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Gunder y Poona se casaron el 4 de agosto a las doce en punto del mediodía. En la City Courthouse, como lo llamaba Poona. Gunder había conseguido los papeles necesarios, y el Ministerio de Asuntos Exteriores envió un fax en el que se certificaba que figuraba como soltero en el Registro de Noruega. Fue una ceremonia sencilla, pero muy seria.

Gunder escuchaba muy erguido, esperando contestar correctamente y cuando debía. Poona estaba radiante. Se había enrollado la trenza en la nuca como una gran rosquilla. Ni siquiera intentaba esconder sus dientes, sino que sonreía feliz ante todo lo que estaba sucediendo. Gunder estaba haciendo muchos progresos con el inglés. Hablaban con frases cortas, ayudándose de gestos y sonrisas, y se entendían a la perfección. A menudo, cuando Gunder estaba en mitad de una frase, ella la terminaba exactamente como él tenía pensado. Era muy fácil. Le explicó cómo se adquiría la nacionalidad noruega. Podría tardar unos años. No es fácil hacerse noruego, pensó. Luego pasearon lentamente por las calles como marido y mujer. Ella con sandalias doradas y sari color turquesa, con el hermoso broche en el cuello. Él con una camisa blanca nueva, pantalones oscuros y zapatos relucientes. Rodeaba con el brazo la cintura de su mujer. Ella miró el rostro de Gunder, la cara ancha con mentón prominente. Era un hombre fuerte y grande, y aun así humilde. A veces se sonrojaba, y sin embargo tenía mucha confianza en sí mismo, mostrándose muy poco pendiente de toda esa gente que lo rodeaba. Solo tenía ojos para ella. Poona veía su felicidad reprimida, la amplia sonrisa en su boca. Pensó que ese hombre tenía su propio mundo, en el que él gobernaba. Y eso era bueno.

No es que creyera que él era rico. Él se lo había dicho: «No soy rico en absoluto. Pero tengo una casa y un trabajo. Un bonito jardín. Un coche decente. Y una buena hermana. Ella te recibirá bien. Vivimos en un lugar pequeño. Todo es muy tranquilo, con poco tráfico. Allí se puede andar por la carretera solo, sin encontrarse con nadie».

Eso le parecía muy extraño a Poona. Un gran silencio, sin gente. Ella no conocía más que esa ciudad ruidosa. El silencio solo lo había visto en fotos.

– A mí me gustaría trabajar -dijo decidida.

– Claro que puedes trabajar. Pero para eso a lo mejor tendrás que ir a la ciudad. En Elvestad no hay nada. Si consigues un trabajo en la ciudad, puedes ir y venir conmigo.

– Trabajo bien -prosiguió Poona -. No me canso con facilidad. No soy muy grande, pero soy fuerte. No tienes que mantenerme.

– Si tú lo dices -contestó Gunder-. Te vendría bien tener un trabajo. Así aprenderías noruego más deprisa. Todo irá muy bien, Poona, te lo prometo. Los noruegos son amables. Un poco tímidos tal vez, y muy orgullosos, pero amables.

La única familia de Poona era un hermano mayor que vivía en Nueva Delhi. Ella le escribiría una carta informándole de su matrimonio. Además, tenía que arreglar algunos asuntos en la ciudad antes de marcharse a Noruega. Necesitaría unos quince días. Gunder reservó y pagó el billete. Le explicó las escalas que tendría que hacer y cómo era el aeropuerto de Gardermoen. Le dio dinero para que no le faltara de nada. Le anotó la dirección y el teléfono con números y letras muy claros.

– ¿Se ofenderá tu hermano cuando se lo cuentes? -preguntó preocupado.

– Qué va -contestó Poona, muy segura de sí misma -. No nos vemos casi nunca. Shiraz vive su propia vida. Tiene mujer y cuatro hijos. Me gusta cocinar -dijo -. Haré pollo al curry para tu hermana y para ti cuando llegue a Noruega.

– Y yo haré algo que llamamos cordero con col -dijo Gunder riéndose -. Carne de oveja con repollo.

– ¿Es picante? -preguntó ella.

– No tenemos comida picante en Noruega. Llévate muchas especias, Poona. Y haremos sudar un poco a Marie y Karsten.

Ella se quedó un rato muy pensativa.

– ¿Qué dirá tu hermana cuando yo llegue de esta manera?

– Se pondrá muy contenta -contestó Gunder-. Primero se asustará, pero luego se pondrá contenta. No le gusta que viva solo. Siempre me decía que debía viajar un poco. Y ahora me llevo un mundo entero a casa.

Se rió abrazándola con fuerza. No pudo reprimir las ganas y puso una mano sobre la trenza de Poona. Era dura y prieta, y brillante como la seda. Cuando se quitaba el elástico, el pelo se le desplegaba y ahuecaba. ¿Cuántas mujeres de Elvestad tenían un pelo así?, se preguntó Gunder. ¡Ninguna! Solo se lo soltaba para acostarse. Solo para él. Por las noches, los ojos de Poona relucían en la oscuridad. Con sus delgados brazos abrazaba con dulzura el fuerte cuerpo de Gunder. Él le acariciaba suavemente la espalda, con manos grandes y vacilantes. Poona era feliz. Un hombre grande y magnífico, con ojos azules, la había sacado de la calurosa cocina del restaurante y se la llevaría lejos de aquel mar de gente y de las aglomeraciones, de la pequeña habitación con váter en el pasillo. Gunder tenía su propio aseo con bañera y cisnes en la pared. Era increíble. Desde el instante en que se miraron por primera vez, con una mezcla de curiosidad y anhelo, los dos supieron que sus caminos se encontrarían. La primera vez que él se inclinó y abrazó suavemente el cuerpo delgado y vio cómo los ojos negros primero se volvían brillantes y luego se empañaban, antes de que por fin se cerraran, y ella se dejó caer despacio contra el ancho pecho de él, lo supieron. No se pronunció palabra alguna aquella primera noche, solo latían los corazones. El de él firme y pesadamente, el de ella, ligera y rápidamente. No tenían nada de miedo, aún no. Poona concluiría su trabajo y vaciaría la pequeña habitación en la que vivía. Gunder volvería a casa a ponerlo todo bonito, por dentro y en el jardín. En el hotel pidieron que les sacaran una foto. Estaban los dos erguidos, uno al lado del otro, solemnes por ese pacto que acababan de firmar. Ella ataviada con un sari color turquesa y él con una camisa blanca como la nieve. Gunder sacó dos copias de la foto y le dio una a ella.

Debido a su trabajo, no pudo acompañarlo al aeropuerto. Se despidieron en la acera delante del hotel, y por un instante él se olvidó de su timidez y la abrazó con una fuerza insólita. En ese momento se le abrió una brecha debajo de la camisa, porque por fin la había encontrado y ahora se iba tan lejos. Pensaba con preocupación en todo lo que podía suceder. Ella levantó un dedo y le acarició la nariz. Luego desapareció. Sus piernas delgadas y morenas desaparecieron al doblar la esquina. Un poco más tarde estaba sentado en el estrecho asiento del avión con la foto en la mano. Notó cómo se le henchía el corazón, que bombeaba más sangre que de costumbre. Tenía mucho calor. Poona le había tocado en todas partes. Incluso dentro de los oídos, donde no había llegado nunca nada más que los bastoncitos. Notó cómo le temblaban los dedos de las manos y de los pies, y los labios, solo con pensar en ella. Era como si todo palpitara dentro de él, y tenía la sensación de que todo el mundo podía verlo. Gunder era un hombre amado, un hombre amante. Estaba casi ardiendo. Miraba a los demás pasajeros, pero solo veía a Poona. ¿Qué había estado haciendo hasta ahora? Durante cincuenta años había andado solo por el mundo, arreglándoselas como podía, alguna vez ocupándose también de su hermana. El resto de la vida la viviría para Poona. Compartirían todo. Pero si ella estaba cansada, agotada o enferma, descansaría. Si añoraba su casa, él la dejaría ir a su país de vacaciones, si le permitía acompañarla, estaría bien, pero si necesitaba tiempo para ella sola, él se lo daría. La escucharía cuando hablara y nunca la interrumpiría. Ella tendría que aprender muchas cosas nuevas y necesitaría comprensión y cuidados, sobre todo el primer año. Él pensaba ya con ilusión en las Navidades, en enseñarle el árbol, los Papá Noel y los ángeles. Pensaba con ilusión en la nieve que caería. Y en la llegada de la primavera, cuando los primeros brotes se abrieran camino a través de la nieve. Para ella tendría que ser un milagro. Para él también. A partir de ahora todo sería nuevo y maravilloso.


Marie miró asombrada la foto. Primero la orgullosa cara de su hermano y luego a la mujer india Poona Bai Jomann, con un broche en el pecho. Estuvo un rato sin decir nada. Su hermano había ido a la India a por una mujer. Así de simple. Había entrado en un restaurante Tandoori y la había conquistado al cabo de unas horas. ¿Qué armas secretas poseía su hermano que ella nunca había visto? Era como si esa mujer lo hubiese estado esperando en esa inmensa ciudad de Bombay.

– Mumbai -le corrigió Gunder-. Pues sí, así es. Ella estaba esperándome. Llegará el día veinte, iré a buscarla al aeropuerto de Gardermoen. Mira, el certificado de matrimonio -añadió orgulloso.

– Ella sí que ha tenido suerte -dijo Marie -. No creo que haya muchos hombres en la India con un sueldo como el tuyo.

– Ella no sabe que soy rico -dijo Gunder.

– ¡Ja! Eres un ricachón -dijo Marie, sin piedad -. Y se ha dado cuenta, claro.

La miró ofendido, pero ella no se percató. Seguía mirando fijamente la foto.

– A Karsten le va a dar un infarto -dijo ella -. Y ten por seguro que la gente murmurará.

Pero a la vez estaba conmovida. ¡Una cuñada! Jamás se lo había imaginado.

– No me importan las habladurías -dijo Gunder.

Ella lo sabía. Siendo tan feliz como era su hermano en ese momento, nada ni nadie podía herirle.

– La ayudarás a adaptarse, ¿verdad? -dijo Gunder a su hermana -. Las mujeres necesitáis hablar entre vosotras de vez en cuando, de mujer a mujer. Tranquilamente. Ella es sonriente y amable.

– Me pregunto qué dirá Karsten -repitió Marie algo escéptica.

– A ti no te importa, ¿no? -preguntó Gunder.

– No lo sé -respondió ella encogiéndose de hombros -. Él se escandalizará al principio. Espero que la gente sea amable con ella.

– Seguro que sí -dijo Gunder confiado -. ¿Por qué no iban a serlo?

– Estoy pensando en los jóvenes. No tienen piedad.

– A ella no le importan los jóvenes. Tiene treinta y ocho años.

– Bueno, bueno. Lo que pasa es que estoy un poco sobrecogida. Es muy guapa. ¿Qué dice su familia?

– Solo tiene un hermano mayor, que vive en Nueva Delhi. No tienen mucho contacto.

– Pero ¿se adaptará? ¿A este país de hielo?

– Solo hace frío en invierno -se apresuró a decir Gunder-. Tampoco es fácil vivir con ese calor que hace allí. Esto es más fresco. Ya se lo dije. Tenemos un aire más seco. En la India, el aire es tan húmedo que en cuanto sales a la calle estás mojado. Ella quiere buscar trabajo. Es eficiente y despabilada. Le gustaría trabajar de camarera. Ya le encontraremos algo.

Marie suspiró. Estaba acariciando un hermoso elefante de marfil que Gunder le había traído. El optimismo de su hermano era tan desbordante que era incapaz de quebrantarlo. Pero no podía dejar de pensar. Y sobre todo pensaba en esa mujer india que llegaría a ese pequeño y recoleto lugar de la tierra, poblado por agricultores y adolescentes sin piedad, con algún sabelotodo en cada casa. Gunder lo soportaría, pero ¿cuánto sería capaz de soportar esa mujer antes de anhelar su país y a su gente?

Gunder colgó la foto de Poona y él en un tablón encima del escritorio. Tuvo que desplazar una foto de Karsten y Marie, pues su mujer se merecía el mejor sitio. Cada vez que miraba la foto se llenaba de un inmenso fragor, como si se le desbordara por dentro un manantial. «Es mi mujer -se decía a sí mismo -. Te presento a mi mujer. Se llama Poona.» Y se puso manos a la obra con aplicación y aplomo. Ropa de cama nueva para la cama de matrimonio. Blanca con encaje en las fundas de las almohadas. Mantel nuevo para la mesa del salón. Cuatro toallas nuevas para el cuarto de baño. Había que lavar y planchar todas las cortinas de abajo. Marie lo ayudó. Había que abrillantar la cubertería de plata, había heredado mucha plata de su madre. Tenía que fregar las ventanas, pues tendrían que resplandecer para que Poona pudiera contemplar a través de ellas el precioso jardín lleno de rosas y peonías. También tendría que cambiar el agua del pequeño estanque de los pájaros. Lo vació con un cubo, ya que no tenía desagüe. Luego fregó el fondo con agua y jabón, y volvió a llenarlo. Puso orden en el jardín, tiró la basura, arrancó la mala hierba y rastrilló el camino de gravilla que subía hasta la casa. Siempre tenía en la cabeza la voz de Poona, su olor flotaba en el aire. Veía su cara cuando se acostaba por las noches. Seguía notando el suave roce de su dedo en la nariz.

Sus compañeros de trabajo sentían mucha curiosidad por su viaje. Gunder estaba moreno y contento, y les contó lo que querían oír, pero no mencionó a Poona. Quería guardárselo para él aún una temporada. Ya se enterarían, ya llegarían sus comentarios y murmuraciones.

– Al parecer, has estado mucho tiempo al sol -dijo Bjørnsson expresando aprobación.

La calva de Gunder ardía como una linterna roja.

– Ni un instante -contestó -. En ese país no se puede estar al sol. Todo el rato estaba a la sombra.

– Joder -dijo Bjørnsson.

Aunque sin decirlo en voz alta, sus colegas sospechaban que algo se estaba cociendo. Gunder hacía más llamadas telefónicas que de costumbre. Se metía constantemente en el despacho vacío y los miraba mal si aparecían por la puerta. A la hora de comer salía muchos días a hacer compras. Volvía con bolsas de la cristalería GlasMagasinet y de la tienda de telas y ropa de cama. Poona llamaba a cobro revertido. Su hermano no estaba nada contento con ese matrimonio, pero eso a ella no le preocupaba.

– Lo que pasa es que me tiene envidia -dijo.

– Es pero que muy pobre, ¿sabes?

– Podemos invitarlo a venir a Noruega cuando todo esté arreglado. Es importante que vea lo bien que vas a estar. Yo puedo costearle el viaje.

– No hace falta que lo hagas -dijo Poona -. No se lo merece, siempre está de mal humor.

– Ya verás cómo se va tranquilizando. Haremos fotos y se las enviaremos. Fotos de ti en el jardín delante de la casa, en la cocina. Así verá que no te falta de nada.

El 20 de agosto se iba acercando. Marie llamó para decir que Karsten se iba a Hamburgo de viaje de negocios, y que no estaría en casa el día que llegara Poona.

– Me imagino que los dos querréis estar solos el primer día -dijo -. No es mi intención presentarme enseguida. Podéis venir a comer el día veintiuno. Haré asado de corzo. El veinticuatro es el cumpleaños de Karsten. Ella podrá conocerlo entonces. Él tendrá que esforzarse y ser amable por una vez.

– ¿No es amable? -preguntó Gunder escandalizado.

– Sabes bien cómo es -contestó Marie malhumorada.

– Todos nos tomaremos el tiempo que haga falta -dijo Gunder-. La que más tiempo necesitará es Poona. Ella es la que va a abandonar todo y a todos, y a viajar hacia algo completamente nuevo.

– Mañana iré a por flores -dijo Marie -. Todavía tengo tu llave. Las pondré en el salón para ella. Con un saludo de Karsten y mío, para que se sienta bienvenida. ¿A qué hora sales hacia el aeropuerto?

– Con mucho tiempo -contestó Gunder-. El avión aterriza a las seis. Poona llegó ayer a Frankfurt y ha dormido allí esta noche. Quiere hacer alguna compra primero. Y mi intención es estar en el aeropuerto antes de las cinco, ya que tengo que buscar sitio para el coche y todo eso.

– Llamadme cuando lleguéis a casa. Solo para que sepa que os habéis encontrado.

– ¿Encontrado? ¿Por qué no íbamos a encontrarnos?

– Pues porque ella viene de muy lejos. Y porque a veces hay muchos retrasos y cosas así.

– Claro que nos encontraremos -dijo Gunder.

Y ella se dio cuenta de que a su hermano jamás se le había ocurrido pensar que la mujer no llegara. Ella, sin embargo, había pensado precisamente en eso. Gunder había dejado dinero a esa mujer, y reservado y pagado su billete, que tal vez ella podría volver a cambiar por dinero. Una fortuna para una mujer pobre. Además, le resultaba completamente imposible imaginarse a una mujer de la India con sari color turquesa en la cocina de Gunder. Pero no dijo nada. Pidió a su hermano que tuviera cuidado por la carretera hasta el aeropuerto, que estaba muy lejos.

– Hay mucho tráfico -dijo ella -. Y justo mañana no deberías chocarte con nadie. Sería muy inoportuno.

– Ya lo creo que lo sería -contestó Gunder.

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