectivamente no haya mucha —dijo Hércules Poirot.

—Pero es que tenemos este secuestro, además —puntualizó la señora Sutcliffe—. Tampoco desea nadie enviar a su hija a un colegio donde pueden raptarla, ¿no le parece?

—Con toda seguridad que no, madame. Me doy perfecta cuenta de la claridad con que ha reflexionado acerca de todo este asunto. ¡Tiene usted muchísima razón en todo lo que dice!

La señora Sutcliffe pareció ligeramente halagada. Hacía bastante tiempo que nadie la había cumplimentado de tal modo. Henry únicamente le había dicho cosas tales como: «¿Se puede saber por qué diablos querías mandar a tu hija a Meadowbank?» y Jennifer lo único que hacía era gruñir y terca negarse a contestar.

—He pensado en ello —aseveró—: muchísimo.

—En tal caso, madame, no puedo consentir que continúe preocupándose por lo del secuestro. Entre nous, si me permite que le hable en confianza, lo de la princesa Shaista… no es exactamente un secuestro… se sospecha que se trata de un romance…

—¿Quiere dar a entender que la pícara niña se escapó para casarse con cualquiera que sea?

—Mis labios están sellados —indicó Hércules Poirot—. Como comprenderá, no se desea que haya escándalo de ninguna clase. Esto que le he dicho es una confidencia entre nous. Tengo la seguridad de que usted no dirá una palabra.

—Ni que decir tiene que no —protestó la señora Sutcliffe, virtuosamente. Dirigió su mirada a la carta del comisario que Poirot había traído consigo—. No comprendo muy bien del todo quién es usted, monsieur… Poirot. ¿Es usted lo que llaman en las novelas… un sabueso?

—Soy un detective con consulta particular —aclaró Poirot con aire altanero.

Este tufillo a Harley Street [8] animó grandemente a la señora Sutcliffe.

—¿De qué quiere hablar con Jennifer? —le preguntó con sequedad.

—Solamente desearía saber qué impresiones tiene de algunas cosas —explicó Poirot—. Es observadora, ¿verdad?

—Me temo no poder afirmar tal cosa —respondió la señora Sutcliffe—. Ella no es lo que yo llamaría una chica que preste atención a los detalles. Me refiero a que sólo considera el lado práctico de la vida.

—Eso es preferible a inventar incidentes que no han sucedido jamás —estimó Poirot.

—Oh, Jennifer sería incapaz de hacer semejante cosa —dijo la señora Sutcliffe con plena convicción. Se levantó para dirigirse hacia la ventana y llamó—: Jennifer.

—Me gustaría —dijo a Poirot al regresar— que procurase usted meterle a Jennifer en la cabeza la idea de que tanto su padre como yo, solamente procuramos su bien.

Jennifer entró en la habitación con cara de enfado y miró a Hércules Poirot con profunda suspicacia.

—¿Cómo está usted? —cumplimentó Poirot—. Soy un antiguo amigo de Julia Upjohn. Fue a Londres a buscarme hace muy poco.

—¿Que Julia fue a Londres? —preguntó Jennifer ligeramente sorprendida—. ¿Por qué?

—Para pedirme consejo —explicó Poirot—. Está de regreso a Meadowbank —añadió.

—Así, pues, su tía Isabel no fue allí para llevársela —dijo Jennifer disparando a su madre una mirada inquieta.

Poirot miró a la señora Sutcliffe, la cual quizá porque se hallaba inmersa en la operación de contar la colada cuando llegó Poirot o tal vez a causa de algún inexplicable impulso, se levantó y abandonó el salón.

—Es muy injusto —se lamentó Jennifer— perderse todo lo que está ocurriendo allí. ¡Y el jaleo que han organizado mis padres! Ya le dije a mamá que era una bobada. Después de todo, no han asesinado a ninguna de las alumnas.

—¿Tiene alguna idea propia acerca de los asesinatos? —inquirió Poirot.

Jennifer movió la cabeza.

—Alguien que está majareta, —propuso. Añadió pensativa—: Me imagino que la señorita Bulstrode tendrá ahora que agenciarse unas cuantas profesoras nuevas.

—Así parece, —convino Poirot. Continuó—: Mademoiselle Jennifer, estoy interesado en la mujer que fue a ofrecerle una raqueta nueva a cambio de la vieja que usted tenía. ¿Recuerda?

—Naturalmente que me acuerdo —repuso Jennifer—. Todavía no he podido averiguar quién la envió en realidad. Tía Gina, desde luego, no fue.

—¿Qué aspecto tenía aquella mujer? —inquirió Poirot.

—¿La que trajo la raqueta? —Jennifer entornó los ojos, como para pensarlo—. Bueno, pues…, no lo sé. Llevaba un vestido bastante complicado, y una capita azul…, me parece, y un sombrero que le quedaba muy holgado.

—¿Sí? —dijo Poirot—. Pero yo no me refiero tanto a su vestimenta como a sus facciones.

—Me parece que llevaba una gran cantidad de maquillaje —respondió Jennifer, vagamente—. Demasiado para el campo, a mi juicio, y cabellos rubios. Creo que era americana.

—¿La había visto anteriormente? —preguntó Poirot.

—Oh, no —contestó Jennifer—. No creo que viviera por los alrededores. Dijo que había venido para asistir a una comida o a un cocktail party o algo por el estilo.

Poirot la miró pensativamente. Estaba interesado en la buena acogida que daba Jennifer a todo lo que él le decía. Preguntó con tiento:

—¿Pero es posible que ella entonces no estuviera diciendo la verdad?

—Oh, no; supongo que no —dijo Jennifer.

—¿Está segura de no haberla visto antes? ¿No podría haber sido una de las alumnas vestida de persona mayor, o tal vez una de las profesoras, disfrazada?

—¿Disfrazada? —Jennifer pareció perpleja.

Poirot colocó ante ella el apunte de mademoiselle Blanche que Eileen Rich había dibujado para él.

—Ésta no era la mujer, o ¿lo era?

Jennifer miró el dibujo con expresión de duda.

—Se le parece un poco, pero no estoy segura de que sea ella.

Poirot cabeceó, pensativo.

No había la menor señal de que Jennifer hubiera reconocido a mademoiselle Blanche.

—Verá usted —vaciló Jennifer—, yo, en realidad no la miré bien. Era americana, y en seguida me empezó a contar lo de la raqueta…

Después de decir esto quedaba bien claro que Jennifer no había tenido ojos para nada más que su nueva posesión.

—Comprendo, —dijo Poirot. Continuó—; ¿No vio usted en Meadowbank a alguna persona que viera antes un día u otro en Ramat?

—¿En Ramat? —Jennifer consideró—. Oh, no…, por lo menos… no lo creo.

Poirot insistió en esta expresión de duda.

—Pero usted no está segura, mademoiselle Jennifer.

—Bueno… —Jennifer se rascó la frente con expresión preocupada—, quiero decir que estamos viendo continuamente a personas que se parecen a otras; pero una no puede recordar detalladamente a quién se parecen. A veces vemos a personas que hemos conocido, pero no recordamos exactamente quiénes son. Y nos preguntan: «¿Se acuerda de mí?» y eso da un apuro terrible porque la verdad es que no nos acordamos. Lo que quiero decir, es que, en cierto modo reconocemos su fisonomía, pero no podemos recordar sus nombres, o en qué sitio las conocimos.

—Eso es muy cierto —acordó Poirot—. Sí, es cierto. Es una experiencia que nos sucede a menudo —calló por un instante, y luego prosiguió, sondeándola—. A la princesa Shaista la reconocería con toda seguridad en el colegio, pues debió haberla visto anteriormente en Ramat.

—Ah, ¿pero estuvo ella en Ramat?

—Es muy verosímil —estimó Poirot—. Después de todo está emparentada con la familia real. ¿No pudo haberla visto allí?

—No lo creo —repuso Jennifer, frunciendo el entrecejo—. De todos modos, ella no iba a ir por allí enseñando su cara por todas partes. Me refiero a que todos llevan velos y todas esas cosas raras. Aunque, según creo, en París y en El Cairo se los quitan. Y en Londres, por supuesto —añadió.

—De todos modos, ¿no experimentó la sensación de ver en Meadowbank a alguien a quien ya había visto con anterioridad?

—No estoy segura de no haber visto a nadie. Claro está que la mayoría de las personas se parecen bastante en cualquier otra parte. Solamente cuando alguien tiene una cara fuera de lo corriente, como la señorita Rich, es cuando podemos recordarla.

—¿Cree usted haber visto a la señorita Rich anteriormente en alguna otra parte?

—No lo creo, realmente. Pudo haberse tratado de una persona que se le pareciera. Pero aquella mujer era mucho más gorda.

—Una mujer mucho más gorda —repitió Poirot, pensativo.

—Es imposible imaginarse a la señorita Rich gorda —manifestó Jennifer, lanzando una risita falsa—. Es tan terriblemente delgada y huesuda. Y además, la señorita Rich no pudo haber estado en Ramat, porque estuvo enferma durante el trimestre anterior.

—¿Y las otras chicas? ¿Había visto a alguna de ellas con anterioridad?

—Sólo a las que ya conocía —precisó Jennifer—. Una o dos de ellas. Después de todo, sabe usted, yo estuve allí tres semanas solamente, y en realidad no conozco ni a la mitad de las personas que están allí ni siquiera de vista.

—Debiera observar las cosas más detenidamente —le aconsejó Poirot con seriedad.

—Una no puede darse cuenta de todo, —protestó Jennifer; prosiguió—: Si Meadowbank sigue adelante, me gustaría volver. Vea si puede conseguir algo de mamá. Aunque verdaderamente —añadió— a mí me parece que el obstáculo es papá. Es terrible estar aquí en el campo. No tengo ninguna oportunidad para perfeccionar mi tenis.

—Le aseguro que haré cuanto pueda —le prometió Poirot.

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