18

El arma homicida tenía, según el informe del forense, una superficie lisa. Por lo tanto, un martillo podía descartarse por completo. El arma era muy pesada o el que golpeó era muy fuerte, o ambas cosas a la vez. Sejer hojeaba sus papeles y reflexionaba. La audacia del caso lo asombraba. En medio de un prado, a la luz del día. A solo unos metros de la casa de Gunwald. Aunque… si el homicida era un forastero, a lo mejor no conocía la existencia de esa casa y en el fragor de la batalla no la vio. Pero esas cosas solían ocurrir al abrigo de la oscuridad. El homicida no se había desviado de la carretera para llevar a Poona a un bosquecillo. Había actuado impulsivamente. Todo había ocurrido de repente. Por alguna razón fue presa de un furor destructor pocas veces visto. Si esa había sido la primera vez, tendría que estar aterrado de sí mismo y de su propia furia. De un modo u otro, tendría que exteriorizarlo. Pero podría tardar. Tal vez le daba por beber. También podría desarrollar una manera de ser colérica y combativa o podría encerrarse en sí mismo e ir por la vida ocultando su terrible secreto.

Jacob Skarre apareció en la puerta. Parecía cansado, algo que no era normal en él.

– ¿Has dormido mal? -preguntó Sejer, mirándolo.

– Linda Carling me llamó anoche. Hacia las dos.

Sejer lo miró sorprendido. Skarre cerró la puerta tras él.

– Estoy preocupado -dijo Skarre.

– No es tu hija -señaló Sejer.

– No, estoy preocupado por mí.

Sejer señaló una silla.

– Es la segunda vez que me llama. La primera me contó que había un hombre en el jardín mirándola. Ella estaba sola en casa, lo que es bastante frecuente. Y anoche me llamó pasadas las dos de la madrugada diciendo que la habían asaltado en el cobertizo de su jardín. Un hombre que, en su opinión, tenía que ser el homicida. Y que le había advertido de que no volviera a hablar del asunto de Hvitemoen.

Sejer levantó una ceja un par de milímetros, lo que significaba que estaba sumamente sorprendido.

– ¿Y eso lo dices ahora?

Skarre asintió con la cabeza lentamente.

– La verdad es que la chica se inventa cosas -dijo descorazonado -. Está intentando ligar conmigo.

– Es increíble la confianza que tienen los jóvenes de hoy en día en sí mismos -señaló Sejer con los labios apretados -. ¿Estás seguro?

– Estaba seguro anoche -contestó Skarre con pesar -. Insistió en que el asalto tuvo lugar sobre las doce. No llamó a nadie. Se duchó y se fue a la cama. Ni siquiera intentó hablar con su madre, que estaba conduciendo su camión. Hasta las dos no se levantó a llamarme. No lo entiendo. Tendría que haber llamado enseguida. Tendría que haberse metido corriendo en casa y haber llamado. Pero a la policía. No a mi domicilio particular. Y hay más: la he visto dos veces enfrente de mi casa. Estaba en la acera mirando hacia mis ventanas. Hice como si no la hubiera visto.

– ¿Y dices que estás preocupado?

– Imagínate que dice la verdad -contestó Skarre -. Imagínate por un momento que el homicida estuviera realmente en su casa.

– Parecen más bien imaginaciones -afirmó Sejer.

– Tengo miedo de equivocarme.

– ¿Y aparte de eso? -preguntó Sejer -. ¿Qué podía decir del asaltante?

– Nada. Solo que le parecía que era alto.

Sejer estaba sentado con la barbilla apoyada en la mano.

– La idea parece imposible… que él asome la cabeza de esa manera.

– Sí -asintió Skarre -. La idea parece imposible. Pero lo mejor es que yo no tenga nada que ver con ella. Supongo que todo pasará sin más. -Se pasó una mano por los rizos, que se le quedaron de punta -. ¿Vas a volver a hablar con Gøran Seter?

– Voy a hacerle sudar tinta. Si los de arriba me amonestan, correré el riesgo con el fin de poder continuar. Al menos para descartarlo.

– No es él -dijo Skarre -. No tenemos tanta suerte.

– Entiendo lo que quieres decir. Además, tenemos a Kolding. Pero reaccionó con auténtico asombro cuando le conté que Torill, de la gasolinera Shell, dijo que había ido directamente a la ciudad. Él no entendía nada. Dijo que ella se habría equivocado. Y piensa en lo que realmente sabemos de Gøran. Miente sobre dónde estuvo aquella noche y tiene un coche como el que describe Linda.

– Hay que tener cuidado con esa chica.

– Aun así. Se ha identificado un coche. Él conduce uno igual. Pasó por el lugar a la hora de los hechos. Vestía camiseta blanca y pantalones oscuros, como Linda describió al hombre que vio en el prado. Pero al llegar a su casa llevaba puesta otra ropa. ¿Por qué se cambió? Se entrena constantemente. Es fuerte y, que nosotros sepamos, puede que tome esteroides, algo que al final trastorna a los que los consumen. Según Ulla, lo último que hizo el joven antes de abandonar Adonis fue darse una ducha. Luego él mismo reconoció que lo primero que hizo al llegar a su casa fue darse una ducha. ¿Qué era lo que necesitaba quitarse de encima?

Skarre se acercó a la ventana. Permaneció un rato de pie contemplando el río y los barcos.

– Si me equivoco respecto a Linda recibiré mi castigo -dijo desalentado.

– ¿Y si hablamos con su madre? -propuso Sejer -. Si realmente fue víctima de un asalto, la madre tiene que haberlo notado de alguna manera.

Skarre asintió con la cabeza.

– Además, tiene una amiga. Karen. Se lo habrá contado.

– Entonces tú te ocupas de las mujeres -señaló Sejer -. Se te dan muy bien.

Skarre resopló por la nariz.

– Kollberg -dijo -. ¿Cuándo le toca?

– Mañana por la noche -contestó Sejer -. No lo comentes por ahí. Te mantendré informado, pero a mi ritmo.

– Dale recuerdos -dijo Skarre.


Una vez, Gøran Seter fue un niño. Un niño rubio que correteaba por el pulcro patio de su casa. La madre lo seguiría con la mirada desde la ventana, pensó Sejer, observando a su hijo a través del cristal, y lo taparía con el edredón por las noches. Los momentos se suceden y se convierten en una vida. Tal vez la mayoría de ellos habían sido buenos. Y, sin embargo, podía uno acabar en esto, en la maldad. La vida es más que pensamientos y sueños. La vida es cuerpo, músculos y pulso. Gøran había entrenado su cuerpo durante años, inflando los músculos hasta abombarlos, como inmensas bobinas bajo la piel. ¿Para qué los quería, excepto para levantar pesas cada vez más pesadas? ¿Se trataba de vanidad o tal vez de una obsesión? ¿De qué tenía miedo? ¿Qué intentaba ocultar cubriéndose con una coraza de durísimos músculos? Un perro ladró dentro de la casa, y Sejer vio una cara en la ventana. Un hombre apareció en lo alto de la escalera. Se colocó como un portero, cruzó los brazos y escrutó descaradamente a Sejer. No era fornido, ni de complexión fuerte como su hijo; su fuerza residía en la dura mirada y en su actitud desdeñosa.

– Usted otra vez. Gøran está en su habitación.

Torstein Seter subió delante de él al piso de arriba. Abrió sin llamar. Gøran estaba sentado en una silla, vestido con una camiseta azul. Estaba descalzo. Tenía una mancuerna en cada mano. Eran cilíndricas y lisas, finas por el centro y con un disco en cada extremo. Las levantaba de forma alterna a un ritmo constante. Un tendón del cuello le vibraba ligeramente a cada levantamiento. Miró a Sejer, pero siguió levantando las pesas. Sejer permaneció como hechizado, siguiendo con la mirada las mancuernas hacia arriba y hacia abajo, como si se tratara de lentos golpes. Gøran las dejó caer al suelo.

– ¿Cuánto pesan? -preguntó Sejer en un tono suave.

Gøran miró las pesas.

– Diez kilos cada una. Son solo para calentar.

– ¿Y cuando has calentado?

– Entonces levanto cuarenta.

– ¿Tienes pues varios juegos?

– De todas las categorías.

El joven se levantó de la silla. El padre seguía en la puerta.

– Qué pesados están estos días -dijo Gøran moviendo la cabeza.

Pero sonreía. Si tenía miedo, lo disimulaba estupendamente. Al levantarse exhibió su cuerpo, y al momento rebosaba de fe en sí mismo.

Sejer miró al padre.

– Si lo desea, puede estar presente durante nuestra conversación. Pero en ese caso sería mejor que se sentara.

Seter se sentó en la cama. Gøran se acercó a la ventana.

– Tengo una pregunta -dijo Sejer, aún con la mirada clavada en las pesas -. Cuando saliste de Adonis el veinte de agosto llevabas puesta una camiseta de tenis blanca y vaqueros negros. En eso estábamos de acuerdo, ¿verdad?

– Sí -contestó Gøran.

– Me gustaría que me enseñaras esas prendas.

Se hizo el silencio. Gøran volvió a levantar las pesas, como si se sintiera más seguro con ellas en las manos. Las mantuvo levantadas con las palmas de las manos hacia arriba, mientras ejercitaba las muñecas con breves movimientos.

– No tengo ni idea de dónde pueden estar -dijo con indiferencia.

– Entonces tendrás que ponerte a buscarlas -dijo Sejer muy tranquilo.

– Es mi madre la que se ocupa de la ropa -dijo Gøran -. Pueden estar lavándose, tendidas en la cuerda o qué sé yo.

Se encogió de hombros. Su rostro era impasible.

El padre seguía la conversación desde la cama. La pregunta le llegó en toda su crueldad.

– Puedes empezar por buscar en tu armario -dijo Sejer echando un vistazo a un armario, que sin duda era el de Gøran.

– Dígame una cosa -respondió el joven -: ¿realmente puede llegar aquí y exigir a la gente que vacíe sus roperos? ¿Sin papeles ni nada?

– No, no puedo -admitió Sejer con una sonrisa -. Pero tengo derecho a intentarlo.

También Gøran sonrió. Dejó caer las pesas al suelo. Aterrizaron al mismo tiempo y el ruido dio fe de lo pesadas que eran. El joven abrió la puerta del armario y empezó a revolverlo de mala gana.

– No las encuentro -dijo enfurruñado -. Supongo que estarán en la lavadora.

– Entonces miremos en la cesta de la ropa sucia -propuso Sejer.

– No serviría de nada -objetó Gøran -. Tengo varias camisetas blancas de tenis y varios vaqueros negros.

– ¿Cuántos?

Se oyó un gemido.

– Lo que quiero decir -dijo Gøran exasperado – es que no puedo saber exactamente qué camiseta de tenis ni qué vaqueros llevaba justamente aquella tarde.

– Entonces tendrás que buscarlos todos -dijo Sejer.

– ¿A qué viene tanta lata con la ropa? ¿Por qué le interesa tanto?

Gøran tenía la cara roja. Se puso a sacar ropa del armario. Toda acabó en el suelo, en un montón que tapaba las pesas. Calzoncillos, calcetines y camisetas. Dos pares de vaqueros azules. Un jersey y una caja de plástico transparente. Dentro había una horrenda pajarita roja.

– No están aquí -dijo de espaldas.

– ¿Y eso qué significa, Gøran? -preguntó Sejer con firmeza.

– Ni idea -murmuró el chico.

– Miremos en la cesta de la ropa sucia -insistió Sejer -. Y el contenido de la lavadora y las cuerdas de tender la ropa.

– ¿De qué serviría? -preguntó el otro airado.

El padre seguía sentado en el borde de la cama, observándolos con los músculos tensos.

– Esto no es legal -dijo con voz forzada.

Sejer lo miró tranquilo.

– No. Tiene usted razón. Pero estoy pidiendo solo una cosa. Debería ser de interés general encontrar la solución a esto.

– ¿Y si me niego? -preguntó Gøran malhumorado.

– En ese caso no puedo hacer nada. Pero está claro que me preguntaría por qué te niegas, por qué dificultas las cosas en lugar de colaborar.

El padre se sentía incómodo, su rabia contenida era evidente.

Sejer rebuscó entre la ropa del suelo y levantó una de las mancuernas.

Gøran lo miró fijamente.

– ¿Qué busca realmente?

– He venido para ayudarte -se limitó a contestar Sejer -. Deseamos poder dejarte fuera del caso. A ti también te interesa, ¿no?

Gøran parpadeó desconcertado.

– Claro que sí.

– Entonces tienes que buscar la ropa. Es una petición sencilla y perfectamente factible.

Gøran tragó saliva.

– Habrá que preguntar a mi madre. Ella es la que lava.

– ¿La encontrará?

– ¡Yo qué sé!

– ¿De modo que temes que no la encuentre?

Gøran volvió a acercarse a la ventana y se quedó mirando al jardín.

– Cuéntame dónde estuviste el día veinte por la noche.

Sejer había bajado la voz.

El chico se dio media vuelta con una repentina vehemencia.

– ¡Decir una mentira piadosa no significa que hayas matado a alguien!

El padre parpadeó asustado en la cama.

– Lo sé, Gøran. A mí me cuentan muchas. Pero por tu propio bien debes decirnos la verdad, aunque sea incómoda.

– Esto no es asunto de nadie -dijo Gøran -. ¿Por qué coño he de encontrarme en una situación como esta?

Volvió a enfurecerse. La cara le hervía bajo el flequillo.

El padre se había levantado.

– ¿De qué estás hablando ahora, Gøran?

– ¿Por qué no te largas? -le dijo el hijo.

El padre lo escrutó con la mirada y abandonó la habitación con desgana, dejando la puerta abierta. Gøran la cerró con el pie y se desplomó sobre la cama.

– Estuve con una mujer.

– Sí, de vez en cuando estamos con una mujer -dijo Sejer sin dejar de observar al joven.

En algún lugar de su ser sentía una leve simpatía por él. Esa insidiosa sensación le invadía siempre que tenía delante a una persona sudando y retorciéndose de desesperación. Pero esa casa, esa habitación no le atraían. Era una casa cerrada, sin calor.

– ¿Cómo se llama ella?

– Si se lo digo, voy a crear un problema.

– Sería peor que te acusaran de algo mucho más grave.

Gøran hizo un gesto de desesperación.

– No me merezco esto, joder.

– No siempre recibimos lo que nos merecemos -señaló Sejer -. Estar con una mujer no es un crimen. Ocurre constantemente. ¿Está casada?

– Sí.

– ¿Tienes miedo a su marido?

– Por supuesto que no, joder. ¿Miedo de él? De todos modos se van a divorciar.

– ¿Cuál es el problema, entonces?

Sejer lo escrutó de nuevo con la mirada. El joven rostro estaba luchando con una difícil decisión.

– Ella es mayor que yo.

– Eso también ocurre a veces -dijo Sejer con suavidad -. No es tan raro como crees.

– ¡Cómo coño voy a creer que es raro! Pero hablarán de mí. Y de ella también.

– Los dos podréis sobrellevarlo. Sois gente adulta. En comparación con lo que ha sucedido en vuestro pueblo, eso es una nimiedad.

– Tiene cuarenta y cinco años -dijo Gøran mirando al suelo.

– ¿Desde cuándo mantienes una relación con ella?

– Desde hace casi un año.

– ¿Lo sabe Ulla?

– ¡No, por Dios!

– ¿Estabas con Ulla mientras mantenías una relación sentimental con esa mujer casada?

– Sí.

– ¿Y dónde solíais veros?

– En casa de ella. Pasa mucho tiempo sola.

– Su nombre, Gøran.

Se hizo un largo silencio. El joven se pasó las manos por el pelo, gruñendo.

– Perderá los estribos.

– Pero esto es muy serio. Lo entenderá, estoy seguro.

– No se puede conseguir mucho de Ulla -dijo el joven con amargura -. Es todo fachada. De manera que hay cosas… bueno, usted entiende lo que quiero decir… que he tenido que buscar en otra parte.

– ¿Qué cosas?

– No se haga el tonto.

– Solo quiero asegurarme de haberte entendido bien. Tienes derecho a ello. ¿Era una relación puramente de sexo?

– Sí.

Gøran tenía ya el rostro encendido. Y, sin embargo, Sejer aún podía apreciar en él débiles marcas de heridas.

– Se llama Lillian. Vive en ese chalet de estilo suizo del que todo el mundo habla con tanto desprecio. Está casada con Einar Sunde, el tío que tiene el bar en el centro.

Se secó el sudor de la frente.

– ¿Fue a ella a quien llamaste desde el coche?

– Sí.

– ¿A qué hora llegaste a su casa?

– Ni idea. Fui directamente allí desde Adonis. Conduje deprisa.

De repente parecía desesperado. Estaba profundamente avergonzado.

– Si te fuiste a las ocho, como dice Ulla, llegarías a casa de Lillian antes de las ocho y media.

– No miré el reloj.

– Deberías estar contento -dijo Sejer a modo de consuelo.

El cambio en su tono de voz confundió a Gøran. Levantó la cabeza.

– Acabas de darme una estupenda coartada. Si es que ella puede corroborar tu historia.

Gøran se mordió el labio.

– ¿Si puede? De lo contrario mentiría. Pero estamos hablando de una mujer casada. ¿Y si no quiere admitirlo?

– Iré a preguntarle.

A Gøran le recorrió un escalofrío. Sejer echó una última mirada a las mancuernas azules. Eran pesadas, redondas y lisas. Tenía unas ganas casi irrefrenables de confiscarlas, pero entonces también tendría que inculpar oficialmente a Gøran, y era demasiado pronto. Salió de la habitación y Gøran bajó la escalera tras él. La madre apareció en la puerta de la cocina y los miró aterrada. Sejer oyó al mismo tiempo cómo el perro arañaba al otro lado de una puerta cerrada. Gañía.

– ¿Ocurre algo? -preguntó la madre asustada.

– Seguro que no -contestó Sejer, y se despidió.

La madre se acercó y acarició a su hijo, como cepillándole el hombro. Luego vio sus pies desnudos. Rápidamente cogió un par de zapatillas que había en la entrada. Gøran metió obedientemente los pies en ellas. A Sejer le recordó el deporte de curling. La madre era como un cepillo que cepillaba el suelo por el que pisaba el hijo para que pudiera deslizarse sin obstáculos hacia la meta. Sejer lo había visto muchas veces.

Se fue derecho al coche. El padre del joven estaba cortando leña, pero levantó la cabeza cuando oyó cerrarse la puerta. Hizo un movimiento brusco y desdeñoso.


– Hola, Marie -saludó Gunder.

Miró la cara sin vida de su hermana.

– Hoy estoy de mal humor. -Frunció el ceño -. Te diré una cosa: los periodistas son como ratas. Si encuentran una rendija se meten dentro. Ayer llamaron ocho veces. ¡Te imaginas! La mayoría eran mujeres, y no sabes tú lo atentas y consideradas que fueron. Voces suaves como de mendigas. Todo el mundo sabe ya lo de Poona, que venía para quedarse conmigo. «El que hable con nosotros es por su propio bien», me decían. «Para que la historia se publique tal y como es. De todos modos vamos a escribir algo. No porque seamos voraces, sino porque es nuestro deber. La gente está muy interesada en su historia, en usted y su esposa india. Quiere saber quién era ella y adónde se dirigía. La gente se preocupa por usted y quiere saber lo que pasó.» Eso es lo que dicen, Marie. «Estamos al lado de su casa, ¿podemos entrar?», me dijeron. Les colgué. Entonces llamó otro periódico. Y así una y otra vez. Al final alguien llamó a la puerta, y fuera había una mujer con un ramo de flores y una enorme cámara. No daba crédito. «Me pareces tonta», le dije. «Me pareces simple y llanamente tonta.» Y cerré la puerta de un golpe. Apagué las luces y corrí las cortinas. No es muy normal en mí dar portazos, pero no me encuentro en mi estado normal.

»Hoy hace un tiempo horrible. Menos mal que mi casa está en alto. Hay humedad en el suelo del sótano, pero por lo demás nada. No he hablado con Karsten, así que no sé cómo van las cosas en vuestra casa. Pero ahora tengo asuntos más importantes de que hablar. Por fin he estado con el hermano de Poona. Mi cuñado Shiraz Bai. No te puedes imaginar qué tipo tan extraño. Un tipo delgaducho con el pelo negro como el carbón. Se parece mucho a Poona. Pero no es tan guapo, claro. Me dijo que puedo quedármela aquí, en Elvestad. Me sentí muy aliviado, Marie, no te lo puedes imaginar. Fui yo quien la hizo venir a Noruega, a esta atrocidad. De modo que ahora me ocuparé de cuidar su tumba durante los años que me quedan de vida. Sospecho que a su hermano le da igual. Lo único que le importaba era que yo pagara. Pero es fácil para nosotros. Vivimos en uno de los países más ricos del mundo. Shiraz trabaja en una fábrica de algodón, no creo que tenga un sueldo muy alto. Por cierto, corren rumores de que la policía está preparando ya una detención. Un joven de Elvestad, no sé si lo conoces. Gøran, el hijo de Torstein y Helga. Tiene diecinueve años. No entiendo en qué está pensando la policía. El joven sale con una chica muy maja, y sus padres son buena gente. Pero la verdad es que yo no me meto. Por supuesto que quiero que quien lo hizo reciba su castigo. Pero no me interesa saber quién es. No quiero saber cuál es su aspecto. Eso solo me proporcionaría malos sueños. Vería su cara en la oscuridad y cosas así. Lo único que deseo es poder enterrar a Poona. Plantar algunas flores. Enseguida estaremos en otoño. Me temo que se demorarán tanto con las investigaciones que la helada llegará antes. ¿Qué crees que dirá el párroco? Poona es hindú. Supongo que hay leyes y reglas para esas cosas. La pondré junto a mamá. Cuando te libres por fin de esta máquina respiradora, te llevaré al cementerio para que veas la tumba, aunque tenga que hacerlo en silla de ruedas. En cuanto a Karsten, no estoy del todo seguro. Tendrás que perdonarme tanta sinceridad, pero habrías merecido algo mejor. Te lo digo en voz alta y clara aunque no puedas oírme. Imagínate que hubiera una minúscula posibilidad de que oyeras algo. Imagínate que te ofendieras tanto que te despertaras.


Skarre conducía. Sejer pensaba en voz alta.

– Si Gøran estuvo realmente en casa de esa mujer, la declaración de Linda de que vio un Golf rojo no sirve de mucho.

– El chico pudo tener tiempo para ambas cosas.

Sejer vaciló.

– Tal vez, pero ¿habría ido en busca de compañía después de una acción así? Hubiera preferido estar solo, ¿no? En el bosque.

– ¿Y una mujer casada de cuarenta y cinco años estará dispuesta a admitir una relación sentimental con un chico de diecinueve?

– Tal vez no a la primera.

– Ah, sí, les vas a hacer sudar tinta. Aunque, Konrad, tú no eres muy despiadado.

– Puedo aprender -contestó Sejer secamente.

Lillian Sunde apareció en todo su esplendor. Algo en ella hizo sospechar a Sejer que los había visto por la ventana y se había preparado bien. Su reacción fue teatral al intentar poner cara de asombro. Se tapó la boca.

– ¡Dios mío! ¿Vienen ustedes por lo del asesinato?

Los hombres asintieron con la cabeza. La mujer tenía un aspecto estupendo, tal vez un poco emperifollada; llevaba demasiado de todo: maquillaje y joyas, y un surtido de aromas sin coherencia entre sí flotaba a través de la puerta abierta. Incluso Ulla tiene más estilo, pensó Skarre, mirando unos instantes al suelo. La mujer los condujo al interior de la enorme casa. La entrada era más grande que el salón de Sejer, con azulejos blancos y negros colocados como un tablero de ajedrez. Una ancha escalera subía al piso de arriba. Lillian Sunde llevaba zapatos que sonaban a claqué con cada paso que daba.

– Deben ustedes de tener pocas pistas en este caso para venir aquí -dijo con curiosidad.

Sejer carraspeó.

– No vamos a hacerle perder tiempo -dijo -. Y yo tampoco quiero perder el mío. Necesito saber dónde pasó usted la tarde noche del veinte de agosto.

Estaban en el salón. Era inmenso y tenía algo tan exótico como un tresillo empotrado en el suelo. Sejer jamás había visto nada parecido y se quedó impresionado. Era como bajar a un arenero a jugar. Un pequeño hoyo en el suelo.

Lillian Sunde abrió los ojos de par en par.

– ¿Yo? ¿El veinte? ¿Fue ese día?

– Sí.

Sejer apartó desganado la vista del tresillo y la miró.

La mujer frunció el ceño.

– Tengo que pensarlo. ¿Qué día de la semana era?

– Un viernes.

– Ah. Los viernes voy a acupuntura en la ciudad. Es que padezco de… bueno, no tiene importancia, pero es eficaz. Luego hago la compra. Puede que fuera el día que estuve en la peluquería. Me tiño el pelo cada seis semanas -dijo con una sonrisa -. Y luego… -prosiguió, con una expresión como si de repente se acordara de algo, porque se quedó muy quieta y su sonrisa desapareció – esa noche vi una película americana en la televisión. -Reflexionó unos instantes y evitó encontrarse con la mirada de los hombres, apoyando la frente en una mano -. Una película americana, pero no me acuerdo cuál. Empezó sobre las nueve, tal vez. Era larga. Estuve aquí sentada hasta muy tarde.

– ¿Había alguien con usted? -preguntó Sejer en voz baja.

– ¿Conmigo? -Lo miró fijamente -. Nadie. Los chicos ya son mayores, nunca están en casa por las tardes. Y mi marido…

– ¿Estaba trabajando en el bar?

– Sí. No suele llegar a casa hasta las doce. O a las dos los sábados.

– Tengo que hacerle una pregunta delicada -dijo Sejer sintiendo un malestar ya familiar.

La mujer le gustaba. Era guapa y bastante agradable, y probablemente no tenía motivos para tener mala conciencia. No aún.

– ¿Conoce usted a Gøran Seter?

De nuevo la mujer abrió los ojos de par en par.

– ¿Gøran Seter? Sé quien es. Pero no lo conozco.

– Afirma haber pasado esa tarde noche con usted en esta casa.

Los ojos de la mujer se volvieron muy grandes, como los de un niño al ver algo tenebroso. Luego parpadeó desconcertada.

– ¿Gøran Seter? ¿Aquí, en mi casa?

– Gøran dice que ustedes dos mantienen una relación sexual desde hace aproximadamente un año.

Ella movió la cabeza, incrédula. Luego se puso a dar vueltas por el salón gesticulando de forma exagerada.

– ¿De qué demonios está usted hablando?

– ¿Es verdad o no? -insistió Sejer sin piedad.

Como él estaba ocupado en hablar, tenía la esperanza de que Skarre usara bien los ojos y captara todos los pequeños detalles.

– ¡No ha estado jamás en esta casa! Bueno, a no ser que haya venido con mis hijos, pero lo dudo. ¿Qué iba a hacer aquí?

– Se lo acabo de decir. ¿Mantienen ustedes una relación?

La mujer se retorcía las manos, aturdida. Se tocó el pelo, un pelo color cobre oscuro, recogido en lo alto de la cabeza. Tenía algunos mechones sueltos. El pelo recogido le daba un aire decente, pero los rizos sueltos sugerían cierta frivolidad, pensó Sejer.

– Sinceramente, no lo entiendo. ¿Por qué dice eso? Estoy casada.

– Pero está a punto de divorciarse, ¿no es así?

Alzó los ojos al cielo ante todo lo que ese policía sabía.

– ¡Sí! Pero no voy por ahí liándome con chiquillos.

– Tiene diecinueve años.

– ¿Sabe usted la edad que tengo yo? -preguntó alterada.

– Cuarenta y cinco -contestó Sejer en voz baja.

La mujer se puso otra vez a dar vueltas por el salón.

– No entiendo nada -dijo, estresada -. ¿Por qué dice Gøran esas cosas?

– Tal vez porque son verdad. -Sejer pudo ver cómo se agolpaban en su cabeza un montón de pensamientos -. Lo que ocurre -dijo tranquilamente – es que hay ciertos puntos en la declaración de Gøran que nos han traído aquí esta noche. Si usted puede confirmar que él estuvo con usted aquel día, y si puede decirnos algo de cómo se comportó, eso nos ayudaría a avanzar en nuestra labor. Piénseselo bien antes de contestar. Podría ser importante para el futuro de otras personas.

La mujer los miró fijamente, primero a uno y luego a otro, y de nuevo se puso a dar vueltas.

– ¿Significa eso que yo debo salvar el pellejo a Gøran? -preguntó incrédula -. Él no tiene nada que ver con el asesinato, ¿no?

– ¡Pero si usted no lo conoce!

– No. Pero de todos modos…

Sejer la miró fijamente.

– Lo que ocurre tal vez sea que puede usted elegir entre el pellejo de Gøran y su propio honor.

La mujer se dirigió a la cocina y llenó un vaso de agua, que se bebió de pie.

– Una vez, lo admito, estuve en una sala de baile en el centro. Con una amiga. Gøran estaba allí con otros jóvenes. Bailamos y tonteamos un poco. Se le meterían en la cabeza ideas raras con las que luego él ha fantaseado. Tal vez sus necesidades sean imperantes. Se ve que entrena muchísimo. Está hinchado por todas partes.

– Ah, ¿sí? ¿Sabe usted eso? -se apresuró a decir Sejer.

La mujer se sonrojó y le dio la espalda.

– ¿De manera que no hay nada de verdad en las palabras de Gøran? -prosiguió el hombre.

Lillian Sunde se volvió hacia él y lo miró fijamente.

– Nada en absoluto.

Sejer le dio una tarjeta.

– Mi número de teléfono, por si quiere decirme algo. ¿De qué trataba aquella película? ¿La película americana?

– De amores desgraciados. ¿De qué si no? -contestó la mujer, malhumorada.

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