16

Sara lo esperaba en el sofá con café. Kollberg dormitaba tumbado a sus pies. Estaba soñando que cazaba, sus patas hacían extraños movimientos, como si corriera a gran velocidad. Sejer se preguntó si los perros tendrían la misma sensación de pesadilla cuando soñaban, la de correr sin avanzar ni un ápice.

– Nunca se hace mayor -dijo Sejer, pensativo -. No es más que un cachorro en un cuerpo de adulto.

– Algo le ocurriría en su infancia -dijo Sara, riéndose, y le sirvió una taza de café -. ¿Qué sabes tú de las primeras semanas de vida de Kollberg?

Sejer hizo memoria.

– Era muy lento. Llegaba demasiado tarde al plato de la comida. Los demás cachorros lo dominaban. Fue una camada de trece.

– Entonces está falto de atención. Y tú elegiste el cachorro que no hay que elegir.

Sejer ignoró el último comentario de Sara.

– Pero luego tuvo demasiada. ¿Esa carencia es pasajera?

– Esas cosas nunca lo son -contestó Sara.

Apagaron las luces y se quedaron en penumbra. Una vela ardía en la mesa. Sejer pensó en Poona.

– ¿Por qué destrozarle la cara? -preguntó -. ¿Qué significa eso?

– No lo sé -respondió ella.

– ¿Será la expresión de algo?

– A lo mejor le parecía fea.

Sejer la miró incrédulo.

– ¿Por qué dices eso?

– A veces puede ser así de simple. «También eres jodidamente fea», piensa el hombre; se ha despertado en él la ira y se lanza al precipicio.

Sara bebió un sorbo de café.

– ¿Tú qué crees? ¿Que ese tipo está completamente desesperado?

– No necesariamente, pero me gustaría pensar que sí.

– Eres tan recto… -Sara sonrió -. Quieres que haya arrepentimiento.

– En ese caso estaría justificado. Pero cuando lo cojamos, se preocupará ante todo de sobrevivir en su nueva situación. Se disculpará. Se defenderá. De hecho, es un derecho que tiene.

Sara se levantó, se arrodilló junto a Kollberg y se puso a acariciarle el lomo. Sejer vio cómo el enorme animal se mecía satisfecho bajo las manos de Sara.

– Tiene un bulto debajo de la piel -dijo ella de repente -. Aquí, en la espalda.

Sejer la miró, dubitativo.

– Varios -prosiguió Sara -. Tres o cuatro. ¿Los habías notado, Konrad?

– No -contestó él en voz baja.

– Tendrás que llevarlo al veterinario.

Un atisbo de temor se dibujó en el rostro habitualmente sereno de Sejer.

– ¿Sabes -prosiguió Sara – que Kollberg tiene ya la edad en la que aparecen cosas? Y en un perro de su tamaño… ¿qué edad tiene ya?

– Diez años.

Sejer seguía sentado en el sofá. No quería tocar esos bultos. El temor le recorrió por dentro como agua helada. Se levantó desganado y palpó con los dedos el poblado pelo del animal.

– Llamaré mañana por la mañana.

Volvió a sentarse, cogió el paquete de tabaco y se lió un cigarrillo. Su ración diaria era un whisky y un cigarrillo. Sara lo observaba con cariño.

– Eres un hombre muy autodisciplinado.

Sejer se había encerrado en sí mismo, dejándola a ella fuera. Había relegado lo del perro y se había puesto con algo diferente. Ella podía verlo en sus ojos.

– Hay poco tráfico de paso en esa zona -dijo, distante.

– ¿Dónde estás ahora? -preguntó Sara, confusa.

– En Elvestad. Lo más probable es que el asesino sea de allí.

– Mejor para vosotros. No vive mucha gente allí, ¿no?

– Más de dos mil.

– Puedo llamar yo al veterinario. O puedo acercarme con Kollberg. Tú ya tienes bastantes cosas que hacer.

Sejer encendió el cigarrillo que se había liado. Era muy grueso.

– Podrías haberte hecho dos más finos -le dijo Sara.

– No serán más que quistes, ¿no? De los que contienen líquido.

Sara notó la preocupación en la voz de Sejer y cómo iba apartando sus temores. Los bultos no contenían líquido, de eso estaba segura.

– Eso es lo que tendrán que examinar. Le cuesta subir las escaleras.

– Puede que hayamos hablado ya con el asesino -comentó Sejer, de nuevo distante.

Sara hizo un gesto de resignación y siguió acariciando a Kollberg. El perro parecía agotado, pero su amo no quería admitirlo. Tenía un profundo surco en la frente. Lo de los bultos le traía recuerdos a Sejer. Se encontraba en un espacio que a ella le estaba vetado.

– También ha adelgazado. ¿Hace mucho que no lo pesas?

– Pesa setenta kilos -señaló Sejer.

– Voy a por la báscula del baño.

– ¿Estás loca?

Frunció las cejas. Cuando Sara hubo salido por la puerta, él se arrodilló, levantó la pesada cabeza del perro y lo miró a los ojos negros.

– No estás mal, ¿verdad, viejo amigo? Lo único que te pasa es que empiezan a pesarte los años. Como a mí.

Reclinó la cabeza suavemente sobre las patas delanteras del perro. Sara llegó con la báscula.

– Oye -dijo Sejer, inseguro -. Kollberg no es un elefante de circo.

– Lo intentaré -respondió Sara -. Voy a por una patata cocida fría.

El perro intuyó que algo estaba a punto de suceder y se levantó con cierto interés. Pusieron la báscula a cero y empujaron al perro para que subiera. Luego entre los dos le juntaron las patas. Tras varios intentos, Kollberg dio la pata a Sejer y se quedó tambaleándose sobre las otras tres. Sejer miró fijamente la esfera digital. Cincuenta y cuatro con nueve.

– Ha perdido quince kilos -dijo Sara muy seria.

– Es la edad -se apresuró a señalar Sejer.

Kollberg se tragó la patata y se tumbó.

Sara se inclinó sobre el pecho de Sejer.

– Cuéntame un bonito cuento -le rogó.

– No me sé ninguno, solo historias reales.

– Entonces me conformaré con una historia real.

Él dejó el cigarrillo en el borde del cenicero.

– Hace muchos años, un pequeño delincuente llamado Martin nos daba mucho trabajo. Ese no era su verdadero nombre, pero, como tú, yo también debo mantener el secreto profesional.

– Martin está bien -dijo Sara.

– Era un reincidente. Hacía de todo: robos de coches, pequeños fraudes, robos en garajes privados. Tenía un carácter bastante débil, y cumplió un montón de condenas, cada una por regla general de tres o cuatro meses. Además, era muy aficionado a la bebida. Pero aparte de todo eso, era un tipo encantador. Con una dentadura horrible. Solo le quedaban algunos trozos. Al reírse, se tapaba la boca con la mano. Pero nos caía simpático y nos preocupábamos por él. Teníamos miedo de que un día acabara cometiendo un delito grave, y discutíamos sobre qué podíamos hacer para ponerle en el buen camino. Y se nos ocurrió lo de sus dientes picados, si sería posible arreglarlos.

Sejer hizo una pausa. Sara se rió de lo de los dientes podridos.

– Nos pusimos en contacto con la Oficina de Asuntos Sociales y pedimos una ayuda para ponerle una dentadura nueva, pues él no tenía recursos. Nos pidieron que presentáramos una solicitud por escrito, y así lo hicimos. Dijimos que podría ser importante con miras a su rehabilitación. Los dientes son algo muy serio, ya sabes. Y nos la concedieron. Martin tenía que ir al dentista tres veces por semana durante el cumplimiento de la condena, y cuando acabó el tratamiento tenía una dentadura blanquísima y perfecta. Como tú, Sara.

Le husmeó el pelo.

– Martin se convirtió en otro. Enderezó la espalda, se aseó y se cortó el pelo. Dio la casualidad de que en la biblioteca de la cárcel trabajaba una mujer que vivía sola con su hija y que con ese trabajo ganaba un poco de dinero extra. Y, ¿sabes?, se enamoró locamente de Martin. Él acabó de cumplir su condena y se fue a vivir con ella. Allí vive todavía, se ha convertido en un buen padre para su hija, y desde entonces nunca ha vuelto a infringir la ley noruega.

Sara sonrió.

– Esa historia es casi más bonita que un cuento de hadas -dijo.

– Y además completamente real -apuntó él -. Pero el tipo de ahora tiene problemas mucho más grandes que Martin.

– Pues sí -contestó Sara con tristeza -. Ese tipo necesitará algo más que un tratamiento odontológico.


El 10 de septiembre, Shiraz Bai llegó a Noruega y se alojó en el Park Hotel por cuenta de Gunder. Sejer marcó el número:

– Si quiere, podemos organizar un encuentro en la comisaría, así no tiene que estar a solas con él. Seguramente le hará preguntas difíciles de contestar. Habla inglés, pero no muy bien.

Gunder meditó sobre ello mientras miraba la foto de Poona. ¿El hermano se parecería a ella? Él es mi cuñado, pensó. Claro que tendré que ir a verlo. Pero no tenía ganas. Se imaginaba una larga serie de humillantes acusaciones.

De repente, pensó que era importante presentarse con un aspecto aseado. Se duchó y se cambió de camisa. Ordenó todas las habitaciones. Tal vez Bai quisiera ver la casa que habría podido convertirse en el hogar de Poona. La bonita cocina y el baño con azulejos de cisnes blancos. Condujo despacio hacia la ciudad. Skarre lo esperaba en la recepción. Muy considerado por su parte, pensó Gunder. Eran muy comprensivos. Él no se lo esperaba. Entró en el despacho y lo vio enseguida. Un hombre enjuto, no muy alto, y tan parecido a Poona que Gunder se sobresaltó. Tenía incluso los mismos dientes salientes. Vestía una bonita camisa azul y pantalones claros. Su pelo estaba grasiento y sin cortar. Tenía una mirada evasiva. Gunder se le acercó con prudencia cuando Sejer los presentó. Miró el sombrío rostro de su cuñado. No vio en él ninguna acusación, su expresión era totalmente hermética. Tan solo un breve movimiento de cabeza. El apretón de manos, un movimiento involuntario. Se les ofreció una silla a cada uno. Bai la rechazó y se quedó de pie junto a la mesa, como si lo que fuera a suceder tuviera que hacerse lo más rápidamente posible. Gunder ya se había sentado. Le invadió un gran pesar. Estaba a punto de darse por vencido en todo. Marie seguía en coma. El mundo entero se había detenido.

Skarre, que se defendía mejor que Sejer en inglés, tomó la palabra.

– Señor Bai -empezó -, ¿tiene usted algún deseo que exponer a Jomann?

Bai miró de reojo a Gunder.

– Quiero llevarme a mi hermana a casa. Nuestra casa es la India -añadió en voz baja.

Gunder miró fijamente el suelo. A sus pies. Había olvidado cepillarse los zapatos, y estaban grises del polvo. Dentro de él había gritos, ruegos que no lograba expresar en voz alta. Sobornos. Tal vez dinero. Pues el hermano era muy pobre, según había dicho Poona. Luego se avergonzó profundamente.

– Podríamos hablarlo… -dijo con cautela.

No discussion -contestó Bai muy escueto, y apretó los labios.

Parecía enfadado. No triste por lo de su hermana, ni apesadumbrado por la aflicción. No se le veía en absoluto horrorizado por lo sucedido, que la policía le había explicado hasta el mínimo detalle. Estaba enfadado. Reinaba un silencio absoluto mientras los cuatro hombres esperaban. Gunder no tenía fuerzas para hablar de sus derechos como marido, ni de legislaciones noruegas o indias, ni de su propio corazón sangrante. Se sentía impotente.

– Tengo un ruego que hacer -dijo por fin. Su voz estaba a punto de quebrarse -. Un solo ruego. Que venga usted a mi casa para ver el hogar de Poona. ¡El hogar que yo deseaba darle!

Bai no contestó. Su rostro era duro. Gunder agachó la cabeza. Skarre miró impaciente a Shiraz Bai. La pregunta que le hizo sonó como una petición, casi una orden:

– ¿Quiere usted ver la casa del señor Jomann?

Bai se encogió de hombros. Gunder deseó que el suelo se abriera y pudiera caerse dentro en una oscuridad infinita, tal vez hasta donde estaba Poona. Y por fin tener paz. Lejos de ese hombre difícil con cara de enfado. De todo eso que era tan complicado. De Marie, que tal vez se despertara babeando como una tonta. La cabeza le daba vueltas. Voy a desmayarme, pensó. Yo, que jamás en mi vida me he desmayado. Pero no lo hizo. Notó cómo también su rostro se cerraba y endurecía.

– ¿Le gustaría ver la casa del señor Jomann? -repitió Skarre. Le hablaba con exagerada lentitud, como a un niño.

Por fin Bai asintió con la cabeza, como indiferente.

– Entonces vámonos ya -dijo Gunder nervioso, levantándose de un salto de la silla.

Tenía una importante tarea por delante y tendría que actuar mientras tuviera fuerzas y se sintiera capaz de hacerlo. Bai vaciló.

– Iremos en mi coche -dijo Gunder con energía -. Luego le dejaré en el hotel.

– ¿Le parece bien? -preguntó Skarre mirando a Bai, que asintió con la cabeza.

Y los dos hombres recorrieron el pasillo, uno al lado del otro. El corpulento Gunder con su calva, y el moreno y enjuto Bai, con su melena poblada y negra.

Skarre rezó una muda oración para que Bai se ablandara. A veces sus oraciones eran escuchadas.

Volvió a entrar en el despacho de Sejer y se sacó una bolsa de gominolas del bolsillo. El plástico crujió cuando la abrió.

– ¿Sigues conservando la fe? -le preguntó Sejer escrutándolo con mirada cálida.

Skarre sacó una gominola de la bolsa.

– Las verdes son las mejores -dijo evadiendo la pregunta.

– ¿Acaso empieza a quebrantarse?

– Cuando era pequeño -contestó Skarre sin darse por aludido – solía meterme una gominola en la boca y dejarla hasta que el azúcar se derritiera. Luego me la sacaba y entonces estaba lisa y transparente, como gelatina. Son más bonitas sin el azúcar -añadió pensativo.

Estuvo chupando la gominola durante una eternidad y se la sacó de la boca.

– ¡Mira!

Colgaba de sus dedos y era transparente.

– Cobarde -dijo Sejer con una sonrisa.

– ¿Y tú? -preguntó Skarre mirando a su jefe -. ¿Cómo va la fuerza?

– ¿Qué quieres decir con eso?

Frunció el ceño.

– En cierta ocasión dijiste que creías en una fuerza. Como eres ateo, te has buscado otra cosa. Curioso que necesitemos algo.

– Sí, creo en una fuerza. Pero funcionamos como dos entidades independientes -explicó Sejer -. No dialogamos.

– En otras palabras, una situación bastante triste, en mi opinión. No puedes preguntar nada ni tampoco puedes regañar ni quejarte.

– ¿Conque eso es lo que haces tú durante tus oraciones vespertinas?

– También eso.

Cogió una gominola roja.

– Reza por Gunder -dijo Sejer.

Se puso la chaqueta y fue hacia la puerta. Apagó la lámpara del techo.

– Que la fuerza te acompañe -dijo Skarre en inglés.


Gunder abrió la puerta del coche a Bai. De repente se sentía sereno. Poona habría querido que lo recibiera bien. Si ella los hubiera visto ahora, esa terquedad infantil entre ellos, habría fruncido el ceño. Gunder con los dientes apretados. Su hermano con los ojos entornados. Pronto habrá acabado esto, pensó Gunder. No creía que el destino volviera a sonreírle nunca más, pero se prometió a sí mismo hacer un verdadero esfuerzo. Salieron de la ciudad. Era un hermoso día de otoño, y el paisaje que atravesaban era para Bai sumamente exótico. Gunder empezó a hablar. Frases cortas en inglés que Bai entendía.

– Me crié aquí. He vivido aquí toda la vida. Es un lugar tranquilo. Todo el mundo se conoce. La casa es del año mil novecientos veinte. No es muy grande, pero está en buen estado. Jardín. Vistas. Y una buena cocina -prosiguió.

Bai no dejaba de mirar por la ventanilla.

– Tenemos tiendas, banco, oficina de correos y un café. Colegio y jardín de infancia. Una bonita iglesia. Quiero enseñártela.

Bai no decía nada, pero en el fondo de su ser debía de intuir lo que Gunder quería. Fueron en el coche a la iglesia de Elvestad. Una hermosa iglesia de madera situada sobre una suave pendiente, todavía verde y frondosa. Aún había alguna que otra flor. La iglesia era modesta, pero destacaba en el paisaje por su luminosidad, blanca entre todo aquel verde. Gunder paró el coche y salió. Bai se quedó dentro. Pero esta vez Gunder no se dio por vencido. Estaba decidido, y esa era su última baza; había movilizado el resto de sus fuerzas en ese único proyecto: quedarse con su difunta esposa. Abrió la puerta del lado del pasajero, y esperó. Bai salió desganado del coche y miró con los ojos entornados la iglesia y las tumbas.

– Si Poona se queda, será enterrada aquí. Vendré a visitar su tumba todos los días. Plantaré flores y las cuidaré. Me sobra tiempo. Todo el que me sobra se lo dedicaré a Poona.

Bai estaba callado pero escuchaba. Si el lugar le parecía hermoso no lo manifestaba. Más bien se le veía asombrado. Gunder se metió por entre las tumbas. Bai lo seguía a cierta distancia. Vio que Gunder se paraba junto a una tumba y se acercó con prudencia.

– Mi madre -dijo Gunder en voz baja -. Poona no estaría sola.

Bai miró callado la lápida.

– ¿Te gusta? -preguntó Gunder mirándolo.

Bai se encogió de hombros. Gunder odiaba ese gesto. Poona nunca lo hacía, siempre respondía con claridad y contundencia.

– Vamos a mi casa -dijo Gunder dirigiéndose al coche.

Seguía mostrándose enérgico, aunque le costaba un gran esfuerzo. Bai miró el jardín y las vistas.

– Manzanas -dijo Gunder señalando los árboles frutales -. Muy buenas manzanas.

Bai asintió con la cabeza. Entraron en la casa. Gunder enseñó a Bai el salón, luego la cocina y el baño, y los dos dormitorios de la planta de arriba. Uno grande, que habría sido el de Poona y el suyo, y otro más pequeño, que era el cuarto de huéspedes. Marie dormía allí cuando iba a visitarlo.

– Tu habitación si hubieras venido a vernos -dijo Gunder-. Queríamos invitarte.

Bai miró el sencillo cuarto. La cama estaba hecha, con una colcha de ganchillo. Cortinas azules y una lámpara en la mesilla. Bai no mostró ningún entusiasmo. Vieron el resto de la casa. Gunder deseaba que Bai hablara, pero su cuñado no decía nada. Vieron toda la casa. Gunder hizo café y sacó unos creps del congelador. Los había hecho Marie, con azúcar y canela. Gunder sabía que en la India usaban mucho la canela, a lo mejor le gustarían a Bai. Pero Bai no probó los creps. Se echó mucho azúcar en el café, pero tampoco le gustó. Gunder volvió a desanimarse.

– Tengo que llevarme a mi hermana a casa -dijo Bai.

Su voz ya no era grave, pero sí firme. Entonces Gunder no pudo más. Se derrumbó en la silla y sollozó. Le daba igual lo que pensara aquel hombre. Tenía los ojos anegados en lágrimas. No le quedaba una sola palabra, las había gastado todas. Bai permaneció callado mientras Gunder lloraba. El reloj de pared sonaba sin piedad.

Gunder no sabía cuánto tiempo llevaban así, hasta que se percató de un movimiento en el sofá. Bai se levantó. Tal vez pretendía abandonar la casa en señal de protesta, y volver a la ciudad andando. Pero no lo hizo. Se dio otra vuelta por la casa. Gunder dejó que lo hiciera sin intervenir. Que mirara todo lo que quisiera. Vio por el rabillo del ojo que Bai había encontrado la foto de Poona y él, colgada encima del escritorio. Luego lo oyó entrar en la cocina. Gunder permaneció en el sillón sin moverse, todavía con las lágrimas resbalándole por la cara. Oyó a Bai dirigirse hacia la entrada y luego subir al piso de arriba. Gunder podía oír sus pasos por la escalera, ligeros y suaves. Luego Bai bajó y salió al jardín. Gunder lo vio debajo de los manzanos contemplando la vista. Por fin volvió a entrar. Los dos cafés se habían enfriado. Bai se sentó en el borde del sillón.

– Mi hermana puede quedarse -dijo escuetamente.

Gunder no podía creer lo que estaba oyendo y lo miró asombrado.

– Puede quedarse -repitió Bai -. Y tú tendrás que pagarlo todo.

– Claro -tartamudeó Gunder-. Yo lo pagaré todo. ¡Todo lo mejor para Poona!

Estaba radiante de alivio y se levantó de un salto del sillón. Bai se puso a buscar algo en el bolsillo de su camisa. Sacó por fin un sobre y se lo dio a Gunder.

– Una carta de mi hermana -dijo -. Es sobre ti.

Gunder sacó la carta del sobre y desdobló la hoja. Era la letra de Poona, pulcra como un bordado con pluma negra. Pero no entendía nada.

– Está escrita en hindi -dijo confuso -. No lo entiendo.

– Está escrita en marathi -le corrigió Bai -. Busca a alguien que te la traduzca.

Se levantó y dijo:

– Volver a Park Hotel.

Gunder se levantó a toda prisa y quiso estrecharle la mano. Bai vaciló, pero por fin se la tendió. Era flaca y huesuda. Apretó la mano de Gunder con un poco más de firmeza esta vez.

– Muy bonita casa -dijo, e hizo una reverencia.

De repente, Gunder estaba lleno de energía. Organizaría el entierro de Poona y tenía mil cosas que hacer. Aún no le habían dado fecha, pero había mil cosas que hacer. ¿Qué funeraria elegiría? ¿Qué llevaría ella puesto en el ataúd? El broche.

Permaneció con la mano de su cuñado en la suya, lleno de gratitud.

– Yo también tengo una hermana -dijo -. En el hospital.

Bai lo miró interrogante.

– Por un accidente de coche -explicó Gunder entristecido -. No está despierta.

– Lo siento mucho -contestó Bai en voz baja.

– Si alguna vez necesitas algo -continuó Gunder, alentado por la comprensión del hombre -, llámame.

– Tengo una foto mejor -dijo Bai -. Una foto preciosa de Poona. Te la enviaré.

Gunder asintió. Abandonaron la casa.

Gunder dejó a Bai en el hotel. Luego se fue directamente al hospital a ver a Marie. Se sentó junto a su cama y le cogió la mano. Por primera vez en mucho tiempo, sintió paz en su interior.

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