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Unos ladridos rompen violentamente el silencio. La madre levanta la cabeza del fregadero y mira por la ventana. El perro ladra desde lo más profundo de su garganta. Todo su cuerpo, negro y grande, se estremece.

Entonces aparece su hijo, que sale del Golf rojo con las piernas separadas y deja caer una bolsa azul al suelo. Mira de reojo hacia la ventana, y ve la silueta difusa de su madre. Luego se acerca al perro y le suelta la cadena. El animal se lanza sobre él y los dos caen al suelo con tanta fuerza que un montón de tierra sale despedida. El perro gruñe y el joven le susurra cariñosos tacos al oído. De vez en cuando grita y golpea al rottweiler en el hocico. Por fin el animal se queda tumbado. El joven se levanta despacio, sacudiéndose el polvo y la porquería de los pantalones. Vuelve a mirar de reojo hacia la ventana. El perro se levanta vacilante y se queda cabizbajo frente a su amo, hasta que este le permite acercarse y que, sumiso, le lama en la comisura de los labios. Luego se dirige hacia la casa y entra en la cocina.

– ¡Vaya pinta que traes!

La madre se queda mirando la camiseta azul de su hijo. Está manchada de sangre. El chico tiene las manos llenas de heridas. El perro también le ha arañado la cara.

– ¡Qué barbaridad! -exclama la mujer con un gruñido furioso -. Deja aquí la bolsa. Ya lavaré todo luego.

El hijo cruza los brazos, llenos de arañazos. Son fuertes, como el resto de su cuerpo. Casi cien kilos y ni un gramo de grasa. Acaba de ejercitar los músculos y todavía están calientes.

– Relájate -se apresura a decirle a su madre -. Ya lo haré yo.

Ella no da crédito a sus oídos. ¿Va a lavarlo todo él?

– ¿Dónde has estado? -le pregunta -. No irás a decirme que has estado entrenando desde las seis hasta las once, ¿no?

El hijo murmura, de espaldas a su madre.

– He estado con Ulla. Haciendo de canguro.

La madre mira las anchas espaldas de su hijo. El joven tiene el pelo muy rubio y erizado como un cepillo, con mechas de un rojo muy intenso. Parece como si todo él estuviera envuelto en llamas. Desaparece escaleras abajo, camino del sótano. Se oye la vieja lavadora al ponerse en marcha. La madre vacía el agua del fregadero y mira fijamente al patio. El perro se ha tumbado con la cabeza sobre las patas. Los últimos restos de luz poco a poco desaparecen. El hijo ya ha subido y le dice que quiere ducharse.

– ¿Ducharte ahora? Pero si acabas de volver del entrenamiento…

Él no contesta. Luego, la madre oye la voz estridente de su hijo, que suena hueca en el cuarto de baño alicatado. El chico está cantando. Cierra ruidosamente el armario de las medicinas. Seguramente el muy tonto está buscando tiritas.

La madre sonríe. Toda esa violencia es natural. Al fin y al cabo es un hombre. Ella recordará siempre este episodio.

El último momento de la buena vida.


Todo empezó con el viaje de Gunder Jomann. Fue a la India a buscar una mujer, aunque no decía eso cuando la gente le preguntaba, no decía que esa era su intención. Apenas lo admitía ante sí mismo. Cuando los compañeros de trabajo le preguntaban, él contestaba que se trataba de un viaje para conocer mundo. ¡Qué gran exceso! Él que era tan modesto. Salía muy rara vez, nunca asistía a las cenas de Navidad de la empresa y siempre andaba ocupado con su casa, su jardín o su coche. Tampoco había tenido nunca una mujer, decían. A Gunder no le importaban las habladurías. En realidad, era un hombre que sabía lo que quería. Lento, sí, pero llegaba a donde se proponía sin hacer ruido. Y no le importaba el tiempo que tardara. Por las noches, el año en el que iba a cumplir cincuenta y un años, hojeaba un libro que le había regalado su hermana pequeña, Marie. Todos los pueblos del mundo. Como él nunca se movía mucho, excepto de casa al trabajo, en una pequeña y sólida empresa dedicada a la venta de maquinaria agrícola, ella se ocupaba de que por lo menos su hermano viera fotos de lo que había más allá de su pequeño círculo. Gunder hojeaba y leía. La India era el país que más le fascinaba. Esas preciosas mujeres con lunares rojos en la frente, los ojos pintados y graciosas sonrisas. Una de ellas lo miraba desde el libro y él se perdía al instante en dulces sueños. Nadie era capaz de soñar como Gunder. Cerraba los ojos y flotaba. La mujer era ligera como una pluma dentro de su traje rojo. Tenía los ojos profundos y oscuros como un cristal negro y ocultaba su pelo bajo un chal con el borde dorado. Durante meses, Gunder había contemplado esa foto. Tenía muy claro que lo que deseaba era una mujer india, no porque quisiera tener una esposa sumisa y sacrificada, sino porque deseaba una mujer a la que poder llevar en brazos. Las mujeres noruegas no se dejaban llevar en brazos. En realidad, nunca las había entendido, nunca había entendido lo que realmente querían. Porque a él no le faltaba de nada, tal y como él lo veía. Tenía casa, tierra, coche, trabajo, y su cocina estaba bien equipada. En el baño había calefacción por hilo radial, y tenía televisor y vídeo, lavadora y secadora, lavaplatos y microondas, buena voluntad y ahorros en el banco. Gunder sabía que había otros factores más abstractos que determinaban si uno tenía suerte en el amor o no, pues no era tonto. Pero no le servía de mucho a menos que se tratara de algo que pudiera aprenderse o comprarse. «Ya te llegará el momento», le decía su madre, mientras se moría lentamente en la enorme cama del hospital. Su padre ya había muerto hacía algunos años. Gunder se había criado con aquellas dos mujeres, su madre y su hermana Marie. Cuando la madre tenía setenta años, le diagnosticaron un tumor en el cerebro que hacía que durante largos períodos de tiempo no fuera ella misma. Entonces él esperaba a que su madre volviera a ser la que él conocía y amaba. «Ya te llegará el momento. Eres un buen chico, Gunder. Un día te encontrarás con una mujer en tu camino.»

Pero no se encontró con nadie en su camino. Por eso contrató un viaje a la India. Sabía que era un país pobre. Tal vez encontrara allí una mujer que no pudiera permitirse rechazar la oferta de acompañarlo a Noruega, a su bonita casa. Él pagaría los billetes para que la familia de ella pudiera ir de visita, si así lo deseaban, pues no era su intención separarla de los suyos. Y si ella tenía una religión rara, él no le impediría practicarla. Gunder era paciente como pocos. ¡Si encontrara una mujer…!

Había otras soluciones. Pero no se atrevía a sentarse en un autocar rumbo a Polonia con desconocidos. Y tampoco quería coger un avión para Tailandia. Corrían muchos rumores sobre lo que allí ocurría. Quería encontrar una mujer por sus propios medios. Todo tendría que depender de él. La idea de hojear catálogos con fotos y descripciones de distintas mujeres, o de mirar una pantalla de televisión en la que se ofrecían una tras otra, le resultaba impensable. Sería incapaz de elegir.

La luz de la lámpara del escritorio le calentaba la calva. En un atlas localizó la India y las ciudades más importantes. Madrás, Bombay, Nueva Delhi. Preferiría ir a una ciudad costera. Muchos indios hablaban inglés, y eso le tranquilizaba. Algunos incluso eran cristianos, leía Gunder, en Todos los pueblos del mundo. El colmo de la suerte sería encontrar una mujer que fuera cristiana y encima hablara inglés. Que tuviera veinte o cincuenta años era lo de menos. Gunder no aspiraba a tener hijos, no era exigente en eso, pero si ella tenía alguno no le importaría adoptarlo. Era posible que tuviera que pagar. Las costumbres de otros países eran muy diferentes a las del suyo; si costaba dinero, pagaría bien. La herencia que había recibido de su madre le permitía vivir con desahogo.

Primero tendría que buscar una agencia de viajes. Podía elegir entre cuatro. Una estaba en el centro comercial y solo tenía un mostrador donde había que hojear los catálogos de pie. Sin embargo, Gunder quería hacerlo sentado. Se trataba de una decisión importante, no de algo que pudiera decidirse de pie y a toda prisa. Tenía que ir a la ciudad; allí había tres agencias. Consultó la guía telefónica. Luego se acordó de que, en una ocasión, Marie le había dejado un catálogo de vacaciones para tentarlo. Ay, esta Marie, pensó, y buscó la letra I en el índice: Ialyssos, Ibiza, Irlanda. ¿No tenían paquetes de vacaciones para la India? Encontró Bali en el archipiélago indonesio, pero descartó la idea. Tendría que ser la India o nada. Llamaría directamente al aeropuerto y reservaría un billete. Ya se las apañaría, siempre lo había hecho, y en las grandes ciudades la gente estaba acostumbrada a los turistas. Pero ahora era de noche y demasiado tarde para llamar. Volvió a abrir Todos los pueblos del mundo, y se quedó contemplando la belleza india un buen rato. ¿Cómo era posible que una mujer pudiera ser tan maravillosamente bella, tan tersa y delicada? Con una delgada mano se sujetaba el chal bajo la barbilla. Llevaba varias pulseras. Tenía el iris casi negro, con un destello de luz, tal vez del sol, y miraba fijamente los ojos de deseo de Gunder. Eran grandes y azules, y en ese momento él los cerró. Ella lo acompañó hasta el sueño. Gunder se durmió en el sillón y se fue volando con la belleza dorada. La mujer no pesaba nada. Su traje de color rojo sangre se agitaba suavemente, rozando la cara de Gunder.


Llamaría desde el trabajo a la hora de la comida. Se metería en ese despacho vacío que casi nunca se usaba y se había convertido en almacén. Amontonadas contra las paredes había cajas con carpetas y papeles. Un alegre cartel pegado en la pared mostraba a un hombre bronceado sentado en un tractor en medio de un campo cultivado. Era un campo tan grande que desaparecía como el mar en un horizonte azulado. «Sin el agricultor, Noruega se detiene», ponía en el cartel. Gunder marcó el número. «Si desea viajar al extranjero, pulse dos», dijo la voz de la cinta. Pulsó dos y esperó. Entonces se oyó otra voz: «Es usted el número diecinueve. Por favor, espere». El mensaje se repetía cada cierto tiempo. Mientras, Gunder hacía garabatos en el bloc que tenía al lado. Intentó dibujar un dragón de la India. Por la ventana vio llegar un coche. «Es usted el número dieciséis, el número diez, el número ocho.» Tenía la sensación de estar acercándose vertiginosamente hacia algo decisivo. El corazón le latía más deprisa y se esforzó aún más en el desgarbado dragón. Entonces vio al agricultor Svarstad salir del gran Ford. Era un cliente habitual y preguntaba siempre por Gunder; además, no le gustaba nada tener que esperar. La situación empezaba a ser apremiante. Comenzó a sonar un música a través del auricular y una voz le comunicó que enseguida sería atendido por uno de los agentes. En ese instante, Bjørnsson entró con gran estrépito en el despacho. Era uno de los vendedores jóvenes.

– Svarstad te está buscando -dijo – ¿Qué haces aquí? -añadió con un tono interrogativo en la voz.

– Iré enseguida. Dale conversación mientras tanto. Hace muy buen tiempo -. Y se puso a escuchar por el auricular. Oyó una voz de mujer.

– Me mandará a tomar por el culo, el muy cabrón -dijo Bjørnsson.

Gunder le hizo un gesto negativo con la mano. El otro entendió por fin la indirecta y desapareció. Desde la ventana podía apreciarse la cara de pocos amigos de Svarstad. Echó un rápido vistazo al reloj, lo que reveló que no tenía mucho tiempo, y no le gustaba en absoluto que no lo atendieran inmediatamente.

– El caso es -dijo Gunder- que quiero ir a Bombay. A la India. Dentro de dos semanas.

– ¿Desde el aeropuerto de Gardermoen? -preguntó la voz.

– Sí, el viernes, dentro de dos semanas.

La oía teclear a gran velocidad, asombrado de lo rápido que lo hacía.

– Entonces tendrá que coger un avión hasta Frankfurt a las diez y quince de la mañana -dijo la mujer -. Y desde Frankfurt, otro avión que sale a las trece y diez, y llega a las cero cuarenta, hora local.

– ¿Hora local? -preguntó Gunder. Anotaba como enloquecido.

– Hay una diferencia horaria de tres horas y treinta minutos -explicó la mujer.

– De acuerdo. Entonces lo reservo ahora mismo ¿Cuánto cuesta?

– ¿Ida y vuelta?

Gunder vaciló un instante. ¿Y si eran dos para la vuelta? Eso era lo que esperaba y con lo que soñaba.

– ¿Puedo cambiar el billete más adelante?

– Puede hacerlo.

– Entonces ida y vuelta.

– Son seis mil novecientas coronas. Puede recoger el billete en el aeropuerto, o podemos enviárselo por correo. ¿Qué prefiere?

– Por correo -se apresuró a contestar. Y dio su nombre y dirección.

– Solo un pequeño detalle -dijo de repente la mujer -: ya no se llama Bombay.

– ¿No? -preguntó Gunder extrañado.

– La ciudad se llama Mumbai desde mil novecientos noventa y cinco.

– Me acordaré -dijo Gunder serio.

– SAS le desea un buen viaje.

Gunder colgó el teléfono. Svarstad abrió la puerta del despacho de repente y lo miró malhumorado. Estaba buscando una trilladora, y era evidente que había decidido dar toda la lata posible a Gunder. La adquisición le dolía hasta la médula, pero estaba muy aferrado a la granja paterna. Nadie se atrevía a comprar una máquina a medias con él, pues colaborar con aquel hombre era imposible.

– Hola, Svarstad -dijo Gunder levantándose de un salto. Tenía las mejillas coloradas por la decisión que acababa de tomar -. ¡Ya estoy con usted!


Durante los días siguientes, Gunder estuvo intranquilo. Descentrado y muy despierto. Le costaba dormirse por las noches. Pensaba en el largo viaje y en esa persona a la que tal vez conocería. Entre los doce millones de habitantes de Bombay (Mumbai, se corregía a sí mismo), tendría que haber una para él. Una mujer que se movería por esa ciudad sin saber nada. Le compraría un pequeño regalo, algo de Noruega que ella nunca hubiera visto. Por ejemplo, un broche de plata para el vestido rojo. Al día siguiente iría a la ciudad a comprarlo. Nada grande ni ostentoso, sino algo pequeño y bonito. Para sujetar el chal, si es que usaba. Tal vez vistiera pantalones y jersey, ¿qué sabía él? Se imaginaba un montón de cosas y estaba cada vez más despierto. ¿Llevaría un lunar rojo en la frente? En su mente él le ponía un dedo justo ahí y en su imaginación ella le sonreía tímidamente. Very nice, decía Gunder en la oscuridad. Tendría que practicar un poco su inglés. Thank you very much. See you later. Algo sabía.


Svarstad estaba más o menos decidido. Tendría que ser una Claas Dominator, una 58 S. Gunder asintió.

– Se lleva usted lo mejor de lo mejor -dijo sonriente, entusiasmado por su secreto indio -. Un motor Perkins de seis cilindros con cien caballos. Caja de cambios mecánica de tres marchas con cambio de velocidad hidráulico. Corte de tres con sesenta.

– ¿Y el precio? -preguntó Svarstad con voz ronca, aunque sabía muy bien que aquella maravilla costaba quinientas setenta mil coronas. Gunder se cruzó de brazos.

– También le hace falta una nueva empacadora. Apueste usted fuerte por una vez, y cómprese una Quadrant. Tiene usted poco sitio para el almacenaje.

– Quiero balas redondas -dijo Svarstad-. Soy incapaz de trabajar con cubos de heno.

– Es por la fuerza de la costumbre -dijo Gunder con mucho aplomo -. Teniendo buenas herramientas se puede reducir la mano de obra. También cuestan esos polacos, ¿no? Con una nueva Dominator y una nueva empacadora se quitará el trabajo de encima rápidamente. Le haremos un buen precio. Se lo merece.

Svarstad mordisqueaba una paja. Tenía un profundo surco en la frente curtida, y una expresión de preocupación en los ojos hundidos que poco a poco iba siendo vencida por una resplandeciente ilusión. Ningún otro vendedor habría insistido en que se comprara otra máquina a un hombre que apenas quería invertir en una trilladora. Pero Gunder apostaba, y solía ganar.

– Una buena inversión de futuro -prosiguió -. Usted todavía es joven. ¿Por qué contentarse con algo de calidad inferior? Se mata usted a trabajar. Deje que la Quadrant haga balas cuadradas, son fáciles de apilar y ocupan menos sitio. Nadie más de esta región se ha atrevido con las balas cuadradas. Pronto irán a curiosear con los ojos abiertos de par en par.

Esa frase tuvo el efecto deseado. A Svarstad le encantaba la idea de un pequeño grupo de vecinos curiosos acercándose a mirar. Pero tenía que hacer una llamada telefónica. Gunder lo dejó solo en el despacho vacío y se fue a preparar el contrato, pues la venta era ya casi un hecho. Qué oportuna. Una buena venta antes de su largo viaje. Podría sentarse en el avión con la conciencia tranquila.

Svarstad apareció de nuevo.

– El banco da luz verde -dijo con tono cortante. Su cara estaba encendida, pero sus ojos brillaban bajo las espesas cejas.

– Estupendo -dijo Gunder.

Al salir del trabajo se fue a la ciudad, directo a una joyería. Miró dentro de la vitrina: solo había anillos. Pidió que le enseñaran la plata que se llevaba con los trajes regionales, y la dependienta le preguntó de qué región era el traje. Gunder se encogió de hombros.

– Da igual. Solo quiero un broche. Es para un regalo. Pero ella no tiene traje regional.

– Estos broches solo se llevan con los trajes regionales -indicó la señora, en tono aleccionador.

– Pero ha de ser algo de Noruega -dijo Gunder-. Algo realmente noruego.

– ¿Para una mujer extranjera? -preguntó ella.

– Sí, estaba pensando que podría usarlo con su traje típico.

– ¿Y qué traje es? -preguntó llena de curiosidad.

– Un sari indio -contestó Gunder dándose importancia.

Se hizo el silencio detrás del mostrador. Aparentemente, la dependienta estaba librando una lucha en su interior respecto a lo que debía hacer. No era indiferente a la cabezonería de Gunder, y tampoco podía impedirle que comprara lo que quisiera. De modo que fue hasta el cajón donde estaba la plata de los trajes regionales y sacó un broche de tamaño medio, preguntándose si aquel hombre robusto estaría al tanto de los precios.

– ¿Cuánto vale? -preguntó Gunder.

– Mil cuatrocientas coronas. Este, por ejemplo, es de la región de Hardanger. Tenemos broches mucho más grandes y también mucho más pequeños, pero esos saris suelen llevar bastante dorado, de modo que el broche debe ser sencillo para que quede bien.

La voz adquirió en ese punto un tono irónico, pero se suavizó cuando miró a Gunder, que cogió el broche tintineante del terciopelo con sus ásperas manos. Luego lo levantó hacia la luz y una expresión soñadora se dibujó en su rostro. La mujer se derritió. Había algo en ese hombre, en ese hombre robusto, lento y tímido, que le resultaba encantador. Estaba claro que el hombre pretendía a alguien.

Gunder no quiso ver más broches. No habría sabido elegir entre varios. De manera que compró el primero, que también era el mejor. Al llegar a casa lo abriría para admirarlo. En el coche, durante el camino de vuelta, iba tamborileando sobre el volante, imaginándose los dedos dorados que abrirían el paquete. El papel era negro con puntitos dorados y la cinta era de color rojo sangre. El paquete estaba en el asiento de al lado. Quizá debería comprar alguna pastilla para el viaje. Para la digestión. Toda esa comida extraña, pensó. Arroz y curry. Picante como el mismo diablo. Y luego habría que hacerse con divisas indias. Y su pasaporte, ¿estaba en vigor? Todo eso le llevaría bastante tiempo. Tendría que llamar a Marie.


El pueblo donde Gunder vivía se llamaba Elvestad. Tenía 2.347 habitantes. Una iglesia de madera, de la tardía Edad Media, restaurada en 1970, una gasolinera, una escuela, una oficina de correos y un bar junto a la carretera. El establecimiento era una fea mezcla de barraca y hórreo, construido sobre pilares de madera, y con una empinada escalera que conducía a la puerta. Al entrar, lo primero que encontrabas era una máquina tocadiscos. Un Wurlitzer todavía en uso. Encima del tejado había un letrero blanco y rojo en el que ponía EL BAR DE EINAR. Por las noches, Einar lo iluminaba.

Hacía diecisiete años que Einar Sunde regentaba ese bar. Tenía mujer e hijos y estaba endeudado hasta el cuello, debido a un cursi chalet de estilo suizo situado cerca del centro. Ahora por fin conseguía cumplir con los pagos de la deuda, gracias a la licencia para servir cerveza que había conseguido. Por esa sencilla razón siempre había gente en el bar de Einar. El hombre conocía a la gente del pueblo y llevaba su negocio con mano de hierro. En el transcurso de muy poco tiempo se había aprendido el año de nacimiento de la mayor parte de los jóvenes y se negaba a servirles cerveza antes de que tuvieran la edad permitida, si así lo pretendían. También había una Casa del Pueblo, donde se celebraban bodas y confirmaciones. Casi todos los habitantes eran granjeros. También había llegado bastante gente de fuera, huyendo de la ciudad con el sueño romántico de una vida más tranquila en el campo. Lo habían conseguido. El mar estaba a solo media hora, pero el aire salado no llegaba hasta allí; olía a cebolla y puerro, o había un fuerte olor a abono en la primavera y a manzana dulce en el otoño. Einar venía de la capital, pero no la añoraba. Era el único tabernero en aquellos parajes. Mientras él siguiera allí, nadie intentaría poner otro bar. Einar trabajaría en él mientras pudiera mantenerse en pie. Como conseguía evitar borracheras y escándalos, todo el mundo se atrevía a entrar. Las mujeres a tomar café y suizos; los niños, perritos y Coca-Cola, y los jóvenes, cerveza. Ventilaba bien, limpiaba a fondo, vaciaba los ceniceros y reemplazaba las velas en cuanto se consumían. Su mujer lavaba los manteles de cuadros rojos y blancos en la lavadora de su casa. El lugar ciertamente carecía de estilo, pero tampoco era hortera. No había flores de plástico en los vasos. Hacía poco Einar había invertido en un lavaplatos más grande. Las autoridades sanitarias no tendrían nada que objetar a la limpieza y el equipamiento de su local.

Era allí, en el bar de Einar, donde la gente se ponía al día sobre lo que ocurría en el pueblo. Sobre quién salía con quién, quienes acababan de separarse, y qué granjero estaba a punto de perder sus tierras por quiebra. Solo había un taxi a disposición de los lugareños. Kalle Moe conducía un Mercedes blanco, y casi siempre se le podía localizar en el teléfono fijo o en el móvil, en todo momento sobrio y servicial. Si él no podía, buscaba a algún colega de la ciudad. Mientras Kalle fuera el taxista del pueblo, no había lugar para otra licencia. Había cumplido los sesenta, y más de uno estaba ya dispuesto a ocupar su lugar.

Einar Sunde permanecía en el bar seis días a la semana, hasta las diez de la noche los días laborables. Los sábados tenía abierto hasta las doce y los domingos cerraba todo el día. Era un gran trabajador, ágil, larguirucho, pelirrojo y con los brazos largos y flacos. Colgado del cinturón llevaba un trapo de secar, que cambiaba en cuanto tenía una mancha. Su mujer, Lillian, que solo veía a su marido por las noches, vivía su propia vida, no tenían ya nada en común. Ni siquiera se molestaban en discutir. Einar no tenía tiempo para soñar con algo mejor, tenía que trabajar. El chalet de estilo suizo les había costado un millón seiscientas mil coronas, incluidos sauna y gimnasio, que él nunca usaba por falta de tiempo.

Al bar acudía todo el núcleo duro del pueblo, o al menos parte de él. Estaba formado por hombres jóvenes de entre dieciocho y treinta años, con o sin novias. Como ya podían tomarse las cervezas allí, nunca iban a la ciudad a buscar chicas de fuera. Todo el mundo podía volver andando a casa desde el bar de Einar; el pueblo no era más grande que eso. Preferían tomarse otras dos pintas a coger un taxi carísimo desde la ciudad. De modo que se casaban con chicas del lugar y se quedaban allí. Pero antes de que eso ocurriera, las chicas iban rotando, lo que creaba una extraña complicidad, y muchas leyes no escritas.

Tras intensas discusiones en el ayuntamiento, Elvestad tenía ya su centro comercial, lo que estaba provocando que la tienda de toda la vida se hundiera en el polvo junto a la gasolinera Shell. La tienda de Gunwald. En el centro comercial, un alma atrevida había puesto un solarium; otra, una floristería, y una tercera, una pequeña perfumería. En las plantas de arriba había médico y dentista, y la peluquería de Anne. Los jóvenes del pueblo no acudían a Anne, pues el pelo tenían que cortárselo en la ciudad. Las perlas y aros en ombligos y narices también se los ponían en la ciudad. La peluquera Anne conocía a los padres y a las madres, y podía negarse a cumplir el encargo. Pero las personas mayores acudían fielmente a la tienda de Gunwald a comprar. Llegaban con sus carros a cuadros y sus viejas mochilas grises, y compraban esa clase de queso y fiambre que los jóvenes ya no consumían. A Ole Gunwald no le importaba. Hacía mucho que no tenía deudas con el banco.

Gunder Jomann no frecuentaba el bar, pero Einar sabía muy bien quién era. Alguna que otra vez entraba a comprar un helado de fresa que luego se comía fuera, sentado cerca de una mesa de plástico, cuando el tiempo lo permitía. Einar conocía la casa de Gunder, sabía que se encontraba a unos cuatro kilómetros del centro, en el camino hacia Randskog. Además, no había ni un campesino del pueblo que no le comprara herramientas. Justo en ese momento, Gunder entró por la puerta, con la mano ya en el bolsillo de la camisa.

– Quería preguntar -dijo, un poco cohibido, y algo alterado, tratándose de Gunder- cuánto tiempo se tarda en llegar desde aquí al aeropuerto en coche.

– ¿Al aeropuerto de Gardermoen? -preguntó Einar -. Calcula hora y media. Si vas al extranjero tienes que estar una hora antes de la salida, así que ponle dos horas y media. Yo en tu lugar añadiría otra media hora para cualquier imprevisto. -Secaba una y otra vez un cenicero triangular -. ¿Un vuelo por la mañana? -preguntó con curiosidad.

Gunder se sirvió un helado del congelador.

– A las diez y quince.

– Entonces tendrás que levantarte muy temprano.

Le dio la espalda y siguió con su trabajo. Sunde no sonreía nunca, ni era un hombre amable, parecía un alma resentida y no miraba a Gunder a los ojos.

– Yo saldría de aquí a las siete.

Gunder asintió con la cabeza y pagó. Era mejor preguntárselo a Einar y no revelar su ignorancia a la mujer de la SAS. Einar sabía quién era Gunder y no le pondría en ningún apuro. Pero aquella misma noche la gente estaría al corriente de su viaje.

– ¿Te vas lejos? -preguntó Einar, como de pasada, mientras secaba otro cenicero.

– Muy, muy lejos -contestó Gunder, sin más.

Quitó el papel del helado y se marchó. Se lo comió mientras conducía los últimos kilómetros hacia su casa. Así el tabernero tendría algo con qué especular. A Gunder eso no le preocupaba.


Marie se había quedado pasmada. Quería coger el coche y acercarse inmediatamente a casa de Gunder. Su marido, Karsten, estaba de viaje, y ella se aburría y quería saberlo todo. Gunder se resistió, porque Marie era lista, y él no quería que le descubriera. Pero no pudo detenerla. Una hora más tarde su hermana llamaba a la puerta. Gunder estaba limpiando la casa. Si volvía con alguien, quería que todo estuviera en orden.

Marie preparó un café y calentó unos gofres en el horno. También había llevado mermelada y nata agria. Gunder se enterneció. Los dos hermanos estaban muy unidos, pero no lo demostraban. Él no sabía si su hermana era feliz con Karsten, ella nunca lo mencionaba, como si no existiera. No habían tenido hijos, pero ella estaba de buen ver. Morena y guapa, como había sido su madre. Pequeña y redonda, pero sonriente y avispada. Gunder pensaba que su hermana podía haber conseguido a cualquiera, pero se había contentado con Karsten. Marie encontró el libro Todos los pueblos del mundo encima de la mesa y se lo puso sobre las rodillas. El libro se abrió por la foto de la belleza india. Entonces miró a su hermano y dijo, riéndose:

– Ahora entiendo por qué quieres ir a la India, Gunder. Pero este libro es viejo. Esta mujer tendrá ya unos cincuenta años, estará arrugada y feúcha. ¿Sabías que las mujeres de la India parecen tener quince años hasta que cumplen los treinta? ¿Y que entonces de repente se hacen viejas? Es el sol, ¿sabes? Tal vez deberías buscarte una que ya haya pasado por el proceso, porque así sabrías lo que te ibas a encontrar.

Se rió con tanta naturalidad que Gunder tuvo que reírse con ella. A él no le asustaban las arrugas, pero seguramente a Marie sí. Ella no tenía ni una a pesar de sus cuarenta y ocho años. Gunder puso nata agria sobre el gofre.

– Lo que me interesa es la comida y la cultura -dijo -. El arte, la música y todo eso.

– Ya, seguro que sí -dijo Marie, risueña -. La próxima vez que venga a comer aquí, me veré obligada a probar un guisado tan picante que lo notaré hasta en los dedos de los pies. Y las paredes estarán llenas de dragones.

– No lo descarto -contestó él, con una sonrisa.

Luego se quedaron un buen rato callados, mientras comían gofres y bebían café.

– Cuando estés allí no lleves la cartera en el bolsillo de atrás -dijo Marie tras una larga pausa -. Cómprate mejor uno de esos bolsos que se atan a la cintura. No, no lo compres. Yo te dejaré el mío. Es muy sencillo, no parece un bolso de señora.

– No puedo andar por ahí con bolso -objetó Gunder.

– Sí, tienes que hacerlo. Hay carteristas por todas partes en esas grandes ciudades. Imagínate a un campesino como tú en una ciudad de doce millones de habitantes.

– No soy un campesino -dijo Gunder ofendido.

– Ya lo creo que lo eres -señaló Marie, obviando su protesta -. Eres un buen campesino. Y aún más: se te nota. Cuando sales a la calle, no tienes que ir vacilando.

– ¿Vacilando? -preguntó Gunder sorprendido.

– Tienes que andar deprisa, como si fueras a una importante reunión, y, sobre todo, tienes que dar la impresión de conocer Bombay como la palma de tu mano.

– Mumbai -corrigió Gunder-. ¿Como la palma de mi mano?

– Tienes que mirar a la gente a los ojos cuando te cruces con alguien en la acera. Andar muy erguido y con pasos decididos. Abotónate la chaqueta para que no se vea el bolso.

– No se puede llevar chaqueta allí -objetó él -. Están a cuarenta grados a la sombra en esta época del año.

– Tienes que llevar chaqueta -insistió Marie -. Debes protegerte del sol. -Se pasó la lengua por la comisura de los labios para limpiarse los restos de nata -. O tendrás que ponerte una túnica.

– ¿Una túnica? -se rió Gunder entre dientes.

– ¿Dónde vas a alojarte? -prosiguió su hermana.

– En un hotel, claro.

– Sí, pero ¿en qué clase de hotel?

– En uno decente.

– ¿Cómo se llama?

– Ni idea -contestó Gunder-. Ya lo averiguaré cuando llegue allí.

Marie lo miró escandalizada:

– ¿No has reservado habitación?

– Oye, sé cuidarme yo solo -dijo él, que empezaba a sentirse un poco ofendido. Miró de reojo a su hermana, su frente blanca y las finas cejas que se pintaba con pincel.

– Ya me dirás cómo -dijo ella dando pequeños sorbos de café -. Me gustaría oír qué vas a decir cuando salgas de ese aeropuerto enorme, asfixiante, rebosante de gente y caótico, y tengas que buscar una bicicleta taxi o algo aún peor. Entonces se te acerca un tío, te agarra de la camisa y balbucea algo incomprensible, mientras se lanza sobre tu maleta para, acto seguido, dirigirse a toda prisa hacia algún extraño vehículo. Y tú estarás tan agotado, sudoroso y aturdido que apenas sabrás cómo te llamas, y tu reloj irá retrasado por la diferencia de hora. Estarás cansado y anhelando una ducha fría. Ahora dime lo que vas a decir, Gunder, a ese pequeño hombre moreno.

Gunder dejó caer el gofre del susto. ¿Estaba bromeando su hermana?

Pero se enderezó, la miró fijamente y dijo:

Would you please take me to a decent hotel?

Marie asintió.

– Vale, vale, pero antes de eso. ¿Qué haces antes?

– Ni idea -contestó Gunder.

– ¡Preguntas lo que te va a costar! No te metas nunca en un taxi sin haber acordado antes el precio. Pregunta en el aeropuerto. Tal vez Lufthansa tenga allí un mostrador, ellos te ayudarán.

Gunder movió la cabeza, abatido, pensando que su hermana le tenía envidia. Ella nunca había estado en la India. Solo en Lanzarote, Creta y lugares así. Allí todo el mundo era noruego o sueco, y los camareros le gritaban «Hola, chica sueca» en sueco, y eso no le gustaba. Pero la India era otra cosa.

– ¿Y tienes que vacunarte contra la malaria? -preguntó ella.

– No lo sé -contestó él.

– Tienes que llamar al médico. No vuelvas a casa con malaria, tuberculosis, hepatitis o algo parecido, te lo advierto. Y no bebas agua del grifo, ni zumos, ni comas fruta. Asegúrate de que la carne esté bien hecha. Tampoco debes probar el helado, aunque te guste tanto. Y eso está bien, pero no lo comas en la India.

– ¿Podré tomarme un copa? -preguntó Gunder, con ironía.

– Claro que sí. Pero, sobre todo, no te emborraches. Si te emborrachas, estarás perdido.

– No me emborracho nunca -alegó Gunder-. No me he emborrachado ni una vez en los últimos quince años.

– Ya lo sé. Pero me llamarás, ¿no? Necesito saber que has llegado bien. Yo me ocuparé de recoger el correo de tu buzón. Y de regar las plantas. Supongo que habrá que cortar el césped dos veces en dos semanas. Deberías llevar la caja fuerte a nuestra casa. Así no estará aquí tentando a la gente. ¿Vas a dejar el coche aparcado en el aeropuerto? Costará una fortuna, ¿no?

– No lo sé -contestó Gunder.

– ¿No lo sabes? Hay que reservar con antelación el aparcamiento de larga estancia -explicó ella nerviosa -. Mañana tienes que llamar. No puedes ir al aeropuerto sin más y aparcar donde te dé la gana, ¿sabes?

– De acuerdo -dijo él.

Menos mal que su hermana se ocupaba del viaje. El hombre se sentía completamente aturdido; fue derecho al armario y sacó una botella de coñac. Dios Santo, necesitaba una copa.

Marie se limpió la boca y sonrió:

– Va a ser un viaje interesantísimo, Gunder. Piensa en todo lo que tendrás que contar cuando vuelvas. ¿Tienes carrete en la cámara? ¿Has contratado un seguro de anulación? ¿Has confeccionado una lista de todo lo que tienes que hacer?

– No -contestó Gunder, tomando el coñac a pequeños sorbos -. ¿Por qué no me lo haces tú, Marie?

Ella cedió y se apresuró a buscar papel y bolígrafo. Mientras Gunder calentaba el coñac en la boca, Marie hizo una lista recordatoria. Él la miraba de reojo. Marie chupaba el bolígrafo y le daba golpecitos contra los colmillos con el fin de aguzar la atención. Tenía unos hombros redondeados y bonitos. Menos mal que tenía a Marie. Entre ellos no había cuentas pendientes.

Pasara lo que pasara, siempre tendría a Marie.

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