24

Sejer se detuvo en la entrada y escuchó. El perro dobló la esquina tambaleándose.

– ¿Qué tal, chico?

Se puso en cuclillas y rascó al perro detrás de las orejas. Kollberg había engordado un poco, y su piel había recuperado algo del brillo de viejos tiempos.

– Ven -dijo -. He comprado hamburguesas. Pero primero hay que freírlas un poco.

El perro se sentó a esperar junto a la cocina eléctrica, mientras Sejer sacaba una sartén y la mantequilla.

– ¿Especias? -preguntó cortésmente -. ¿Sal y pimienta?

– Bof -respondió el perro.

– Hoy te daré cerveza de barril. La cerveza es muy nutritiva. Pero solo un vaso.

El perro escuchaba, levantando sus orejas colgantes. La cocina se iba llenando de olor, y el perro empezó a babear.

– Es curioso -dijo Sejer, mirando a Kollberg -. En otros tiempos habrías estado ya completamente enloquecido. Habrías estado saltando, bailando, ladrando y dando dentelladas al olor de las hamburguesas. Y ahora estás sentado y quieto. ¿Volverás a ser el mismo de antes? -se preguntó, dando la vuelta a las hamburguesas -. Bueno, no importa. Te acepto como eres.

Luego apareció Jacob con una botella bajo el brazo. Estuvo mucho tiempo saludando a Kollberg. Sejer fue a por vasos y a por su propia botella de Famous Grouse. Se sentaron junto a la ventana y contemplaron la ciudad, que se estaba preparando lentamente para la noche. El perro descansaba a los pies de Sejer, satisfecho de comida y cerveza. Se oía un suave murmullo a través de las ventanas.

– ¿No viene Sara? -preguntó Skarre.

– No -contestó Sejer -. ¿Iba a venir?

– Sí -dijo Skarre.

Sejer bebió un sorbo de su whisky.

– Está con su padre. El hombre está enfermo.

– ¿Qué era lo que tenía? Se me ha olvidado.

– Esclerosis múltiple -contestó Sejer -. Le han puesto un nuevo tratamiento de cortisona. Le cuesta. Se vuelve difícil.

– Yo sé todo referente a padres difíciles -dijo Skarre -. Y el mío no por tomar cortisona. Lo que él tenía era adicción a la Santísima Trinidad.

El comentario hizo que Sejer se quedara mirando al joven policía.

Skarre se levantó y se puso a dar vueltas por el salón. Buscó entre los cientos de cedés, todos de mujeres.

– ¿Los hombres no deben cantar, Konrad? -bromeó.

– En mi casa no.

Skarre sacó algo del bolsillo.

– Felicidades, Konrad.

Sejer cogió el cedé.

– ¿A cuento de qué?

– De que hoy cumples cincuenta y un años.

Sejer estudió el cedé y le dio las gracias.

– ¿Aprobado?

– Judy Garland. ¡Ya lo creo!

– A propósito de los regalos -dijo Skarre lentamente -. He vuelto a recibir saludos. Sin sello de correos. Alguien ha estado otra vez en mi portal.

Sejer contempló un sobre amarillo, cerrado con un clip. Skarre vació su contenido sobre la mesa.

– ¿Qué es? -preguntó Sejer curioso.

– Botones -contestó Skarre -. Dos botones dorados en forma de corazón, atados con un hilo.

Sejer los levantó a la luz de la lámpara.

– Bonitos botones -dijo pensativo -, procedentes de una prenda cara. Tal vez una blusa.

– Pues a mí no me gustan. No así, en la mesa, bajo la luz. Es como si tuvieran una especie de significado que desconozco.

– Una petición de mano -apuntó Sejer -. Apuesto a que es cosa de Linda -sonrió -. No lo des demasiada importancia. La gente que llama o que envía cosas no suele actuar.

Tenía una manera reposada de hablar que tranquilizaba a Skarre.

– Tíralos -dijo bebiendo un largo sorbo de vino tinto.

– ¿Estos botones tan bonitos? ¿Lo dices en serio?

– Tíralos a la basura. No los quiero.

Sejer fue a la cocina y abrió la puerta de un armario que luego volvió a cerrar, mientras se metía los botones en el bolsillo.

– Los he tirado -mintió.

– ¿Por qué Gøran tuvo que retractarse de su confesión? -preguntó Skarre -. Me irrita.

– Gøran lucha por su vida -contestó Sejer -. Y está en su derecho. Este caso no habrá concluido hasta dentro de mucho tiempo.

– ¿Se le ha comunicado a Jomann?

– Sí. No dijo gran cosa. No es un hombre vengativo.

Skarre sonrió al pensar en Gunder.

– Jomann es un tío muy raro -dijo -. Simple como una paloma.

Este comentario provocó una severa mirada de Sejer.

– No pongas nunca un signo de igualdad entre elocuencia e inteligencia.

– Pensé que habría cierta relación -murmuró Skarre.

– En este caso no.

Bebieron un rato en silencio. Skarre sacó, como de costumbre, una bolsa de gominolas. Eligió una amarilla y la mojó en el vino tinto. Sejer se estremeció. El whisky empezaba a hacerle efecto. Los hombros se le relajaron y su cuerpo entró en calor. La gominola de Skarre se volvió color naranja.

– Tú solo ves la tragedia en todo esto.

– ¿Hay algo más que ver?

– Jomann ya es viudo. No es un mal estado social para un tipo como él. De alguna manera parece muy orgulloso de ella, aunque esté muerta. Vivirá de esto durante el resto de su vida, ¿no crees?

Sejer le quitó la bolsa de las gominolas de la mano.

– Tienes la glucosa muy alta -dijo con brusquedad.

Volvió a hacerse el silencio. Los dos hombres levantaron alternativamente sus vasos.

– ¿En qué estás pensando? -preguntó por fin Skarre.

– Pienso en todos esos sucesos independientes entre ellos -dijo Sejer – que juntos dan lugar a que ocurran cosas tan horribles como esta.

Skarre llenó el vaso y escuchó.

– ¿Por qué murió Poona? Porque Gøran la mató a golpes. Pero también porque Marie Jomann era una malísima conductora. Tuvo un accidente y por eso Jomann no pudo ir a recoger a Poona. También murió porque Kalle Moe no la encontró en el aeropuerto, porque Ulla rompió con Gøran, porque Lillian dijo que no. Son muchas cosas. Y muchas casualidades las que abren el camino a la maldad.

– Estoy pensando en Anders Kolding -dijo Skarre.

– Huyó presa del pánico y se refugió en casa de su hermana. Pero no por el homicidio. Huyó de un crío que no paraba de chillar y de un matrimonio para el que seguramente no estaba preparado.

– Torill dijo que fue hacia la izquierda.

– Todo el mundo puede equivocarse.

– Einar tenía su maleta.

– Ese hombre es un cobarde -opinó Sejer.

– No me fío de Lillian Sunde.

Jacob miró fijamente a los ojos de su jefe.

– Creo que está mintiendo.

– Seguro. Pero no sobre esa noche.

Skarre agachó la cabeza y se miró las rodillas. Luego se armó de todo el valor que poseía.

– Para decir la verdad, no estoy seguro de lo que creo. Tal vez Gøran sea inocente. ¿Te han contado lo de la carta que recibió Holthemann?

– Sí, sí, lo he oído. Una carta anónima con letra de periódico: «Tienen al hombre equivocado». También he oído algo de una mujer que llamó diciendo que era vidente.

– Ella dijo lo mismo. Que no fue él -señaló Skarre.

– Exactamente. Y si el agente de guardia hubiese sido más espabilado, se habría quedado con su nombre y teléfono.

– Tú no colaborarías con una vidente, ¿no?

– No con sus premisas. A lo mejor ni siquiera es vidente, pero puede que sepa algo importante sobre el asesinato. Soot opinó que no era seria. Le eché un buen rapapolvo -dijo en voz baja.

– Ya lo creo -dijo Skarre con una risa -. Se te oía hasta en la cantina.

– Hasta mi anciana madre me amonestó por ello -dijo Sejer con tristeza.

– Pero si está muerta.

– Precisamente. Eso indica lo mucho que grité. Ya he pedido perdón a Soot.

– ¿Y Elise? -preguntó Skarre -. ¿También ella te dijo algo?

Se hizo el silencio en el salón de Sejer.

– Elise nunca grita -dijo en voz alta.

Ya era muy tarde cuando Skarre se levantó y fue a por su chaqueta. El perro lo siguió para despedirse sobre sus débiles patas, que se iban fortaleciendo poco a poco. Mientras los dos hombres charlaban en la entrada, sonó el timbre y ambos se sobresaltaron. Sejer miró extrañado el reloj. Era casi medianoche. Fuera había una mujer. La miró fijamente unos instantes antes de reconocerla.

– Siento venir tan tarde -dijo muy seria -. Me iré enseguida. Tengo algo importante que decir.

Sejer apretó el picaporte. La mujer que tenía frente a él era la madre de Gøran.

– ¿Tiene usted hijos? -preguntó la mujer, mirándolo fijamente.

Le temblaba la voz. El hombre vio su pecho subir y bajar debajo del abrigo. Estaba muy pálida.

– Sí -contestó Sejer.

– No sé hasta qué punto los conoce -dijo -, pero yo conozco muy bien a Gøran. Lo conozco como a mí misma. Él no hizo eso.

Sejer bajó la vista hasta las botas marrones de la mujer.

– Yo lo habría sabido -dijo ella en voz baja -. Fue el perro el que lo arañó. Nadie quiere creerlo. Pero yo estuve observándolos aquella noche. Estaba junto a la ventana fregando los cacharros cuando él atravesó la verja. Llevaba la bolsa del gimnasio, y cuando vio al perro la soltó y se puso a jugar con él. Quiere mucho a ese animal y jugaron salvajemente, rodando por el suelo y gritando como chiquillos. Cuando entró, estaba lleno de arañazos y sangrando. Luego se metió en la ducha y se puso a cantar.

Se hizo el silencio. Sejer escuchaba.

– Esa es la verdad, que Dios me ampare -dijo la mujer -. Quería venir y contárselo.

Dio media vuelta y desapareció escaleras abajo. Sejer se quedó unos instantes en la entrada, reponiéndose. Luego cerró la puerta. Skarre lo miró.

– ¿Cantó en la ducha?

Sus palabras quedaron suspendidas en la entrada. Sejer volvió al salón y miró por la ventana. Vio a Helga Seter cuando cruzaba el aparcamiento delante de los bloques.

– ¿Puede uno cantar en la ducha después de hacer algo así? -repitió Skarre.

– Claro que sí. Aunque tal vez no de alegría.

Se hizo un largo silencio. Skarre estaba dándole vueltas a algo.

– ¿En qué estás pensando? -preguntó Sejer lentamente.

– En muchas cosas. En Linda Carling y en quién es ella. En qué vio realmente. En Gøran Seter. Que está en manos de esa gente tan de poco fiar.

– Tú lo que quieres es que al final todo encaje -dijo Sejer -. Para que se convierta en una imagen completa. Porque los seres humanos somos así. Pero la realidad no. El que algunas piezas no encajen no significa que Gøran sea inocente.

Volvió a darle la espalda.

– Pero resulta tremendamente irritante, ¿verdad?

Skarre no se daba por vencido.

– Sí -admitió Sejer -. Resulta tremendamente irritante.

– Voy a confesarte algo -dijo Skarre -. Si formara parte del jurado cuando se celebrase el juicio, no me atrevería a juzgarlo culpable.

– No formarás parte del jurado -aseguró Sejer.

Respiró hacia el cristal de la ventana.

– Y por supuesto que Gøran es el mejor hijo de su madre. Es su único hijo.

– ¿Qué crees tú entonces? -preguntó Skarre, todavía vacilante.

Sejer suspiró profundamente y se volvió de nuevo.

– Creo que Gøran estuvo conduciendo su coche después del asesinato sumido en una gran aflicción. Ya había tirado un juego de ropa, y la que se había puesto luego también estaba manchada de sangre. Tuvo que entrar en casa. Tal vez su madre lo viera desde la ventana. La ropa ensangrentada necesitaba una explicación. De manera que se lanzó sobre el perro, y así pudo explicar tanto las heridas como la sangre.

De repente se echó a reír por lo bajo.

– ¿Qué tiene tanta gracia? -preguntó Skarre.

– Estoy pensando en algo. ¿Sabías que una serpiente cascabel es capaz de morder mucho rato después de que le hayan cortado la cabeza?

Skarre miró extrañado las anchas espaldas junto a la ventana.

– ¿Quieres que te pida un taxi? -dijo Sejer sin volverse.

– No, me voy andando.

– Está lejos -objetó Sejer -. Y ese portal tuyo está muy oscuro, coño.

– Hace un tiempo estupendo. Necesito un poco de aire.

– ¿De manera que no estás preocupado?

La pregunta fue seguida de una sonrisa, pero algo de seriedad había en ella.

Skarre evitó responder. Se marchó y Sejer se quedó de pie junto a la ventana. Botones dorados, pensó, sacándoselos del bolsillo de la camisa. Ruedas rajadas. Recorte de periódico sobre un joven desangrándose en la calle. ¿Qué significaba todo eso? Jacob apareció a la luz de la farola. Andaba con pasos largos y audaces por entre los bloques para salir luego a la calle principal. Enseguida fue devorado por la oscuridad.


En el bar de Einar había dos hombres sentados, mirándose fijamente. Ya había pasado la hora de cerrar y todos los demás se habían marchado. La cara de Mode estaba tranquila y una mano firme agarraba el vaso. Einar fumaba cigarrillos liados por él. En la radio sonaba una música suave. Einar había adelgazado. Trabajaba más y comía menos ahora que estaba solo. Mode estaba como siempre. En realidad, tan comedido que no era normal, pensaba Einar, mirándolo de reojo. Tan inalterable. Ya había cerrado la gasolinera. Por la ventana se veía la concha amarilla de Shell brillar en la oscuridad.

– ¿Por qué no hablaron contigo? -preguntó Einar desconfiado.

– Claro que hablaron conmigo.

Einar dio una calada al cigarrillo.

– Pero nunca comprobaron tu coartada, ni nada de eso.

– No tenían ninguna razón para hacerlo.

– Pero a todos los demás nos investigaron a fondo. A mí. A Frank. Por no hablar de Gøran.

– Tú tenías la maleta -dijo Mode en voz baja -. No es de extrañar que te interrogaran.

– Pero tú tuviste que volver en tu coche de la bolera más o menos a la misma hora.

– ¿Tú qué sabes? -preguntó Mode.

– He hablado con la gente. Hay que hacerlo si se quiere estar al día. Tommy dijo que te marchaste a las ocho y media.

– Ah -dijo Mode con una bonita sonrisa -. Así que estás comprobando las coartadas de la gente. Gøran ya ha confesado. ¿De qué sirve entonces?

– Pero luego se retractó. Imagínate que no lo condenan.

– En ese caso nos quedaremos para siempre con este asesinato y seguiremos mirándonos mal los unos a los otros.

– ¿Tú crees? -dijo Mode, y dio un trago de cerveza. Era un hombre muy comedido.

– Sinceramente -contestó Einar, mirándolo -. ¿Tú crees que Gøran es culpable?

– Ni idea -contestó Mode.

– ¿La gente habla de mí? -preguntó Einar -. ¿Has oído algo?

– Comentarios no faltan. Pero no les hagas ni puñetero caso. Gøran está en chirona. Nosotros tenemos que seguir nuestra vida.

Einar apagó el cigarrillo en el cenicero.

– Hay demasiadas cosas que no encajan -dijo -. En el periódico pone que tiró la ropa y las pesas al lago Norevann. Pero no las han encontrado.

– Es imposible encontrar algo en ese fango -dijo Mode.

– Y además surgieron problemas durante la reconstrucción. Seguro que la poli lo estuvo corrigiendo desde el principio para sacarle lo que necesitaban. Es lo que hacen siempre.

– No debe de ser fácil recordar los detalles cuando has andado por una niebla de sangre -dijo Mode.

– ¿Así que sabes de lo que se trataba? ¿Niebla de sangre?

Mode seguía a lo suyo.

– Imagínate ir por ahí con pesas en el coche -dijo -. Supongo que le entra el mono cuando no las tiene cerca. Eso dice bastante.

– La gente lleva muchas cosas en el coche -dijo Einar, escrutando la cara del otro -. Tú vas a todas partes con tu bola. Por cierto, ¿cuánto pesa?

– Diez kilos -contestó Mode con una sonrisa.

– Y te gustan las mujeres exóticas -dijo Einar en plan provocador.

– Ah, ¿sí?

– Saliste con la mayor de los Thuan.

– Tuvimos una pequeña historia. No me arrepiento. Ellas son diferentes.

De nuevo se hizo el silencio. Miraron hacia la negra ventana, pero solo se toparon con sus propios rostros. Apartaron la mirada.


Gunder fue al hospital como de costumbre. Reunió fuerzas para decir algunas palabras.

– Hola, Marie. Por fin se va a celebrar el juicio. Si lo condenan, tendrá que pasar muchos años en la cárcel. Gøran y su abogado recurrirán la sentencia. Dirán que es demasiado severa porque él es muy joven. Yo opino que seguirá siendo joven cuando salga. Un hombre en la treintena tiene toda la vida por delante. No así Poona. Ya no pareces tú, Marie -prosiguió con pesar -. Pero te reconozco por la nariz. Parece más grande que de costumbre. ¡Cuánto tiempo llevas así! No puedo concebirlo. ¿Ha venido Karsten hoy? Lo prometió. Me resulta muy distante. Tal vez a ti también. No estaba nunca en casa, ¿verdad?

Silencio. Escuchó la débil respiración de su hermana. La luz cegadora del techo la hacía parecer más mayor.

– No tengo nada más que decir -prosiguió Gunder con tristeza -. Llevo mucho tiempo hablando. -Agachó la cabeza y fijó la mirada en el elevador de la cama, un pedal junto al suelo. Le dio unas cuantas patadas -. Mañana me traeré un libro. Así podré leerte en voz alta. Será agradable hablar de algo que no sea yo mismo. ¿Qué libro prefieres? Buscaré en la estantería. Puedo leerte Todos los pueblos del mundo, y podremos viajar tú y yo por el mundo entero. A África y a la India.

Notó que se le escapaba una lágrima y se la secó con un nudillo. Levantó la cabeza y miró a su hermana a través de un velo de lágrimas. De repente estaba mirando un ojo despierto. Por la habitación pasó como un murmullo cuando vio la oscura mirada. Ella lo miraba desde un lugar muy lejano, con los ojos llenos de asombro.


Más tarde, cuando los ánimos se serenaron y el médico había examinado a Marie, ella volvió a desaparecer. Gunder no estaba seguro de si lo reconocía. Probablemente se despertaría y volvería a desaparecer varias veces antes de que se despejara del todo. Salió a llamar a Karsten. Notó un atisbo de pánico en la voz de su cuñado. Luego fue a la tumba de Poona y se ocupó de una robusta erica que aguantaba todo, tanto el hielo como el calor. Cavó la fría tierra con las manos y acarició ese pequeño lugar que era de ella. Tocó la cruz de madera y las letras que formaban su precioso nombre. Cuando intentó levantarse de nuevo, no era capaz. El cuerpo se le había quedado rígido, no podía mover los brazos ni las piernas, ni tampoco levantar la cabeza. Al cabo de un rato se quedó frío y aún más rígido. Empezaron a dolerle la espalda y las rodillas. Su cabeza estaba vacía, ningún pesar, ningún miedo, solo un estremecedor vacío. Podría seguir así hasta la llegada de la primavera. No había nada por qué levantarse. Pronto el hielo y la nieve cubrirían todo con una fría capa. Gunder era una escultura helada en cuclillas, con sus manos blancas enterradas en la tierra. Una sombra entró en su campo de visión. El párroco Berg se detuvo junto a él.

– Jomann -dijo -. Se va a enfriar si se queda ahí sentado.

Lo dijo con mucha tranquilidad, como suelen hacer los pastores, pensó Gunder. Pero no se movió.

– Entre conmigo al calor -dijo Berg.

Gunder intentó levantar el cuerpo, pero este no le obedeció.

Berg no era grande, pero agarró el brazo de Gunder y lo ayudó, dándole torpes golpecitos en el hombro. Luego lo empujó cuidadosamente delante de él hacia la parroquia. Entraron, y Berg lo colocó en un sillón. La chimenea estaba encendida. Gunder se derritió muy despacio.

– ¿Qué he hecho? -dijo Gunder a punto de llorar.

Berg lo miró con serenidad. Gunder respiraba con dificultad.

– Traje a Poona directamente a la muerte -sollozó -. Y la he metido en esa tierra fría a pesar de que es hindú y debería estar en otro lugar. Entre sus propios dioses.

– Pero ella quiso venir aquí con usted -dijo Berg.

Gunder se tapó la cara con las manos.

– ¡Y yo que quería ofrecerle lo mejor…!

– Creo que eso es justo lo que ha hecho -dijo Berg -. Le ofreció un bello lugar. Si la hubiera enviado con su hermano, tal vez se habría arrepentido luego. Tuvo que elegir entre dos soluciones desesperadas. A veces nos vemos obligados a ello. A usted nadie puede reprocharle nada.

Gunder dejó que las palabras se posaran dentro de él. Luego levantó la cabeza y miró al párroco.

– Me pregunto por qué Dios hizo esto -dijo en voz baja. Por un instante apareció en su rostro una expresión de rabia.

Berg miró por la ventana las copas de los árboles del jardín. Las hojas caían lentamente al suelo.

– Yo también me lo pregunto -dijo en voz baja.

Tras unos instantes, Gunder recapacitó y dijo de repente:

– En la India los niños juegan al fútbol entre las tumbas. Parecía agradable, algo muy natural.

Berg tuvo que sonreír.

– Estaría muy bien. Pero yo no decido esas cosas.

Gunder se fue a su casa. Se quedó unos instantes al pie de la escalera. Por fin se decidió, subió lentamente y sacó la ropa de Poona, que estaba metida en una caja. Despacio y con devoción fue sacando una a una las prendas, para luego colgarlas en el armario del dormitorio, que enseguida parecía otro, ya que antes estaba lleno de trajes grises y negros. Dejó los zapatos de la mujer en el suelo. Llevó sus objetos de aseo al baño de abajo. Colocó el cepillo del pelo debajo del espejo y un pequeño frasco de perfume al lado de su propia colonia para después del afeitado. Luego se sentó junto a la ventana de la cocina y miró al jardín. Se había nublado, todo estaba gris. Gunder había colgado un cuenco con comida para los pájaros delante de la ventana. De vez en cuando, alguno que otro se posaba en él. Los pensamientos le zumbaban en la cabeza. ¿Cómo habría sido la vida con Poona? ¿Le hacía a ella tanta ilusión como a él? ¿O para ella era solo un hombre acomodado y una llave a un futuro confortable, como había dicho su hermana Marie? Ahora jamás sabría si lo que habían hecho fue importante para ella, si habría sido una esposa cariñosa, una fiel compañera para toda la vida, o si solo estaba feliz por huir de la pobreza de Mumbai. ¿Cómo podría saberlo con seguridad? El futuro de Gunder, ese futuro que le costaba visualizar, constaría de suposiciones y sueños. Sería como él había esperado y soñado que fuera. No le había dicho que la quería. No se había atrevido. Ahora se arrepentía amargamente. Debería haberlo gritado desde la montaña más alta para que todo el mundo lo oyera. ¡Amada, mi amada Poona!

¿Qué es el amor?, pensó desesperado. Nada más que un ardiente deseo.

Dejó reposar la cabeza sobre los brazos y jadeó, abrumado por tanto malestar. ¿Qué pensaría Poona al no verlo en el aeropuerto? ¿Quién era ahora Marie? ¿Qué necesidades tendría?


Gunder levantó la cabeza y descubrió al cartero, que llegó en su coche verde y se detuvo delante del buzón. Cuando el vehículo estuvo otra vez fuera de su campo de visión, Gunder bajó lentamente hasta la calle. Una carta dirigida a él dentro de un sobre grande. Entró en la cocina y la abrió. Era la carta de Poona a su hermano. La carta original, en indio, y una traducción para él. Sejer le enviaba un saludo. Fue a buscar las gafas, se las puso y se esforzó por dejar las manos quietas. Luego empezó a leer. Estaba clareando. Una nube desaparecía lentamente revelando un resplandeciente sol de octubre. La hierba centelleaba. En la pequeña piscina para los pájaros había una fina capa de hielo. Un pájaro carpintero se posó junto a la ventana, metió el pico en la comida para pájaros y se puso a picotear grasa y simientes a gran velocidad. Un macho, pensó Gunder. La parte posterior de la cabeza brillaba como la sangre al sol. Leyó despacio la carta. Todo se calmó dentro de él.


Querido hermano Shiraz:

Hace mucho que no nos vemos. Te escribo por un asunto importante. Y tendrás que perdonarme por no haberte tenido en cuenta.

Soy una mujer casada. Ocurrió ayer. Él es un hombre honrado, cariñoso y decente. Me lleva en brazos, como se lleva a un niño al que se quiere ayudar y proteger. Se llama Gunder Jomann.

El señor Jomann es grande, fuerte y guapo. Ciertamente, no tiene mucho pelo y no es muy rápido, ni cuando actúa ni cuando piensa. Pero mide cada paso que da y cada uno de sus pensamientos es entrañable. Tiene casa y trabajo en el país donde vive. Con jardín, árboles frutales y todo eso. Hace frío allí, dice, pero no me asusta. Un aura de luz y calor lo rodea. Quiero estar siempre con él. Tampoco me da miedo lo que tú puedas opinar, querido hermano, porque deseo esto más que ninguna otra cosa. Voy a viajar a su país y a vivir en su casa. Para el resto de mi vida. No anda sobre la tierra ningún hombre mejor que Gunder Jomann. Sus manos son grandes y abiertas; sus ojos, azules como el cielo. Su cuerpo fuerte y ancho irradia una tranquila fuerza. Yo lo sé, lo he visto y lo he sentido. La vida con él será buena. ¡Alégrate conmigo!

¡Sé tan feliz como yo por todo lo que ha ocurrido!


Tu hermana Poona

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