Este aspecto tenía Gunder en el avión: la espalda recta como un colegial, camisa de manga corta de Dressmann, americana azul marino y pantalones color caqui. No había volado muchas veces en su vida y todo le impresionaba. En el portaequipajes de encima del asiento había colocado la bolsa negra de viaje, dentro de la cual, en un bolsillo con cremallera, iba el broche en su pequeño estuche. En la cartera llevaba rupias indias, marcos alemanes y libras inglesas. Cerró los ojos. No le gustó esa fuerte sensación de ser succionado al despegar el avión.
My name is Gunder, se dijo para sus adentros. How do you do?
El hombre sentado a su lado lo miró de reojo.
– El alma siempre se queda en el aeropuerto -dijo.
Gunder no lo entendió.
– Cuando se viaja a tanta velocidad como nosotros ahora, el alma se queda atrás, en algún lugar del aeropuerto. Seguramente esté en el pub, en el fondo del vaso. Me he tomado un whisky antes de salir.
Gunder intentó imaginarse un whisky por la mañana. No lo consiguió. Él se había tomado un café apoyado en una larga barra, mientras miraba a la gente, que pasaba deprisa de un lado para otro. Había caminado con sus sandalias por el aeropuerto observándolo todo detenidamente. Su alma se encontraba en su lugar debajo de la americana, no le cabía duda alguna.
– Debería usted cambiar el whisky por un café -dijo sencillamente.
El hombre miró a Gunder y se rió.
– ¿Qué vende usted?
– ¿Tan obvio es?
– Sí.
– Vendo maquinaria agrícola.
– ¿Y va a la feria de Frankfurt?
– No, no, esta vez soy turista.
– ¿Y quién va de turismo a Frankfurt? -se extrañó el hombre.
– Voy mucho más lejos -dijo Gunder contento -. Me voy a Mumbai.
– ¿Y dónde está eso?
– En la India. La ciudad que antes se llamaba Bombay, si eso le dice algo.
Gunder sonrió, sintiéndose importante.
– Desde mil novecientos noventa y cinco se llama Mumbai.
El hombre hizo señas a una azafata y le pidió un whisky con hielo. Gunder pidió un zumo de naranja y se reclinó en el asiento con los ojos cerrados. No tenía ganas de hablar. Tenía tanto que pensar… ¿Qué contaría en la India de Noruega? ¿De su pueblo, Elvestad? Y de cómo eran los noruegos. ¿Cómo eran? Y la comida, ¿qué podría decir de ella? Albóndigas, pudín de pescado y queso marrón. Patinaje sobre hielo. Very cold. Hasta cuarenta grados bajo cero. Norwegian oil. Le sirvieron el zumo y se lo bebió despacio. Se puso a chupar un cubito de hielo. Metió el vaso de plástico dentro de la pequeña red del asiento de delante. Fuera veía las nubes pasar como algodones de azúcar. Tal vez no encontrara ninguna mujer en su viaje a la India. Si no era capaz de encontrar una en su propio país, ¿cómo iba a hacerlo en un país desconocido? Pero algo estaba sucediendo. Iba camino de algo nuevo. Nadie de su pueblo había estado en la India, al menos que él supiera. Gunder Jomann. Un hombre cosmopolita. Se dio cuenta de que había olvidado comprobar las pilas de la cámara. Pero seguramente venderían pilas en el aeropuerto. Al fin y al cabo, no iba a un país de otro planeta. ¿Cómo se llamaban las mujeres de la India? Si conociera a una con un nombre completamente imposible, a lo mejor podría hacer una abreviación cariñosa. Se acordó del nombre de Indira. Indira Gandhi. No era nada difícil. Casi como Elvira. Los humanos tenemos la mayoría de las cosas en común, se consoló a sí mismo. Y por fin se durmió. Enseguida la mujer apareció en su mente. Sus ojos negros brillaban.
Todos los días, Marie iba a casa de Gunder a comprobar las puertas y ventanas. Sacaba el correo del buzón y lo dejaba en la mesa de la cocina. Metía el dedo en todas las macetas para comprobar su estado de humedad. Siempre se quedaba unos minutos, pensando en él. Su hermano era tan ingenuo como un niño grande, y ahora estaría en ese lejano país, con el calor que hacía, entre doce millones de personas que encima hablaban un idioma que él no entendía. Pero Gunder era fuerte. Nunca impulsivo, y de ninguna manera aficionado a la bebida. Marie miró la pared, la foto de su madre y la de ella misma con cinco años, una niña de mejillas redondas y rodillas regordetas. Una foto de Gunder con el uniforme de miembro de protección civil. Otra de sus padres delante de la casa. Gunder también tenía colgado de la pared un cuadro muy malo de un paisaje invernal, adquirido en una subasta en la Casa del Pueblo. Miró los muebles. Sólidos. Un viejo tapiz tejido por su madre. Nada de polvo en ninguna parte. Ventanas resplandecientes. Si Gunder tuviera alguna vez una mujer, la trataría como a una reina, pensó Marie. Aunque ya empezaba a decaer. En su opinión, seguía siendo un hombre guapo, pero todo en él empezaba a ir cuesta abajo. El estómago. Las mandíbulas. El pelo se le iba retirando lenta pero inexorablemente de la frente. Sus manos eran grandes y toscas como lo habían sido las de su padre. Habría sido un padre estupendo. Marie se sentía triste. Tal vez su hermano tuviera que envejecer solo. ¿A qué había ido a la India? ¿A buscar mujer? Se le había ocurrido que podía ser eso. ¿Qué diría la gente? Ella, por su parte, no diría nada, excepto cosas amables. Pero los demás, ¿qué? Todos los que no lo querían tanto como ella. ¿Sabía él lo que hacía? Seguramente. Su voz por teléfono, desde la lejana India, con mucho ruido en la línea. Muy alegre. «Ya estoy aquí, Marie. El calor es como una pared. Tenía la espalda mojada antes de bajar la escalera del avión. Y ya he encontrado alojamiento. Acabo de comer. En un restaurante muy agradable enfrente del hotel. Hablan inglés en todas partes. La camarera no tuvo problema alguno. Yo dije chicken, y ella volvió con un pollo sabrosísimo. No has probado lo que es un pollo de verdad hasta que no has estado en la India -dijo Gunder-. Además, es barato. Cuando volví al día siguiente, ella se acercó a mi mesa y me preguntó si quería más chicken. Así que ahora como aquí todos los días. Hay diferentes salsas cada día. Son rojas, verdes y amarillas. ¿Para qué buscar otro restaurante habiendo encontrado este? Se llama Tandels Tandoori. Tienen un servicio muy agradable.»
La camarera, pensó Marie con una sonrisa triste. Sería la primera mujer con la que se había encontrado, y además, había sido amable con él. Eso bastaría a Gunder. Ahora iría a ese Tandels Tandoori los quince días, y no tendría ninguna otra experiencia. Ella le dijo que todo estaba bien en su casa. Pero ¿era consciente de que uno de los hibiscos tenía pulgón? Por un instante la voz de Gunder adquirió un tono de preocupación, pero se calmó:
– Hay un insecticida en el sótano. Tendrá que mantenerse vivo hasta que vuelva a casa. O tendrá que morir. Así de sencillo.
Marie suspiró. No era muy normal en su hermano hablar con indiferencia de sus plantas. Cuando se morían, él lo tomaba como una ofensa personal.
El libro que ella le había regalado en una ocasión estaba a la vista en la estantería, sobresaliendo entre los demás lomos. Lo cogió y se le abrió por la misma página de siempre. Permaneció un rato contemplando a la mujer india, imaginándose la cara de su hermano absorta ante la preciosa foto. ¿Qué pensarían las mujeres indias de Gunder? En cierto modo había en él algo imponente. En primer lugar, era alto y muy ancho de hombros. Sus dientes eran bonitos, se los cuidaba mucho. Siempre iba muy limpio, aunque con ropa algo anticuada. Tenía un talante agradable, y a lo mejor esas mujeres no reparaban en su lentitud, les preocuparía más entender lo que estaba diciendo. Tal vez precisamente por eso podrían verlo tal y como era: honrado y más bueno que el pan. Un poco cuadriculado, pero sincero. Lento, pero a la vez muy trabajador. Ansioso, aunque un hombre que sabía muy bien lo que quería. Sus ojos eran bonitos. Grandes y azules. La belleza de la foto también tenía unos bonitos ojos, casi negros. Mirar a los grandes ojos azules de Gunder tal vez le resultara exótico y diferente a una mujer india. Además, su hermano tenía un cuerpo grande y robusto. Marie tenía entendido que los indios eran delgados y ligeros, aunque en realidad no sabía mucho de ese tema. Estaba a punto de cerrar el libro cuando encontró dentro un trozo de papel. El recibo de un joyero. Se quedó mirando, asombrada. Un broche. Mil cuatrocientas coronas. ¿Qué significaba eso? No era para ella, pues no tenía traje regional. Al parecer, estaban ocurriendo cosas de las que no estaba al corriente. Volvió a meter el recibo en el libro y abandonó la casa. Se volvió una última vez a mirar los grandes ventanales. Luego se metió en el coche y se dirigió al centro. Marie era, según Gunder y Karsten, su marido, una malísima conductora. Centraba toda su atención en la carretera que había delante del coche. Nunca miraba por el retrovisor, sino que iba agarrada al volante, guiándose únicamente por la línea blanca de la derecha. Iba siempre a la misma velocidad, un poco por debajo de setenta por hora, en todo tipo de vías. Jamás usaba la quinta marcha. No es que fuera especialista en todo, si bien era ella la que solía organizar y arreglar todo cuando hacía falta. Y conocía muy bien a su hermano. Ahora estaba segura. Él se había ido a la India a buscar una mujer. Con lo terco y decidido que era, no le extrañaría nada que al cabo de un par de semanas apareciera con una mujer morena del brazo, y con un broche en el vestido. Dios mío, pensó, saltándose un paso de peatones con tanta decisión que una mujer que empujaba un cochecito de niño retrocedió asustada. ¿Qué diría la gente?
Se paró en el bar de Einar a comprar cigarrillos. Einar estaba sacando brillo a la máquina tocadiscos. Primero con un spray y luego con un trapo. Todavía había vacaciones de otoño en los colegios. En una de las mesas había dos chicas sentadas. Marie las conocía, eran Linda y Karen. Linda era una muchacha delgada, con un risa estridente, casi maníaca. Tenía el pelo prácticamente blanco y rizado, la cara alargada y los dientes blancos y puntiagudos. Al mirarla, Marie siempre pensaba que esa chica iba camino de la perdición. No sabía muy bien por qué, pero había algo en la manera de ser de la joven, en esos ojos tan brillantes que no eran normales, en sus gestos vehementes y su risa estridente que le hacían pensar que esa chica era de las que pedían demasiado. Era tan visible como una lámpara con una bombilla muy potente. Un día algo la borraría del mapa. En cambio, la otra, la morena y más sosegada Karen, era más retraída, más calmada, y hablaba en voz baja sin exponer su cuerpo. Einar sacó un paquete de John Player y Marie pagó. A ella no le gustaba Einar. Siempre era correcto, pero iba por el mundo como si guardara un desagradable secreto. Su cara no era ancha y franca como la de Gunder, sino delgada y hermética. Expresaba animosidad. A Gunder tampoco le gustaba. No es que lo hubiera dicho, pues nunca hablaba mal de la gente. Si no tenía nada agradable que decir, simplemente se callaba. Como aquel día que Marie le preguntó por su nuevo compañero de trabajo, el joven Bjørnsson. Entonces su hermano levantó la vista del periódico y dijo: «Bjørnsson está bien». Y siguió leyendo el periódico sin decir nada más. Marie supo así que a su hermano no le gustaba ese joven. Pero podía hablar largamente sobre el taxista del pueblo. «Kalle Moe ha comprado por correo cera para abrillantar el coche -por ejemplo -. Seiscientas coronas, dos cajas. Ese hombre es increíble. Me parece que su coche tiene al menos medio millón de kilómetros. Pero no se nota. Creo que le canta nanas por la noche», dijo Gunder riéndose. Entonces Marie sabía que a su hermano le gustaba Kalle. Y lo mismo pasaba con Ole Gunwald, de la tienda de comestibles. «Sufre mucho con las migrañas, el pobre Gunwald.» Mientras pensaba en eso, Marie volvió a oír la risa de Linda y se fijó en la rápida mirada de Einar a las dos chicas. Así al menos tenía algo que mirar mientras sacaba brillo al tocadiscos.
– ¿Y se ha ido muy lejos Jomann? -preguntó Einar de repente.
Marie asintió con la cabeza.
– A la India. De vacaciones.
– ¿A la India? ¡Vaya! Bueno, bueno. Si vuelve con una esposa india, le tendré mucha envidia -dijo el hombre sonriendo entre dientes.
Marie se estremeció. ¿Todo el mundo pensaba como ella? Salió del bar y condujo hasta su casa a una media de sesenta y ocho kilómetros por hora. Una luz roja se había encendido en el salpicadero. Tendría que acordarse de decírselo a Karsten.
Gunder estaba sudando, pero no importaba. Tenía la camisa empapada, pero no le preocupaba. Estaba sentado a la mesa, mirando a la mujer india. Era rápida y ligera, sonriente y amable. Tenía un bolso atado a la cintura, parecido al de él, con calderilla para el cambio. Llevaba un vestido de flores, los brazos desnudos y unos aros de oro en las orejas. Tenía el pelo negro azulado, trenzado y recogido en la nuca. Gunder imaginó que le llegaría hasta el trasero. Era más joven que él, tendría unos cuarenta años, y tenía la cara curtida por el sol. Cuando sonreía, se le veían los dientes. Los de arriba sobresalían mucho. Por vanidad, a menudo intentaba contener la sonrisa, pero solía dejarlo por imposible. Sonreía con facilidad. Con la boca cerrada es guapa, pensó Gunder, y lo de los dientes tiene arreglo. Mientras la contemplaba, tomando el exótico café con canela y azúcar, se dio cuenta de que ella notaba que la miraba, y de que tal vez incluso le gustaba. Gunder llevaba comiendo seis días en ese restaurante y siempre le había servido ella. Quería decirle algo, pero tenía miedo de no hacerlo bien. Tal vez la mujer tuviera prohibido hablar con los clientes. Todas las leyes de ese país que no conocía le cohibían. Un día podría quedarse hasta que cerraran y luego seguirla. ¡No, no, eso no! Levantó la mano. Ella acudió al instante.
– One more coffee -dijo Gunder nervioso.
Algo se avecinaba. La tensión le hacía parecer muy serio, y ella se dio cuenta. Asintió con la cabeza y fue a por el café. Volvió enseguida.
– Very good coffee -dijo él, reteniéndola con su mirada azul. Ella se quedó.
– My name is Gunder -dijo por fin -. From Norway.
Ella le devolvió una deslumbrante sonrisa, que dejó al descubierto sus grandes dientes.
– Ah! From Norway. Ice and snow -dijo riéndose.
Gunder se rió con ella, mientras pensaba que seguramente tendría marido e hijos, tal vez un montón de hijos. Y padres mayores, necesitados de cuidados constantes. Y que ella no le acompañaría a ninguna parte, claro que no. De repente se puso triste. Pero ella seguía allí.
– Have you seen the city? -preguntó.
Gunder bajó la mirada, avergonzado. Durante días había deambulado sin rumbo ni timonel, mirando a la gente. Había mucha por todas partes. Dormían en la calle, comían en la calle, vendían su mercancía en la acera. Las calles eran a la vez, mercado, parque infantil y lugar de encuentro, todo menos una vía de tránsito. Él no había buscado las atracciones turísticas.
– No -admitió -. Only people. Very beautiful people -añadió.
Entonces ella se sonrojó y miró al suelo. Parecía estar esperando algo. No volvió a la cocina, sino que permaneció unos minutos más junto a la mesa. Gunder se envalentonó. No tenía mucho tiempo, estaba desesperado y, además, muy lejos de su casa. El calor abrumador, la sensación de irrealidad. Y su verdadero motivo… Miró aquellos ojos negros y dijo:
– I came to find a wife.
Ella no se rió. Se limitó a asentir lentamente con la cabeza, como si en ese momento lo entendiera todo. El hecho de que siempre acudiera allí. A ese local. Donde ella estaba. Se había fijado en su mirada, y luego había pensado en él, en esa montaña de hombre de ojos azules. La serenidad que lo rodeaba. Su dignidad. Tan extraño y tan distinto. Se había preguntado a sí misma cuál sería su propósito. Era obviamente un turista, y sin embargo él era distinto.
– I show you the city? -preguntó ella con timidez. Ahora no sonreía, y no se le veían los dientes.
– Yes. Please! I wait here -dijo él, golpeando la mesa -. You work. I wait here.
Ella asintió, pero permaneció unos instantes más junto a la mesa. Se hizo el silencio. Solo se oía un suave murmullo procedente de las demás mesas.
– Mira nam Pôona he -dijo ella en voz baja.
– ¿Cómo? -preguntó Gunder.
– Poona. My name is Poona Bai.
Tendió a Gunder una mano morena.
– Gunder -dijo él -. Gunder Jomann.
– Welcome to Bollywood -dijo ella riéndose.
Gunder no entendió lo que quería decir, pero oyó latir su propio corazón, dulce y suavemente. Hizo una profunda reverencia, ella retomó su papel y desapareció camino de la cocina.
Por la noche, Gunder llamó a Marie. Estaba muy agitado.
– ¿Sabes que a esta ciudad la llaman Bollywood? -se rió al otro lado del teléfono. Marie prácticamente podía oír lo sudado que estaba -. Son los mayores productores de películas del mundo. He aprendido algo de la lengua. Tan je vad. Significa «gracias». India tiene más de mil millones de habitantes, Marie, imagínate.
– Sí -contestó ella -. Pronto seremos tantos en esta tierra que nos comeremos los unos a los otros.
Gunder se tronchaba de risa por teléfono.
– ¿Has conocido a alguien? -preguntó su hermana suspicaz, insoportablemente curiosa.
Claro que estaba conociendo a gente, entre mil millones de personas resulta imposible andar por la calle sin tropezarse constantemente con alguien.
– Tengo aire acondicionado en la habitación -prosiguió -. Cuando salgo a la calle, el calor me golpea. Esta es la peor época.
– ¿Te cuidas el estómago? -preguntó Marie.
Sí, sí, lo tenía bajo control gracias a unas pastillas, y se encontraba perfectamente, pero debido al calor había que hacerlo todo a cámara lenta. Marie se imaginó al lento Gunder andando sin rumbo por las calles de Mumbai a cámara lenta.
– Tendrás ganas de volver a casa, supongo… -comentó, porque eso era lo que quería oír. No le gustaba que ese parado hermano suyo de repente se hubiera vuelto cosmopolita, ni ese tono de sabelotodo que había adquirido.
– Será fantástico volver a casa -dijo Gunder riéndose con ganas -, y te he comprado un regalo. Algo realmente indio.
– ¿Qué es? -quiso saber Marie.
– No puedo decírtelo. Es un secreto.
– Hoy he cortado el césped. Hay mucho musgo. ¿Lo sabías?
Gunder se rió de nuevo.
– Ya nos cargaremos el musgo -dijo -. El césped ha de estar limpio de musgo.
¿Nos? Estaba muy raro, muy eufórico. Marie no reconocía a su propio hermano. Estaba agarrada al auricular y se dio cuenta de que quería que volviera a casa. No podía cuidarlo estando tan lejos.
– También aquí hace calor -dijo Marie con énfasis -. Veintinueve grados ayer en Nesbyen.
Gunder se echó a reír.
– ¿Veintinueve? Aquí estamos a cuarenta y dos, Marie. Anteayer hizo aún más calor. Cuando les pregunto a los lugareños si no están ya acostumbrados a esto, pues lo viven año tras año, ellos contestan que no, que es igual de horrible para ellos. Qué raro, ¿verdad?
– Si tuvieran que soportar nuestros veinte grados bajo cero, seguramente se helarían -dijo Marie escuetamente.
– No lo creo -opinó Gunder-. Los indios trabajan duro y conservarían el calor como fuera. Así de fácil. Pero menos mal que yo estoy de vacaciones. Me limito a deslizarme por las calles con los brazos separados del cuerpo.
– ¿Separados del cuerpo?
– No soporto llevarlos pegados al cuerpo -dijo Gunder riéndose como antes -. También tengo que separar los dedos. Pero en la habitación hay aire acondicionado -repitió.
– Ya lo has dicho -dijo ella, cortante.
Los dos callaron. Marie lanzó un suspiro, como una hermana suspira a un hermano imposible.
– He de colgar -dijo Gunder-. Tengo una cita.
– Ah, ¿sí?
– Vamos a salir a cenar. Volveré a llamarte dentro de un par de días.
Marie oyó el pequeño clic al colgar él. Se imaginó a su hermano deslizándose por las calles, con los dedos y los brazos separados. Con ese calor abrasador. Era incapaz de entender que estuviera tan feliz.