11

Anders Kolding tenía veinticinco años. De constitución frágil, ojos marrones y boca pequeña. Llegó con su uniforme de taxista, que le quedaba muy grande, y calcetines blancos de tenista con mocasines negros. Tenía los ojos enrojecidos.

– ¿Y tu hijo? -preguntó Sejer.

– Está dormido en el coche. No me he atrevido a despertarlo. Tiene cólicos -explicó -. Y yo trabajo a turnos. Duermo en el taxi entre carrera y carrera.

Dejó un portamonedas gastado sobre el escritorio. El estuche de cuero estaba desgastado.

– ¿Has oído hablar del asesinato de Elvestad?

– Sí.

Miró con aparente mala conciencia a Sejer.

– ¿No se te ocurrió que podría tratarse de esa mujer que cogiste en Gardermoen?

– En realidad no -se apresuró a contestar Kolding -. No de inmediato, quiero decir. Llevo a mucha gente de todas clases. Y a muchos extranjeros.

– Cuéntame todo lo que recuerdes de esa mujer y del viaje -le pidió Sejer -. No omitas nada.

Se acomodó en la silla.

– Si viste un puercoespín cruzar la carretera al acercarte a Elvestad, menciónalo también.

Kolding se rió. Se relajó, volvió a coger el portamonedas y se puso a juguetear con él mientras pensaba. Lo de la mujer india le había perseguido hasta en sueños, pero no lo dijo.

– Vino hacia mi taxi con una enorme maleta marrón en la mano. Como reacia. Todo el rato miraba hacia atrás, como si no tuviera ningunas ganas de marcharse. Cogí la maleta, y me disponía a meterla en el maletero cuando ella protestó. Estaba muy desconcertada. Miraba el reloj una y otra vez. Miraba hacia la entrada. Yo esperé pacientemente. Estaba hecho polvo, agotado, así que por mi parte podría haberme echado un sueñecito hasta que ella se metiera en el coche. Abrí la puerta, pero no quiso entrar. Le pregunté si estaba esperando a alguien y me dijo que sí. Se quedó un rato agarrada a la manecilla de la puerta del coche. Luego me pidió que volviera a abrir el maletero. Lo hice y palpó la maleta. Llevaba un cartapacio atado a ella. Lo cogió y por fin se sentó en el coche, en el borde del asiento, mirando por la ventana la cola de gente que esperaba un taxi y consultando la hora una y otra vez. Yo estaba un poco confuso. ¿Quería un taxi o no?

Kolding necesitó una pausa. Sejer echó agua mineral en un vaso y se lo acercó. Kolding bebió y colocó el vaso sobre el cartapacio de Sejer, más o menos a la altura del canal de Suez.

– Luego me volví y le pregunté adónde iba. Ella abrió la cremallera del cartapacio marrón y sacó un papel con algo escrito. Era una dirección de Elvestad. «Está lejos», le dije. «Y va a costarle mucho. Se tarda aproximadamente una hora y media.» Hizo un gesto afirmativo y sacó unos billetes como para mostrarme que tenía dinero. Como yo no conozco esa parte, le dije que ya preguntaríamos cuando nos acercáramos. Parecía bastante perdida. La observé por el espejo retrovisor, sus ojos reflejaban desconsuelo. A cada momento buscaba algo en su bolso. Estuvo estudiando el billete de avión un rato, como si estuviera equivocado. No quería hablar. Lo intenté un par de veces, pero ella solo contestaba con monosílabos, en un inglés bastante aceptable. Recuerdo su larga trenza, le asomaba por el hombro y le llegaba hasta el regazo. La llevaba atada con un elástico rojo fino, y hasta recuerdo que había en él finos hilos dorados.

Eres una joya, pensó Sejer. ¡Ojalá hubieras sido tú la persona que pasó por Hvitemoen en bicicleta!

Kolding se tapó la boca y tosió, luego se sonó la nariz y prosiguió:

– Hay pocas casas en ese lugar, y no todas tienen número. A unos kilómetros del centro encontré por fin la calle Blindveien. Ella parecía aliviada. Subí por el camino de gravilla, y me sentí tan aliviado como ella. Ella sonrió por primera vez y recuerdo que pensé que era una pena que tuviera esos dientes tan prominentes. Por lo demás era guapa. Cuando tenía la boca cerrada, quiero decir. Salí del coche y ella hizo lo mismo. Me disponía a sacar su maleta del maletero cuando me hizo una señal para que esperara. Tocó el timbre y nadie abrió. Llamó una y otra vez. Yo di una vuelta alrededor de la casa, esperando. Ella estaba aún más desolada que antes, a punto de echarse a llorar. «¿Saben que venía usted?», pregunté. «Sí», contestó. «Algo tiene que haber pasado.» Something is wrong.

Volvió a subir al coche sin decir nada. Yo no sabía lo que quería y esperé. El taxímetro no paraba, ya habíamos llegado a un importe bastante alto. «¿No puede llamar por teléfono a algún sitio?», pregunté, pero ella negó con la cabeza y me pidió que volviera al centro. Cuando llegamos, me dijo que me detuviera junto al bar, que se quedaría allí esperando. Le saqué la maleta, y ella me pagó. La carrera costó más de mil cuatrocientas coronas. Ella parecía agotada. Lo último que vi fue que arrastraba la pesada maleta escaleras arriba. Crucé la carretera y llené el depósito. Había allí una estación de servicio Shell. Luego volví a la ciudad. No podía olvidarla. Pensaba en el largo viaje que había hecho solo para encontrar una puerta cerrada. Alguien tuvo que haberla engañado. Es una cabronada.

Así concluyó Kolding. Volvió a dejar el portamonedas y miró a Sejer.

– No, nadie la engañó. Pero a la persona que hubiera tenido que ir a buscarla al aeropuerto le surgió un imprevisto. Ella nunca lo supo. De haberlo sabido, la habría perdonado.

Kolding lo miró con curiosidad.

– En el camino entre Elvestad y la casa, ¿viste algo? ¿Gente andando por la carretera? ¿Coches aparcados?

Kolding no había visto nada. Había poco tráfico. Contestando a otras preguntas, dijo que llevaba dos años de taxista, que estaba casado y que tenía ese niño llorón de tres meses. También, confirmó las horas aproximadas.

– Llenaste el depósito -le recordó Sejer -. ¿Quién había detrás del mostrador? En la gasolinera Shell, me refiero.

– Una chica joven. Rubia.

– ¿Compraste algo más?

Kolding lo miró, extrañado.

– ¿Si compré algo? ¿En el quiosco, quiere decir?

– Donde fuera.

– Ahora que me acuerdo, compré una batería de coche -contestó por fin.

Sejer se quedó pensativo.

– ¿Compraste una batería de coche en la gasolinera de Elvestad?

– Sí, tenían una buena oferta. No se encuentra nada tan barato en la ciudad.

– Y esa batería, ¿dónde está ahora?

– En el coche, claro. En mi coche particular.

Sejer pensó en lo que pesaba una batería de coche. Con superficies limpias y duras. Si se golpeara a alguien en la cabeza con algo así, podría causarle bastante daño. Esa ocurrencia le hizo mirar más de cerca la cara de Kolding. Pensó en que Poona había estado sentada en el coche de ese hombre.

– ¿Qué más hiciste en la gasolinera?

– Nada importante. Me tomé una Coca-Cola, eché un vistazo al surtido de cedés y hojeé el periódico.

– Entonces, ¿te quedaste allí un rato?

– Solo unos minutos.

– ¿Y no viste a la mujer abandonar el bar?

– No.

– ¿Y adónde fuiste luego?

– Volví a la ciudad. No me salió ningún cliente en Elvestad. No me quedó más remedio que volver de vacío.

– ¿Qué marca de coche llevas?

– Un Mercedes negro.


– ¿Cuánta gente vive en Nueva Delhi?

Estaban sentados en la cantina. Sejer apenas tocaba la comida.

– Probablemente millones -contestó Skarre -. Y ni siquiera tenemos su nombre de pila.

A Sejer no le gustaba la idea de que Poona tuviera un hermano que no sabía nada. Apartó la guarnición del sándwich. Comieron en silencio.

– El tiempo pasa -dijo por fin.

– Pues sí -contestó Skarre -. Suele ocurrir.

– El culpable lo está aprovechando bien. Está construyéndose una defensa y deshaciéndose de pistas.

– La maleta, por ejemplo -señaló Skarre masticando.

– Y la ropa que llevaba, los zapatos… Si tiene heridas o lesiones como consecuencia de la lucha, tendrán tiempo de curarse. Háblame de Einar Sunde.

Skarre se lo pensó.

– Hosco. Desganado. Sin deseos de protagonismo.

– O tiene miedo… -apuntó Sejer.

– Puede ser. Pero estaba solo en el bar cuando se cometió el asesinato. No creo que cerrara la puerta para salir a matar a golpes a Poona y luego volviera a freír hamburguesas.

– Solo sabemos por él que no había nadie más en el bar en ese momento.

Sejer se limpió la boca con la servilleta.

– Este va a ser uno de esos casos en los que la gente tiene mucho miedo de hablar -dijo -. Todo podrá ser usado en su contra más adelante. Pero estoy pensando en esa chica, Linda. En que realmente pasó en bicicleta y los vio. Sin registrar en la memoria nada más que una camisa blanca.

– Esas cosas pasan.

– Tiene que haber alguna manera de hacerla recordar.

– No se puede recordar algo que no se ha visto -objetó Skarre -. Las percepciones visuales pueden haber sido muchas, pero si no han sido interpretadas por el cerebro nunca será capaz de evocarlas.

– ¡Cuánto sabes!

– Psicología elemental del testigo -contestó Skarre.

– Ah, ¿sí? A nosotros no nos enseñaron esas cosas.

– Pero estudiabais psicología, ¿no?

– Nos dieron una charla y nada más. De dos horas. Eso fue todo.

– ¿En toda vuestra formación?

– He tenido que aprender las cosas por mi cuenta.

Skarre miró incrédulo a su jefe.

– Me da pena tener que decirlo -prosiguió -, pero no sé si esa chica es seria. Tiene demasiadas ganas de contribuir con algo.

– Si los psicólogos son capaces de hacer recordar a la gente vidas anteriores, incluso de la Edad de Piedra, tendrían que conseguir que Linda recuerde a dos personas en el prado hace cuatro días.

– No te lo estás tomando en serio -dijo Skarre.

– Lo sé.

Recapacitó.

– Tengo una hora libre. Me daré una vuelta por Hvitemoen. Me llevo a Kollberg, necesita un poco de aire fresco.

Dejaron las bandejas en su sitio. Sejer se dirigió al aparcamiento. Al acercarse, vio que su coche se estaba moviendo. El gran perro de raza leonberger salió de un salto. No con la ligereza de antaño, observó Sejer, pero ya no era un cachorro.

Se quitó unos cuantos pelos cobrizos del pantalón. Dejó al perro hacer sus necesidades entre los arbustos. Luego arrancó el coche y puso rumbo a Elvestad. Cuando llegó a Hvitemoen aparcó en el lugar donde Linda había visto el coche rojo. La zona estaba señalada con dos conos naranjas. Volvió a soltar al perro y se acercó andando hasta la curva por la que Linda había llegado en bicicleta. Luego se volvió y miró hacia abajo. Desde allí podía ver a lo lejos su propio coche. El sol brillaba sobre el capó haciéndolo parecer plateado, aunque en realidad era azul. Bajó a paso rápido por la carretera, con el perro a su lado. Al cabo de unos metros, volvió la cabeza y echó una mirada al prado donde encontraron a la mujer. Una persona solo sería visible de cintura para arriba, debido a la gran distancia y a la altura de la hierba. De nuevo miró hacia el coche. ¿Qué veía realmente? Que el coche era grande y ancho y con pintura metalizada. Visto solo un instante, uno podría pensar que era plateado o gris. Un coche que pareciese rojo podría ser en realidad marrón. O de color naranja. Se deprimió. Fue hasta el arcén, examinó la hierba para asegurarse de que estaba seca y se sentó. El perro se sentó a su lado, mirando a su amo, expectante. Empezó a husmearle los bolsillos. Sejer sacó una galleta para perros y le ordenó que le diera la pata. Una pata gorda y pesada. Kollberg devoró la galleta.

– No debes ser tan glotón -dijo Sejer en voz baja.

Kollberg ladró.

– No. No tengo más. Tienes aspecto de estar pachucho -dijo pensativo. Levantó la cabeza del perro y le miró los ojos negros -. Tampoco yo estoy demasiado feliz, ¿sabes? Por esto que ha ocurrido.

Volvió a mirar fijamente el prado, la negra pared de abetos que ocultaba en parte la casa de Gunwald. Se veía luz en una ventana. ¿Cómo se había atrevido? Pensó que nada de eso estaba planeado. Se trataba de un hombre que se había encontrado inesperadamente con una mujer. Ella tal vez estuviera haciendo autostop, o andando por la carretera, y él llegó en su coche. Y entonces ella, como mujer, con su aspecto exótico, despertaría algo en el hombre. Y él ya no pensó de forma racional, no pensó que todavía era de día y que alguien podía pasar por allí en cualquier momento. Como pasó Linda en su bicicleta. ¿Cómo era posible que un hombre pudiera ensañarse de tal modo con una persona a la que posiblemente no conocía? Aunque eso era algo que no se sabía con certeza. También podía ser que la mujer se hubiera convertido en representante de otra. O de todas las mujeres. Un hombre ofendido que no se había salido con la suya, un niño gigante rechazado. Un hombre con mucha fuerza física, o con un arma enorme, Sejer no sabía cuál. ¿Qué llevaba en ese coche rojo? Sejer tenía la sensación de que algo de eso podía ser parte de la solución. El arma les diría algo sobre quién era él. ¿Realmente eran ellos dos a los que Linda había visto? Tendría que ser así, las horas encajaban. El avión había aterrizado a las seis de la tarde. Poona había cogido el taxi de Kolding a las 18.40. Habían llegado a casa de Jomann a las ocho, y al bar de Einar a las ocho y cuarto. Sunde dijo que ella se marchó alrededor de las ocho y media. Sola, por la carretera. Allí se encontraría con alguien. ¿Caminaría por la carretera con esa pesada maleta? El taxista Anders Kolding había dicho que era grande y que la mujer prácticamente la arrastró hasta dentro del bar. Un hombre llegó en un coche. En su mente, Sejer se imaginó un coche rojo y al conductor, que avistó a la mujer morena. ¡Le resultaría completamente perdida e irresistible! Una mujer fina y frágil, con ropa bonita. ¿Adónde se dirigía? Seguramente regresaría a casa de Jomann. Iba en esa dirección. ¿Pensaría sentarse en la escalera a esperarlo? De hecho, si no la hubieran parado por el camino, se habría encontrado con él, que estaba de vuelta en su casa a las nueve y media. Pero ella nunca llegó. Después del largo viaje desde la India murió a tan solo mil metros de casa de Jomann. Sejer se imaginó cómo la abordaría el hombre. Tal vez señalara la maleta y le preguntara adónde se dirigía.

«Puedo llevarte, yo también voy hacia allí.» Y cogió la maleta y la metió en el maletero. Luego le abrió la puerta del coche. Ella se sentía segura, estaba en el país de Gunder, la pequeña y segura Noruega. Se pusieron en marcha. Él le preguntó por qué iba a casa de Gunder. Tal vez ella contestara que él era su marido. Sejer conservó la imagen en su mente, porque no sabía lo que había desencadenado un ataque tan terrible, tanta rabia. El perro le dio un empujón con el hocico.

– En un lugar como este -murmuró Sejer mirando a su alrededor, el bosque, el prado y la casa de Gunwald – la gente tenderá a protegerse los unos a los otros. Siempre es así. Si han visto algo que no entienden, no se atreverán a decirlo. Supondrán que se trata de un error, porque con ese chico me he criado y con aquel he trabajado y, además, es mi primo. O mi vecino. O mi hermano. Íbamos juntos al colegio. De manera que yo no digo nada, de todos modos se trata de una equivocación. Así somos los seres humanos. Y eso es bueno, ¿verdad, Kollberg? -Miró al perro -. No se trata de mala voluntad, es precisamente la buena voluntad la que impide a las personas contar lo que saben.

Permaneció sentado durante mucho tiempo mirando el prado, escuchando sonidos. Linda no había oído nada. Sonó el busca y reconoció el número de Snorrason, el forense. Sacó el teléfono móvil y lo llamó.

– He encontrado algo -dijo Snorrason -. Puede que sea importante.

– ¿Sí? -preguntó Sejer.

– Minúsculas huellas de un polvo blanco.

– Sigue.

– En el bolso de la mujer. Y en su pelo. Muy poco, pero lo hemos aislado y enviado al laboratorio.

Sejer le dio las gracias. Kollberg se había levantado. Un polvo blanco. Algo que podía significar una pista. ¿Droga? Echó una última mirada al bosque. ¿Correría la mujer hacia el prado porque habría avistado la casa de Gunwald y pensado que podría ser su salvación? No había ningún otro sitio adonde intentar escapar. ¿Por qué no gritó? Gunwald solo había oído unos gritos débiles. Pero puede que Gunwald oyera mal. ¿Por qué ese hombre había detenido el coche justo allí, donde había tanta visibilidad? ¿Acaso ella había abierto la puerta en marcha con el fin de escapar? Linda había dicho que la puerta del lado del pasajero estaba abierta. ¿Había visto el camino de enfrente y pensado que podría irse corriendo hacia allí? Hasta el lago Norevann.

Sejer dejó entrar al perro y se sentó al volante. Cerró los ojos. Lo hacía a menudo. Entonces el paisaje real desaparecía y otras imágenes aparecían en su mente, desfilando ante él nítidas y luminosas. «Según las estadísticas, un hombre entre veinte y cincuenta años. Seguramente con trabajo fijo, pero no con formación superior. Un hombre que no sabe definirse a sí mismo ni sus sentimientos. Puede que tenga amigos, pero no se relaciona mucho con ninguno. Una relación sin resolver con las mujeres. Un alma resentida.»

Sejer dio la vuelta y condujo lentamente por el camino que bajaba hasta el lago. Al cabo de unos quinientos metros, llegó a una estrecha cala con una playa pedregosa. Ninguna casa, ninguna cabaña. Salió del coche y bajó andando hasta el agua. Permaneció un rato mirando hacia la orilla de enfrente. No se veía a nadie. Metió la mano en el agua. Estaba muy fría. Se tocó la frente con la mano mojada. A su derecha había un bosque tupido e impenetrable. Hacia la izquierda se extendía un estrecho istmo. Fue hasta la punta. Encontró los restos de una hoguera y hurgó en ellos con el pie ligeramente. El lago era oscuro, tal vez profundo. El hombre podría haberla hecho desaparecer. Muchos lo hacían, tirándolas al agua o enterrándolas. Allí no se había hecho nada para ocultar el crimen. Nada para despistar a la policía. Un homicida desorganizado, caracterizado por la confusión y la falta de control.

Sejer volvió a la comisaría.

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