10

El edificio que alojaba los juzgados y la comisaría bullía de actividad. Treinta personas trabajaban a destajo. Todos sentían una especie de indignación frente a lo sucedido. Una mujer extranjera, una novia, por así decirlo, había llegado a Noruega con un broche en el pecho. Alguien la había atacado brutalmente junto al lugar al que se dirigía. Era un caso que todos querían resolver, había que atrapar a ese hombre. Era una decisión tácita que les hacía a todos enderezar la espalda y mirar al frente. Dieron una conferencia de prensa. Les arrebató un tiempo muy valioso, pero querían mirar a los noruegos a los ojos y decir: «Vamos a resolverlo». Sejer querría haberse librado de aquello. Había muchos reporteros y fotógrafos. Un bosque metálico de micrófonos sobre la mesa. Notó un picor de mal agüero. Sufría de eccema y solía ponerse peor cuando se sentía a disgusto. A su izquierda estaba sentado el jefe de sección Holthemann; a la derecha tenía a Karlsen. No había manera de librarse. La prensa y la gente, por una u otra razón, tenían exigencias que había que satisfacer: material fotográfico, estrategias, progreso, información sobre la composición del grupo de investigación, de su experiencia y sobre qué casos habían trabajado antes.

Se pusieron manos a la obra. ¿Había un posible sospechoso? ¿Se intuía algún motivo? ¿Habían abusado sexualmente de la mujer? ¿Había sido identificada? ¿Se habían hallado pruebas físicas importantes en el lugar del crimen? ¿Se sabía con exactitud el país de origen de la mujer y la edad que tenía? ¿Cuántas pistas habían recibido de los ciudadanos? ¿Se había realizado una investigación puerta a puerta? Finalmente, ¿qué posibilidad había de que el asesino volviera a actuar?

¿Cómo coño voy a saberlo?, se le ocurrió pensar a Sejer. ¿Y el arma? ¿Podría decir algo sobre el arma? ¿Era posible golpear a una persona hasta matarla sin dejar ninguna huella? Y ese testigo que iba en bicicleta, ¿era del pueblo? Los periodistas escribían como enloquecidos. Sejer se metió una pastilla Fisherman’s Friend en la boca. Era tan fuerte que se le saltaron las lágrimas.

– ¿Está listo el informe de la autopsia?

– No. Será muy extenso.

– ¿Imposible tomar fotos del cadáver?

– Completamente imposible.

Se hizo el silencio, pero todo el mundo dejó volar la imaginación.

– ¿Se puede decir que consideran este caso de una brutalidad inusual, comparado con otros casos de la historia de la criminalidad en Noruega?

Sejer echó un vistazo a la estancia.

– Supongo que debería cuidarme de comparar distintos casos, y medirlos por su crueldad. Solo la víctima tiene ese derecho. Pero sí, en este caso hay señales de una crueldad que no me había encontrado hasta ahora durante el tiempo que llevo como policía.

Sejer se imaginaba ya los titulares, y pensaba en todo lo que podría haber hecho durante la hora que duró la conferencia de prensa.

– En cuanto al autor del crimen -dijo alguien -, ¿suponen ustedes que el hombre, o los hombres, son del pueblo? ¿O de la región?

– Aún no se sabe.

– ¿Cuánto saben que no desean decirnos? -preguntó una mujer.

Sejer no pudo reprimir una leve sonrisa.

– Algunos pequeños detalles.

En ese momento vio a Skarre aparecer en el extremo opuesto de la estancia con el pelo de punta. Sejer intentó conservar la calma mientras respondían al resto de las preguntas. Holthemann, sentado a su lado, también había visto a Skarre. Se inclinó hacia Sejer y susurró:

– Skarre tiene algo. Está rojo como un tomate.

La conferencia de prensa terminó por fin. Sejer se llevó a Skarre por el pasillo.

– Dime -dijo sin aliento.

– Por fin he encontrado algo. En la central de taxis. Uno de sus coches salió de Gardermoen con destino a Elvestad el día veinte a las dieciocho cuarenta. A través del dueño, me he enterado del nombre del taxista. Me contestó su mujer, su marido llegará a casa enseguida y ella le dirá que nos llame inmediatamente.

– Si ese hombre tiene algo de intuición, debería haberla usado hace mucho tiempo. ¿Cómo se llama?

– Anders Kolding.

– Un taxi de Gardermoen a Elvestad. Eso debe de costar una fortuna, ¿no?

– Entre mil y mil quinientas coronas -respondió Skarre -, pero Jomann había dado dinero a la mujer. Dinero noruego y alemán.

Esperaron, pero nadie llamó. Sejer le concedió treinta minutos antes de marcar el número. Contestó un hombre.

– Kolding.

– Lo llamamos de la policía. Lo estamos esperando.

– Lo sé, lo sé.

Una voz joven. Alterada. De fondo se oía el llanto de un bebé.

– Queremos que acuda a la comisaría.

– ¿Ahora? ¿Ahora mismo?

– En este mismo momento si es posible. Hábleme de esa carrera desde el aeropuerto.

– Bueno, llevé a una mujer extranjera a Elvestad. Blindveien, se llamaba la calle, creo. Pero no había nadie en la casa, de modo que volvió a meterse en el coche y me pidió que la llevara al centro de Elvestad, a un bar.

– ¿Sí?

– Y allí se bajó.

– ¿Se bajó en el bar?

– Entró en el bar, para ser más precisos, el bar de Einar -recordó.

– ¿Volvió a verla después de aquello?

– No, por Dios. Yo me fui.

– ¿Llevaba equipaje la mujer?

– Una enorme maleta marrón. Apenas conseguía arrastrarla escaleras arriba.

Sejer reflexionó un instante.

– ¿Y usted no la ayudó?

– ¿Eh?

Los llantos de bebé seguían oyéndose de fondo.

– ¿Entonces usted no la ayudó a subir la maleta por la escalera?

– No. Tenía bastante con regresar a la ciudad. Eran muchos kilómetros sin cliente.

– ¿Y esa fue la última vez que la vio?

– La última.

– Entonces lo espero, Kolding. Ya le he preparado una silla.

– No tengo nada más que decir. Mi mujer tiene que marcharse y tenemos un niño histérico. Me viene fatal.

– Ha sido usted padre, por lo que puedo oír.

– Hace tres meses. Un niño.

No parecía muy feliz.

– Tráigaselo -dijo Sejer -. Así de simple.

– ¿Llevarme al crío?

– Tendrá un portabebés, ¿no?

Colgó y miró a Skarre.

– Yo me ocuparé de Anders Kolding -dijo -. Tú ocúpate del bar de Einar.


Gunder se arrastró hasta el teléfono y marcó el número de su trabajo. Bjørnsson contestó.

– Necesito quedarme en casa unos días. No me encuentro muy bien. Y mi hermana sigue en coma. Creo que voy a pedir la baja.

Bjørnsson se quedó un poco perplejo.

– ¿Has contraído algo en la India, quizá?

– Puede ser. Hacía mucho calor allí.

Bjørnsson le deseó una rápida recuperación, animado ante la posibilidad de quedarse con algún cliente. Gunder llamó al hospital. Contestó la rubia amable.

– Por desgracia, no se ha producido ningún cambio -dijo -. Su marido acaba de irse. Tenía algunos asuntos que arreglar.

– Entonces iré enseguida.

– Venga si tiene fuerzas -dijo ella -. Si ocurre algo, lo llamaremos.

– Ya lo sé -dijo Gunder con pesar -. Pero iré de todas formas.

Necesitaba estar cerca de su hermana, aunque ella no pudiera ayudarlo. No tenía a nadie más. Nunca había tenido una relación muy estrecha con Karsten. Él ni siquiera sabía lo de Poona, ni todo lo que había sucedido. Se había limitado a mirarlo extrañado, sin atreverse a hacer más preguntas. Tampoco quiso contárselo, no estaba bien. ¿Qué podía decir? Mejor mantenerlo en secreto hasta que se supiera algo seguro. Porque no era seguro. Gunder temía que Kalle Moe volviera a llamar. Puede que le remordiera la conciencia por haberse puesto en contacto con la policía. Gunder fue al baño. No tenía fuerzas para ducharse, pero se afeitó y se cepilló los dientes. Llevaba mucho tiempo sin comer, le zumbaba la cabeza. Sacó el coche del garaje y se encaminó a la ciudad.


Marie seguía igual. Como si el tiempo se hubiese detenido. Gunder cogió la mano de su hermana. De repente, notó que le hacía bien estar sentado con la mano de su hermana cogida, sin moverse. Le habían dicho que le hablara, pero Gunder no tenía nada que decirle. Si Poona hubiera estado en casa haciendo cosas en la cocina, o fuera en el jardín, él habría podido contárselo. Podría decir: «Poona está cuidando las rosas; están en su mejor momento». O bien: «Hoy Poona va a prepararme pollo. Pollo rojo». Pero no había nada que contar. Gunder estaba sentado junto a la cama, sin moverse. De vez en cuando entraba una enfermera, una nueva, gordita y con una trenza.

– No pierda la esperanza -le dijo -. A veces tardan mucho.

La cama para el acompañante seguía allí. Tal vez Karsten había dormido en ella esa noche. Gunder tenía la sensación de que ahora todo era diferente; él también se acostaría cuando se sintiera cansado y con sueño. Al cabo de un par de horas, salió de la habitación para llamar a su médico. Nunca iba al médico, y tuvo que pararse a pensar. ¿A cuál llamaría? Al médico de Elvestad no, buscaría uno en la ciudad. De repente se dio cuenta de que se encontraba en un hospital. Le habían dicho que avisara si tenía algún problema. Volvió y se detuvo delante de la sala de guardia. La rubia se levantó inmediatamente.

– Quería saber… -dijo en voz baja para que las demás no se enteraran -. Necesito pedir la baja. Necesito unos días para poder afrontar todo esto. ¿Hay alguien aquí que pueda hacérmela? ¿O debo dirigirme a otro lugar?

– Hablaré con el médico. Vuelva con su hermana, y él acudirá dentro de unos minutos.

Gunder le dio las gracias y volvió a la habitación. El respirador funcionaba sin interrupción. Le tranquilizaba saber que su hermana podía descansar mientras la máquina la mantenía con vida. La máquina no se cansaba. Cumplía con su trabajo con una perseverancia que no tenían los seres humanos. El médico acudió y le rellenó los papeles necesarios. Traía una bolsa de plástico con las cosas de Marie. Lo que llevaba en el coche. Un bolso y un ramo de flores. Gunder abrió el ramo envuelto. Eran rosas rojas. Con una tarjeta. «Querida Poona. Bienvenida a Elvestad.»


Si Poona había entrado en el bar de Einar, alguien la habría visto y habría sabido, más tarde, quién era esa mujer. Al menos el propio tabernero. Pero no había llamado. ¿Por qué no? Skarre reparó en dos coches aparcados fuera, un coche familiar verde y un Toyota rojo. Color Burdeos, más bien, pensó Skarre automáticamente, no rojo como un coche de bomberos. Al abrir la puerta vio la máquina tocadiscos. Se quedó un instante mirándola, curioso por saber qué clase de música contenía. Para su asombro, descubrió que todo era viejo. Alguna melodía incluso el doble de vieja que él mismo. Se acercó a la barra. Había dos mujeres con sendos cafés sentadas junto a la ventana. Un hombre pelirrojo y desgarbado estaba sentado detrás de la barra con un periódico en las rodillas.

– ¿Se trata de una investigación puerta a puerta? -se apresuró a preguntar Einar.

– Si quiere llamarlo así… -respondió Skarre sonriente. Como siempre, cuando sonreía parecía completamente inofensivo y confiado.

– ¿Podemos hablar en algún sitio sin que nos estorben?

– Creo que sí.

Einar Sunde levantó la parte abatible de la barra para que Skarre pudiera pasar al otro lado. Entraron en el despacho de Einar. Estaba desordenado y lleno de cosas, pero Einar sacó una silla para Skarre y él se sentó en una caja de cerveza.

– He llamado hoy a la central de taxis -comenzó Skarre -. Y el resultado de mi llamada me ha traído aquí.

Einar se puso inmediatamente alerta.

– Un taxista trajo a una mujer el veinte de agosto desde Gardermoen. La dejó aquí, en su bar. Lo último que vio de ella fue que subió a duras penas la escalera, arrastrando una maleta.

Einar escuchaba sin moverse.

– La mujer era de la India. Llevaba un vestido azul y un pantalón del mismo color. Tenía una trenza larga que le caía por la espalda.

Einar asintió de nuevo con la cabeza. Daba la impresión de estar pensando mucho.

– Y ahora quiero saber -prosiguió Skarre – si una mujer de esas características estuvo por aquí aquella noche.

– Sí, así es -contestó Einar de mala gana -. La recuerdo.

– En ese caso -dijo Skarre, esbozando una sonrisa -, ¿podría usted contarme lo que haya que contar?

– No es gran cosa. Dejó la maleta allí, junto a la máquina tocadiscos, y pidió una taza de té -recordó Einar -. Se sentó en ese rincón. Yo solo tenía la marca Lipton, pero al parecer no le importó.

– ¿Habló usted con ella?

– No -contestó el otro con resolución.

– ¿Vio usted la maleta? -prosiguió Skarre.

– ¿La maleta? Pues creo que sí que vi una maleta marrón. La dejó junto al tocadiscos. Luego se acercó a la barra a pedir el té. Parecía preocupada, como si esperara a alguien.

Skarre intentó hacerse una idea de cómo y quién era Einar. Cerrado. Inflexible. Y en guardia.

– ¿Cuánto tiempo estuvo aquí?

– Unos quince minutos.

– Bien. ¿Y luego?

– Se oyó cerrarse la puerta. Y ella había desaparecido.

Se hizo el silencio mientras los dos pensaban.

– ¿Pagó el té con dinero noruego?

– Sí.

– Y ahora, a posteriori, ¿qué piensa de esa mujer?

Einar se encogió de hombros, resignado.

– Bueno, supongo que era ella la mujer que encontraron en Hvitemoen.

– Exactamente, así de simple -dijo Skarre -. ¿Y no se le había ocurrido llamarnos?

– No sabía que era ella. Aquí viene mucha gente.

– Pero no muchas mujeres indias, ¿no?

– Aquí tenemos varios inmigrantes, refugiados, o como se llamen. No los distingo muy bien. Pero claro, debería haber pensado en esa posibilidad. Bueno, lo lamento -añadió con cara de pocos amigos -. Pero usted lo ha descubierto por su cuenta, ¿no es así?

– Por regla general lo descubrimos nosotros -contestó Skarre mirando a Einar a los ojos -. ¿En qué dirección se fue?

– Ni idea. No miré por la ventana, no me interesaba.

– ¿Había más gente en el local en ese momento?

– Nadie -contestó -. Era demasiado tarde para los bebedores de café y demasiado pronto para los bebedores de cerveza.

– ¿Hablaba ella inglés?

– Sí.

– ¿Y no le hizo ninguna pregunta?

– Ninguna.

– ¿Tampoco pidió usar el teléfono, ni nada parecido?

– No.

– ¿Qué pensó usted de ella? ¿Adónde pensó que se dirigía? Una mujer extranjera sola, arrastrando una enorme maleta, en pleno campo y bastante tarde.

– Nada. A mí la gente no me interesa gran cosa. Me limito a atenderlos, eso es todo.

– ¿Era guapa? -preguntó Skarre mirando a Einar Sunde a los ojos.

Einar le sostuvo la mirada, algo aturdido.

– Qué pregunta tan extraña, ¿no?

– Soy muy curioso -dijo Skarre -. No llegué a verla.

– ¿No la ha visto?

– No antes de que fuera demasiado tarde.

Einar se vio obligado a parpadear.

– Guapa, lo que se dice guapa, no lo sé. -Bajó la vista y se miró las manos -. No lo sé. Sí, en cierto modo. Muy exótica. Delgada y fina. Y esas mujeres sí se visten como mujeres, si entiende lo que quiero decir. Nada de chándal ni vaqueros, esas prendas tan horribles que llevamos aquí. Tenía los dientes muy salientes.

– Por lo demás, ¿cómo se comportó? ¿Arrogante? ¿Preocupada?

– Ya se lo he dicho. Parecía preocupada. Perdida -añadió.

– ¿Y la hora? ¿A qué hora se marchó?

Einar frunció el ceño.

– Sobre las ocho y media, más o menos.

– Gracias -dijo Skarre.

Levantó la barra y salió al local. Permaneció unos instantes mirando a su alrededor. Einar lo siguió. Cogió un trapo y se puso a quitar el polvo aquí y allá.

– Usted no puede ver la mesa que hay junto al tocadiscos cuando está detrás de la barra -comentó Skarre lentamente.

– No. Ya se lo he dicho. No la vi marcharse. Solo oí cerrarse la puerta.

– Pero ¿y la maleta? Dijo usted que era marrón. ¿Cómo pudo usted ver la maleta?

Einar se mordió el labio.

– Supongo que me di una vuelta por el local. No me acuerdo muy bien.

– Está bien -dijo Skarre -. Gracias.

– Faltaría más.

Skarre dio cuatro pasos y se detuvo.

– Solo una cosa más. -Se puso el dedo índice sobre los labios -. Dígame francamente: tras innumerables peticiones a través de la prensa y la televisión para que la gente proporcionara absolutamente toda clase de información que pudiera ser de interés sobre una mujer extranjera en Elvestad el veinte de agosto, ¿por qué demonios no llamó usted?

Einar soltó el trapo. Su rostro reflejó un atisbo de miedo.

– No lo sé -contestó. Sus ojos miraron en todas direcciones.

First we take Manhattan, pensó Skarre. Then we take Berlin.


Linda fue descrita en el periódico como una importante testigo. Sin nombre, claro. Pero no importaba. Se dedicó a pasear sin rumbo en bicicleta para que la vieran. Nadie lo sabía, aparte de su madre, que se estaba poniendo pesadísima, y Karen.

– Pero por Dios, entonces, ¿qué viste?

– Casi nada -contestó Linda -. Pero quizá vaya recordando más cosas.

Había llamado a Jacob para contarle lo último, lo del pelo rubio y la pegatina en la ventanilla del coche. Había saboreado esa importancia que por fin había adquirido. Se dirigió en bicicleta hacia el centro, dejando la tienda de Gunwald a su derecha. Había una vieja motocicleta aparcada fuera. Aunque ella nunca compraba en la tienda de Gunwald, podía entrar y dejar caer alguna frase. Esta volaría como una mariposa de oído en oído, diciendo que era ella, Linda Carling, la testigo en bicicleta. La gente la miraría, se acercaría a ella, y hablaría de ella.

«Linda vio al asesino.»

La tienda tenía un olor especial. A pan, café y chocolate dulce. Saludó lentamente con la cabeza al tendero y se acercó al mostrador de helados. Se tomó mucho tiempo. Gunwald vivía muy cerca del prado. Si hubiera estado junto a la ventana, habría visto lo mismo que ella, solo que más de cerca. Si no veía mal, claro. Llevaba unas gafas muy gruesas. Gunwald no vendía ninguno de los helados nuevos, solo los de toda la vida. Eligió un Pinup, le quitó el papel y se metió el helado entre los afilados colmillos. Luego rebuscó dinero en el bolsillo.

– Con que la Carling está de paseo -dijo Gunwald

– . Cada vez que te veo has crecido medio metro, pero sigo reconociéndote. Tienes los mismos andares que tu madre.

Linda no soportaba esa clase de comentarios, pero sin embargo sonrió y dejó el dinero en el mostrador. El periódico estaba abierto junto a la caja registradora, Gunwald estaba leyendo el caso del asesinato. Una crueldad sin par.

– Esto sobrepasa mi entendimiento -dijo Gunwald señalándole el periódico

– . Aquí. En Elvestad. Un caso así. Jamás me lo habría imaginado.

Linda chupó la capa de chocolate para que se derritiera.

– ¡Imagínate el tío ese! ¡Anda por ahí leyendo sobre sí mismo en los periódicos! -prosiguió.

Los colmillos de Linda penetraron la frágil capa de chocolate.

– Hoy se habrá llevado un buen susto -dijo ella.

– Ah, ¿sí?

El tendero se bajó las gafas sobre la nariz.

– Hoy podrá leer que alguien lo vio. Prácticamente en el momento del crimen.

Gunwald abrió los ojos de par en par.

– ¿Qué dices? Aquí no pone nada de eso.

Volvió a mirar el texto.

– Sí. Ahí abajo.

Linda se inclinó sobre la caja registradora y señaló: «Un importante testigo se ha presentado ante la policía. La persona en cuestión pasó por el lugar del crimen en bicicleta en el momento decisivo, y vio a un hombre y a una mujer en el prado, en el lugar donde más tarde fue encontrada la víctima. Además, un coche rojo estaba aparcado en el arcén».

– ¡Vaya! -exclamó Gunwald -. Ese testigo puede ser alguien de aquí.

– Al parecer lo es -dijo Linda asintiendo con la cabeza.

– Pero entonces habrá una descripción del asesino. Ya lo digo yo, no es fácil que escape.

Gunwald siguió leyendo. Linda comía el helado.

– Algo vería -dijo ella -. La policía nunca lo cuenta todo. Tal vez ella haya visto mucho más de lo que pone en el periódico. Supongo que tienen que proteger a los testigos.

Se imaginó a Jacob en su salón, responsable de la vida de ella.

Sintió cómo un escalofrío le recorría la espalda. Gunwald la miró de reojo.

– ¿Ella? ¿Es una mujer?

– ¿No lo pone? -preguntó Linda mirándole con sus ojos azules e ingenuos.

– No, solo habla de «el testigo» y «la persona en cuestión».

– Mmm… -contestó Linda -. Lo habré leído en otro periódico.

– Algún día se sabrá -dijo Gunwald. Volvió a mirar de reojo a Linda y el helado, que ya estaba medio comido.

– Pensé que las jóvenes de hoy no comíais helado -dijo riéndose -. Como siempre tenéis tanto miedo a la báscula…

– Yo no -contestó Linda -. No tengo esos problemas.

Salió de la tienda, chupó los restos de helado del palo y se subió en la bicicleta. Tal vez hubiera alguien conocido en el bar. Había dos coches delante. El coche familiar de Einar, que siempre estaba aparcado en el mismo sitio, y ese coche rojo de Gøran, cuya marca desconocía. Linda aparcó su bicicleta y se quedó un rato mirando de cerca el coche de Gøran. No era grande, pero tampoco muy pequeño. Recién lavado y con la pintura en buen estado. Y rojo como un coche de bomberos. Se acercó y lo estudió más detenidamente. En la ventanilla lateral izquierda había una pegatina redonda. ADONIS, ponía. Luego se le ocurrió mirarlo desde lejos para verlo de la misma manera que había visto el coche en Hvitemoen. Cruzó la carretera hasta la Estación de Servicio Shell, que pertenecía a Mode, y permaneció unos instantes mirando. En cierto modo, podría haber sido un coche como ese. Pero muchos coches eran muy parecidos. Su madre solía decir que ningún coche tenía ya personalidad propia. Pero eso no era del todo cierto. Volvió a cruzar la carretera y se acercó. Ahora sabía que Gøran tenía un Golf. Muchos ponían pegatinas en su coche. Su madre, por ejemplo, llevaba la marca amarilla de la Ambulancia Aérea en la ventanilla trasera de su coche. Entró en el bar, donde la pandilla estaba reunida. Allí estaban Gøran, Mode, Nudel y Frank. El tal Frank tenía un mote que usaban cuando querían referirse a él de forma despectiva, o en broma, cariñosamente: la Proeza de Margit. Porque su madre, Margit, había gimoteado y chillado durante todo el embarazo, paralizada de miedo por el parto. El médico decía que el niño era enorme, pues pesaba más de seis kilos. Y seguía siéndolo. La saludaron con la cabeza y ella les devolvió el gesto. Einar estaba tan huraño como de costumbre, con la misma expresión severa. Linda le pidió una Coca-Cola, se acercó a la máquina tocadiscos y metió una corona. La máquina solo admitía las monedas viejas, las grandes. Estaban al lado, en un plato, y se usaban una y otra vez. Cuando ya no quedaba ninguna, Einar vaciaba la máquina y volvía a poner las monedas en el plato. Nunca disminuían. A Linda aquello le parecía un milagro. Buscó entre los títulos y eligió «Eloise». Gøran fue hacia ella. Se detuvo y la miró como enfadado. Ella se fijó en que tenía la cara llena de arañazos. Bajó la mirada rápidamente.

– ¿Por qué estabas mirando mi coche?

Linda se estremeció. No se había imaginado que alguien pudiera haberla visto.

– ¿Mirando tu coche? -dijo asustada -. No miraba nada.

Gøran la observaba sin quitarle ojo. Linda vio aún más arañazos en su cara, y en una mano. El chico volvió a la mesa. Ella se quedó perpleja, escuchando la música. ¿Se había peleado Gøran con alguien? No solía estar de mal humor. Era un chico espabilado y charlatán, muy seguro de sí mismo. Tal vez había discutido con Ulla. Decían por ahí de Ulla que cuando se enfadaba era peor que un diablo tasmano. Linda no sabía lo que era un diablo tasmano, pero evidentemente algo con garras. Gøran y Ulla llevaban un año saliendo, y Karen decía que era cuando solían empezar los conflictos. Se encogió de hombros y se sentó junto a la ventana. Los de la otra mesa miraban en dirección contraria. Linda no se sentía bienvenida. Sorbía la Coca-Cola un poco confusa, mirando por la ventana. ¿Debería llamar a Jacob y hablarle de ello? ¿Era importante? Eso tendría que valorarlo él. Le había dicho que lo llamara si se acordaba de algo. Ahora acababa de descubrir que el coche de Gøran se parecía al otro.

Buenos días, soy Linda.

Hola, Linda. ¿Tu llamada significa que tienes algo más que contarme?

Seguramente no es nada importante. Se trata del coche. Me pregunto si no era un Golf.

¿Has visto alguno que se le parezca?

Sí. Acabo de verlo.

¿En Elvestad?

Sí, pero no es él, porque conozco al dueño, pero sí se parece. No sé si me entiendes.

Linda se perdió en sueños, y meditaciones. ¿Cuántos coches rojos había en Elvestad? Gunder Jomann tenía un Volvo rojo. Pero ¿y qué? Pensó tanto que el cerebro le crujía. El médico. Tenía un coche familiar rojo, muy parecido al de Einar. Bebía Coca-Cola y miraba fijamente por la ventana. «Eloise» ya se había acabado. Einar hacía ruidos con ceniceros y vasos. Linda estaba segura de que Einar también iba por su casa con ese trapo, limpiando bancos, mesas y marcos de las ventanas, a su mujer, a sus hijos y a todo lo que tuviera a su alcance. Pero Gøran con esas heridas rojas sí le daba miedo.

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