La visión del hombre derrumbado lo perseguía. El momento en que por fin se resignó. Su voz rogando desesperadamente ver a su mujer muerta. «Tengo derecho, ¿no? -dijo Jomann -. ¿De verdad me lo puede negar?»
No podía. Solo pedirle que se lo ahorrara a sí mismo. «Ella no habría querido que usted la viera así», le dijo Sejer con insistencia. Gunder no era más que una sombra de sí mismo cuando recorría el pasillo. Una agente lo llevaría a su casa. A una casa vacía. ¡Cómo la estuvo esperando! Con la ilusión de un niño. Sejer se acordaba del certificado de matrimonio que con tanto orgullo les había mostrado el hombre. Ese importante documento, la prueba de su nuevo estado.
– Se llama Poona Bai -dijo Sejer más tarde en la puerta abierta de la sala de guardia -. De la India. De visita en Noruega por primera vez.
Soot, que se ocupaba del teléfono abierto al público, abrió los ojos de par en par.
– ¿Se va a publicar en la prensa?
– No, no tenemos ningún papel. Pero un hombre de Elvestad la estaba esperando. Se casaron en la India el 4 de agosto. Ella venía para quedarse con él.
Se inclinó hacia delante y leyó en la pantalla.
– ¿Qué tienes ahí?
– Una joven -contestó Soot alterado -. Acaba de llamar. Habrá que procurarle un coche. Linda Carling, dieciséis años. Pasó en bicicleta por Hvitemoen el día veinte, un poco después de las nueve de la noche. Había un coche rojo aparcado en el arcén, y un hombre y una mujer estaban retozando en el prado.
– ¿Retozando? -dijo Sejer -. De repente se puso en estado de alerta.
– Le costó mucho encontrar las palabras adecuadas -dijo Soot -. Pensó que estaban echando un polvo. Corrían el uno tras el otro, como si estuvieran jugando. Luego se tumbaron en la hierba. Más tarde se le ocurrió que tal vez se tratara de la víctima y su asesino. Que primero tuvieran relaciones sexuales y que luego él la matara. Ninguno de los dos se percató de su presencia.
– No hubo sexo -se apresuró a decir Sejer -. Pero puede que él lo intentara. ¿Y el coche?
Sin darse cuenta, apretó los puños.
– Un coche rojo. Y lo del coche rojo es interesante -dijo Soot -. Karlsen se pasó por aquí. Un tío con un Volvo rojo aparcó esta noche junto al lugar de los hechos. Estaba como meditando. Le tomaron los datos por si acaso. Se comportó de un modo muy extraño.
– ¿Su nombre?
– Gunder Jomann.
Se hizo el silencio en la estancia.
– Es su marido -explicó Sejer -. Dudo mucho que lo haya hecho él.
– ¿Podemos estar tan seguros de ello?
– Si no me equivoco, él estaba en ese momento en el Hospital Central. Tiene una hermana ingresada allí. Lo he comprobado. Skarre, ve tú a ver a Linda Carling. Tendrás que sonsacarle. ¡Ella vio el coche!
– De acuerdo -dijo Skarre -. Pero es muy tarde.
– En este asunto no podemos tener consideración con nadie. ¿Qué más? -añadió mirando a Soot.
– Nada importante.
– Hay algo extraño -señaló Skarre mientras se ponía la chaqueta de cuero -. El arma. ¿Con qué la golpeó? No hay piedras en la hierba. Si llegó en coche y llevaba alguna herramienta, no se me ocurre nada que pudiera producir las terribles lesiones que presenta la mujer. ¿Qué suele llevar la gente en el coche?
– Puede que un gato para las ruedas -contestó Sejer -. Pequeñas herramientas. Cosas así. El forense Snorrason habla de algo grande y pesado. Tenemos que volver a inspeccionar los alrededores. Hay un pequeño lago al otro lado de la carretera. Norevann. Puede que tirara allí el arma y también la maleta. Tenemos que encontrar a su hermano.
– ¿Su hermano? -preguntó Soot.
– Su único pariente. Y cuñado de Jomann. Tenemos que traerlo aquí, si se puede.
– ¡Allá vamos! -exclamó Skarre, entusiasmado.
El deseo de Linda de atraer la atención no tenía límites. Estar entre la gente, ser el centro de atención, era vital para ella. Si estaba en la sombra, se sentía sola. Pero ahora iba a darse un baño de sol. ¡Un poli iba de camino a su casa! Estaba buscando el cepillo del pelo. Se roció con el Lagerfeld de su madre. Luego volvió a salir a la calle a mirar. Aún no se veía ningún coche. Abrió la ventana para poder oírlo y se puso a ordenar la mesa del salón. La revista juvenil Girls estaba abierta por el medio con una foto de Di Caprio. La metió en la cesta de los periódicos. Se quitó las zapatillas y anduvo desnuda por el salón mientras pensaba en lo que diría. Era importante tener la cabeza despejada y contar con exactitud lo que había visto, no lo que creía haber visto. Pero no se acordaba muy bien, y eso le fastidiaba. Volvió a repasar su excursión en bicicleta y formuló unas frases para sus adentros. Tenía poca información que dar a ese hombre. Porque sería un hombre, claro, el que estaba en camino. Ni se le ocurrió pensar que podía ser una agente, aunque sabía que había mujeres policías. Cuando al fin oyó el ruido de un coche y de neumáticos en la gravilla, el corazón le empezó a palpitar con fuerza. Oyó el timbre, pero tardó un poco en abrir, pues no quería precipitarse hacia la puerta como una chiquilla. Entonces se le ocurrió que estaba demasiado arreglada y corrió al baño a desarreglarse un poco. Cuando por fin se abrió la puerta, Skarre se encontró cara a cara con una chica apurada y sin aliento, con las mejillas sonrojadas y una nube de pelo que le rodeaba la cabeza como una corona. Olía mucho a perfume.
– ¿Linda Carling? -preguntó Skarre con una sonrisa.
Justo en ese instante algo sucedió en la cabeza de Linda. Miró fascinada al joven agente. La luz de fuera se reflejaba en sus rizos rubios. Su chaqueta de cuero negro brillaba. Sus ojos azules la alcanzaron como un rayo. Se mareó un poco. De repente era importante. Perdió el habla y enderezó el cuerpo, estaba como un arco tensado en el marco de la puerta.
Skarre la miró con curiosidad. Esa chica podría haber pasado por Hvitemoen en el mismo instante en que se estaba cometiendo el crimen. ¿Era una testigo fiable? Él sabía que las mujeres eran mejores testigos que los hombres. Ella era joven, tal vez tenía buena vista. Además, a las nueve todavía era de día. Ella había pasado en bicicleta, no en coche. En coche se tardaría cuatro o cinco segundos en pasar. También sabía que lo que Linda le contara seguramente sería todo lo que recordaba. Lo que añadiera luego sería dudoso. Los seres humanos sentían una imperiosa necesidad de completar la imagen con el fin de crear una totalidad. Una armonía interna. Lo que ahora eran fragmentos de un suceso podría ser algo más con el tiempo. Se dio cuenta del ardiente deseo de la joven de ser útil. Skarre conocía la psicología de los testigos, todas aquellas cosas que influyen en la vivencia de una persona de lo que realmente ve. «La relatividad de la impresión.» Edad, sexo, cultura y estado de ánimo. La manera en que él formulaba la pregunta. Además, la chica parecía descentrada, incoherente y nerviosa. Su cuerpo se movía constantemente, gesticulaba con vehemencia y sacudía la cabeza. El intenso perfume le llegaba a Skarre en ráfagas.
– ¿Estás sola?
– Sí -contestó Linda -. Mi madre conduce un camión de transporte internacional y casi nunca está en casa.
– ¿De transporte internacional? Vaya. ¿Y tú piensas dedicarte a lo mismo?
– ¿A lo mismo? Jamás -dijo sacudiendo la cabeza.
El pelo blanco de la joven le recordaba a Skarre la lana de vidrio. Estaban sentados en el salón.
– ¿De dónde venías?
– De casa de una amiga. Karen Krantz. Vive en el camino de Randskog.
– ¿Es una amiga íntima?
– Nos conocemos desde hace diez años.
– ¿Vais a la misma clase?
– Dentro de dos días yo empezaré los módulos de peluquería. Karen va a hacer el bachillerato. Pero hasta ahora siempre hemos ido a la misma clase.
– ¿Qué hacíais en casa de Karen?
– Vimos una película. Titanic.
– Ah, sí -dijo Skarre -. Con Di Caprio. Muy romántica, ¿verdad?
– Superromántica -respondió Linda con una sonrisa.
Skarre se fijó en cómo le brillaban los ojos.
– De manera que salías de casa de Karen muy animada.
Linda se encogió de hombros, coqueta.
– Pues sí, bastante romántica, diría yo.
Por eso pensabas que ellos estaban jugando, pensó Skarre. Viste lo que querías ver, lo que tu cerebro esperaba ver. Un hombre corriendo detrás de una mujer para hacer el amor.
– ¿En qué estabas pensando mientras ibas montada en la bici? ¿Podrías decírmelo?
– Bueno -contestó la joven algo avergonzada -, pensaba en las películas.
– ¿Te cruzaste con algún coche?
– Con ninguno -contestó Linda muy segura.
– Al acercarte a Hvitemoen, ¿qué fue lo primero que viste?
– El coche -contestó -. Primero vi el coche. Era rojo y estaba mal aparcado. Como si se hubiera detenido de golpe.
– Continúa -dijo Skarre -. Intenta hablar libremente, olvídate de que te estoy escuchando.
Linda lo miró asombrada. Lo que él decía era imposible.
– Miré a mi alrededor para ver si había gente. Ese coche tendría que ser de alguien. Entonces me di cuenta de que había dos personas en el prado, ya casi en el bosque. Estaban corriendo. Alejándose de donde yo estaba. Vi con más claridad al hombre, porque él le hacía sombra a ella. Llevaba algo blanco. Una camisa blanca. Agitaba mucho los brazos. Creí que la estaba espantando en broma.
Linda se calló, porque en su pensamiento ya se había vuelto y estaba acercándose al coche.
– ¿Qué pudiste ver de la otra persona?
– Era más pequeña que él. Oscura.
– Oscura. ¿Cómo oscura?
– Todo era oscuro. Su pelo y su ropa.
– ¿Estás completamente segura de que se trataba de una mujer?
– Corría como una mujer -contestó Linda con sencillez.
– ¿Viste las manos del hombre? ¿Llevaba algo?
– No creo.
– Continúa.
Skarre no tomó ninguna nota. Todo lo que la chica decía se le quedó grabado en la mente.
– De repente el coche me estorbaba. Tuve que rodearlo. Y volví a mirar una vez más al prado. El hombre ya la había alcanzado, y los dos cayeron al suelo. Sobre la hierba.
– Entonces estarían medio ocultos cuando los viste desde la carretera. ¿O podías ver algo todavía?
– El hombre estaba… eh… encima -dijo sonrojándose un poco -. Vi brazos y piernas. Pero en ese momento la bici empezó a tambalearse y tuve que concentrarme en la carretera.
– ¿Oíste algo?
– Un perro ladrando.
– ¿Nada más? ¿Gritos? ¿Risas?
– Nada más.
– El coche -preguntó Skarre -, ¿puedes describirlo?
– Sí, era rojo.
– Hay muchos tonos de rojo. ¿Cuál exactamente?
– Rojo intenso. Como un coche de bomberos.
– Bien -dijo Skarre -. ¿Te fijaste en algún detalle del coche al pasar por delante de él? ¿Había gente dentro?
– No. Estaba vacío. Miré dentro.
– ¿Y la matrícula?
– Noruega. Pero no recuerdo el número.
– ¿Y estaba mirando hacia ti, cómo si viniera del centro de Elvestad?
– Sí -contestó Linda -. Pero estaba casi cruzado.
– ¿Las puertas estaban abiertas?
– La del lado del pasajero.
– ¿Te fijaste en el coche por dentro? ¿Era oscuro o claro?
– Creo que oscuro, pero no puedo asegurarlo. La pintura estaba bien.
– ¿No tienes ni idea de la marca o del modelo?
– No.
– ¿Estás completamente segura de que no te vio nadie?
– Completamente segura -contestó la chica -. No veían nada más que a ellos mismos. Y una bici no hace mucho ruido.
Skarre reflexionó unos instantes. Luego le sonrió.
– Si recuerdas algo más, puedes llamarme a la comisaría, a este número.
Le tendió una tarjeta. Ella la cogió con avidez. Jacob, ponía. De apellido Skarre. No le gustó nada que el hombre se fuera ya, no había estado más de diez minutos. El agente le estrechó la mano y le dio las gracias. Su mano era cálida y firme.
– Mañana te pediremos que nos indiques el lugar donde los viste. Y también el coche. Con la mayor precisión posible. No te importa, ¿verdad?
– ¡Claro que no! -exclamó la joven.
– Entonces enviaremos a un par de agentes a buscarte mañana por la mañana.
– De acuerdo -dijo ella, decepcionada.
Apretó la tarjeta en la mano. Sabía que no había nada más. El recuerdo de lo que había visto era parpadeante, borroso y falto de detalles. Rezó una breve oración para recordar más cosas, algo decisivo, durante el sueño. ¡Tenía que volver a ver a ese hombre! Era su hombre. Llevaba mucho tiempo esperando a alguien como él. Todo encajaba con sus deseos. La cara, el pelo, los rizos rubios, el uniforme. Linda sacudió la cabeza y bajó la mirada tímidamente, de esa manera que se le daba tan bien.
¡«Si recuerdas algo más»!
¿A qué se refería? A cualquier cosa. Linda cerró la puerta con llave y entró de puntillas en el salón. Se escondió detrás de los visillos y lo siguió con la mirada. «Enviaremos a un par de agentes.» ¡Bah! Se metió en el baño y se cepilló los dientes. Subió corriendo al piso de arriba. Se puso a cepillarse el pelo con movimientos largos y lentos frente al espejo de su habitación. El pelo se le electrizó y empezaron a saltar chispas.
– Se llama Jacob -dijo mirando al espejo -. ¿Que qué edad tiene? Veintialgo, no llega a los treinta. Claro que es guapo. Vamos a salir el sábado. Seguramente iremos al café Børsen. ¿Que no van a dejarme entrar? En compañía de un poli podré entrar donde sea. ¿Si estoy enamorada? Hasta las trancas. -Vio sus propias mejillas sonrojadas -. ¡Te diré una cosa, Karen: esta vez va en serio! Esta vez estoy dispuesta a llegar muy lejos para conseguir lo que quiero. ¡De verdad, muy lejos!
De nuevo oyó un ruido de motor en el patio. Un potente motor diésel que daba golpes, un sonido familiar y de repente no bienvenido. Era su madre. Apagó la luz y se metió a toda prisa debajo del edredón. Ahora no quería hablar. Cuando su madre se enterara, tomaría las riendas de todo, lo controlaría todo. Pero la testigo era ella. ¿Cómo lo llamaban? ¿Testigo principal? Soy la testigo principal de Jacob, pensó, cerrando los ojos. Su madre abrió la puerta de abajo. Linda oyó el ruido de la cerradura. Procuró respirar muy suavemente cuando su madre entró en su habitación y miró hacia la cama. Luego volvió a hacerse el silencio. En sus pensamientos regresó a casa de Karen. «¡Bueno, me voy! Te llamo mañana.» Y se subió a la bicicleta. Había una suave pendiente en el primer trecho hacia la carretera principal. El tiempo era agradable y templado. Cuando llegó al asfalto, la bicicleta no hacía ruido alguno. Y ahí me tienes, montada en mi bici con ese tiempo maravilloso. Mantén la cabeza despejada, recuerda cada detalle, hay bosque a tu izquierda y a tu derecha, y ni un alma en la carretera. Estoy completamente sola, y los pájaros callan porque se está acercando la noche, pero aún hay luz. Salgo de la curva y me acerco al prado de Kvitemoen. Muy a lo lejos veo el morro de un coche rojo. ¿Qué matrícula tiene? ¡No puedo verlo! ¡Joder, qué mala suerte! Me estoy acercando y tengo que rodearlo. Algo se mueve a lo lejos a la derecha. Hay gente en el prado. ¿Qué están haciendo? Corretean como niños, aunque son adultos. Ella intenta librarse, pero él la tiene cogida del brazo. Él es más rápido, parece que están jugando, es casi como un baile. Y yo rodeo el coche, está vacío, pero veo algo blanco en la ventanilla. Una pegatina. Estoy en medio de la carretera, justo antes de la curva y tengo que darme prisa y volver a la derecha, pero miro una vez más hacia el prado, donde los dos acaban de caer sobre la hierba alta. El hombre está encima de la mujer. Veo extenderse un brazo y al hombre inclinándose sobre ella, y pienso: ¡Dios mío, van a hacer el amor! ¡En medio del prado florido! ¡Están locos! Él lleva una camisa blanca y ella tiene el pelo negro. Él es más grande que ella, más ancho. ¿Es rubio? Ya los he pasado y les echo una última mirada. Han desaparecido entre la hierba. Pero el hombre era rubio y había una pegatina en la ventanilla del coche. Tengo que llamar sin falta a Jacob.
Gunder no quería volver a su casa vacía. Si por él hubiera sido, habría preferido quedarse toda la noche en la comisaría, en el despacho de Sejer. Cerca de las alhajas. Accesible, por si alguien se presentaba de repente con información decisiva sobre la mujer muerta. ¡No podía ser Poona! Aún no le habían permitido verla. Soy un cobarde, pensó. Debería haber insistido más. Dio las gracias al agente y entró en su casa. No se molestó en cerrar con llave. Fue al salón. Cogió la foto de Poona y él del cajón donde la había escondido. Miró el bolso amarillo. ¿Y si se estaban equivocando? No se habría fabricado un solo bolso con forma de plátano, sino cien o mil. Marie, pensó. Mi trabajo. Todo se está derrumbando. ¿Qué había dicho aquel hombre en el avión? El alma se quedó en el aeropuerto de Gardermoen. De repente, Gunder entendió lo que el hombre había querido decir. Ahora no era más que una cáscara arrugada sentada en un sillón. Se levantó y volvió a sentarse, luego se puso a dar vueltas por la casa. Una polilla revoloteaba por las habitaciones buscando la luz.