4

20 de agosto.

Se tomó un día libre en el trabajo. Se levantó a las siete y descorrió las cortinas. Llevaba muchos días haciendo un tiempo estupendo, pero ese día el cielo estaba pesado y negro, lo cual le irritó. Pero hacía algo de viento, así que a lo mejor cambiaba un poco más tarde. Estuvo un buen rato en la ducha y se preparó un sólido desayuno. Dio una vuelta por casa, estudió la foto de Poona y él que había en la pared sobre el escritorio y miró el cielo, para ver si había algún cambio. Sobre las dos descubrió una grieta azul. Al poco rato el sol irrumpió con una luz deslumbrante. Gunder lo vivió como un augurio. Esa luz era Poona. La veía constantemente en su interior, como suponía que ella lo veía a él, era como encontrarse con su mirada. Luego dejó de verla. Se buscó algo que hacer. Ir al buzón a por el correo, hojear el periódico… Hora y media más, y me meto en el coche, pensó. ¿Y por qué no ahora mismo? Habrá menos tráfico si me voy ahora. Dobló el periódico y se levantó de un salto. Abrió a medias una ventana, y estaba a punto de coger las llaves del clavo de la pared cuando sonó el teléfono. Inquietante. Sería alguien del trabajo, nunca eran capaces de apañárselas solos. Por eso estaba irritado cuando contestó. Era una mujer a la que no conocía, pero oyó claramente las palabras a través del auricular. Del Hospital Central. ¿Era Marie Jomann Dahl pariente suya? Gunder carraspeó.

– Sí, es mi hermana. ¿Qué pasa?

– Ha tenido un accidente de tráfico -contestó la mujer.

Gunder miró aturdido el reloj. ¿En qué se habría metido Marie?

– ¿Es grave? -preguntó.

– Me han pedido que me ponga en contacto con la familia -dijo la mujer, evadiendo la pregunta -. ¿Va a venir usted?

– Desde luego -respondió Gunder-. Salgo ahora mismo. Estaré allí dentro de media hora.

Notó un pinchazo desagradable en el pecho. No es que creyera que fuera muy grave, Marie no iba lo suficientemente deprisa como para lesionarse gravemente, pero tenía que ir a buscar a Poona. De todas formas, llegaría a tiempo. Marie tendría que entender que era muy importante. Cogió las llaves y salió disparado de la casa. Condujo descentrado hacia la ciudad, mirando el reloj cada dos por tres. Se imaginó un brazo escayolado y tal vez unos cuantos puntos. Adiós al asado de corzo que nos prometiste, pensó. Pero el coche quizá habría quedado en mal estado. No podría conducir y tendría que llevarla a casa. ¡Y ella le había dicho a él que condujera con cuidado! Resopló, como para tranquilizarse. Por fin llegó al hospital y buscó un sitio donde aparcar el coche.

– Planta diez. Sección de neurología -dijo la mujer de la recepción.

– ¿Neurología? -jadeó.

Y entró en el ascensor. Subió con el corazón en vilo. Poona está en el avión, pensó. Sabe que voy a buscarla. No me entretendré mucho aquí. Le invadió un sentimiento de culpa, ¡y ese maldito Karsten que nunca estaba en casa! Empezó a sudar. El ascensor se detuvo. Un médico lo estaba esperando.

– ¿Jomann?

– ¡Sí! ¿Cómo está?

El médico estaba apurado. Gunder lo notó enseguida. Las palabras le llegaban en pequeños bloques.

– En este momento no estamos muy seguros -dijo.

Gunder abrió los ojos de par en par. Bien sabrían cómo estaba su hermana, ¿no?

– Desgraciadamente, su estado es muy grave -prosiguió el médico mirando con tristeza a Gunder-. Tiene una seria lesión cerebral y está en coma.

Gunder se desplomó contra la pared.

– La hemos conectado a un respirador artificial. Tiene perforado un pulmón. Esperamos que despierte en el transcurso de la noche. Entonces sabremos algo más. Y tiene también varias fracturas.

– ¿Varias fracturas? -Gunder se sentía aturdido. Miró el reloj -. ¿Qué voy a hacer? -preguntó desesperado.

El médico no conocía el dilema de Gunder. Movió lentamente la cabeza.

– Lo mejor para su hermana sería que usted se sentara junto a su cama y le hablara, aunque ella no pueda oírlo. Le proporcionaremos una cama para pasar la noche, claro.

Gunder pensó: No puedo quedarme aquí. Poona me estará esperando. Tiraban de él por todos los lados. Pero él solo era uno y no podía dividirse. Se detuvo porque el médico lo hizo.

– Tiene el pecho hundido y todas las costillas rotas. Y una rodilla gravemente dañada. Si logramos ponerla en pie de nuevo, me temo que esa rodilla nunca volverá a cumplir su función.

¡«Si logramos ponerla en pie»! Tengo náuseas, pensó Gunder. El desayuno le subió a la garganta. Una ancha puerta se abría hacia un pequeño cuarto. Avistó algo oscuro sobre la almohada blanca, pero no pudo ver si realmente era ella, su hermana Marie. Se quedó temblando delante de la cama.

– Tenemos que localizar a Karsten -balbuceó -. Su marido. Está en Hamburgo.

– Menos mal que lo encontramos a usted -dijo el médico ayudando a Gunder a sentarse.

Marie estaba blanca, casi azul por debajo de los ojos. Tenía un tubo pegado con esparadrapo a la boca. Oyó el lento y sibilante ruido del respirador. Sonaba como un gigante que dormía profundamente.

– Lo más importante, lo que más nos preocupa -dijo el médico, carraspeando -, son las lesiones en la cabeza. No conoceremos su magnitud hasta que se despierte.

¿Qué quería decir? ¿No era ya ella? ¿No lo reconocería cuando se despertara? ¿Podría haberse olvidado de hablar, reír, o sumar? ¿Podría llegar a abrir los ojos y mirarlo y no reconocerlo? Gunder cayó a un profundo pozo. Pensó en Poona. Su cara apareció en la orilla de esa gran oscuridad, sonriente. Gunder miraba todo el tiempo el reloj. Marie se veía minúscula en la cama, y su cara redonda había perdido la forma. Tenía que revelar a alguien el secreto de Poona. Alguien de confianza que no se riera o dudara de él. Alguien dispuesto a hacerle un favor.

– ¡Marie! -susurró.

Ninguna reacción. ¿Podía oírlo?

– Soy yo, Gunder. Estoy aquí, al lado de tu cama.

Miró como perdido al médico, que seguía de pie junto a él. Tenía la sensación de que los ojos iban a estallarle.

– Todo irá bien -prosiguió -. Poona y yo te ayudaremos.

Le sirvió de mucho pronunciar el nombre en voz alta. Pues no estaba solo.

Y el tiempo transcurría. No podía abandonar a Marie ahora. ¿Qué pensaría de él? ¿Y qué pensarían los médicos si asomaba la cabeza por la sala de guardia diciendo: «Me voy, tengo que recoger a alguien en el aeropuerto»? Intentó ordenar sus pensamientos, pero no se dejaban. ¿Iba por fin a ganar una esposa y perder una hermana? Se tapó la cara con las manos, desesperado. El médico le tocó el hombro.

– Me voy. Llame usted si necesita algo.

Gunder se frotó los ojos con fuerza. ¿En quién podía confiar? No tenía amigos íntimos. Nunca había querido tenerlos. O no había sido capaz de buscárselos, ya no estaba seguro. El tiempo transcurría. El respirador, con su sibilante sonido, le molestaba, quería pararlo para no tener que oírlo. Interfería en su propia respiración, lo sentía como una opresión en el pecho. Por fin soltó la mano de Marie y se levantó de golpe. Salió al pasillo y encontró un teléfono público.

Gunder nunca cogía taxis, pero se sabía el número de memoria. Estaba rotulado en el Mercedes de Kalle con letras negras. Respondió al segundo pitido.

– Kalle. Soy Gunder Jomann. Estoy en el Hospital Central. Mi hermana ha tenido un accidente de tráfico.

Se hizo el silencio al otro lado del teléfono. Podía oír la respiración de Kalle.

– ¡Qué horror! -dijo muy serio -. ¿Puedo hacer algo?

– ¡Sí! -gritó Gunder-. Verás, estoy esperando una visita del extranjero. De la India -explicó.

Kalle se calló. Sabía del viaje de Gunder y empezó a entender que se trataba de algo realmente importante.

– Ella llega en un avión desde Frankfurt a las seis, y espera que yo la recoja. Pero no puedo abandonar a Marie. Está en coma -jadeó.

– Entiendo.

La voz de Kalle apenas era audible.

– ¿Podrías ir a buscarla en mi lugar?

– ¿Yo? -dijo Kalle.

– ¡Tendrás que ir al aeropuerto de Gardermoen y recogerla! Tienes un taxi, podrás aparcar justo delante de la entrada principal, ¿no? Cóbrame lo que sea. Pero tendrías que salir ahora mismo para que te dé tiempo. Cuando ella salga de la sala de llegadas y no me vea, seguramente irá a información. Es de la India -repitió -. Tiene el pelo largo y lo lleva recogido en una trenza. Es un poco más joven que yo. Si no la ves, tendrán que llamarla por los altavoces. Se llama Poona Bai.

– ¿Puedes repetir el nombre? -pidió Kalle, inseguro.

Gunder se lo repitió.

Kalle se había recuperado por fin.

– ¿Quieres que la lleve a tu casa?

– No, tráela aquí. Al Hospital Central.

– Necesito el número de vuelo -dijo Kalle -. En Gardermoen aterrizan muchos aviones.

– Me lo he dejado en casa. Pero llega a las seis en punto. Procedente de Frankfurt.

Gunder notó cómo la desesperación lo vencía. Pensó en el miedo que sentiría Poona cuando no lo viera.

– Kalle -susurró -. Es mi mujer. ¿Entiendes?

– No -contestó Kalle, asustado.

– Nos casamos el cuatro de agosto. Viene para quedarse en Elvestad.

Kalle miró con los ojos abiertos como platos por el parabrisas.

– ¡Salgo ahora mismo! -gritó -. Tú quédate con tu hermana, yo me encargo de esto.

– ¡Gracias! -dijo Gunder. El alivio le salió en forma de lágrimas -. Dile a Poona que lo siento.

Kalle puso el taxi en marcha, pero no el taxímetro. Unos minutos más tarde, el Mercedes blanco tomó la carretera E6.


Gunder regresó junto a Marie. Silencio absoluto. Y pensar que no respiraba por su cuenta… Se imaginó el pulmón de su hermana como un globo muy fino, atravesado por esquirlas cortantes, desinflado y completamente plano. Habían vuelto a estirarlo para que recuperara la forma. Los rasguños se curarían solos, había dicho el médico. Eso también era raro. Miró el reloj. Cada cierto tiempo, una enfermera entraba en la habitación. Miraba sonriente a Gunder. Le dijo que debería tomarse un respiro y comer algo.

– No puedo ni pensar en comer -dijo Gunder.

– Le traeré algo de beber.

Poco a poco el sopor le fue venciendo. El sonido del respirador le daba sueño, era preciso como un reloj. Le aspiraba el aire a Marie, volvía a metérselo a presión y se lo aspiraba otra vez. Ya eran las seis menos dos minutos. Pensó: El avión de Poona está aterrizando en este momento. Espero por Dios que Kalle esté ya allí. Que la encuentre entre el gentío. Miró fijamente a su hermana. De repente se dio cuenta de que no había hecho una sola pregunta sobre el accidente. ¿Qué había pasado con el otro coche? ¿Y con los que se encontraban en él? ¿Por qué nadie había dicho nada? Un terrible pensamiento se le vino encima: ¿habría muerto alguien? ¿Marie despertaría a una pesadilla? Pensó en Karsten, que no sabía nada. ¿Estaría sentado en algún lugar lleno de cerveza espumosa, en medio de un vocerío de canciones báquicas? Poona recogerá ya pronto su equipaje, pensó, y no sabe nada de lo sucedido. Kalle la estará buscando. Podía ver con claridad la cabeza canosa del taxista estirarse entre la gente. La enfermera volvió a entrar. Gunder se armó de valor.

– ¿Qué pasó realmente? -preguntó -. ¿Contra qué chocó? ¿Contra otro coche?

– Sí -contestó la enfermera.

– ¿Cómo están ellos?

– No muy bien -contestó, evasiva.

– Tengo que saber lo que pasó -rogó Gunder encarecidamente -. Tal vez se despierte y me lo pregunte. ¡Tengo que saber lo que debo contestarle!

La enfermera lo miró muy seria.

– Él se encuentra aquí. Pero no pudimos salvarlo.

Se inclinó sobre Marie y le levantó los párpados. Gunder vio la expresión ciega en los ojos de su hermana, y tragó saliva. Un hombre había muerto, y tal vez fuera por culpa de Marie.

Entró otra enfermera. Tenía un teléfono inalámbrico en la mano. El corazón le dio un vuelco. Era Kalle.

– No la encuentro -dijo este sin aliento -. Tiene que haberse ido en otro taxi.

Gunder sintió pánico.

– ¿No la has visto?

– La he buscado por todas partes y la han llamado por los altavoces. Ha debido de pasar muy rápido por la sala de recogida de equipajes y la aduana. He preguntado en información si alguien con su nombre se había presentado y la han llamado mientras yo estaba allí esperando. Pero no ha aparecido nadie.

– ¿A qué hora llegaste al aeropuerto? -tartamudeó Gunder.

– No lo sé exactamente. Conduje lo más rápido que pude -contestó Kalle, pesaroso.

Gunder sintió lástima por Kalle, que, sin motivo alguno, se sentía culpable.

– Supongo que habrá ido a tu casa -prosiguió Kalle -. Tal vez esté sentada en la escalera. Me daré una vuelta por allí.

– Gracias -dijo Gunder.

Devolvió el teléfono. Las enfermeras se quedaron mirándolo, pero él no dijo nada. No podía hablar más. De todos modos, Marie no lo oiría. Transcurrió una eternidad y recibió el mensaje de que Poona no lo estaba esperando en su casa. Puede que no haya llegado en ese avión, pensó aturdido. Podría llamar a Lufthansa. La compañía podría confirmar si ella había subido a bordo. Volvió a salir al teléfono público y llamó al aeropuerto. Le confirmaron que así era. Poona Bay había volado con Lufthansa desde Frankfurt. El avión había tomado tierra a las dieciocho horas. Gunder cogió de nuevo el ascensor y subió a la habitación. Miró a su hermana, que yacía en la cama. Se sentía pesado e infinitamente cansado. Se levantó de mala gana, salió del cuarto y se acercó a la sala de guardia. Explicó que tenía que marcharse porque había sucedido algo, pero prometió volver. Que por favor lo llamaran si se producía algún cambio.

Lo miraron extrañadas. Claro que lo avisarían. Y Gunder se fue a casa. Iba absorto en sus pensamientos mientras conducía, y estaba ya muy cerca de casa cuando un coche que iba a una velocidad excesiva estuvo a punto de rozarlo. El otro conductor había invadido su carril casi por completo. Dio un volantazo hacia la derecha y jadeó. Por un instante se le paró el corazón. Así de rápido podían ocurrir las desgracias. «¡Sal un poco antes si tienes tanta prisa!», gruñó hacia el retrovisor. La parte trasera de un Saab blanco desapareció en la curva.

Eran las nueve y media de la noche cuando abrió la puerta y entró en su casa. Se sentó en el sillón y miró la foto en la que salía junto a Poona. Se hizo de noche. Dentro de él todo estaba revuelto. ¿Lo habría ella entendido mal? ¿Debería llamar a la policía? No se pondrían a buscarla enseguida, ¿no? ¿Y dónde buscarían? Se quedó sentado y despierto toda la noche. Cada vez que oía el ruido de un coche en la lejanía, se levantaba de golpe del sillón y descorría la cortina violentamente. Todo tiene una explicación, pensó. En cualquier momento, un taxi llegaría a la casa. Por fin Poona estaría allí con él. Miraba de reojo el teléfono. No sonaba. Eso significaba que Marie seguía inconsciente, sin saber nada de su propio estado, ni del hombre del otro coche, que había fallecido. Ni de Poona, que no llegaba.

Se pasó toda la noche sentado con la foto en la mano. Miraba ese extraño bolso amarillo que ella llevaba atado a la cintura. Nunca había visto nada parecido. Se acordaba de cómo ella le besaba la nariz y le acariciaba la cara con manos cálidas, de cómo le levantaba la camisa y metía la cabeza dentro, como para esconderla junto a su pecho. Así se quedaba escuchando con el oído contra el corazón de Gunder. Él se acercó la foto a los ojos. La cara de Poona era muy pequeña. Quedaba oculta por completo tras la punta de su dedo.

Загрузка...