Capítulo XXIV


Poirot dilucida





1

La señora Upjohn, al recorrer los pasillos de Meadowbank, se había olvidado ya de la emocionante escena por la que acababa de pasar. En estos momentos sólo era una madre buscando a su hija. La encontró en un aula desierta. Julia estaba inclinada sobre un pupitre con la lengua sacada, absorta en las agonías de la composición. Alzo la vista, y la miró fijamente. Se lanzó en seguida como una flecha por la sala de clase para ir a abrazar a su madre.

—¡Mamá!

Entonces, con el sentido del ridículo característico de su edad, avergonzada de no haber reprimido su emoción, se separó de su madre y esmerándose cuidadosamente porque su conversación pareciera fortuita, preguntó, casi acusadora:

—¿No estás de vuelta demasiado pronto, mamá?

—Regresé en avión desde Ankara —le explico su madre, casi excusándose.

—¡Oh! —exclamó Julia—. Bueno, estoy encantada de que hayas venido.

—Sí —dijo la señora Upjohn—, yo también lo estoy.

Se miraron una a otra con perplejidad.

—¿Qué haces? —le preguntó la señora Upjohn, acercándose un poco más.

—Un ejercicio de composición para la señorita Rich —explicó Julia—. Verdaderamente nos propone los temas más interesantes.

—¿A qué se refiere éste? —inquirió la señora Upjohn, inclinándose sobre el pupitre.

El título de la composición estaba escrito en lo alto de la página. Unas nueve o diez líneas, escritas con el carácter de letra desigual y desparramada de Julia, empezaban más abajo: «Contrastar las actitudes de Macbeth y lady Macbeth con relación al crimen», leyó la señora Upjohn.

—Bueno —exclamó escéptica—. No se puede decir que el tema sea muy original.

Leyó el principio del ensayo literario de su hija. «Macbeth —había dicho Julia—, gustaba de la idea del asesinato y había estado pensando en él una barbaridad, pero necesitaba que le dieran un empujón para decidirse a empezar. Una vez que se metió de lleno, se divirtió en grande asesinando gente y ya no tuvo más remordimientos ni temores. Lady Macbeth no era más que una avariciosa y ambiciosa. Creía que no le importaba hacer lo que fuera para conseguir lo que deseaba. Pero una vez que lo hubo hecho, se dio cuenta de que no le gustaba en absoluto».

—Tu estilo no es muy elegante —falló la señora Upjohn—. Me parece que tendrás que pulirlo un poquito, pero ciertamente tienes algo ahí dentro.



2

El inspector Kelsey estaba hablando en un tono ligeramente quejoso.

—Lo ha hecho usted muy bien, Poirot —le cumplimentó—. Usted sabe cómo decir y poner en práctica muchas cosas que nosotros no sabemos cómo hacerlas, y debo admitir que todo el asunto estuvo magníficamente puesto en escena: hacerla descuidar su estado de alerta, induciéndole a pensar que sospechábamos de la señorita Rich, y después la inopinada aparición de la señora Upjohn le hizo perder la cabeza. Hemos de dar gracias a Dios que conservaba la automática después de haber matado a la Springer. Si la bala corresponde…

—Corresponderá, mon ami, corresponderá —pronosticó Poirot.

—Bueno, en este caso, la tenemos atrapada por el asesinato de la señorita Springer, e infiero que la señorita Chadwick está bastante mal. Pero mire, Poirot, lo que todavía yo no alcanzo a comprender es cómo pudo haber matado a la señorita Vansittart. Es físicamente imposible. Tiene una coartada a prueba de bomba… a menos que el joven Rathbone y todo el personal de «Le Nid Sauvage» estén compinchados con ella.

Poirot movió la cabeza negativamente.

—Oh, no. Su coartada es perfectamente válida. Ella mató a la señorita Springer y a mademoiselle Blanche. Pero a la señorita Vansittart quien la mató fue la señorita Chadwick.

—¿La señorita Chadwick? —exclamaron la señorita Bulstrode y el inspector Kelsey al unísono.

—Estoy seguro de ello —afirmó Poirot.

—Pero…, ¿por qué?

—Me parece —conjeturó Poirot— que la señorita Chadwick tenía demasiado cariño a Meadowbank —su mirada se cruzó con la de la señorita Bulstrode.

—Comprendo —dijo la señorita Bulstrode—. Sí, sí; comprendo… Debería haberlo sospechado. Usted quiere decir que ella…

—Quiero decir —aclaró Poirot— que ella fundó el colegio con usted y que durante todo el tiempo transcurrido desde entonces, ella consideró a Meadowbank como una empresa arriesgada en la que se sentía ligada a usted.

—Lo cual, en cierto sentido, es verdad —manifestó la señorita Bulstrode.

—Completamente cierto —convino Poirot—. Pero era únicamente en el aspecto financiero. Cuando usted empezó a hablar de retirarse, ella se consideró a sí misma como la persona llamada a tomar posesión del cargo.

—Pero, si era muy vieja para ello —objetó la señorita Bulstrode.

—Sí —acordó Poirot—, era demasiado vieja y no estaba capacitada para desempeñar el cargo de rectora. Pero ella no lo creía así. Imaginaba como cosa hecha que cuando usted se retirase, ella llegaría a ser la rectora de Meadowbank. Pero después descubrió que no era así, sino que usted estaba pensando en otra persona y se decidió por Eleanor Vansittart. Y ella adoraba a Meadowbank. Adoraba al internado y no le tenía simpatía a Eleanor Vansittart. Creo que terminó por odiarla.

—Pudo haberlo hecho —asintió la señorita Bulstrode—. Sí, Eleanor Vansittart estaba demasiado poseída de sí misma, con un gran complejo de superioridad en todos los asuntos. Esa es una cosa muy difícil de sobrellevar cuando se siente envidia. Eso es lo que quiere dar a entender, ¿no es cierto? Que Chaddy tenía envidia.

—Sí —aseveró Poirot—. Estaba celosa de Meadowbank y sentía envidia de Eleanor Vansittart. No podía sufrir el pensamiento de que el colegio y la señorita Vansittart formasen un todo indisoluble. Y entonces tal vez algún cambio en el modo de conducirse de usted, la indujo a pensar que estaba desistiendo de tal idea.

—Es cierto que desistí de ella —afirmó la señorita Bulstrode— pero no en el sentido que tal vez se imaginó Chaddy. En realidad yo pensé en alguien bastante más joven que la señorita Vansittart… Recapacité y dije: «No, es demasiado joven… No tiene bastante experiencia…». Recuerdo que Chaddy me acompañaba entonces.

—Y ella pensó —dedujo Poirot— que usted se refería a que la señorita Vansittart era demasiado joven. Ella manifestó estar totalmente de acuerdo. Supuso que la experiencia y los conocimientos que ella poseía eran mucho más importantes. Pero entonces, después de todo eso, usted volvió a su decisión original. Usted se decidió por Eleanor Vansittart como la persona indicada y la dejó aquel fin de semana a cargo del internado. Esto es lo que supongo que sucedió: en la noche de aquel domingo, la señorita Chadwick, que estaba inquieta e insomne, se levantó de la cama y vio luz en el pabellón de deportes. Se dirigió hacia allí exactamente de la manera que declaró. Sólo hay un detalle en su declaración que difiere de lo que sucedió en realidad. No fue un palo de golf de lo que echó mano, sino de un saco de arena de los que hay en el vestíbulo, y se encaminó con él hacía allí, decidida a habérselas con un ladrón, con alguien que por segunda vez había irrumpido en el pabellón de deportes. Tenía el saco de arena en la mano, dispuesta a defenderse en caso de ataque. ¿Y a quién encontró? A Eleanor Vansittart escudriñando en una taquilla, y entonces es muy posible que pensara lo siguiente… (porque yo me doy gran habilidad —dijo Hércules Poirot, haciendo un paréntesis— en adentrarme en el cerebro de los demás). Pensó: «Si yo fuera un merodeador o un escalador nocturno, me acercaría a ella por la espalda para atizarle un golpe». Y al tiempo que lo pensaba, semiinconsciente de lo que estaba haciendo, alzó el saco de arena y le golpeó. Y allí quedaba muerta Eleanor Vansittart, fuera de su camino. Entonces, supongo, se quedó aterrorizada por lo que había hecho. Esto la ha estado atormentando desde entonces… porque la señorita Chadwick no es una asesina por naturaleza. Lo hizo impulsada, como muchas otras personas, por los celos y la obsesión. La obsesión de su amor por Meadowbank. Así que no confesó. Contó el suceso tal como había pasado, omitiendo solamente un hecho de vital importancia: que fue ella quien golpeó. Pero cuando le interrogaron respecto al palo de golf que presumiblemente llevó consigo la señorita Vansittart, presa de nerviosismo después de todo lo que había ocurrido, la señorita Chadwick declaró rápidamente que fue ella quien lo llevó allí. No quería que ustedes llegaran a pensar ni siquiera un momento que ella había cogido el saco de arena.

—¿Por qué escogió Ann Shapland igualmente un saco de arena para matar a mademoiselle Blanche? —preguntó la señorita Bulstrode.

—En primer lugar, presumo que ella no quería correr el riesgo de que se oyera un disparo de pistola dentro del internado, y además, es una joven muy lista. Intentaba relacionar este tercer asesinato con el segundo, para el cual estaba en posesión de una coartada.

—Lo que en realidad no alcanzo a entender es qué podría estar haciendo Eleanor Vansittart en el pabellón de deportes —dijo la señorita Bulstrode.

—Yo creo que podríamos conjeturar que ella estaba, probablemente, mucho más preocupada por la desaparición de Shaista de lo que hacía ver. Estaba tan conmocionada como la señorita Chadwick. En cierto modo era bastante peor en su caso, porque usted la había dejado a cargo del internado, y el secuestro había tenido lugar cuando ella asumía esta responsabilidad. Además ella había ridiculizado el asunto, quitándole importancia durante tanto tiempo como le fue posible, debido a su renuncia a encararse con unos hechos que resultaban sumamente desagradables para todos.

—Así es que había debilidad bajo la «fachada» —recapacitó la señorita Bulstrode—. Llegué a sospecharlo en más de una ocasión.

—Presumo que a ella, igualmente, le era imposible conciliar el sueño. Y creo que fue silenciosamente al pabellón de deportes a hacer un escrutinio en la taquilla de Shaista para tratar de encontrar un posible indicio que arrojara alguna luz sobre la desaparición de la chica.

—Usted parece tener explicaciones para todo, monsieur Poirot.

—Ésa es su especialidad —indicó el inspector Kelsey, con cierto asomo de picardía.

—¿Y con qué finalidad pidió a Eileen Rich que hiciera apuntes de varias de mis profesoras?

—Quería probar la habilidad de Jennifer para reconocer una cara. Me satisfizo cerciorarme en seguida que Jennifer Sutcliffe estaba demasiado preocupada por sus propios asuntos, y que concedía a los demás solamente una rápida ojeada, en el mejor de los casos, tomando nota únicamente de los detalles externos. Ella no reconoció a mademoiselle Blanche en un boceto en que aparecía con un estilo diferente de peinado. Mucho menos, entonces podría haber reconocido a Ann Shapland, a quien, como secretaria de usted, rara vez tuvo ocasión de ver de cerca como para recordarla.

—¿Usted opina que la mujer que le trajo la raqueta nueva fue la propia Ann Shapland en persona?

—Sí. Todo el asunto lo hizo por sí sola. ¿Recuerda aquel día en que la llamó para que enviase un recado a Julia, pero al no contestar al zumbador, envió usted a una alumna a buscarla? Ann estaba acostumbrada a disfrazarse con rapidez. Se puso una peluca rubia y un sombrero llamativo, se pintó las cejas de un estilo y matiz diferentes y se vistió con ropas estrafalarias. Solamente necesitó ausentarse de su máquina de escribir durante unos veinte minutos. Yo me di cuenta gracias a los interesantes esbozos de la señorita Rich, de lo fácil que es para una mujer el cambiar de aspecto mediante detalles puramente externos.

—En cuanto a la señorita Rich…, me gustaría saber… —manifestó la señorita Bulstrode, pensativamente.

Poirot dirigió una mirada al inspector Kelsey y éste dijo que tenía que marcharse.

—¿La señorita Rich…? —repitió la señorita Bulstrode.

—Envíe a buscarla —respondió Poirot—. Es mejor así.

Eileen Rich apareció. Tenía la cara pálida y ligeramente desafiadora.

—Usted desea saber —dijo a la señorita Bulstrode— qué es lo que yo estaba haciendo en Ramat.

—Me parece que tengo cierta idea —replicó la señorita Bulstrode.

—Exactamente —intercaló Poirot—. Los niños de hoy día conocen todas las realidades de la vida, pero sus ojos, a menudo, conservan su inocencia.

Añadió que él debía, asimismo, marcharse, y se deslizó de la habitación.

—Era eso, ¿no es cierto? —preguntó la señorita Bulstrode con voz animada, en que se advertía su espíritu práctico—. Jennifer la describió meramente como gruesa. No se dio cuenta de que lo que había visto era una mujer embarazada.

—Sí —confesó Eileen Rich—. Era eso. Yo iba a tener un hijo. No quería abandonar mi trabajo aquí. Conseguí seguir ocultándolo durante el otoño, pero después empezó a notarse. Me hice del certificado de un doctor en el que constaba que no me hallaba en condiciones de seguir con mi trabajo, y alegué que estaba enferma. Me marché al extranjero, a un lugar remoto donde presumí que no era probable que me encontrara a ninguna persona conocida. Regresé a Inglaterra; el niño nació… muerto. Volví aquí este trimestre y confié en que nadie llegaría nunca a saber… Usted comprende ahora, ¿verdad?, por qué le dije yo que me habría visto obligada a rechazar su oferta de entrar en sociedad, de habérmela usted hecho. Solamente ahora, que el colegio pasa por tal desastre, pensé que, después de todo, yo podría estar en condiciones de aceptar.

Hizo una pausa y luego dijo con un tono de voz muy realista:

—Y ahora, ¿quiere usted que me marche? ¿O debo esperar hasta el fin de este trimestre?

—Usted se quedará aquí hasta el fin de este trimestre —decidió la señorita Bulstrode—. Y si aquí hay todavía un nuevo trimestre, según confío, deseo que vuelva a reanudar sus actuaciones.

—¿Que vuelva? —dijo Eileen Rich—. ¿Quiere usted decir que todavía me necesita?

—Por supuesto que la necesito —aseguró la señorita Bulstrode—. Usted no ha matado a nadie, ni se ha vuelto loca por unas joyas y ha llegado a asesinar para conseguirlas. Le diré lo que ha hecho; Usted, probablemente, ha luchado contra sus instintos durante mucho tiempo. Conoció a un hombre, se enamoró de él, y tuvo un hijo. Me imagino que no pudieron casarse.

—Nunca se planteó la cuestión del matrimonio. Yo lo sabía. Él no tiene la culpa de nada.

—Entonces, todo está perfectamente —opinó la señorita Bulstrode—. Usted tuvo una aventura amorosa y un hijo. ¿Deseaba tener ese hijo?

—Sí —aseguró Eileen Rich—. Yo quería tenerlo.

—Ya me lo suponía —dijo la señorita Bulstrode—. Ahora voy a decirle a usted una cosa. Creo que a pesar de este asunto amoroso, su verdadera vocación en la vida es la enseñanza. Creo que su profesión significa más para usted que llevar una vida corriente de matrimonio con marido e hijos. Una vida vulgar.

—Oh, sí —convino Eileen Rich—. Estoy segura de ello. Lo he sabido siempre. Eso es lo que realmente he deseado hacer… Esa es la verdadera pasión de mi vida.

—Entonces no lo dude —le aconsejó la señorita Bulstrode—. Le estoy haciendo una oferta muy interesante. Esto es, siempre que las aguas vuelvan a su cauce. Transcurrirán dos o tres años hasta que pongamos de nuevo en el mapa a Meadowbank. Usted tendrá ideas diferentes a las mías respecto al modo en que lo haremos. Yo prestaré atención a sus ideas. Puede que incluso ceda ante algunas de ellas. Usted desea que las cosas sean diferentes en Meadowbank, me imagino.

—En ciertos detalles, sí que lo deseo —declaró Eileen Rich—. No me gustan los fingimientos ni las cursilerías. Desearía que se hiciera más énfasis en admitir a las chicas que realmente valen.

—¡Ah! —exclamó la señorita Bulstrode—. Comprendo. Lo que a usted no le gusta es el elemento snob.

—Sí —repuso Eileen—. Opino que para lo único que sirve es para estropear las cosas.

—Lo que usted, tal vez, no advierte, es que para poder admitir a esa clase de chicas que dice, hay que admitir también al elemento snob. Es un componente muy reducido, en realidad, como sabe. Unas cuantas princesas extranjeras, algunos grandes nombres, y todo el mundo, todos los padres bobos del país querrán que sus hijas vengan a Meadowbank. ¿Cuál es el resultado? Una extensísima lista de aspirantes, y yo echo un vistazo a las chicas que componen esa lista, las comparo y hago mi selección. Se consigue lo más selecto, ¿comprende? Y escojo a mis alumnas. Las escojo muy cuidadosamente, a unas por su personalidad, a otras por su inteligencia, y a otras, en fin, por su puro intelecto académico. También selecciono a algunas otras porque a mi juicio no han tenido una oportunidad, pero tienen madera para poder sacar algo de ellas, algo que valga la pena. Usted es joven, Eileen. Está llena de ideales… es la enseñanza lo que le importa, y el aspecto ético de ella. Sus ideales son algo magnífico. Son las chicas las que importan, pero si usted quiere que algo triunfe, tiene que ser igualmente buen comerciante. Las ideas son como todo lo demás. Han de ser ofrecidas en el mercado. Tendremos que hacer un trabajo de adulación bastante mañoso para poner otra vez a Meadowbank en circulación. Tendré que echarle el anzuelo a un grupo de personas, antiguas alumnas, darles coba y argüir con ellas, para conseguir que envíen aquí a sus hijas. Y entonces vendrán las otras. Usted me deja a mí realizar mis trucos, y después usted haga las cosas a su manera. Meadowbank seguirá adelante y continuará siendo un excelente colegio.

—Será el mejor colegio de Inglaterra —pronosticó Eileen Rich, entusiasmada.

—Así lo creo yo —convino la señorita Bulstrode—. Y Eileen, yo, en su lugar, me cortaría y arreglaría el pelo de un modo más conveniente. Da la impresión de que no se las ingenia usted para hacerse ese rodete. Y ahora —terminó— debo ir a ver a Chaddy.

Entró en el cuarto de aquélla, y se dirigió hacia la cama. La señorita Chadwick estaba acostada, inmóvil y muy pálida. Tenía la cara exangüe y se advertía que la vida se le escapaba por momentos. Un policía estaba sentado cerca de la señora Chadwick con un bloc de notas y al otro lado de la cama se sentaba la señorita Johnson; ésta miró a la señorita Bulstrode y movió suavemente la cabeza.

—Hola, Chaddy —dijo la señorita Bulstrode. Tomó la fláccida mano en la suya. La señorita Chadwick entonces abrió los ojos.

—Quiero decirle —declaró— que Eleanor… fue… fui yo.

—Sí, querida, ya lo sé —afirmó la señorita Bulstrode.

—Tenía envidia —confesó a continuación la señorita Chadwick—. Quería…

—Lo sé —replicó la señorita Bulstrode.

Las lágrimas corrían lentamente por la mejilla de la señorita Chadwick.

—¡Es tan espantoso!… Yo no me proponía hacerlo… ¡Yo no sé cómo llegué a hacer semejante cosa!…

—No piense mas en ello… —le aconsejó la señorita Bulstrode.

—Pero no puedo… usted nunca… yo nunca podré perdonármelo…

La señorita Bulstrode le apretó la mano un poco más fuertemente.

—Escuche, querida —le dijo—. Salvó mi vida, ya lo sabe. Mi vida y la de esa simpática mujer, la señora Upjohn. Eso dice mucho en su favor, ¿no?

—Solamente desearía —manifestó la señorita Chadwick— haber podido dar mi vida por ustedes dos. Eso lo hubiera solucionado todo perfectamente…

La señorita Bulstrode la miró con gran compasión. La señorita Chadwick exhaló un profundo suspiro, y después moviendo la cabeza lentamente hacia un lado, expiró.

—Ya dio usted su vida, querida —susurró la señorita Bulstrode—. Espero que se dé cuenta de ello… ahora.

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