Capítulo X
Como en «Las mil y una noches»
A simple vista podía apreciarse que mademoiselle Angele Blanche tenía unos treinta y cinco años. No usaba maquillaje y llevaba arreglado con pulcritud su pelo castaño oscuro, pero no le favorecía el estilo de peinado. Vestía chaqueta y falda de sencillo corte.
Explicó que éste era el primer trimestre que enseñaba en Meadowbank. No estaba segura que deseara quedarse otro más.
—No resulta agradable vivir en un colegio donde se cometen asesinatos —alegó con desaprobación.
Además, al parecer, en ninguna parte de la casa había señales de alarma en caso de robo; era una negligencia temeraria.
—No hay nada de gran valor que pueda atraer a los ladrones, mademoiselle Blanche.
Mademoiselle Blanche se encogió de hombros.
—¿Y quién puede afirmar eso? Los padres de algunas de las chicas que estudian aquí son muy ricos Puede que tengan consigo algún objeto de gran valor. Tal vez un ladrón se ha enterado de eso, y viene aquí porque le parece que éste es un lugar donde es fácil robarlo.
—Si una de las chicas poseyera algún objeto valioso, no es en el gimnasio donde lo guardaría.
—¿Cómo puede asegurar que no? —replicó mademoiselle Blanche—. Las niñas tienen allí sus taquillas.
—Pero sólo para guardar sus equipos de deportes, y cosas análogas.
—Ah, sí. Eso es lo que se propone. Pero una chica podría ocultar alguna cosa en la punta de un zapato de deporte, o enrollándola en algún jersey viejo, o en una bufanda.
—¿Qué clase de cosa, mademoiselle Blanche?
Pero mademoiselle Blanche no tenía idea de qué clase de cosa pudiera tratarse.
—Incluso los padres más complacientes no regalan a sus hijos collares de brillantes para que se los traigan al colegio.
Mademoiselle Blanche se encogió de hombros nuevamente.
—Tal vez se trate de otra clase de joya… un escarabajo egipcio de oro, por ejemplo, o algo por lo que un coleccionista pagaría una importante suma. El padre de una de las alumnas es arqueólogo.
Kelsey sonrió.
—No considero que eso sea verosímil, mademoiselle Blanche.
Ésta contrajo los hombros.
—Bueno, será como dice; yo solamente le estoy sugiriendo una posibilidad.
—¿Ha enseñado usted en algún otro colegio inglés, mademoiselle Blanche?
—En uno del Norte de Inglaterra, hace algún tiempo. Pero la mayor parte de las veces he enseñado en Suiza y en Francia. También en Alemania. Decidí venir a Inglaterra para perfeccionar mi inglés. Tengo una amiga aquí. Ella se puso enferma y me dijo que yo podría ocupar su puesto en este internado, ya que la señorita Bulstrode se pondría contentísima de encontrar rápidamente a alguien. De manera que vine. Pero no me gusta mucho. Ya le digo que no creo que me quede.
—¿Por qué no le gusta? —recalcó el inspector Kelsey.
—No me gustan los sitios donde hay disparos —adujo mademoiselle Blanche—. Y las niñas no son nada respetuosas.
—Pero ya no son lo que se dice niñas pequeñas, me parece a mí.
—Algunas de ellas se comportan como si fuesen bebés, y otras podrían muy bien tener veinticinco años. Las hay de todos los modelos. Tienen mucha libertad. Prefiero una institución con más sentido de lo tradicional.
—¿Conocía bien a la señorita Springer?
—Prácticamente se puede decir que nada en absoluto. Tenía unos modales muy groseros y yo le dirigía la palabra lo menos posible. No tenía más que huesos y pecas y una voz estentórea y horrible. Era exacta a las caricaturas estereotipadas de las mujeres inglesas. Se conducía muy groseramente conmigo a menudo, y éste es un defecto que no puedo sufrir.
—¿Por qué motivo se mostraba de forma grosera con usted?
—No veía con agrado que fuera por su pabellón de deportes. Así es como parece ser que ella se siente… o sentía, mejor dicho. Quiero decir que lo consideraba como si fuera su pabellón de deportes. Fui allí un día porque me interesaba verlo. No había estado en él anteriormente; y es una edificación moderna. Está bien dispuesto y planeado, y no hice otra cosa más que echar una ojeada en torno. Entonces la señorita Springer viene y me dice: «¿Qué está usted haciendo aquí? El estar por aquí no es asunto suyo». Me dijo eso a mí… a mí ¡una profesora del colegio! ¿Por quién me había tomado? ¿Por una discípula?
—Sí, sí. Estoy seguro de que debió ser muy exasperante —concedió, apaciguador, Kelsey.
—Tenía peores modales que un cerdo; desde luego que los tenía. Y luego me gritó: «No se marche llevándose la llave en la mano». Y es que me puso nerviosa. Cuando tiré de la puerta para abrirla, la llave cayó al suelo, y me agaché a recogerla. Olvidé volverla a colocar en la cerradura, porque ella, al ofenderme, hizo que se me alterasen los nervios. Y entonces va y me grita, como dando por cosa hecha que yo tenía intención de robarla. Su llave, supongo, lo mismo que su pabellón de deportes.
—Eso parece un poco extraño, ¿no? —sugirió Kelsey—. Me refiero a que sintiera de esa forma tocante al gimnasio. Como si fuese de su propiedad privada, como si temiera que la gente encontrase algo que ella hubiera escondido allí —fingió compenetrarse con los sentimientos de mademoiselle Blanche, pero ésta se limitó a lanzar una carcajada.
—¿Ocultar algo allí?… ¿Qué se podría ocultar en un sitio como éste? ¿Es que usted cree que ella oculta allí sus cartas de amor? ¡Estoy convencida de que no ha recibido una carta amorosa en toda su vida! Las otras profesoras son, al menos, educadas. La señorita Vansittart es muy agradable, grande dame, comprensiva. La señorita Rich está un poco tocada, me parece, pero es amable. Y las dos profesoras jóvenes son muy simpáticas.
Angele Blanche fue despachada después de algunas otras preguntas sin importancia.
—Quisquillosa —observó Bond—. Todos los franceses son quisquillosos.
—De todos modos, es interesante lo que ha dicho —declaró Kelsey—. A la señorita Springer no le gustaba que la gente rondara por su gimnasio… o pabellón de deportes… no sé cómo llamar a la cosa. Ahora bien, ¿por qué?
—Quizá porque pensaba que la francesa la estaba espiando —sugirió Bond.
—Bueno, pero ¿por qué había de pensar tal cosa? ¿Es que tenía que preocuparse de que Angele Blanche la espiara, a menos que hubiera algo que ella temiera que Angele Blanche pudiese descubrir? —tras una breve pausa, añadió—: ¿Quiénes faltan por interrogar?
—Las dos profesoras más jóvenes, las señoritas Blake y Rowan, y la secretaria de la señorita Bulstrode.
La señorita Blake era joven y tenía un aspecto serio y una cara redonda y bonachona. Enseñaba botánica y física. No tenía mucho que comunicar que pudiera servir de alguna ayuda. Había visto a la señorita Springer en muy contadas ocasiones y no tenía la menor idea de nada que pudiera haber ocasionado su muerte.
La señorita Rowan, como correspondía a quien estaba graduada en psicología, tenía sus puntos de vista que exponer. Era más que probable, indicó, que la señorita Springer se hubiera suicidado.
El inspector Kelsey alzó las cejas.
—¿Y por qué motivo iba a suicidarse? ¿Es que era desgraciada en algún sentido?
—Era de naturaleza agresiva —puntualizó la señorita Rowan, inclinándose hacia delante y escudriñando a través de sus gafas de gruesos cristales—. Muy agresiva. Considero que esto es significativo. Era su mecanismo de defensa para ocultar un complejo de inferioridad.
—Todo cuanto he oído hasta ahora la caracteriza como muy segura de sí misma.
—Demasiado segura de sí misma —concretó la señorita Rowan, con lúgubre entonación—. Y algunos de los comentarios que ella hacía corroboran mi teoría.
—¿Tales como…?
—Hacía alusiones a las personas que «no eran lo que parecían». Mencionó que en el último colegio en que estuvo había «desenmascarado» a alguien, pero que la rectora tenía prejuicios contra ella y se negó a tomar en consideración lo que había averiguado. Varias de las otras profesoras se habían puesto igualmente, según decía ella, «en contra suya». ¿Comprende usted lo que eso significa, inspector? —poco faltó para que la señorita Rowan cayera de su silla, en su excitación. Largos mechones de lacio pelo le caían a la cara—. El principio de un complejo de persecución.
El inspector Kelsey manifestó cortésmente que era muy posible que la señorita Rowan pudiera explicarle de qué medios se había valido la señorita Springer para dispararse a sí misma desde una distancia de cuatro pies, y cómo se las había ingeniado para volatilizar después el arma.
La señorita Rowan rearguyó mordazmente que era cosa bien sabida que la Policía tenía prejuicios contra la psicología.
La señorita Rowan cedió el turno a Ann Shapland.
—Veamos, señorita Shapland —dijo el inspector Kelsey, al contemplar con agrado su pulcro aspecto, de eficiencia burocrática—, ¿qué luz puede usted arrojar en este asunto?
—Me temo que absolutamente ninguna. Tengo un saloncito para mí sola y no veo mucho a ninguna de las profesoras. El asunto me parece por completo increíble.
—¿Increíble en qué sentido?
—Pues, en primer lugar, que hayan matado de un disparo a la señorita Springer. Pongamos que alguien forzó la puerta del gimnasio y ella salió para averiguar de qué se trataba. Eso es precisamente verosímil, pero ¿qué necesidad tenía nadie de forzar la puerta del gimnasio?
—Posiblemente muchachos del pueblo que querrían procurarse gratis algún equipo de deportes, o que lo hicieron por gastar una broma.
—De ser como dice, no puedo menos que pensar en lo que la señorita Springer les habría dicho: «Vamos, ¿qué es lo que estáis haciendo aquí? Largo de aquí inmediatamente», y se habrían marchado.
—¿No se le ocurrió nunca pensar que la señorita Springer adoptaba una actitud muy particular respecto al gimnasio?
Ann Shapland pareció quedarse un poco perpleja.
—¡Una actitud muy particular!
—Lo que quiero decir es que si ella lo consideraba como de su exclusiva incumbencia y le desagradaba que otras personas fueran por allí.
—No, que yo sepa. ¿Por qué iba a desagradarle? Forma parte de las instalaciones del colegio.
—¿Y no advirtió usted nada? ¿No se dio cuenta que si usted iba por allí ella veía con desagrado su presencia?… ¿No notó nada por el estilo?
Ann Shapland negó.
—Yo no he estado allí más que un par de veces. No tengo tiempo para ello. Fui una vez o dos con un recado de la señorita Bulstrode para una de las chicas. Esto es todo y no tiene interés alguno.
—¿No sabía usted que la señorita Springer se oponía a que mademoiselle Blanche anduviera rondando por allí?
—No, no he oído nada de eso. Oh, sí, creo que sí. Mademoiselle Blanche se enfadó un día muchísimo por no sé qué cosa, pero es que ella es un poquito quisquillosa. También se cuenta que un día entró en la clase de dibujo y se resintió por algo que le dijo la profesora. Claro está que realmente no tiene mucho que hacer… me refiero a mademoiselle Blanche. Únicamente enseña una asignatura… francés, y tiene muchísimo tiempo disponible. A mi entender —titubeó—, yo creo que es una persona inquisitiva.
—¿Cree usted dentro de lo posible que cuando ella estuvo en el pabellón de deportes se dedicara a escudriñar en algunas de las taquillas?
—¿En las taquillas de las alumnas? Pues, no me sorprendería en ella. Es más que posible que eso la divirtiera.
—¿Tenía la señorita Springer una taquilla así?
—Sí, claro está.
—Entonces, si la señorita Springer atrapó a mademoiselle Blanche in fraganti husmeando en su taquilla, ¿estoy en lo cierto al presumir que se hubiera encolerizado?
—Indudablemente que sí.
—¿No está usted enterada de nada relativo a la vida privada de la señorita Springer?
—No creo que tampoco lo estuviera ninguna otra persona aquí. ¿Pero es que tenía vida privada?
—¿No hay nada más… ninguna otra cosa relacionada con el pabellón de deportes, por ejemplo, que se le haya pasado por alto mencionarme?
—Pues… —dijo Ann, dudando.
—Siga, señorita Shapland, dígalo.
—No es nada, en realidad —dijo Ann lentamente—. Pero uno de los jardineros, no Briggs, sino el joven… le vi salir un día del pabellón de deportes, y él no tenía absolutamente nada que hacer allí. Desde luego que se trataría de mera curiosidad por su parte… o quizá sólo fuera un pretexto para holgazanear un poco… se le suponía colocando la tela metálica en la pista de tenis. No creo que esto tenga relación alguna con el caso.
—A pesar de todo, usted lo ha recordado —puntualizó Kelsey—. ¿Por qué?
—Creo que… —respondió ella frunciendo el entrecejo—. Sí, porque su manera de comportarse era algo extraña. Desafiadora. Y hacía mofa del dinero que se gastaban aquí las chicas.
—Esa clase de actitud… Comprendo.
—Pero me imagino que de este simple detalle no se puede sacar gran cosa en realidad.
—Probablemente no…, pero así y todo, lo tendré en cuenta.
—Dando vueltas y más vueltas a la noria —comentó Bond al marcharse Ann—. Todas han colocado el mismo rollo. ¡Esperemos, por Dios bendito, que podamos sacar algo más del servicio!
Pero el servicio no tenía nada interesante que declarar.
—Es inútil que me pregunte nada, joven —advirtió la señora Gibbons, la cocinera—. En primer lugar, yo no oigo lo que dicen, y por otra parte no sé palabra de nada. Me fui anoche a dormir y lo hice de una manera pesada, cosa poco frecuente en mí. No me enteré de las alteraciones que hubo por aquí. Nadie me despertó ni me dijeron nada —parecía ofendida—. Hasta esta mañana no me he enterado.
Kelsey gritó unas cuantas preguntas y recibió otras tantas respuestas que no le aclararon nada.
La señorita Springer era nueva este trimestre y no era ni la mitad de apreciada que la señorita Jones, que había ocupado su puesto anteriormente. La señorita Shapland también era nueva, pero era encantadora. Mademoiselle Blanche era igual que todas las franchutas, siempre pensando que las otras profesoras estaban en contra suya, y permitiendo que las alumnas la trataran de un modo chocante, «aunque no era de las que lloraba —admitió la señora Gibbons—. He estado en algunos colegios en que las profesoras francesas se pasaban el día llorando».
La mayoría del servicio solamente estaba en el colegio durante el día. Únicamente otra doncella dormía en la casa y tampoco proporcionó información de ninguna índole; si bien podía oír todo lo que le preguntaban, no por eso resulto ser más informativa. De lo único que estaba segura era de que no podía decir nada. No estaba enterada de nada. La señorita Springer tenía unas maneras un poco descorteses. No tenía idea de nada concerniente al pabellón de deportes, ni de lo que se guardaba allí, y no había visto nunca una pistola en parte alguna.
Este negativo chaparrón informativo fue interrumpido por la señorita Bulstrode.
—Una de las alumnas desearía hablar con usted, inspector Kelsey —le comunicó.
Kelsey alzó la vista manifestando sorpresa.
—¿Es posible? ¿Está enterada de algo?
—Tengo bastantes dudas a este respecto —expresó la señorita Bulstrode—. Se trata de una de nuestras alumnas extranjeras, la princesa Shaista, sobrina del emir Ibrahim. Ella se inclina tal vez a creer que es una persona de bastante más importancia de la que tiene. ¿Comprende?
Kelsey asintió, comprensivo. Entonces la señorita Bulstrode salió y una esbelta joven morena de mediana estatura hizo su aparición.
Les miró, recatada, con sus ojos de almendra.
—¿Son ustedes la Policía?
—Sí —afirmó sonriente Kelsey—, somos de la Policía. ¿Quiere tomar asiento y contarme todo lo que sepa de la señorita Springer?
—Sí. Les contaré.
Se sentó, inclinándose hacia delante, y bajó teatralmente el tono de su voz.
—Hay gente acechando por el colegio. ¡Oh!, no se muestran a las claras pero merodean por aquí.
Hizo un ademán significativo con la cabeza.
El inspector Kelsey comprendió a lo que se había referido la señorita Bulstrode. Esta chica estaba dramatizando consigo misma… y disfrutando de ello.
—¿Y sabe usted por qué motivo habrían de estar espiando el colegio?
—¡Por causa mía! Quieren secuestrarme.
Sea lo que fuere aquello que el inspector Kelsey había esperado oír, no era ciertamente esto. Arqueó las cejas.
—¿Y para qué han de pretender secuestrarla?
—Para retenerme como rescate, claro está. De ese modo, ellos forzarían a mi familia a pagar mucho dinero.
—Ah… ya… tal vez —murmuro, escéptico, Kelsey—. Pero suponiendo que eso fuera como dice, ¿qué tiene ello que ver con la muerte de la señorita Springer?
—Debió haber averiguado algo importante de ellos —supuso Shaista—. Quizás ella les dijo que estaba al tanto de algo. Tal vez les amenazo. Entonces, es posible que ellos prometieran darle dinero a cambio de su silencio. Ella fue al pabellón de deportes, donde le dijeron que le entregarían el dinero, y entonces le dispararon.
—Pero con toda seguridad la señorita Springer no hubiera aceptado dinero procedente de un chantaje.
—¿Cree usted que es divertido enseñar en un colegio… ser una instructora de deportes? —sugirió Shaista, desdeñosamente—. ¿No cree, por el contrario, que a ella le resultaría muy agradable tener dinero, poder viajar y hacer lo que se le antojara? Especialmente en el caso de la señorita Springer, que no era guapa, y a quien los hombres no se molestaban en dirigir una mirada. ¿No le parece que a ella le había de atraer el dinero más que a otras personas?
—Pues… ah… —titubeó el inspector Kelsey—. No sé exactamente qué decirle —no le habían presentado antes este punto de vista—. ¿Y esta idea se le ha ocurrido a usted sola? —le interpeló—. ¿No le dijo la señorita Springer nunca nada de ello?
—La señorita Springer nunca decía nada excepto «Estírense con fuerza», y «hagan una flexión», y «más rápido», y «no cedan» —comentó Shaista resentida.
—Sí… debió ser así. Bueno, ¿y no será que todo esto del secuestro se lo ha inventado usted?
Shaista se puso hecha una furia.
—¡Usted no lo entiende en absoluto! El príncipe Alí Yusuf de Ramat era primo mío. Lo mataron en una revolución, o mejor dicho, cuando huía de una revolución. Se sobreentendía que cuando yo fuera mayor me casaría con él. Como verá, soy una persona importante. Puede que sean los comunistas los que han venido aquí. No para secuestrarme, posiblemente. Quizá lo que traman es asesinarme.
El inspector Kelsey pareció más escéptico.
—Todo es demasiado rebuscado, ¿no le parece?
—¿Piensa usted que esas cosas no pueden suceder? ¡Pues yo le aseguro que sí. Los comunistas son muy malvados! Eso lo sabe todo el mundo.
Como él aún continuaba dudoso. Shaista prosiguió:
—Tal vez suponen que yo sé dónde están las joyas.
—¿Qué joyas?
—Mi primo tenía joyas. También las tenía su padre. Mi familia guarda siempre un gran tesoro en joyas. Para caso de emergencia, ya me comprende.
Hizo esta observación con gran seriedad.
Kelsey la contempló sin pestañear.
—Pero ¿qué relación tiene todo esto con usted… o con la señorita Springer?
—¡Pero si ya se lo he explicado antes! Posiblemente creen que yo sé dónde están las joyas. Por eso quieren raptarme, para obligarme a hablar.
—¿Y usted sabe dónde están?
—No. Claro que no lo sé. Desaparecieron cuando la revolución. Con toda seguridad que los malvados comunistas se apoderaron de ellas. Pero, por otra parte, quizá no lo hicieron.
—¿A quién pertenecen?
—Ahora que mi primo ha muerto, me pertenecen a mí. Ya no queda ningún hombre en la familia. Mi madre, que era tía suya, murió. Él deseaba que fueran para mí. Si no hubiese muerto, yo me habría casado con él.
—¿Es así como lo dispusieron?
—Tenía que casarme con él. Es mi primo, compréndalo.
—¿Y usted entraría en posesión de las joyas cuando se casara con él?
—No. Yo hubiera tenido nuevas joyas. De Cartier, de París. Éstas continuarían guardadas para emergencias.
El inspector Kelsey parpadeó, antes de dejar que este procedimiento oriental de seguros en caso de emergencias se grabara en su cerebro.
Shaista continuaba perorando rápidamente y con gran animación.
—A mi entender, esto es lo que ocurre: alguien sacó las joyas de Ramat. Quizá fuera una persona buena o mala. La persona buena las traería a mí y me diría: «Esto es suyo», y yo le correspondería.
Movió la cabeza regiamente, muy en su papel.
«Una actricita consumada», decidió el inspector.
—Pero si se tratase de una persona mala, se quedaría con las joyas para venderlas. O vendría a verme y me diría: «¿Qué es lo que va usted a dar en recompensa si se las entrego?». Y si le parece que la recompensa vale la pena, entonces me las trae, pero si no lo cree así, se queda con ellas.
—Pero de hecho, nadie le ha dicho nada en absoluto.
—No, nadie —admitió Shaista.
El inspector Kelsey hizo su composición de lugar.
—¿Sabe usted lo que pienso? —se dejó caer jocosamente—. Pues que lo que está usted relatándome no es ni más ni menos que una serie de historias fantásticas.
Shaista le lanzó una mirada furibunda.
—Le digo a usted lo que sé, ni más ni menos —declaró huraña.
—Sí… Bueno. Ha sido usted muy amable; lo tendré en cuenta.
Se levantó a abrir la puerta para que saliera.
—Este caso es un cuento de «Las Mil y Una Noches» —concluyó al volver de nuevo a la mesa—. ¡Un secuestro y joyas fabulosas! ¿Qué es lo que surgirá ahora?