21

En el fondo de su ser, Linda sabía que Jacob era inaccesible. Ese hecho era como un clavo en el pie, que le pinchaba a cada paso que daba. A la vez, en el fondo de su corazón sentía que él le pertenecía. Él había llamado a su puerta, había estado en el escalón con la luz de la farola iluminando sus rizos como si fueran de oro, mirándola con sus ojos azules. Su mirada le penetró como un rayo, un rayo se refugió en ella y que se convirtió en un lazo entre los dos. Ella tenía derecho a recogerlo y a llevarlo cerca de su corazón. Era incapaz de imaginárselo en compañía de otra chica. Era una imagen que le resultaba imposible reproducir en su interior. Por fin entendía a los que mataban por amor. Esa comprensión le había llegado poco a poco, grande y contundente. Se sentía sabia. En sus pensamientos se veía a sí misma acuchillando a Jacob, de tal manera que él se desplomaba en los brazos de ella, para luego desangrarse en el suelo. Ella estaría presente cuando él muriera, oiría sus últimas palabras. Luego, durante el resto de su vida, visitaría su tumba. Hablaría con él, le diría todo lo que quería sin que él pudiera salir corriendo.

Se levantó y se vistió. Su madre había ido a Suiza a por chocolate. Se tomó dos analgésicos con un vaso de agua. Se puso el abrigo y buscó en el cajón de la cocina el folleto con los horarios de los autobuses. Salió de la casa y se puso a esperar en la carretera. El autobús estaba casi vacío. Solo iban un señor mayor y ella. En el bolsillo, Linda llevaba un cuchillo serrado de cocina. Cuando su madre cortaba zanahorias con él, los trozos quedaban con una bonita forma ondulada. Se encogió en el asiento mientras tocaba el mango del cuchillo. Su bienestar ya no dependía de los estudios y el trabajo, el marido y los hijos, o tener una peluquería propia que oliera a esprays y champús. Se trataba de su propia paz de espíritu. Solo Jacob podía proporcionársela, vivo o muerto, no importaba, ¡pero ella necesitaba paz en su alma!


Una hora más tarde, el coche de Skarre entraba lentamente en la calle Nedre Storgate. No se fijó en lo que pasaba fuera, sus pensamientos estaban en otra parte. Aparcó junto a la acera, puso el freno de mano y se quedó sentado dentro del coche, absorto en profundos pensamientos. Se sobresaltó al oír las primeras estrofas de la «Quinta Sinfonía» en su móvil. Era Sejer. Después de hablar con él, Skarre se quedó pensativo. Sejer le había hecho una extraña pregunta, de esa manera suya tan especial y tan tímida cuando se trataba de mujeres. «Imagínate que visitas de vez en cuando a una mujer. Mantenéis una relación que no tiene que ver con el amor, sino con algo completamente distinto.»

– Sexo -dijo Jacob.

– Exacto. Ella está casada, y lleváis la relación a escondidas. Imagínate esa relación y una de esas visitas.

– Con mucho gusto -se rió Skarre.

– Conoces la casa, porque ya has estado en ella. Acabáis rápidamente en el dormitorio de la mujer. También lo conoces de antes, tanto los muebles como el papel pintado de las paredes. Luego mantenéis relaciones sexuales.

– De acuerdo -dijo Jacob.

– Más tarde abandonas el lugar y te vas a casa. Entonces viene la pregunta, Jacob, y piénsatela muy bien: ¿te acordarías luego del dibujo de las sábanas?

Skarre estaba sentado al volante pensando y moviéndose entre diferentes sábanas y fundas de edredones. Recordó aquella noche en casa de Hilde, después de haber estado en el cine viendo Eyes Wide Shut, y la lámpara de la mesilla con pantalla roja. La ropa de cama, que era de color rojo ciruela, la sábana algo más clara que la funda del edredón y la almohada con flores blancas. Se acordó de Lene, con su pelo rubio y su cama con cabecero de cáñamo de Manila. El edredón de margaritas. Increíble, pensó, y levantó la cabeza. Una sombra dobló de repente la esquina. Se quedó mirando fijamente. Había algo familiar en el movimiento, un repentino salto y luego nada. Como si alguien hubiera estado allí observándolo. Movió la cabeza abatido y salió del coche. Se acercó lentamente al portal y buscó las llaves. De nuevo oyó un ruido. Se quedó escuchando. No tengo miedo a la oscuridad, pensó, y abrió la puerta del portal. Subió por la escalera y se metió en su casa. Acto seguido se acercó a la ventana y miró la calle desierta. ¿Había alguien allí? Buscó en la guía de teléfonos y marcó un número. Sonó dos veces antes de que la mujer descolgara.

– Soy Jacob Skarre -dijo -. Hablé con usted el otro día. Fui a verla con Konrad Sejer. ¿Se acuerda de mí?

Lillian Sunde contestó que sí. ¿Cómo iba a olvidarse de semejante visita?

– Solo quería hacerle una pregunta -dijo -. ¿Tiene usted un juego de cama verde con nenúfares?

Se hizo el silencio al otro lado.

– ¿Es una broma? -preguntó por fin la mujer.

– No está obligada a responder -señaló Skarre.

– En este momento y así de repente no lo recuerdo -contestó la mujer vacilante.

– No es cierto -insistió Skarre -. Claro que sabe usted cómo es su ropa de cama. Verde. Con nenúfares.

Se oyó un clic cuando la mujer colgó. Esa reacción le intrigó.


Gøran desayunó sentado en el catre con la bandeja sobre las rodillas. Comía despacio. Apenas había dormido. No se le había ocurrido pensar que no podría conciliar el sueño cuando, al cabo de muchas horas, lo condujeron de vuelta a la celda. Le dolía el cuerpo, pesado como el plomo, cuando se tumbó con la ropa puesta. Cuando se dejó caer sobre el delgado colchón fue como si desapareciera. Pero sus ojos volvieron a abrirse. Y así permaneció la mayor parte de la noche, casi sin cuerpo. Solo dos ojos bien abiertos mirando el techo. En varias ocasiones oyó pasos en el pasillo, y un par de veces el tintineo de unas llaves.

Se comió el pan con leche fría. La comida le crecía en la boca. La sensación de que su propio sistema le estaba fallando era aterradora. Él siempre lo había controlado. El cuerpo siempre le había obedecido. De repente, le entraron ganas de dar alaridos, de reventar las paredes a puñetazos. En su bien entrenado cuerpo se había acumulado un excedente que amenazaba con hacerle pedazos. Permaneció sentado en la cama mirando a su alrededor, intentando encontrar un punto hacia el que dirigir su energía. Podría lanzar la bandeja contra la pared o hacer pedazos la ropa de cama. Pero se quedó sentado, inmóvil, como si sus movimientos se hubiesen colapsado. Volvió a mirar fijamente el desayuno. Contempló las manos que sostenían la bandeja. Le resultaron desconocidas. Blancas y sin fuerza. Se oyó un clic en la cerradura. Entraron dos agentes que lo condujeron a nuevos interrogatorios. Las botellas de Coca-Cola y agua mineral estaban en su sitio, pero Sejer no. Los agentes lo abandonaron sin cerrar con llave la habitación. Se le ocurrió una idea absurda: que simplemente podía levantarse y salir de allí. Pero seguro que estaban justo al otro lado de la puerta. ¿Seguro? Se sentó en el cómodo sillón. Mientras esperaba, oyó cómo el edificio de siete plantas despertaba y comenzaba a tener actividad. A su alrededor, un murmullo iba creciendo lentamente, de puertas, pasos y teléfonos que sonaban. Al cabo de una rato dejó de oírlo. Se preguntó por qué no acudía nadie. Gøran esperaba. Esbozó una amarga sonrisa al pensar que tal vez se tratara de una forma de tortura cuyo propósito era ablandarlo. Pero ya estaba otra vez preparado, no mareado como el día anterior. Miró el reloj y cambió de postura en el sillón. Intentó pensar en Ulla. Ella estaba tan lejos… Sintió un profundo malestar al pensar en el bar de Einar y en todos los que estarían allí discutiendo. Él no podía estar presente para corregirles. ¿Qué pensarían? ¿Y su madre? Estaría sentada en un rincón de la cocina, llorando. Su padre estaría trabajando detrás de la casa, de espaldas a las ventanas, furiosamente ocupado con el martillo o el hacha. Se le ocurrió que así era como vivían, de espaldas el uno al otro. Luego estaba Søren, del taller de carpintería. También tendría su propia opinión. Tal vez la gente se pasara por allí a cotillear. Como si Søren supiera algo. Pero estarían ya hablando por todas partes, en la tienda de Gunwald y en la gasolinera de Mode. Él pronto saldría de ese sitio, recorrería las calles y vería las caras, cada una con su propio pensamiento. ¿Habían salido fotos suyas en los periódicos? ¿Era eso legal sin haber sido condenado aún? Intentó recordar leyes y reglas, pero no se le ocurrió ninguna. Podría preguntárselo a Friis. Pero no tenía importancia. Elvestad era un sitio pequeño. El párroco Berg lo había bautizado y confirmado. De repente se le ocurrió una idea cómica: que el párroco tal vez estuviera rezando por él mientras desayunaba. «Te pido, Señor, que ayudes a Gøran Seter en estos momentos tan difíciles.» Se sobresaltó al abrirse la puerta.

– ¿Has dormido bien?

Sejer se irguió como una torre.

– Sí, gracias -mintió Gøran.

– Bien. Entonces manos a la obra.

Se sentó junto a la mesa. Había en él algo ligero y desenvuelto, aunque era un hombre grande. Miembros largos, hombros anchos y un rostro bien perfilado. Sería verdad lo que él mismo afirmaba: que estaba en forma. Lo veía ahora. Un corredor, pensó Gøran, de los que corren por la carretera todas las tardes kilómetro tras kilómetro a un ritmo constante. Un diablo resistente y perseverante.

– ¿El chucho se ha levantado? -preguntó Gøran.

Sejer levantó una ceja.

– El perro -corrigió -. Yo no tengo chucho. No, está tumbado delante de la estufa, plano como una piel de oso.

– Mmm… -dijo Gøran -. Entonces tiene que sacrificarlo. Un animal no puede estar así.

– Ya lo sé. Pero lo estoy aplazando. ¿Tú piensas alguna vez en Kairo? ¿En que algún día tendrás que sacrificarlo?

– Falta mucho para eso.

– Pero algún día tendrá que ocurrir. ¿No piensas nunca en el futuro?

– ¿En el futuro? ¿Por qué iba a hacerlo?

– Ahora quiero que pienses en el futuro. Si miras un poco hacia delante, ¿qué ves?

Gøran se encogió de hombros.

– Lo veo todo como es ahora. Antes de todo esto, quiero decir.

– ¿Eso piensas?

– Sí.

– Pero algunas cosas han cambiado radicalmente. La acusación. Estas conversaciones. ¿No significan un cambio?

– Será duro cuando salga. Encontrarse de nuevo con la gente.

– ¿Cómo quieres que sea todo cuando salgas?

– Quiero que todo sea como antes.

– ¿Podrá serlo?

Gøran se retorció las manos.

– ¿Tu vida podrá volver a ser alguna vez como antes? -repitió Sejer.

– Al menos casi como antes.

– ¿Qué será diferente?

– Lo que usted dice. Todo lo que ha ocurrido. Nunca lo olvidaré.

– ¿De manera que no lo has olvidado? Cuéntame lo que recuerdas.

La voz de Sejer era muy grave y, de hecho, bastante agradable, pensó Gøran, pero echó marcha atrás. Abrió la boca y se quedó con ella abierta. El silencio llenaba la habitación como una espada que ahora se volvía y lo señalaba. Dejó vagar la mirada.

– ¡No hay nada que recordar! -gritó, olvidándose de respirar y de contar.

Dicho esto, cogió la botella de Coca-Cola y la lanzó contra la pared. El refresco chorreaba. Ni un gesto en la cara de Sejer.

– Lo dejamos aquí, Gøran -dijo en voz baja -. Estás muy cansado.


Lo llevaron de vuelta a la celda y fueron a buscarlo dos horas más tarde.

De nuevo se sentía pesado, torpe y lento, con una agradable sensación de indiferencia.

– Eres muy constante con las pesas -dijo Sejer -. ¿Las llevas en el coche para poder entrenar a la menor oportunidad? ¿En los atascos o en los semáforos?

– En Elvestad no tenemos ni semáforos ni atascos -contestó Gøran secamente.

– El laboratorio descubrió restos de un polvo blanco en su bolso de mano -dijo Sejer -. ¿Qué crees que puede ser?

Silencio.

– ¿Sabes? Ese bolso tan raro. Verde. En forma de melón.

– ¿Melón? -tartamudeó Gøran.

– Heroína, tal vez. ¿Qué crees tú?

– No soy un drogadicto -dijo Gøran con dureza.

– ¿No?

– He probado algunas cosas. Hace mucho tiempo. Pero nada de aquello me entusiasmó.

– ¿Qué te entusiasma?

Gøran se encogió de hombros.

– El gimnasio, ¿verdad? Los músculos que se ponen durísimos, el sudor chorreando, el dolor en los brazos y las piernas cuando les falta oxígeno, los gruñidos ahogados que salen de tu propia garganta a cada levantamiento, la sensación de fuerza bruta, de todo lo que eres capaz, la barra que se calienta entre tus manos. ¿Te gusta todo eso?

– Me gusta el gimnasio -contestó Gøran en tono hostil.

– Al cabo de un rato la barra se queda lisa y resbaladiza. Metes las manos en los polvos de magnesio. Un fino polvo blanco, parte del cual vuela por el aire y va a parar a tu piel y a tu pelo. Aunque te duchaste, algo de ese polvo llegó al bolso de Poona. Seguramente porque era de tela. Un material sintético que absorbe todo.

Una vez más Gøran miró aturdido a Sejer. Tenía la sensación de que sus pensamientos volaban en todas las direcciones, y de que era incapaz de agruparlos. Ya no se acordaba de lo que había dicho y no encontraba sentido a lo que el policía decía.

– No he dormido apenas -dijo con voz suplicante.

– Ya lo sé -dijo Sejer -. Pero tenemos tiempo de sobra. Es importante que todo esto se haga correctamente. Dices que estuviste en casa de Lillian. Ella lo niega. ¿Acaso estuviste en Hvitemoen, pero deseabas estar en casa de Lillian?

– Estuve en casa de Lillian. Lo recuerdo. Tuvimos que darnos prisa.

– Pero así era siempre, ¿no? Alguien podía llegar en cualquier momento.

– No entiendo por qué ella lo niega.

– Llamaste para preguntarle si podías ir a su casa. ¿Te dijo ella que no, Gøran? ¿Fuiste rechazado por segunda vez en una misma tarde?

– ¡No!

Sejer dio unos pasos por la habitación. A Gøran le sobrevino un inmenso desasosiego, unas ganas incontrolables de moverse. Miró el reloj. Habían transcurrido once minutos.

– Le darías muchas vueltas a la cabeza al leer sobre el asesinato en el periódico. Te habrás formado algunas imágenes en tu mente. ¿Me las muestras?

– ¿Imágenes?

Gøran parpadeó con ojos enrojecidos.

– Las que te formaste en tu imaginación. Siempre hacemos eso cuando se nos explica algo. Intentamos verlo. Es una reacción automática. Me gustaría que describieras tus imágenes en torno al asesinato de Poona.

– No tengo ninguna.

– Te ayudaré a buscarlas.

– ¿Para qué las quiere? -preguntó Gøran, vacilante -. No son más que imaginaciones.

– Quiero ver si se parecen a nuestras averiguaciones.

– Eso es imposible. ¡No fui yo!

– Si las encontramos, dormirás mejor esta noche. ¿Te aterran, tal vez?

Gøran se tapó la cara con las manos. Permanecieron un rato callados.

– ¿Has ido alguna vez a casa de Linda Carling? -preguntó Sejer de repente.

– ¿Qué? No. ¿Para qué iba a ir allí?

– Estarás indignado con ella por haberte denunciado, ¿no?

– ¿Indignado? Estoy cabreadísimo.

– ¿Y por eso fuiste a asustarla?

Gøran lo miró asombrado.

– No sé dónde vive -contestó.

Cuando se abrió la puerta y entró Skarre, los dos se sobresaltaron.

– Teléfono -dijo Skarre.

– Será algo importante -dijo Sejer.

Miró a Gøran y abandonó la habitación.

– ¿Es Sara? ¿Se ha levantado Kollberg?

– Ole Gunwald -contestó Skarre -. Solo quiere hablar contigo.

Sejer se metió en el despacho y cogió el teléfono sin sentarse.

– Soy Ole Gunwald, de Elvestad. Vivo en Hvitemoen.

– Sí, lo recuerdo -dijo Sejer.

– Es un poco tarde. Pero se trata del asesinato.

– ¿Sí? -contestó Sejer, impaciente.

Skarre estaba en ascuas.

– Han arrestado ustedes a Gøran Seter -dijo Gunwald incómodo -. Y tengo algo que decir en relación con eso. Es el hombre equivocado.

– ¿Cómo lo sabe usted?

– Fui yo el que llamó sobre lo de la maleta -dijo Gunwald -. Y omití un detalle. No fue Gøran a quien vi junto al lago Norevann.

Sejer abrió los ojos de par en par.

– ¿Lo vio usted?

– Creo que sería mejor que vinieran -dijo Gunwald.

Sejer miró a Skarre.

– Vamos en tu Golf -sugirió.

– Imposible -dijo Skarre, descorazonado -. Esta mañana me he encontrado con las cuatro ruedas pinchadas. Mejor dicho, rajadas con un cuchillo.

– Creía que vivías en un barrio tranquilo.

– Yo también lo creía. Habrán sido unos gamberros.


– ¿En qué estás pensando? -preguntó Sejer.

No le gustaba el coche patrulla, y dejó que Skarre condujera.

– Gøran es inocente, ¿verdad?

– Ya lo veremos. Hay que esperar.

– Pero un tendero de esa edad no se inventaría algo así, ¿no?

– Todo el mundo puede equivocarse.

– Y tú también. ¿Has pensado en eso?

– Muchas veces.

Nueva pausa.

– ¿Tienes prejuicios contra las personas que cultivan su cuerpo? -preguntó Skarre muy tranquilo.

– No. Pero me hago ciertas preguntas sobre ello.

– Te haces preguntas. Eso es lo mismo que tener prejuicios, ¿no?

Sejer se calló y miró a Skarre.

– Se trata de cargar baterías, ¿no? Un intenso entrenamiento durante muchos años. Con pesas cada vez más pesadas. Antes o después surge la necesidad de un desahogo. Pero este no llega nunca, solo pesas más y más pesadas. Yo me habría vuelto loco.

– Mmm… -dijo Skarre con una sonrisa -. Loco. Y jodidamente fuerte.

Diecinueve minutos más tarde se detuvieron delante de la tienda de Gunwald. Estaba colocando paquetes de cereales cuando vio el coche por la ventana. Se encogió un poco. Había algo fatídico en los dos hombres. Una incipiente migraña le pinchaba en la frente.

– Lo lamento -dijo en una voz apenas audible -. Debería haber llamado antes. Lo que pasa es que estoy muy confuso. Por supuesto que no fueron ni Einar ni Gøran. Por eso he estado dudándolo tanto.

– ¿Einar Sunde?

– Sí.

Se mordió el labio.

– Los reconocí a él y a su coche. Un Ford Sierra verde.

– Pero era tarde. Casi de noche.

– Lo vi claramente. No me cabe ninguna duda. Desgraciadamente, debería añadir.

– ¿Ve usted mal?

Sejer hizo un gesto hacia las gruesas lentes del hombre.

– No con estas gafas -contestó Gunwald.

Sejer se armó de paciencia y lo miró.

– Habría sido preferible que lo hubiera dicho antes.

Gunwald se secó la frente.

– Nadie debe saber que lo he dicho yo -susurró.

– Eso no puedo prometérselo -dijo Sejer -. Entiendo que esté usted preocupado. Pero es un testigo importante, le guste o no.

– Te miran mal si dices algo. Miren a la pobre Linda. Ya ni le hablan.

– Si resulta que Gøran o Einar, o los dos, tienen algo que ver con esto, ¿no cree usted que la gente del pueblo quiere verlos castigados?

– Si hubieran sido ellos, sí.

Sejer inspiró hondamente y luego dejó escapar el aire muy despacio.

– Queremos pensar bien de la gente que conocemos. Pero aquí todo el mundo conoce a alguien.

Gunwald asintió con la cabeza.

– Entonces, ¿irán ahora a buscarlo?

– Tendrá que explicar lo que significa esto.

– A Jomann le dará un infarto. Suele comprar los periódicos a Einar.

Skarre miró un buen rato a Gunwald.

– ¿Qué edad tiene usted? -preguntó amablemente.

– ¿Que qué edad tengo? Sesenta y cinco.

– ¿No se va a jubilar ya?

– Tal vez -contestó el hombre, cansado -. Pero ¿cómo haré que pasen los días? Solo somos él y yo -añadió, señalando al rollizo perro del rincón.

– Los días pasan lo queramos o no -dijo Sejer -. Su información nos ha sido muy útil. Muchas gracias. Aunque se haya tomado su tiempo. -Le hizo un gesto de cortesía -. Ya sabrá de nosotros.

Gunwald los siguió con la vista. Oyó arrancar el coche y lo vio girar hacia la derecha, camino del bar. Gunwald se acercó al perro.

– Tal vez deberíamos dejarlo ya -dijo acariciando la oscura cabeza del animal -. Así podríamos quedarnos en la cama por las mañanas. Y dar paseos varias veces al día. Puede que hasta consiguiéramos que rebajaras unos kilos.

Se levantó y miró por la ventana, imaginándose la cara de Einar. Unos segundos más de feliz ignorancia. Fue lentamente hasta la puerta y cerró con la doble llave. Se hizo el silencio. En realidad, había sido bastante fácil.

– Ven -le dijo al perro -. Vamos a casa.


– ¿Einar Emil Sunde?

Einar apretó el trapo entre las manos.

– ¿Sí?

Había dos mujeres tomando café. Miraron descaradamente. Einar tuvo que apoyarse en la barra. Lillian se había ido, y se había llevado la mitad de los muebles. La acústica de las habitaciones le era desconocida. Y ahora la policía entraba en el bar. ¿Qué pensaría la gente? En su cara alargada se alternaban la rabia y el miedo.

– Tiene que cerrar y acompañarnos. Queremos hablar con usted.

– ¿De qué? -preguntó Einar, nervioso. Le fallaba la voz. Sonaba como un gemido.


Fueron hasta la comisaría en silencio. La humillación de tener que decir a las dos mujeres que se marcharan le había hecho sudar.

– Iré al grano -dijo Sejer.

Estaban sentados en su despacho.

– El uno de septiembre fue usted visto junto al lago Norevann. En la punta del istmo, con una maleta. Tras unos instantes la tiró al agua y volvió a marcharse en su coche familiar verde. El testigo que lo vio nos llamó y fuimos a buscarla. Pertenecía a la fallecida Poona Bai, que fue asesinada en Hvitemoen el veinte de agosto.

Einar bajó la cabeza, indefenso.

– También sabemos que ella estuvo en su bar. Y ahora viene la pregunta, Sunde: ¿por qué estaba usted en posesión de la maleta de Poona?

Einar sufrió una extraña transformación. En solo unos minutos fue despojado de toda dignidad, despellejado. No fue nada agradable de presenciar.

– Puedo explicarlo todo -susurró.

– Cuento con ello -dijo Sejer.

– Como ya les dije, esa mujer entró en mi bar aquella tarde.

Carraspeó y tosió.

– ¿Sí?

– Quiero dejar muy claro que lo que les estoy contando es la pura verdad. Debería haberlo contado antes. ¡Ese es mi único delito!

– Estoy esperando -dijo Sejer.

– Se quedó un rato sentada con su té. En el rincón, detrás de la máquina tocadiscos. No la veía bien, porque estaba ocupado en otros menesteres. Pero la oí toser un par de veces. No había nadie más en el bar en ese momento. Solo ella y yo.

Sejer asintió con la cabeza.

– Entonces oí de repente la silla al moverse y los pasos de la mujer. Al instante se cerró la puerta. Estaba sacando los cacharros del lavaplatos, de modo que pasó un rato hasta que me acerqué a la mesa a recoger la taza vacía.

Einar levantó la vista. Su mirada vagaba.

– Entonces vi la maleta.

– ¿Se la había dejado allí?

– Sí, pero la mujer había desaparecido. Me quedé unos instantes mirándola. Me parecía un poco raro olvidarse de algo tan voluminoso. La mujer parecía muy alterada. Luego pensé que a lo mejor había salido a tomar el aire, y que volvería enseguida. Pero no volvió. De manera que cogí la maleta y la llevé al trastero. Allí se quedó. Estuve pensando si llevármela a casa o no. Pensé que la mujer volvería a por ella. Aquella noche se quedó en el bar. La metí en la cámara. Ocupaba mucho sitio.

– Siga -dijo Sejer.

– Al día siguiente oí por la radio lo del asesinato. Pero solo oí la mitad, no me enteré, por ejemplo, de que la mujer era extranjera. Pasó mucho tiempo hasta que alguien mencionó que tal vez fuera paquistaní o turca. Entonces se me ocurrió que podría ser ella. Y su maleta estaba en la cámara. Entonces entendí lo grave que podía ser aquello, que, de hecho, ella había estado en mi bar y que habíamos estado solos. Se puede decir que tuve mis dudas. Además, no estaba seguro de que se tratara de ella. Pero tampoco volvía a por su maleta, así que no sabía qué pensar. El tiempo pasaba y la cosa iba de mal en peor. Al final me enteré de todo. Que era la mujer de Jomann, a la que había conocido en la India. ¡Y allí estaba yo, en mi bar, con todas sus cosas! Pensé: ya encontrarán al asesino, con o sin maleta. Al fin y al cabo, esa maleta no era tan importante. De modo que decidí deshacerme de ella. ¿Quién me vio? -preguntó.

Sejer intentó asimilar la historia, que le parecía irritantemente verosímil. Escrutó durante un largo rato el rostro sonrojado de Sunde.

– Alguien que desea permanecer en el anonimato.

– ¡Pero tiene que haber sido alguien que me conoce! No lo entiendo. Era de noche. En los alrededores del lago no había ni un alma.

– Sunde -dijo Sejer, inclinándose hacia delante -. Espero que entienda la gravedad de todo esto. Si la historia es cierta, significa que usted ha ocultado información importante en un caso grave de homicidio.

– ¿Si la historia es cierta? -gritó Einar -. ¡Claro que lo es!

– Para nosotros no es una evidencia.

– Exactamente. ¡Ya ve por qué no llamé! Sabía que acabaría así. Ustedes se aferrarán a cualquier cosa, ya lo sabía yo.

Se removió en la silla y dio la espalda a Sejer.

– ¿Vio usted a Gøran Seter en algún momento el día veinte?

– No nos tratamos mucho. Casi le doblo la edad.

– Pero algo sí han compartido, ¿no?

Einar se dio cuenta, no sin cierto malestar, de que el policía se refería a Lillian.

– No, que yo sepa -contestó malhumorado -. Le he dicho la verdad. Así es como pasó. Ahora entiendo lo estúpido que he sido, pero no quiero que se me relacione con algo así.

– Demasiado tarde -dijo Sejer -. Sí que está usted relacionado con el caso. Si hubiera llamado enseguida, podría haber sido descartado hace mucho. Tal y como están las cosas ahora, tenemos que hacer una serie de investigaciones en su coche y en su casa.

– ¡Ni en broma! -gritó.

– Sí, en broma, Sunde. Entretanto, tendrá que esperar aquí.

– ¿Quiere decir que he de quedarme aquí toda la noche?

– El tiempo que sea necesario.

– Joder. Tengo hijos, ¿sabe?

– Entonces tendrá que explicarles a ellos lo que acaba de explicarme a mí. La diferencia es que ellos le perdonarán. Yo no.

Se levantó y se marchó. Einar se quedó sentado, inmóvil. Dios mío, pensó, ¿qué he hecho?


Cuatro agentes fueron a casa de Einar Sunde. Skarre se dirigió inmediatamente al dormitorio. En un gran armario había ropa de cama y toallas. Se veía claramente que habían sacado ropa; el armario estaba medio vacío. Repasó el montón de fundas de edredones y encontró rápidamente lo que estaba buscando. Funda verde con nenúfares. Como el cuadro de Monet. Tal vez Gøran estuviera diciendo la verdad, tal vez estuviera realmente allí la noche del veinte. No era una coartada, pero resultaba inquietante. Se llevaron el coche de Sunde a remolque para un estudio técnico. Se aspiró hasta la más minúscula partícula sin que se encontrara nada importante. ¿Cómo era posible que una persona, en su sano juicio y bien informado, se comportara de un modo tan estúpido? ¿No había en todo eso una enorme arrogancia? Skarre pensó en la bonita lencería y los artículos de aseo que Poona había adquirido en honor a Gunder. Y el tal Einar había tirado todo al agua. ¿Qué clase de hombre era Einar Sunde?

– Lo cierto es que le creo -dijo Sejer más tarde en el despacho.

Skarre abrió la ventana. Se sentó en el alféizar y se puso a fumar.

– ¿Lo soltamos?

– Sí.

– Entonces, ¿Gøran es nuestro hombre?

– Estoy bastante seguro de ello. Pero tiene un fuerte instinto de supervivencia. Su buena forma física lo ayuda.

– Yo de la que no me fío es de Lillian Sunde -dijo Skarre, y le contó lo de la ropa de cama verde.

– ¡Ajá! Entonces tiene una funda así. La vio una vez y se fijó. No dudo de que tuvieran una relación. Lo dicen los rumores. Pero no estuvo allí aquella noche. Se marchó enfurecido después de que Ulla rompió con él. Llamó a Lillian y recibió otra negativa. En la parte trasera del coche llevaba las pesas. Poona iba andando por la carretera. Él se paró y le habló. Tal vez se ofreciera a llevarla a casa de Jomann. Luego la acosó y ella se asustó. La furia pudo con él. Nunca vio la maleta. Ahora sabemos por qué. Estaba en el bar. Luego la mató a golpes. Huyó presa del pánico y se cambió de ropa. Se puso la de entrenar. Llegó a su casa sobre las once. Dijo a su madre que había estado haciendo de canguro con Ulla. Sabemos que no fue así. La forma y el peso de esas pesas pudieron haber causado las lesiones de Poona. El polvo blanco procede del gimnasio, no conocemos otras aplicaciones para el polvo de magnesio. Gøran no comprende lo que es el amor. Tiene una tía o no la tiene. Es incapaz de hablar de sentimientos. Le interesa el sexo y tener a alguien de quien presumir. Se muestra como un joven animado y sonriente, muy acorde con el ambiente en el que se mueve, pero sospecho que es insensible y muy simple. Sin ninguna empatía.

– ¿Un psicópata?

– Eso lo dices tú. Por cierto, ese es un concepto con el que nunca llego a familiarizarme.

– ¿Y ahora pretendes agotarlo hasta que confiese?

– Intento lo mejor que puedo llevarlo hasta donde se dé cuenta de que tiene que confesar. Para poder seguir.

– ¿Y si no consigues una confesión? ¿Tenemos suficiente para iniciar un juicio?

– Tal vez no, y eso me preocupa.

– ¿Cómo es posible destrozar a una persona como lo ha hecho este homicida sin dejar rastro?

– Es algo que ocurre constantemente.

– No hay rastro de Poona en el coche. Ni una fibra, ni un pelo. ¿No deberíamos haber encontrado algo?

– Iba vestida de seda y la seda no desprende fibras, al contrario que la lana, por ejemplo. Llevaba el pelo recogido en una trenza muy apretada.

– ¿Qué hizo con las pesas?

– No lo sé. No había nada en ellas. Tiene varios juegos. Tal vez se deshizo de las que usó. Quiero volver a interrogar a las siguientes personas. Llámalas y tráelas aquí cuanto antes: Ulla Mørk, Linda Carling, Ole Gunwald, Anders Kolding, Kalle Moe y Lillian Sunde.

Sejer miró a Skarre.

– Y por lo demás, ¿hay alguna novedad? ¿Ha llamado Sara?

– Sí. Kollberg sigue tumbado.


El perro lo miró con tristeza cuando Sejer apareció por la puerta. Hizo unos débiles movimientos con las patas como queriendo levantarse, pero enseguida desistió. Sejer se quedó mirándolo, desconcertado. Sara salió de la cocina.

– Debemos obligarlo un poco, ¿no? Si seguimos dándole la comida en la boca, no hará ningún esfuerzo.

Entre los dos intentaron poner en pie a Kollberg; Sara por delante y Sejer por detrás. Las patas le resbalaron hacia los lados. Empezó a gemir y se desplomó. Volvieron a intentarlo y ocurrió lo mismo. Poco a poco dejó de gemir. Kollberg intentaba complacerlos para que lo dejaran en paz, pero no lo consiguió. Lo levantaban una y otra vez. Sara fue a buscar un trozo de harpillera para que el animal no resbalara. Funcionó. El cuerpo de Kollberg tembló en el instante en que las patas cargaron con los cincuenta kilos.

– Acaba de levantar unos hectogramos de sí mismo -dijo Sejer con optimismo.

Sara se secó el sudor. El largo flequillo se le metía constantemente en los ojos, y se echó a reír.

– Levántate ya, perezoso bobalicón -gritó.

Luego se rieron los dos. Animado por tanto buen humor, Kollberg se plantó en el suelo y se mantuvo en pie unos segundos. Entonces lo dejaron, y el animal se desplomó de nuevo con un ladrido.

– ¡Joder! -gritó Sara.

Sejer la miró, asustado.

– Va a conseguirlo. Tiene que hacer ejercicio varias veces al día. No nos daremos por vencidos, coño.

– Voy a por una salchicha -exclamó Sejer, feliz, y salió disparado al armario de la cocina.

Mientras, Kollberg consiguió moverse unos centímetros por el suelo. Sejer entró con un whisky en una mano y un trozo de salchicha en la otra. Esbozó una sonrisa, sorprendentemente amplia para tratarse de él. A Sara le dio un ataque de risa.

– ¿Qué pasa? -preguntó Sejer, desconcertado.

– Pareces un niño gigante -dijo Sara -. Ahora que no tienes ninguna mano libre puedo hacer contigo lo que me dé la gana.

Lo salvó el teléfono. Echó la salchicha a Kollberg y cogió el auricular.

– Ya hemos citado a todos -dijo Skarre, animado -. Vendrán mañana, de uno en uno. Excepto Anders Kolding.

– Explícate.

– Se ha largado, ha dejado a su mujer y todo. Al parecer, se ha ido a Suecia, donde tiene una hermana. Me pregunto qué significa eso.

– El niño tiene cólicos -dijo Sejer -. Supongo que ya no podía más.

– ¡Qué cobarde! ¿Y se nos va a escapar?

– En absoluto. Búscalo.

Colgó y se bebió el whisky de un trago.

– Vaya -dijo Sara -. Es lo más indecente que te he visto hacer jamás.

Sejer tenía la sensación de estar ardiendo.

– ¿Puedo esperar algo más? -sonrió Sara tentadora.

– ¿Y por qué indecente? -preguntó Sejer, desconcertado.

– Es maravilloso, ¿sabes?

Sara se inclinó hacia él.

– Es que tú no sabes nada -dijo -. No tienes ni idea de lo que es la indecencia. Y eso está bien. -Le acarició la mejilla -. Está realmente muy bien.

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