7

Los periodistas revoloteaban como moscas con tanto entusiasmo que parecían los dueños del pueblo. Todos estaban de caza, con la boca como arma. Cada uno tenía su enfoque particular y unos titulares que no se le habían ocurrido a nadie más que a ellos. Tomaron unas fotos espectaculares en las que no se veía absolutamente nada, porque no les permitían acercarse al lugar del crimen. Y, sin embargo, se tumbaban en la hierba con la lente enterrada entre juncos y pajas, de modo que la crueldad humana apareciera en toda su incomprensibilidad en forma de lona blanca, con unas cuantas flores marchitas en primer plano. Tenían un gran talento para los gestos de sufrimiento y conocían el ansia de la gente por un momento de celebridad.

Las jóvenes estaban encantadas. «Así al menos tenemos algo que mirar», decía Karen. Linda prefería a los de uniforme, se quejaba de que los periodistas fueran tan poco aseados. Las dos habían dejado la risa floja y habían adquirido una madura expresión de espanto. Hablaban en voz baja del terrible asesinato, negando enérgicamente que el criminal pudiera ser alguien del pueblo. Al fin y al cabo, habían vivido allí toda su vida y conocían a todo el mundo.

– ¿Dónde estabais vosotras ayer sobre las nueve de la noche? -preguntó uno de los periodistas

– Yo estaba en su casa -respondió Linda, señalando a Karen.

Karen asintió con la cabeza.

– Sí, te marchaste a las nueve menos cuarto. ¿Qué pasó a las nueve? -preguntó.

– El asesinato pudo llevarse a cabo sobre las nueve -respondió el periodista.

– Un tendero que vive muy cerca del lugar del crimen ha declarado que oyó unos gritos débiles y el ruido de un coche. Justo durante las noticias de la televisión.

Linda se calló. Era obvio que estaba buscando algo entre el tropel de pensamientos que bullía en su cabeza. Se acordó de aquello de lo que acababan de reírse. Cuando se marchó en su bicicleta de casa de Karen pasó por delante del prado de Hvitemoen. Volvió allí con el pensamiento. Iba en su bici deprisa, en silencio. Vio un coche aparcado en el arcén y tuvo que esquivarlo. Luego miró un instante hacia el prado y descubrió a dos personas. Una iba corriendo detrás de la otra, como en un juego mareante. Eran un hombre y una mujer. Él la alcanzó y la tumbó en la hierba. Vio brazos y piernas agitarse violentamente y de repente se quedó perpleja porque cayó en la cuenta de lo que estaba viendo. Dos personas que sencillamente iban a echar un polvo. A la luz del día, en la naturaleza del Señor, mientras ella pasaba por allí en bici, pudiendo contemplarlo todo. Sintió vergüenza y excitación por lo que estaba viendo, y a la vez se puso furiosa por ser virgen. Un temor a morirse virgen y solterona la preocupaba desde hacía tiempo, motivo por el cual se esforzaba por mostrarse voluntariosa y dispuesta a lo que fuera. ¡Pero aquellas dos personas…! Linda pensaba. Los periodistas esperaban. De repente se le ocurrió algo inquietante. ¿Y si aquellas dos personas no estaban jugando? ¿Y si él la perseguía realmente y lo que vio no era un juego, sino el mismo crimen? Pero no tenía pinta de ser un crimen. El hombre corría tras la mujer. La mujer se cayó. Brazos y piernas. Linda sintió de repente náuseas y se bebió de un trago el refresco.

– ¿Pasaste por Hvitemoen en bicicleta? -preguntó el periodista -. ¿Sobre las nueve de la noche?

– Sí -contestó Linda.

Karen descubrió un cambio en la actitud de su amiga y pudo apreciar la gravedad del asunto, pues la conocía muy bien.

– Es horrible pensarlo. Tal vez ocurrió justo después.

– ¿Y no viste nada? ¿Ni en la carretera ni en los alrededores?

Linda pensó en el coche rojo. Negó con la cabeza, firmemente.

– Ni un alma -dijo.

– Si luego te acuerdas de algo, deberías llamar a la policía -dijo el periodista.

Linda se encogió de hombros; se le habían quitado las ganas de hablar. Los dos hombres se levantaron y se colgaron las cámaras al hombro. Miraron de reojo a Einar, que seguía en la barra. Karen se inclinó sobre la mesa.

– ¿Y si eran ellos? -dijo con voz temblorosa.

– Pero los que yo vi estaban haciendo una cosa bien distinta -objetó Linda.

– Sí, pero quizá tuvieron relaciones sexuales primero y luego él la mató. Es algo bastante corriente, ¿no?

Linda tenía algo trascendental en qué pensar.

– Creo que deberías llamar -dijo Karen decidida.

– ¡Apenas vi nada!

– ¿Y si vuelves a pensar en ello? Quizá vayas acordándote de cosas poco a poco.

– Había un coche en la carretera.

– ¡Ah! -exclamó Karen -. Están muy interesados en los coches. En cualquier tipo de vehículo que se encontrara en las proximidades. Van a estudiar todos los movimientos en el lugar. ¿Qué clase de coche era?

– Uno rojo.

– ¿No recuerdas nada más?

– Estaba concentrada en no chocar con él -contestó Linda.

– ¿Qué viste entonces? ¿Qué pinta tenían?

– No lo recuerdo. Un hombre y una mujer.

– ¿Eran rubios o morenos? ¿Gordos o flacos? Cosas de ese tipo.

– No lo sé -contestó Linda.

Permanecieron calladas unos instantes. Einar trajinaba en la barra.

– ¿Y el coche? Piensa. ¿Viejo o nuevo? ¿Pequeño o grande?

– No muy grande. Bastante bien de pintura. Rojo.

– ¿Eso es todo lo que puedes decir?

– Sí. Pero si veo uno igual, seguro que lo reconoceré.

– Creo que debes llamar -insistió Karen -. Habla con tu madre, ella te ayudará.

Linda puso mala cara solo con pensarlo.

– Podríamos llamar juntas. Imagínate que digo alguna tontería. ¿Tendré que dar mi nombre?

– No lo sé. Pero no vas a decir ninguna tontería. Se limitarán a tomar nota de lo que digas y lo cotejarán con los datos que tengan. Si otras personas han visto un coche rojo, se pondrán a buscar un coche rojo, ¿sabes? O algo así.

A Linda seguía atormentándole la duda, se sentía dividida entre el deseo de haber visto realmente algo y el temor a estar engañándose a sí misma. Y sin embargo… Resultaba tentador. «La policía tiene una importante testigo en el caso de Hvitemoen que asegura haber visto un coche y ha ofrecido una descripción aproximada de dos personas que se encontraban en el lugar de los hechos.»

¿Qué aspecto tenían realmente? Se acordaba de algo azul, tal vez azul oscuro, y de algo blanco. El hombre llevaba una camisa blanca. La mujer iba vestida de oscuro. Linda quería ir a su casa y escuchar las noticias.

– Tengo que pensármelo -dijo.

Karen asintió con la cabeza.

– Antes de llamar, debes anotarlo todo, así sabrás lo que vas a decir. Te harán muchas preguntas. De dónde venías, adónde ibas y qué fue lo que viste. Qué hora era.

– Sí -respondió Linda -. Lo apuntaré.

Apuraron los vasos y dijeron adiós a Einar. La mirada del hombre estaba ausente.


Gunder soltó la mano de Marie. Se quedó dormido con la barbilla apoyada en el pecho. Soñó con Poona. Con su sonrisa y sus grandes dientes blancos. Soñó con Marie cuando era pequeña, bastante más regordeta que ahora. Mientras dormía, se abrió la puerta, y dos enfermeras entraron empujando una cama. Gunder se despertó y parpadeó desconcertado.

– Creo que debería acostarse -dijo la enfermera Ragnhild con una sonrisa -. Tenga, un par de sándwiches. Y café, si quiere.

Gunder se levantó de un salto. Miró la cama y la bandeja. La enfermera malhumorada, la morena, ni lo miraba. Echaron un vistazo al gotero y limpiaron el tubo. ¿Acostarse? Se pasó una mano por la frente y notó el cansancio como una pesa de plomo en la cabeza. ¿Y si Karsten llegaba mientras él dormía? Incluso podría roncar. Se imaginó a su cuñado, con el rostro pálido de preocupación tras el largo viaje desde Hamburgo. Se imaginó a sí mismo roncando en la cama o con la boca llena de sándwich. Miró de nuevo la comida que le habían llevado. Pan con foie-gras, jamón york, pepinillos en vinagre y un vaso de leche. Un poco de café no le vendría mal.

– Creo que debería acostarse -repitió Ragnhild.

– No -respondió Gunder escandalizado -. Tengo que mantenerme despierto por si ocurre algo.

– Su cuñado aún tardará en llegar. Podemos despertarlo dentro de una hora, si quiere. Y tiene que comer algo.

Gunder miró fijamente la cama limpia.

– No ayudará a su hermana si se agota por completo -dijo la enfermera con dulzura.

La morena no dijo nada. Abrió la ventana haciendo ruido con los ganchos. Sus movimientos eran rudos y decididos. Gunder pensó en la posibilidad de quedarse dormido y de que luego lo despertara esa bruja.

– Haga usted lo que quiera, pero sepa que nosotras también estamos aquí.

– Está bien -dijo Gunder.

Y se marcharon. Gunder miró la comida. Era pan integral. Se levantó, cogió la bandeja y se la puso sobre las rodillas. Comió despacio. Todo le sabía muy bien, y eso le sorprendió. Luego le entró sueño. Se bebió dos tazas de café muy deprisa y notó cómo la garganta le quemaba por dentro. El café era bueno. El respirador seguía trabajando. Las manos de Marie se veían amarillentas sobre la sábana blanca. Colocó la bandeja en una mesa que había junto a la ventana, y se sentó un instante en el borde de la cama. Tal vez Poona hubiera llegado ya. Tal vez estuviera en casa, esperándolo. La puerta no está cerrada con llave, pensó. Le resultaba curioso que hubiera hecho algo tan insólito como dejar la casa abierta. Se frotó enérgicamente los ojos. Se quitó los zapatos y vio el edredón con su funda blanca y bien planchada. Voy a estirar el cuerpo un momento, pensó. Se sentía entumecido y dolorido después de tantas horas sentado en la silla. Se tumbó y cerró los ojos. Al instante estaba en otro lugar.


Se despertó sobresaltado. Karsten estaba en la habitación, mirándolo. Gunder se levantó de la cama tan deprisa que se mareó y tuvo que recostarse de nuevo.

– No ha sido mi intención asustarte. -Su cuñado parecía cansado -. Llevo un rato aquí sentado. Me lo han contado todo. Estarás agotado.

Gunder se levantó por segunda vez, ahora con mucho cuidado.

– No, ayer pasé la noche en casa -dijo -. Dormí en un sillón. Ahora debo de haberme quedado dormido un rato -añadió desconcertado.

– Llevas mucho tiempo durmiendo. -Karsten movía las manos sin saber qué hacer con ellas -. Vete a casa, Gunder. Yo me quedaré esta noche.

Se miraron. Karsten parecía mayor que de costumbre cuando se sentó en el sillón junto a la cama.

– No sé cómo va a acabar todo esto -murmuró -. Imagínate, tiene la cabeza destrozada. ¿Qué será de nosotros?

– Todavía no saben nada -contestó Gunder.

– Pero imagínate que se queda en cama para siempre.

Se tapó la cara con las manos.

– Creen que se despertará -señaló Gunder.

– ¿Eso han dicho?

– Sí.

Karsten contempló al hermano de su mujer sin decir nada. En el suelo estaban su maleta y una cartera.

– Estábamos de excursión en un barco -murmuró -. Tenía el móvil apagado.

– Comprendo -dijo Gunder-. No te atormentes por eso.

Se sentía mejor ahora que había dormido y su cuñado había llegado. Al despejarse, volvió el recuerdo de Poona y de la mujer muerta en Hvitemoen.

– ¿Y tú? Has estado en la India, ¿no? -preguntó Karsten-. Y hasta tienes mujer. Habrá llegado ya, ¿no?

Su voz sonaba algo incómoda.

– ¿Has oído las noticias? -preguntó Gunder.

Su cuñado negó con la cabeza.

– Ha habido un asesinato en Hvitemoen. Una mujer extranjera. No saben quién es.

El cuñado se quedó desconcertado ante la extraña digresión de Gunder. En ese mismo instante, Gunder se desplomó y apoyó la cabeza en las manos.

– Tengo que contarte algo.

– ¿Sí? -dijo Karsten.

Justo en ese momento se abrió la puerta y entró, decidida, la enfermera malhumorada.

– Puede esperar.

Se levantó bruscamente y se abrochó la chaqueta.

– Vete a casa y descansa -dijo Karsten.


Detuvo el coche en la entrada del jardín y permaneció sentado al volante, mirando a través del parabrisas. Sin entender por qué lo hacía, siguió hacia Hvitemoen. Quería pasar despacio por allí y ver el sitio del que todo el mundo hablaba. Sabía muy bien dónde estaba. Enfrente del prado había un camino de carruajes que conducía a un pequeño lago. Lo llamaban Norevann. De niño se había bañado en él con Marie. Mejor dicho, ella se había bañado. Él se quedaba en la orilla chapoteando. Nunca había aprendido a nadar. Eso no lo sabe Poona, pensó de repente, algo avergonzado. Ya cerca del lugar, empezó a mirar hacia la izquierda con el fin de no pasarse de largo. Al salir de la curva vio dos coches de policía. Se detuvo y se quedó observándolos. Dos agentes estaban en la linde del bosque sin hacer nada. Había tiras de plástico rojo y blanco por todas partes. Perplejo, dio marcha atrás rápidamente, de tal manera que el coche quedó oculto entre los árboles. No sabía que su Volvo rojo ya había sido observado. Permaneció sentado, sin moverse, pensando. Si lo que había pasado en ese prado hubiera tenido algo que ver con Poona, él lo habría notado, ¿no? Se metió la mano en el bolsillo interior y sacó el certificado de matrimonio que siempre llevaba junto al corazón. Leyó las escuetas frases y los nombres una y otra vez. «Miss Poona Bai, born on the 1st of June 1962, and Mr. Gunder Jomann, born on the 10th of October 1949.» Era un papel bonito. Color champán, con una orla. Arriba llevaba el emblema de la oficina del juzgado. La misma prueba, y a pesar de ella nadie lo creería. Suspiró hondamente y sintió como si se encogiera un poco. Un ruido repentino lo asustó y dio un respingo. Un policía estaba dando golpes en la ventanilla del coche. La cara de Gunder reflejó espanto. Dobló el papel.

– Policía -dijo el hombre.

No hacía falta que se presentara, pensó Gunder, en un repentino ataque de irritación, pues el hombre llevaba uniforme.

– ¿Todo bien?

Gunder lo miró desconcertado. Nada iba bien.

Pero comprendió que no era tan extraño que aquel hombre le preguntara. Se sentía sucio y con la ropa arrugada tras haber pasado varias horas en la cama del hospital. Estaba agotado y sin afeitar. Había parado el coche en el arcén y estaba allí sentado sin moverse, como un tonto.

– Quería descansar un poco. Vivo muy cerca de aquí -se apresuró a decir.

– Por favor, enséñeme su carnet de conducir y el permiso de circulación -dijo el agente.

Gunder lo miró, confuso. ¿Por qué? ¿Acaso pensaba que había bebido? A lo mejor lo parecía. Pero podía soplar todo lo que quisieran, no había bebido alcohol desde que estuvo en Mumbai. Encontró el permiso de circulación en la guantera y sacó la cartera. El agente no le quitaba ojo. El sonido de un walkie-talkie lo interrumpió. Se volvió y murmuró algo que Gunder no captó. Luego hizo una anotación en su libreta. Se colocó el aparato en el cinturón y estudió el carnet de conducir de Gunder.

– Gunder Jomann, nacido en el cuarenta y nueve.

– Así es -contestó Gunder.

– ¿Vive usted por aquí cerca?

– A un kilómetro en dirección al centro.

– ¿Adónde se dirige?

– Bueno, voy a mi casa.

– Pues va en dirección contraria -observó el agente sin quitarle ojo.

– Lo sé -dijo Gunder tartamudeando -. Sentía curiosidad -añadió -. Por lo que ha ocurrido.

– ¿A qué se refiere? -preguntó el agente.

Gunder se sintió abatido por completo. ¿Estaba haciéndose el tonto aquel policía?

– A lo de la mujer extranjera. Lo oí en las noticias.

– Toda la zona está acordonada -le informó el agente.

– Ya lo sé. Me voy ya para casa.

El policía le devolvió los papeles y Gunder se dispuso a arrancar. El agente se inclinó sobre la ventanilla, como queriendo husmear dentro del coche. Gunder se puso rígido.

– Sé que tengo aspecto de cansado -se apresuró a decir -. Es que mi hermana está en coma en el hospital. He estado con ella. Tuvo un accidente de coche -dijo en voz baja.

– Entiendo -respondió el agente -. Debería usted irse a casa a descansar.

Gunder permaneció allí unos instantes, viendo cómo la negra espalda del policía desaparecía. Luego avanzó unos diez metros con el coche, dio marcha atrás y se encaminó a su casa. El agente lo siguió con la mirada mientras hablaba por el walkie-talkie.

– Se comportaba de un modo extraño. Parecía asustado. He apuntado sus datos personales, por si acaso.


La casa estaba vacía. Ninguna maleta en la entrada, ni rastro de Poona en el salón. Las habitaciones estaban a oscuras; Gunder se había marchado de día, sin dejar ninguna luz encendida. Permaneció un buen rato en el sillón con la mirada perdida. El episodio de Hvitemoen le preocupaba. Tenía la sensación de haber hecho una estupidez. El agente se había comportado de un modo extraño. A nadie le importaba si él daba una vuelta en coche, ni tampoco si se paraba a descansar un poco. Gunder se sentía aturdido. Quizá lo de Poona y todo lo que había vivido en la India había sido un sueño, algo que él se había inventado mientras estaba sentado en el Tandels Tandoori. ¿Quién va a un país lejano a coger una mujer, como quien coge fruta en otoño? Tiene que ser ese libro, pensó, Todos los pueblos del mundo, que me ha metido ideas raras en la cabeza. Vio el lomo rojo en la estantería. Se obligó a sí mismo a levantarse y encender las luces. Puso la tele. Al cabo de media hora empezarían las noticias. Pero al mismo tiempo tenía miedo, no quería saber nada más. ¡De todas formas tendría que saberlo! No, no, de repente podrían decir algo que dejaría a Poona fuera de todo aquello. La mujer muerta, que resulta ser china… O… del norte de África. La mujer muerta, de unos veinte años… la mujer muerta, aún sin identificar, tenía un extraño tatuaje que le cubría toda la espalda. Su imaginación se desbordó. Fuera, todo estaba en silencio.

Загрузка...