6

Dentro de la boca de la mujer, abierta de par en par, Sejer vio tres o cuatro dientes que seguían en su sitio. ¿Qué pensaría el médico forense cuando le entregaran a esa mujer destrozada? Bardy Snorrason llevaba muchos años trabajando junto a esa mesa de acero. Tenía un reborde y un sumidero en un extremo para que la sangre y los líquidos de los cadáveres desaparecieran por allí. El cadáver de la mujer despedía un olor fuerte y húmedo. El pecho y la cavidad peritoneal se le habían abierto.

– Quiero que pienses en voz alta -dijo Sejer al forense.

– Ya me lo imagino. -Se bajó las gafas sobre la nariz y miró a Sejer por encima de la montura -. Este rostro habla por sí solo. -Dio la espalda a Sejer y se puso a hojear un montón de papeles. Murmuró para sus adentros -. Por una vez en la vida preferirías callarte.

Sejer sabía bien que no servía de nada ponerse pesado. La presencia de la mujer en la sala era ensordecedora. Lo que saldría de su garganta los últimos minutos de su vida retumbaba ahora entre esas cuatro paredes. Sejer tenía que sopesar sus palabras, y de algún modo mostrar cierto respeto por aquella mujer que yacía desnuda sobre la mesa, con el pecho abierto y la cabeza destrozada, iluminada por la luz cegadora de la lámpara de trabajo. Como le habían limpiado la sangre, las lesiones se veían distintas a cuando yacía en la hierba.

– Llevaba un traje de seda -dijo Snorrason -. Y de buena calidad, confeccionado en la India. Las sandalias están hechas de plástico. El reloj de pulsera es un Timex de escaso valor. La ropa interior era sencilla, de algodón. En su bolso había varias monedas, alemanas, noruegas e indias. Debajo de las sandalias ponía «Miss India» -añadió.

Una nueva pausa. Los papeles temblaron.

– Recibió repetidos golpes en la cabeza y en la cara -prosiguió.

– ¿Es posible calcular cuántos? -preguntó Sejer.

– No. He dicho «repetidos golpes» precisamente porque resulta imposible contarlos. Estamos hablando de unos golpes muy fuertes. Entre diez y quince. -Se acercó a la mesa y se colocó detrás de la cabeza destrozada de la mujer -. El cráneo está roto como una jarra de loza -dijo -. No es posible imaginar su forma original. El cráneo es frágil -prosiguió -. Y sin embargo bastante fuerte cuando se golpea la parte superior de la cabeza. Las lesiones son mayores cuando se alcanza la parte posterior y las sienes. En este caso estamos hablando de una fuerza realmente destructiva. El autor del crimen descargó sobre ella una rabia tremenda.

– ¿Qué edad tenía?

– Cerca de los cuarenta.

Sejer se sorprendió. El cuerpo era tan fino y delgado…

– ¿Y el arma? -preguntó.

– El arma era grande y pesada, posiblemente obtusa y lisa, y se utilizó con una violencia brutal. Intento consolarme a mí mismo, y tal vez a ti, ya que tienes aspecto de necesitarlo -dijo mirando de reojo a Sejer – con que tal vez le hubieran infligido la mayor parte de los golpes después de muerta. Uno puede decir lo que quiera acerca de la muerte -añadió -, pero nos libra de golpe de toda clase de miserias.

Se hizo un largo silencio. Sejer tenía la sensación de estar fuera de sí, casi flotando. Intuía un largo período de poco sueño y mucha preocupación. Que no escaparía de todo aquello. Ni por un instante sería capaz de olvidarse de esa mujer, sino que la tendría presente día y noche, cada hora. La tendría en la cabeza como un grito mudo. Miró hacia el futuro, hacia el momento en el que encontraran y arrestaran al autor del crimen. Sabía que estaría lo suficientemente cerca de él como para notar su olor y su vibración al moverse en el mismo espacio que aquel. Cogerlo de la mano. Mostrarle comprensión. Entrar en esa persona con amabilidad. Notó unos suaves pinchazos en la nuca. Snorrason volvía a mover los papeles.

– Como ya he dicho, tenía alrededor de cuarenta años, tal vez algo menos. Altura: uno sesenta. Peso: cuarenta y cinco kilos. Por lo que puedo ver, estaba sana. En el hombro izquierdo tiene una insignificante cicatriz de cuatro puntos. Por cierto, el broche es de la región de Hardanger.

– Eres rápido -lo elogió Sejer.

– Una ayudante mía tiene uno igual.

Reflexionó unos instantes.

– Había huellas de lucha por todo el prado. ¿Jugaría con ella, como si de un gato se tratara?

– No lo sé -dijo Sejer -. Pero no comprendo cómo se atrevió. A las nueve de la noche todavía hay luz. Ole Gunwald vive muy cerca. La carretera principal pasa por allí. Es de tal osadía que me hace sospechar que el autor es un ser caótico, totalmente incapaz de calibrar la situación.

– ¿Ha llegado alguna información de la gente? -preguntó Snorrason.

– Observaciones de coches que pasaban. Pero lo único que deseo es saber quién es ella.

– Pregunta en las joyerías de la zona. Seguramente se acordarán si una mujer extranjera compró un broche de Hardanger. No creo que sea muy corriente.

– Llevarán un registro de las ventas -apuntó Sejer. Pero dudo que lo haya comprado ella misma. Más bien creo que debe tratarse de un regalo de alguien de Noruega. Tal vez de un hombre. Y en ese caso de un hombre que la quiere.

– Sacas mucha materia de poco -comentó Snorrason con una sonrisa.

– Pienso en voz alta. Cuando la vi en la hierba con su bonito vestido, el broche brillaba como una declaración de amor.

– Bueno -dijo Snorrason -. Quizá el amor se haya convertido en otra cosa. Esto no parece muy cariñoso.

Sejer dio una vuelta por la sala.

– Permíteme recordarte que hay quien mata por amor -dijo.

Snorrason asintió de mala gana.

– Entonces, ¿me llamas cuando esté el informe?

– Por supuesto. Este asunto tiene prioridad.

Sejer se quitó los protectores de los zapatos. Luego se sentó con Skarre en su despacho. El contenido de la bolsa de plástico estaba esparcido sobre su mesa. Sejer lo extendió con los dedos.

Rebuscó entre el montón de objetos y encontró un pendiente, que reconoció al instante.

– Veo que os habéis empleado a fondo. A la mujer le faltaba uno como este.

– Está plano -dijo Skarre. De repente se acercó a la pila, donde le sobrevino un terrible ataque de tos.

– Tómate el tiempo que necesites -dijo Sejer.

Skarre se volvió y lo miró.

– Ya estoy listo -dijo -. Quiero trabajar.


Kalle Moe, propietario y conductor del taxi, no era un hombre dado al cotilleo. Pero ahora se sentía completamente abrumado. Estaba sentado en su Mercedes blanco, pensando, con un profundo surco en la frente. Unos minutos más tarde subía la escalera del bar de Einar. Dentro había más gente que de costumbre. Einar estaba dando la vuelta a dos hamburguesas para luego ponerles queso encima. Saludó a Kalle.

– Un café -le pidió.

El vapor de la taza le calentó la cara. De repente, se oyó la risa chillona de Linda, procedente de un rincón.

– Qué felicidad ser joven -dijo Kalle -. Ni siquiera la muerte les afecta. Son como el salmón gordo y liso de vivero.

Einar le acercó un plato con terrones de azúcar. Su cara alargada estaba tan hermética como siempre.

– Una historia muy fea -prosiguió Kalle, mirando de reojo a Einar.

– ¿Por qué íbamos a librarnos nosotros?

– ¿Qué quieres decir? -Kalle no lo entendió.

– Me refiero al hecho de que sucediera aquí. Esas cosas pasan ya en todas partes.

– No es lo que yo he oído. Dicen que fue realmente salvaje, inusual aquí.

– Eso dicen siempre -respondió Einar.

Kalle tomaba el café a pequeños sorbos.

– Me preocupé mucho al principio. Pensé en Tee, y en la familia Thuan.

– No es ninguno de ellos -se apresuró a decir Einar.

– Ya lo sé. Pero al principio pensé en ellos.

De nuevo la risa de Linda se oyó en todo el local.

– La Princesa Ojos Brillantes -dijo Einar lanzando una mirada resignada a la joven -. Así la llaman los chicos. Y no es precisamente un piropo.

– ¿No?

Otro silencio.

– ¿Así que no tienen ni idea de quién era?

Einar colocó las hamburguesas en sendos panecillos. Silbó al aire y un adolescente acudió corriendo.

– No he oído nada -contestó -. Pero hay periodistas por todas partes. Dicen que la línea que han abierto está que arde.

– Menos mal -dijo Kalle.

Pensó en contar lo de Gunder. Pero algo le retuvo. De todas formas, aunque no lo contara, Einar lo sabría por otros. Y quizá en una versión peor. Kalle era una persona sincera, no quería exagerar. Pero estaba deseando contarlo para que Einar dijera: «¿Estás loco? ¿Que Jomann se ha casado? ¿En la India?». Estaba a punto de hablar cuando la puerta se abrió y entraron dos hombres. Los dos llevaban una bolsa verde al hombro.

– Periodistas -dijo Einar -. ¡No hables con ellos!

Kalle se quedó algo perplejo ante la reacción de Einar. Sonó como una orden, y Kalle ni rechistó. Los dos hombres se acercaron a la barra, saludaron a Kalle y a Einar, y luego echaron un vistazo al local. Einar saludó muy comedido y tomó nota de un pedido de hamburguesas y Coca-Cola. Se puso a trabajar a toda prisa dando la espalda a Kalle, que seguía con su café. De repente, se sintió expuesto, ya sin la protección de Einar.

– Un asunto terrible -dijo uno de los hombres, mirándolo.

Kalle asintió con la cabeza, sin decir nada. Se acordó de que tenía su agenda de carreras en el bolsillo, la sacó y se puso a estudiar todos sus viajes fijos tratando de parecer muy concentrado.

– Una tragedia así tiene que ser como un terremoto en un pequeño lugar como este. ¿Cuánta gente vive aquí?

Era una pregunta sencilla. Las chicas del rincón se habían callado y observaban a los dos periodistas con curiosidad. Kalle se vio obligado a contestar.

– Unas dos mil personas -contestó, reservado y volvió a mirar su agenda.

– Pero ella no era de aquí, ¿verdad?

El otro asomó la cabeza. Einar se dio media vuelta y puso dos platos en la barra con un fuerte golpe.

– Si ni siquiera lo sabe la poli, ¿cómo quieres que lo sepamos nosotros? -dijo escuetamente.

El periodista esbozó una sonrisa forzada.

– Siempre hay alguien que sabe algo -dijo con pesar -. Y es nuestro trabajo enterarnos.

– Para eso tendrás que ir a otro sitio -dijo Einar. Aquí la gente viene a comer y a relajarse.

– Estupendos sándwiches -dijo el otro, con una inclinación de cabeza.

Los dos se miraron con las cejas fruncidas y se fueron con el rabo entre las piernas a una mesa junto a la ventana, sin apartar la vista de las dos chicas.

– Espero que no echen sus redes a Linda -dijo Einar en voz baja -. Esa chica no sabe lo que le conviene y lo que no.

Kalle no entendía ese tono malhumorado de Einar. Pero tal vez era más listo que otros y sabía cómo manejar a esas hienas de la ciudad. Cogió la cafetera para rellenar la taza.

– ¿Has oído lo de la hermana de Gunder?

Einar lo miró sin entender.

– Está en el hospital. En coma. Conectada a un respirador -explicó.

Einar frunció el ceño.

– ¿Por qué? ¿Has hablado con él?

– Sí, me llamó. Su hermana tuvo un accidente de coche.

– Ah, ¿sí? -dijo Einar vacilante -. ¿Te llamó para contártelo? Pero no sois muy amigos, ¿no?

– No -dijo Kalle lentamente -. Pero daba la casualidad de que Gunder esperaba una visita del extranjero. Y no podía ir al aeropuerto porque tenía que estar con su hermana en el hospital. Por eso me llamó. Me preguntó si podía ir a Gardermoen y recoger a… a la visita.

– Entiendo -dijo Einar.

Algo estaba sucediendo en su cabeza pelirroja. Kalle no sabía muy bien qué. Los dos periodistas los estaban vigilando. Kalle hablaba lo más bajo que podía.

– ¿Sabes que Gunder estuvo en la India?

Einar asintió con la cabeza.

– Me lo dijo su hermana. Vino a comprar tabaco.

– Pero ¿a que no sabes lo que hizo allí?

– Estaría de vacaciones, ¿no?

– En cierto modo, sí. Pero la verdad es que se casó mientras estaba allí. Con una mujer india.

Por fin Einar levantó la cabeza. Tenía los ojos abiertos como platos de asombro.

– ¿Jomann? ¿Con una mujer india?

– Sí. Por eso me llamó. Porque su mujer iba a llegar al aeropuerto. Y me envió a mí a buscarla porque él tenía que quedarse con su hermana.

Einar miraba estupefacto a Kalle, que no podía dejar de hablar.

– Me explicó en qué avión vendría y todo eso. Su nombre y el aspecto que tenía. Estaba completamente desolado por no poder ir él. Así que me fui al aeropuerto. -Kalle tragó saliva y miró a Einar -. Pero no la encontré.

– ¿No la encontraste? -preguntó Einar, confuso.

– La busqué por todas partes, pero no la encontré.

Einar lo miraba sin disimular. Un impulso hizo que Kalle se volviera. Los periodistas seguían vigilándolos. Bajó aún más la voz.

– Así que llamé a Gunder al hospital y le expliqué el problema. Pensábamos que ella habría cogido otro taxi y habría ido directamente a su casa, donde lo estaría esperando, pues tenía la dirección. Pero tampoco estaba allí.

Se hizo un largo silencio. Einar comprendió por dónde iba Kalle. Parecía atormentado.

– Luego oí en las noticias lo de la mujer asesinada en Hvitemoen. Me quedé perplejo. No hay muchas extranjeras por estos parajes. Así que lo llamé.

– ¿Qué dijo? -se apresuró a preguntar Einar.

– Estaba muy raro. Contestó con evasivas diciendo que seguro que ella llegaría. Tengo la sospecha de que es ella, ¿sabes? Que alguien la mató cuando iba a casa de Gunder. Hvitemoen no queda lejos de allí. A solo un kilómetro.

– Sí, un kilómetro más allá -dijo Einar -. Pero entonces tú sabes su nombre, ¿no?

Kalle hizo un gesto afirmativo, muy serio.

– Tienes que llamar a la policía -dijo Einar con tono decidido.

– Me da no sé qué -contestó Kalle -. Tendría que hacerlo Gunder. Pero creo que no se atreve. Hace como si nada.

– Tienes que hablar con él -dijo Einar.

– Está en el hospital -contestó Kalle.

– ¿Y su cuñado?

– En Hamburgo -respondió Kalle.

De repente, se sentía agotado.

– Puedes llamar a esa línea que han abierto sin dar tu nombre.

– No, si llamo quiero dar mi nombre. No hay nada malo en eso. Pero entonces irán corriendo a su casa.

– No lo encontrarán mientras esté en el hospital.

– Antes o después lo encontrarán. Imagínate que me equivoco.

– Ojalá te equivoques -dijo Einar.

– No sé. No lo conozco mucho. Gunder es muy reservado. No dice gran cosa. ¿No podrías llamar tú?

Einar puso los ojos en blanco.

– ¿Yo? No puedo. Tú eres quien lo ha vivido.

Kalle dejó la taza en la barra.

– No tienes más que llamar -dijo Einar -. No se va a acabar el mundo por eso.

De nuevo oyeron la estridente risa de Linda. Uno de los periodistas se había inclinado sobre la mesa de las chicas.

– Lo pensaré -dijo Kalle.

Einar encendió un cigarrillo. Miró a los periodistas, que estaban conversando acaloradamente con Linda y Karen. Luego abrió la puerta de su oficina, un pequeño cuarto en el que descansaba o se ponía con la contabilidad. Detrás de la oficina había una cámara frigorífica en la que guardaba la comida. Abrió también esa puerta. Permaneció un buen rato perplejo, mirando fijamente el interior del estrecho cuarto. Sus ojos atormentados se posaron en una gran maleta marrón.

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