Capítulo XVI
El enigma del pabellón de deportes
1
«Mi cabeza sangra, pero no la doblego», se dijo Adam. Estaba contemplando a la señorita Bulstrode. Pensaba que nunca anteriormente había admirado tanto a una mujer. Estaba sentada, serena e inalterable, con la obra de toda su vida cayendo en ruinas en torno suyo.
De tiempo en tiempo se oían llamadas telefónicas, anunciando la marcha de otra alumna más.
Finalmente, la señorita Bulstrode tomó una decisión. Presentando sus excusas a los oficiales de policía, hizo venir a Ann Shapland y le dictó una breve nota. El colegio se cerraría hasta el final del trimestre. Aquellos padres que no considerasen conveniente tener a sus hijas en casa, podrían dejarlas allí a cargo de ella, para que continuara su educación.
—¿Tiene usted una lista de los nombres de los padres con sus direcciones y teléfonos?
—Sí, señorita Bulstrode.
—En tal caso, empiece a telefonearles. Después, envíe a cada uno de ellos una notificación escrita a máquina.
—Sí, señorita Bulstrode.
Cuando ya estaba cerca de la puerta para salir, Ann Shapland se detuvo. Se sonrojó, y unas palabras fluyeron en tropel.
—Perdóneme, señorita Bulstrode. Ya sé que no es asunto mío. Pero…, ¿no es una lástima hacerlo tan… tan prematuramente? Quiero decir que… después del primer pánico, cuando lo hayan reflexionado con más calma… con seguridad que no desearán llevarse a sus hijas a casa. Lo considerarán con sensatez y serán más razonables.
La señorita Bulstrode la miró sutilmente.
—¿Piensa usted que estoy aceptando la derrota con demasiada facilidad?
Ann se ruborizó.
—Imagino que… usted pensará que es descaro, pero bueno… sí, creo que es así.
—Es usted luchadora, hija mía; estoy encantada de comprobarlo. Pero está completamente equivocada. No estoy aceptando la derrota. Me dejo llevar de mi conocimiento de la naturaleza humana. Insto a los padres a llevarse a sus hijas, les animo a ello… y entonces no tendrán tanto empeño en hacerlo. Discurrirían motivos para que se queden. O, en el peor de los casos, decidirán que vuelvan para el próximo trimestre… si es que lo hay —añadió con tristeza.
Miró al inspector Kelsey.
—Eso depende por entero de usted —le dijo—. Aclare estos asesinatos… Atrape a quienquiera que sea responsable de ellos… y a la mayor rapidez, todo se resolverá satisfactoriamente.
El inspector tenía un aspecto bastante poco feliz.
—Estamos haciendo por aclararlo todo cuanto podemos —declaró.
Ann Shapland abandonó la estancia.
—Una muchacha muy competente —conceptuó la señorita Bulstrode—. Y leal.
Esta observación la intercaló en calidad de paréntesis. Después volvió al ataque.
—¿No tienen absolutamente ninguna idea de quién asesinó a dos de mis profesoras en el pabellón de deportes? Deberían tenerla a estas alturas. Y para rematarlo todo, este secuestro. En cuanto a esto último, reconozco mi culpa. La chica dijo que intentaban secuestrarla. A mí me dio la impresión, Dios me perdone, que quería darse importancia. Ahora me doy cuenta de que algo de gran trascendencia se oculta tras ello. Pero, alguien debe haber insinuado o notificado algo… hecho alguna advertencia, no sé… —dejó la frase sin concluir, y preguntó—: ¿No tienen noticias de ninguna clase?
—Todavía no. Pero no creo que tenga que inquietarme mucho por eso. Esa parte del asunto ha pasado al C.I.D. [6]. Y el Servicio Especial también está trabajando en ello. La encontrarán en el término de veinticuatro horas, o treinta y seis a lo sumo. Todos los puertos y aeropuertos están en alerta. Y la Policía está vigilando en todos los distritos. Es muy fácil secuestrar a una persona… lo que resulta un problema es continuar teniéndola escondida. La encontraremos.
—Confío que la encuentren con vida —replicó lúgubremente la señorita Bulstrode—. Al parecer, nos enfrentamos con alguien que no es muy escrupuloso con las vidas humanas.
—De haber tenido la intención de quitarla de en medio, no se habría tomado la molestia de raptarla —intercaló Adam—. Eso lo hubieran podido hacer aquí con bastante facilidad en cualquier momento…
Reparó en que estas últimas palabras fueron muy desafortunadas. La señorita Bulstrode le lanzó una mirada.
—Así parece —admitió fríamente.
Sonó el teléfono. La señorita Bulstrode tomó el auricular.
—¿Sí?
Hizo una señal al inspector Kelsey.
—Es para usted.
Adam y la señorita Bulstrode observaban al inspector mientras hablaba. Gruñó, tomó unas cuantas notas, y finalmente dijo «Comprendido. Alderston Priors. Wallshire. Sí, cooperamos. Sí, yo continuaré aquí, entonces».
Volvió a colocar el auricular, y durante unos instantes quedó como perdido en sus pensamientos. Después alzó la mirada.
—Su excelencia ha recibido una nota de rescate esta mañana. Escrita a máquina en una «Corona» nueva. Matasellos de Portsmouth. Apuesto que falsificado.
—¿Dónde y cómo?
—En una encrucijada dos millas al norte de Alderston Priors. Es un lugar pantanoso bastante desolado. Un sobre conteniendo el dinero deberá ser puesto debajo de una piedra tras el buzón que hay allí a las dos de la madrugada de mañana.
—¿Qué cantidad?
—Veinte mil —movió la cabeza—. Me huele a trabajo de aficionados.
—¿Qué van ustedes a hacer? —demandó la señorita Bulstrode.
El inspector Kelsey la miró de un modo muy diferente a como lo había hecho hasta ahora. La reticencia oficial le circundaba como una capa.
—No es mía la responsabilidad en este asunto, señora —respondió—. Tenemos nuestros procedimientos.
—Confío que triunfen —replicó la señorita Bulstrode.
—Es cosa fácil —indicó Adam.
—¿Trabajo de aficionados? —dijo la señorita Bulstrode, tratando, por decirlo así de capturar una expresión que ellos habían utilizado—. Estaba pensando que…
Entonces inquirió con viveza:
—¿Y qué me dicen de mi plana mayor? De lo que queda de ella, quiero decir. ¿Puedo seguir confiando del todo en ella o no?
Al advertir que el inspector titubeaba insistió:
—Usted teme que si me dice de alguna cuya conducta no considera muy clara, advertirá algo en mi modo de tratarla. Se equivoca. No va a notar nada.
—No creo que lo notara —concedió Kelsey—. Pero no puedo permitirme el lujo de correr riesgos. A la vista de los hechos, no parece que ninguna de sus profesoras pueda ser la persona que buscamos. Es decir, en todo cuanto hemos podido comprobar de ellas. Hemos prestado especial atención a aquellas que son nuevas este trimestre… es decir mademoiselle Blanche, la señorita Springer y la secretaria de usted, la señorita Shapland. El pasado de esta última ha sido perfectamente corroborado. Es hija de un general retirado, ha estado empleada en los puestos que dice, y sus jefes anteriores responden por ella. Además, tiene una coartada para la pasada noche. Cuando la señorita Vansittart fue asesinada, la señorita Shapland se hallaba en compañía de Dennis Rathbone un club nocturno. Los dos son muy conocidos allí, y al señor Rathbone se le atribuye una conducta irreprochable. También se han confrontado los antecedentes de mademoiselle Blanche. Ha enseñado en un colegio del norte de Inglaterra y en dos de Alemania, y tiene unas referencias excelentes. Se la considera como una profesora de primera clase.
—No a juzgar por nuestros cánones —objetó la señorita Bulstrode, dando un resoplido.
—Se han comprobado, asimismo, sus antecedentes en Francia. En lo que se refiere a la señorita Springer, la cuestión no está determinada de modo concluyente. Enseñó en los sitios que adujo, pero existen lagunas entre sus períodos de empleo que no han sido precisados con exactitud. Sin embargo, el hecho de que la asesinaran parece exonerarla.
—Estoy de acuerdo —convino secamente la señorita Bulstrode— en cuanto a que la señorita Springer como la señorita Vansittart estén hors de combat como sospechosas. Hablemos con sentido. ¿Es que mademoiselle Blanche, a pesar de sus irreprochables antecedentes, es sospechosa por el mero hecho de que todavía está viva?
—Pudo haber cometido ambos asesinatos —consideró Kelsey—. Se hallaba anoche aquí, en el internado. Dice que se fue a acostar temprano y que se durmió y no oyó nada hasta que le dieron la alarma. No hay evidencia de lo contrario. Pero la señorita Chadwick aseguraría de una manera terminante que es falsa.
—La señorita Chadwick siempre encuentra falsas a las profesoras francesas. Les tiene manía —miró a Adam—. ¿Y usted qué opina?
—A mi parecer que se dedica a escudriñarlo todo —repuso Adam pausadamente—. Puede que se trata de curiosidad natural o tal vez sea algo más. No acierto a precisarlo. No parece que tenga pinta de asesina, ¿pero quién puede asegurar que no sea así?
—Precisamente —dijo Kelsey—. Aquí hay un asesino, un asesino despiadado que ha matado dos veces…, pero se hace muy difícil creer que sea una de las profesoras. La señorita Johnson estuvo ayer en casa de su hermana en Limeston on Sea, y se presentó aquí poco antes de las once de la noche, y de todos modos, hace ya siete años que está con usted… La señorita Chadwick está aquí, en el colegio, desde que lo fundaron. En todo caso, tanto la una como la otra son inocentes de la muerte de la señorita Springer. La señorita Rich ha estado con usted desde hace más de un año, y la noche pasada se encontraban en el Aton Grange Hotel, a veinte millas de distancia. La señorita Blake estuvo en casa de unos amigos en Littleport; la señorita Rowan hace un año que trabaja para usted y tiene buenos antecedentes. En cuanto al servicio, francamente, no puedo imaginarme a ninguno de ellos cometiendo un asesinato. Además, son todos de la comarca…
La señorita Bulstrode, complacida, hizo una seña de aprobación con la cabeza.
—Estoy completamente de acuerdo con sus razonamientos. Pero de ser así, no deja a nadie fuera, ¿no? Así es que… —hizo una pausa, tras lo cual fijó en Adam su mirada acusadora—. En realidad, parece… como si debiera ser usted.
Adam abrió la boca, asombrado.
—Siempre aquí vigilando —consideró la señorita Bulstrode—. Con gran libertad de movimientos… En posesión de una plausible historia con que justificar su presencia aquí. Con excelentes referencias, pero usted podría ser un traidor y estar jugando con dos barajas, ¿sabe?
Adam se recuperó.
—Verdaderamente, señorita Bulstrode —dijo con admiración—, debo descubrirme ante usted. ¡Piensa en todo!
2
—¡Válgame Dios! —se lamentó la señora Sutcliffe, que estaba a la mesa tomando el desayuno—. ¡Henry!
Acababa de desplegar un periódico.
La anchura de la mesa comprendida entre ella y su marido se hallaba vacía, ya que sus invitados para el fin de semana no habían hecho todavía acto de presencia para la comida.
El señor Sutcliffe, que tenía abierto su periódico por la sección de cotizaciones de bolsa y se hallaba absorto en las imprevistas evoluciones de ciertos valores, no contestó.
—¡Henry!
La llamada de clarín llegó hasta él. Alzó su rostro alarmado.
—¿Qué es lo que pasa, Joan?
—¿Lo que pasa? ¡Otro asesinato! ¡En Meadowbank! En el colegio de Jennifer.
—¿Qué? ¡Venga! ¡Déjame que yo lo vea!
Sin hacer caso a la observación de su esposa de que igualmente lo podría leer en su periódico, el señor Sutcliffe se inclinó por encima de la mesa y arrebató la hoja de manos de su esposa.
—La señorita Eleanor Vansittart… El pabellón de deportes… en el mismo sitio donde la señorita Springer, la instructora de gimnasia… mmm… mmm…
—¡No puedo creerlo! —se lamentó la señora Sutcliffe—. En Meadowbank. Un colegio tan exclusivo. Con realeza y todo allí —el señor Sutcliffe arrugó el periódico y lo echó sobre la mesa.
—Solamente hay una cosa que hacer —añadió—. Que vayas tú al instante a sacar a Jennifer de allí.
—¿Quieres decir sacarla para siempre?
—Eso es precisamente lo que quiero decir.
—¿No te parece que eso sería un poquito demasiado drástico? Después de lo cariñosamente que se ha portado Rosamond haciendo gestiones para que la admitieran.
—¡No vas a ser la única en dar la nota sacando a tu hija de allí! Pronto habrá vacantes en abundancia en tu querido Meadowbank.
—¡Oh, Henry! ¿Crees tú eso?
—Sí, lo creo. Allí hay algo que no funciona como es debido. Saca de allí a Jennifer hoy mismo.
—Sí, desde luego que la sacaré. Llevas toda la razón. ¿Qué vamos a hacer con ella?
—Mandarla a uno de segunda categoría que esté en algún sitio cerca. Allí no tendrán asesinos.
—¡Oh, Henry! Pero si allí también los hay. ¡No lo recuerdas? Aquel chico que disparó al profesor de ciencias es uno de ellos. Venía en el News of the World de la semana pasada.
—¡Yo no sé adónde vamos a ir a parar en Inglaterra! —exclamó el señor Sutcliffe.
Indignado, arrojó la servilleta encima de la mesa, y salió del comedor dando zancadas.
3
Adam se encontraba solo en el pabellón de deportes. Registraba, con ágiles y experimentados dedos, el contenido de las taquillas. No era verosímil que llegase a encontrar algo allí donde la Policía había fracasado, pero, después de todo, cada departamento policíaco difiere un poco en sus técnicas.
¿Qué podría haber allí que relacionase esta moderna y costosa edificación con la muerte violenta y repentina? La idea de que pudiera utilizarse como lugar de citas quedaba eliminada. A nadie se le ocurriría seguir usando con tal finalidad un sitio en donde se había cometido un crimen. Entonces llegó a la conclusión de que en él había alguna cosa que alguien estaba buscando. Era muy improbable que éste fuera un sitio para utilizar como escondrijo de joyas. Esto había que desecharlo. Era imposible que allí hubiese un escondite secreto, cajones de doble fondo, trampas con resortes, etc. Y todos los objetos que integraban el contenido de los cajones eran de una sencillez lastimosa. Tenían sus secretos, pero eran secretos de colegialas. Fotografías de actores de pantalla, paquetes de cigarrillos, y ocasionalmente, alguna novela no muy apropiada. Volvió expresamente a la taquilla de Shaista. La señorita Vansittart fue asesinada cuando se inclina junto a ella. ¿Qué era lo que la señorita Vansittart contaba con encontrar allí? ¿Lo había encontrado? ¿Lo habría cogido el asesino de su mano, después de haberla matado, y se había deslizado fuera del edificio con el tiempo justo para evitar que la señorita Chadwick le descubriese?
Siendo así no valía la pena seguir buscando. Fuese lo que fuese, ya había desaparecido.
El sonido de unas pisadas del exterior, le hizo volver en sí de sus pensamientos. Se hallaba en pie, encendiendo un cigarrillo, cuando Julia Upjohn apareció en la puerta, titubeando un poco.
—¿Desea algo, señorita? —le preguntó Adam.
—Querría saber si podría coger mi raqueta de tenis.
—No veo por qué no —respondió Adam—. El policía de servicio me dejó aquí, encargado de esto —explicó, mendaz—. Tuvo que dejarse caer por la comisaría en busca de no sé qué. Me dijo que me quedara aquí mientras él estaba fuera.
—Supongo que para ver si vuelve —conjeturó Julia.
—¿El policía?
—No. Me refiero al asesino. Siempre lo hacen, ¿verdad? Regresan al escenario del crimen. ¡Tienen que hacerlo! Es una fuerza apremiante.
—Puede que tenga razón —concedió Adam. Miró hacia las apretadas filas de raquetas en sus correspondientes prensas—. ¿Por dónde está la suya?
—Debajo de la letra U —indicó Julia—. Exactamente en el último extremo. Llevan puestos nuestros nombres —explicó, señalando la tira de cinta adhesiva cuando él le entregó la raqueta.
—La he visto hacer algunos saques —mencionó Adam—. He sido un buen jugador en mis tiempos.
—¿Puedo llevarme también la de Jennifer Sutcliffe? —pidió Julia.
—Nueva —dijo Adam apreciativamente al entregársela.
—Recién salida del horno —puntualizó Julia—. Su tía se la mandó hace solamente dos o tres días.
—Una chica afortunada.
—Ella necesita tener una raqueta buena. Juega estupendamente. No tiene rival en el backland en todo el colegio —miró en torno suyo—. ¿Cree usted que volverá?
Adam tardó unos instantes en comprender a quién se refería.
—¿Quién? ¿El asesino? No; no creo que sea probable, en realidad. Sería un poquito arriesgado, si lo hiciera…, ¿no le parece?
—¿No opina que los asesinos tienen que serlo?
—No, a menos que se hayan olvidado de alguna cosa importante.
—¿Se refiere usted a una pista? Me gustaría encontrar una pista. ¿Ha encontrado una la Policía?
—No me lo dirían de haberla encontrado.
—No; supongo que no… ¿Le interesan los crímenes?
Le miró inquisitiva. Él le devolvió la mirada. Todavía no se vislumbraba en ella a una mujer madura. Tendría la misma edad que Shaista, pero en sus ojos no se advertía nada más que una interrogación de curiosidad.
—Pues… supongo que… hasta cierto punto… a todos nos interesan, ¿no?
Julia asintió con la cabeza.
—Sí, yo también lo creo así… Puedo pensar en toda clase de soluciones…, pero la mayoría de ellas son demasiado rebuscadas. Sin embargo, es bastante divertido.
—¿Le era a usted simpática la señorita Vansittart?
—Nunca pensé en ello. Me parecía muy correcta. Se asemejaba a Bull… a la señorita Bulstrode…, pero no era realmente como ella. Era algo así como una sobresaliente de teatro que imitase a la primera figura. Pero no crea que encontré divertido el que la asesinaran. Por el contrario, me apenó muchísimo.
Se marchó, llevándose consigo las dos raquetas.
Adam se quedó echando una mirada circular por todo el pabellón.
—¿Qué demonios sería lo que se ocultaba aquí? —murmuró para su interior.
4
—¡Cielos! —exclamó Jennifer, sin recoger, en su aturdimiento la pelota que le enviaba Julia—. Ahí llega mamá.
Las dos muchachas se volvieron para contemplar la agitada figura de la señora Sutcliffe, que, conducida por la señorita Rich, venía gesticulando al tiempo que avanzaba rápidamente.
—Otra vez con historias, supongo —dijo Jennifer, resignada—. Es por el asesinato. Qué suerte tienes con que tu madre esté en un autobús por el Cáucaso.
—Pero tengo aquí a tía Isabel.
—Las tías no se preocupan ni la cuarta parte.
—Tienes que ir a preparar tus cosas, Jennifer. Te vienes conmigo.
—¿A casa?
—Sí.
—Pero, no vendrás para llevarme para siempre. No creo que lo digas en serio.
—Sí. Es en serio.
—Pero no puedes hacer eso…, de veras que no. Estoy jugando al tenis como nunca. Tengo una gran probabilidad de ganar en los singles, y Julia y yo podríamos ganar los dobles, aunque esto ya no me parece tan seguro.
—Te vienes hoy a casa conmigo.
—¿Por qué?
—No hagas preguntas.
—Me imagino que es por los asesinatos de la señorita Springer y la señorita Vansittart. Pero nadie ha matado a ninguna de las chicas. Estoy segura de que nadie querría hacerlo. Y el Día de los Deportes es dentro de tres semanas. Yo creo que voy a quedar campeona en el salto de distancia y tengo una buena probabilidad en las carreras de obstáculos.
—No me discutas, Jennifer. Te vuelves hoy a casa conmigo. Tu padre insiste en ello…
—Pero, mamá…
Arguyendo con pertinacia, Jennifer se dirigió hacia el edificio del colegio acompañada de su madre.
De improviso, se separó de ella y volvió corriendo a la pista de tenis.
—Adiós, Julia. Por las trazas, hoy ha soplado el viento del lado desfavorable de mamá. Y, aparentemente, también del de papá. Es nauseabundo, ¿no? Adiós. Te escribiré.
—Yo también te escribiré y te contaré todo lo que pase en el colegio.
—Espero que la próxima que maten no sea Chaddy. Preferiría que fuese mademoiselle Blanche. ¿Y tú?
—Sí. Es de la que podemos prescindir mejor. Oye, ¿te diste cuenta de la cara tan agria que puso la señorita Rich?
—No ha dicho ni pío. Está furiosa porque mamá ha venido para llevarme a casa.
—A lo mejor consigue convencerla. Tiene mucha personalidad, ¿no crees? Es diferente a todo el mundo.
—Me recuerda a alguien —apuntó Jennifer.
—No creo que se parezca a nadie en lo más mínimo. Siempre parece diferente en grado superlativo.
—Ah, sí. Es diferente. Quise decir que se parecía a alguien físicamente. Pero la persona a quien yo conocí era bastante más gruesa.
—Me es imposible imaginarme a la señorita Rich con grasa.
—Jennifer… —llamó la señora Sutcliffe.
—Hay que ver lo pesados que son los padres —se quejó Jennifer enojada—. Rollos, rollos, rollos. No paran nunca. Desde luego que tienes suerte en…
—Ya sé. Ya lo has dicho antes. Pero deja que te diga que, precisamente en estos momentos, preferiría que mamá estuviera mucho más cerca de mí, y no en un autobús por Anatolia.
—Jennifer…
—Voy volando.
Julia caminó lentamente en dirección al pabellón de deportes. Sus pasos se iban haciendo cada vez más lentos, hasta que, finalmente, se paró por completo. Permaneció parada, con el ceño fruncido, perdida en sus pensamientos.
Sonó la campana tocando al almuerzo, pero apenas si se percató de ello. Se quedó mirando fijamente la raqueta que empuñaba, dio un paso o dos a lo largo del sendero, y entonces giró en redondo para marchar con determinación hacia la casa. Entró por la puerta principal, lo cual no estaba permitido, pero de este modo evitaría encontrarse con ninguna de las otras chicas.
El vestíbulo estaba solitario. Corrió escaleras arriba hacia su pequeño dormitorio, miró apresuradamente en torno suyo y después, levantando el colchón de su cama, empujó la raqueta para que quedase debajo de aquél. Luego, tras de alisarse rápidamente el pelo, se encaminó, muy seria, escaleras abajo hacia el comedor.