17

Gunwald estaba colocando tarritos de comida infantil en los estantes. Los rumores corrían más que nunca. Se decía que la policía había estado varias veces en casa de Gøran Seter. Gunwald no lo entendía. ¿Qué pasaba con la maleta? No es que pensara que Einar hubiera matado a esa pobre mujer india, pero de todos modos… He cumplido con mi deber, pensó, mientras iba colocando los tarritos perfectamente alineados.

Todos los días leía el periódico a fondo. Después del asesinato de Hvitemoen, a veces compraba varios. Hizo un extraño descubrimiento. Eso era completamente nuevo para él, ya que siempre había leído el mismo periódico. Pero había muchas diferencias entre lo que ponía en cada uno. En uno leyó que la policía no tenía ninguna pista. En otro ponía que la policía había hecho importantes averiguaciones y que seguían una pista. No era fácil saber quién decía la verdad. Pero lo de la maleta lo atormentaba. ¿Debería llamar y decir que fue Einar? Salió al patio con el embalaje de los tarritos y lo tiró al contenedor. No quería formar parte de esa historia, de ninguna manera. Al entrar vio que Mode, de la gasolinera, estaba junto al mostrador hojeando el periódico.

– ¿Tienes bollos con pasas? -preguntó.

Gunwald fue a por ellos.

– Jamás resolverán este caso -afirmó Mode, con mucha seguridad.

– ¿Por qué lo dices? -preguntó Gunwald.

– Si no lo cogen ya, nunca lo harán. Pronto tendrán que reducir gastos y el caso será sobreseído. Ya verás. Y, entretanto, habrá otro pobre muerto, que pasará a ser la prioridad de la policía. Así es la vida.

Gunwald hizo un gesto negativo con la cabeza.

– A veces resuelven casos como este al cabo de varios años.

– No es lo habitual -dijo Mode, abriendo la bolsa.

Se metió un bollo en la boca. La idea de que tal vez no detuvieran nunca al hombre que había cometido ese horrible asesinato atormentaba a Gunwald.

– Ojalá no sea nadie que conozcamos -dijo, sombrío.

– ¿Que conozcamos? -preguntó Mode, como dudando -. No es nadie de aquí. ¿Quién podría ser?

– ¿Cómo voy a saberlo yo? -contestó Gunwald, y dio la espalda al otro.

Mode masticaba el bollo.

– Parece que en el chalet de estilo suizo la cosa acabará en divorcio -dijo de repente.

Gunwald abrió los ojos de par en par.

– ¿Quién dice eso?

– Todo el mundo. Lillian ha empezado a hacer las maletas. Supongo que Einar tendrá que vender la casa y quedarse a vivir en el bar. Y tenerlo abierto las veinticuatro horas del día para poder sobrevivir. Me lo imagino con un saco de dormir en la trastienda. Esa mujer no es una mujer como Dios manda -dijo sin piedad.

– Einar tampoco ha sido nunca la alegría de la huerta -opinó Gunwald, preguntándose qué significaba todo eso.

– Tal vez venda el bar y se vaya de aquí -dijo de repente -. Entonces seguro que lo convertirán en un restaurante chino.

– A mí no me importaría -contestó Mode.

Sacó otro bollo de la bolsa. Era como una esponja a la que podía dársele cualquier forma.

– ¿Sabes algo más de Jomann? -preguntó.

– Está de baja -respondió Gunwald -. Imagínate por lo que ha tenido que pasar últimamente. Por lo visto se pasa casi todo el día en el hospital. Lo de su hermana es horrible. Puede que se despierte como una niña de dos años. El marido no es capaz de afrontarlo. Va a trabajar y espera a que lo llamen.

– ¿Qué otra cosa puede hacer? -preguntó Mode -. Supongo que se despertará pronto. O suelen despertarse pronto o no se despiertan nunca.

– He oído hablar de gente que lleva años así -comentó Gunwald.

– Esas cosas solo ocurren en América -señaló Mode con un guiño.

Luego volvió despacio a la gasolinera. Gunwald se quedó pensando. Tenía la sensación de que su pueblo estaba invadido. Una presencia extraña que se metía en todo y por todas partes, sacándolos violentamente de la rutina, que los alteraba y los asustaba, que por un lado los unía y hacía que tuvieran la sensación de poseer algo en común, y por otro lado les daba miedo por las noches, en la oscuridad, debajo de los edredones. Al mismo tiempo, la vida seguía, pero bajo una nueva luz. De esa forma observaban más que antes, como si vieran todo por primera vez. De la misma manera que Gunwald tenía la sensación de ver a Einar por primera vez. Y se preguntaba quién era. Y Gøran. Y Jomann, que se había ido solo a un país lejano en busca de una esposa. Linda en su bicicleta, a la que todo el mundo miraba de otro modo, y eso había empezado a afectarla visiblemente. Siempre había sido un poco maniática, pero ahora sus ojos vagaban inquietos. Estaba claro lo que opinaba la gente. Linda debería haberse callado. Gunwald se movía intranquilo. Era la policía la que tenía el deber de solucionar este caso, con o sin su ayuda. Salió al patio y miró el plato del perro. Estaba casi vacío. Lo llenó y lo colocó en el suelo.

– He estado pensando en ti -le dijo al perro -. Tú sí que estabas fuera, en el patio, aquel día. Tuviste que ver lo que ocurrió en el prado. Ojalá supieras hablar. Imagínate que pudieras susurrarme al oído: «Lo conozco. Conozco su olor. La próxima vez que lo vea ladraré muy fuerte para que sepas quién es». Así hacen en las películas -dijo Gunwald muy serio, acariciando el suave pelo del animal -. Pero esto no es una película y tú no eres muy listo.


– ¿Cuándo te has hecho viejo? -preguntó Sejer mirando a Kollberg -. Antes siempre ibas diez metros por delante de mí. Saltabas las escaleras como un cachorro.

El perro estaba encima de una mesa y gañía. El fino papel se rompía bajo sus patas. El veterinario buscó los bultos y encontró cuatro. Sejer intentó interpretar su expresión neutral.

– Parecen firmes, sin líquido. Se trata de tumores claramente delimitados.

Sus manos hurgaron entre el pelo rojizo.

– Entiendo -dijo Sejer. Inspector jefe e investigador de homicidios, de edad madura. Casi dos metros de altura y de hombros bastante anchos. Estaba nervioso como un niño.

– Para saber con certeza de qué se trata tendré que abrir.

– Hágalo entonces -dijo Sejer.

– El problema es que este perro es grande, pesado y viejo. Diez años son muchos años para un perro de raza leonberger. Y anestesiar a un perro conlleva en sí bastante riesgo.

– Anestesiar siempre conlleva un riesgo, ¿verdad? -murmuró Sejer.

– Pues sí, en cierto modo sí. Pero en este caso tal vez cabría preguntarse si no deberíamos ahorrarle una intervención.

– ¿Por qué? -preguntó Sejer, agresivo.

– No sé si se recuperará luego. Pero los tumores hay que extirparlos, sean malignos o no. Están presionándole los nervios de la parte trasera del cuerpo y le hacen perder mucha movilidad. Se trata de una intervención importante en un perro como este. Existe además el riesgo de que se toquen ciertos nervios, con la consecuencia de una parálisis que lo dejaría aún peor de lo que está. Tal vez nunca llegue a ponerse en pie de nuevo. En algunos casos es mejor para el perro dejar que la naturaleza siga su curso.

Aquellas palabras cayeron sobre él como una granizada. Sejer intentó ganar tiempo para que el nudo de la garganta bajara y le dejara libres las cuerdas vocales. Lentamente iba asimilando lo que el veterinario acababa de decir. Era incapaz de imaginarse la existencia sin su perro, sin sus diálogos carentes de palabras. Sus ojos negros. El olor a pelo mojado. El calor de su hocico cuando se sentaba en su sillón y el perro dejaba reposar la cabeza en los pies de su amo. El veterinario seguía callado. Kollberg se había tumbado. Ocupaba toda la mesa.

– No tiene que tomar la decisión en este momento -dijo el veterinario -. Váyase a casa y háblelo consigo mismo y con el perro. Y luego me dice lo que sea. Y sepa una cosa: en este caso no hay una decisión correcta. Solo la elección entre dos decisiones difíciles. Estas cosas pasan.

Sejer le acarició el vientre a Kollberg.

– Según su experiencia, ¿estos tumores suelen ser malignos?

– La cuestión es si el perro aguantaría la intervención.

– Siempre ha sido muy fuerte -afirmó Sejer, terco como un niño.

– Como ya le he dicho: piénseselo. El perro lleva demasiado tiempo con esos bultos.

Sejer estuvo mucho rato sentado en el coche, pensando. «Lleva demasiado tiempo con esos bultos.» ¿Había en eso un reproche? ¿Estaba tan absorto en su trabajo que ya no reparaba en los seres de los que era responsable? ¿Por qué no reparaba en ellos? Se sintió apesadumbrado por el sentimiento de culpa y tuvo que recapacitar. Luego condujo despacio hasta su casa. ¿A quién tengo en consideración si pido una operación?, pensó. ¿A Kollberg o a mí mismo? ¿No se debe retener a alguien a quien se ama? ¿Se espera de mí que reaccione y que le trate como el animal que de hecho es? ¿Debo hacer lo que es mejor para él y no para mí? Pero se sentía amado por ese animal desgreñado. Aunque claro, los animales no saben amar. Era él quien atribuía ese amor a su perro. Pero ¿devoción? Eso sí. La devoción vibraba en todo el cuerpo peludo cuando su amo abría la puerta del piso. Esa vigilancia, el entusiasmo y el corazón animal que latía solo para él. Que latía de todos modos. Echó un vistazo por el retrovisor. Kollberg no se movía.


– ¿Qué te dice tu corazón? -preguntó Sara.

– Es evidente, ¿no? -contestó Sejer con aire sombrío -. Estoy dispuesto a exponerlo a lo que sea con tal de poder tenerlo conmigo unos años más.

– Entonces te arriesgarás con la operación -dijo Sara con sencillez -. Tomarás esa decisión sea cual sea el resultado.

– ¿Debo seguir mis propios deseos y necesidades, sin más? -preguntó Sejer con timidez.

– Sí, debes hacerlo. Es tu perro y tú decides.

Sejer llamó al veterinario. Intentó buscar matices en el tono de voz del especialista que revelaran si aprobaba o no su decisión. Tuvo la clara impresión de que el veterinario estaba contento. Fijaron el día de la intervención. Luego Sejer se arrodilló junto al perro y se puso a cepillarle el largo pelo. Cepillaba sin cesar con movimientos prolongados y notaba sin dificultad los bultos. Le remordía la conciencia no haberlo notado antes. Sara le sonrió intentando consolarlo.

– Kollberg no tiene ni idea de tus sentimientos de culpa -dijo -. Le encanta que lo cepillen. Le encantas tú. En este momento se siente muy bien, tiene un amo cariñoso que lo cepilla. No hay que sentir lástima por él.

– No. Solo hay que sentir lástima por mí -susurró Sejer.


Linda llevaba días llamando a Karen. «Karen no está», respondía la madre. «Creo que acaba de salir. No sé cuándo volverá.» Algo estaba pasando. Linda sentía un profundo temor. Habían estado siempre juntas. Ahora Karen la esquivaba y salía con otra gente. Con Ulla, Nudel, y los demás que frecuentaban el bar. Linda se sentía confusa y angustiada, pero conservaba un último resto de rabia. En todas partes notaba que la gente la miraba. ¿Qué había hecho mal? Todo iba bien mientras se había limitado a hablar de un coche rojo. Pero se había pasado al mencionar el nombre de Gøran. Como si la policía no hubiese investigado por su cuenta ya todos los coches rojos del pueblo. Luego habrían descubierto que el joven había pasado por el lugar del crimen a la hora crítica. Así fue atrapado en la red y ahora estaba luchando por salir. Pero seguro que Gøran era inocente, y en ese caso no tendría nada que temer. En opinión de Linda, era una tontería mentir a la policía. La culpa la tenía el propio Gøran.

Linda empleaba el tiempo en trazar un plan para atraer a Jacob. Por dos veces había ido a la ciudad y había estado esperando frente a la casa donde vivía el hombre, en la calle Nedre Storgate, mirando fijamente las ventanas del segundo piso. Había una estatuilla en el alféizar, pero no podía distinguirla bien y no se había atrevido a llevarse los prismáticos de su madre. Estar en una calle de la ciudad con la vista levantada hacia una ventana no llamaba la atención, pero mirar con prismáticos habría sido impensable. Lo que estaba viendo en la ventana podía ser un desnudo femenino, algo que no le gustaba nada. Era blanco y liso y resplandecía con el sol. Linda se sentía mortalmente ofendida por no haber sido tomada en serio al contar lo de ese desconocido en su jardín aquella noche. No dijo nada a su madre. La cosa ya iba mal desde antes. La madre daba a entender con toda claridad que Linda se había pasado. Habían discutido y Linda le gritó que si ella hubiera visto el asesinato con sus propios ojos seguro que se habría callado para no verse involucrada en nada. ¡Así de cobarde era la gente! Gritaba y pataleaba. La madre cerró la boca con firmeza. En realidad, estaba preocupada.

Era de noche. Linda estaba pensando. Karen debería estar ya en casa. Hacía frío y llovía, y un despiadado viento soplaba amenazante por las esquinas de la casa. A ella le gustaban las tormentas, estando en una casa iluminada y caliente. Las cortinas estaban echadas. No miraría al jardín ni una sola vez. En cuanto a Jacob, tendría que enterarse de sus turnos de trabajo para saber a qué hora volvía a su casa. Podría estar preparada, esperándolo al doblar una esquina, verlo acercarse por la acera y precipitarse hacia él con la cabeza gacha. Tal vez podía llevar algo en las manos, algo que se le caería al chocar con Jacob, para que él tuviera que agacharse a recogerlo. Una bolsa de manzanas. Rodarían cada una por un lado. Se imaginaba a ella misma y a Jacob gateando por la acera en busca de unas relucientes manzanas rojas. La boca de Jacob y sus ojos. Las manos que la acariciarían. Seguro que serían cálidas y fuertes. Al fin y al cabo, se trataba de un policía.

«Pero Linda -gritaría -, ¿qué haces tú aquí?» «Voy al dentista», contestaría ella. O algo por el estilo. Luego Jacob le pediría perdón por no haberla creído aquella noche cuando lo llamó por teléfono. Linda lo miraría a sus ojos azules y le haría entender que la había subestimado. No era una adolescente histérica, como al parecer creía. Estaba ensimismada en esos pensamientos cuando oyó un ruido sordo fuera. Al instante estaba de pie, escuchando sin respirar en mitad de la habitación. Ahora solo oía el viento. Se oía un fuerte murmullo entre los árboles. Luego otro ruido sordo. Corrió a la cocina. ¿De dónde venía ese ruido? ¿Se trataba del mismo que el otro día, o era algo distinto? Miró el teléfono, pero se contuvo. Era imposible llamar a Jacob. Otro golpe. Esta vez más fuerte aún, seguido de un tembloroso retumbo. Como si alguien estuviera golpeando algo con un mazo. Miró asustada hacia la ventana. Los golpes se repetían a un ritmo desigual. Sonaban más fuertes cuando ella estaba en la entrada, lo que significaba que provenían de la parte delantera de la casa. Por suerte, la puerta estaba cerrada con doble cerradura. Recapacitó y se esforzó por escuchar. Sonaba como cuando la puerta del cobertizo daba golpes porque habían olvidado fijar los dos ganchos por la parte de dentro. ¿Tan sencillo era? Más golpes. Se precipitó hasta el salón y levantó una tira de la cortina. A la luz del farol de fuera vislumbró el contorno del cobertizo pintado de rojo con puertas blancas. ¡Eso era! Las hojas de la puerta estaban dando violentos golpes a causa del fuerte viento. Se desplomó de alivio. Menos mal que no había llegado a llamar a Jacob con una falsa alarma. Pero sí que había sujetado los ganchos cuando metió la bicicleta esa tarde, ¿no? Estaba completamente segura. Y sin embargo, intentó ignorarlo y bajó a por periódicos a la escalera del sótano. Luego se sentó en el salón y recortó todo lo que encontró sobre el caso. Cada vez escribían menos, pero Linda quería tenerlo todo. Lo guardaría para más adelante. Para cuando estuviera casada con Jacob y lo sacaran para recordar cómo se conocieron. Las hojas de la puerta seguían dando golpes. Le resultaba irritante, pero se negaba a salir a cerrarla con ese tiempo tan horrible. Seguía recortando. Aunque conocía ya la causa de los ruidos, le molestaban. ¿Se quedaría despierta hasta muy tarde debido a esa maldita puerta? Dejó las tijeras y dio un hondo suspiro. ¿Cuánto tiempo tardaría en ponerse las botas, cruzar el patio, sujetar los ganchos por dentro, cerrar desde fuera y volver a entrar corriendo? Un minuto, tal vez. Sesenta segundos fuera, en la oscuridad. Se levantó y fue hasta la entrada. Vaciló unos instantes. Se puso las botas de agua de su madre, pues eran las que estaban más cerca. Le quedaban muy grandes. Abrió una de las dos cerraduras y oyó el murmullo constante de la lluvia. Quitó el cerrojo de seguridad. Inspiró profundamente tres veces, abrió violentamente la puerta y bajó corriendo los escalones. No hay que ponerse histérica, pensó, mientras se esforzaba por cruzar el patio con esas botas tan grandes. No pasa nada. La puerta estaba abierta de par en par. Dentro solo se veía una inmensa oscuridad. Agarró las hojas y las empujó hacia dentro. El gancho estaba arriba del todo. No llevaba linterna y en el cobertizo no había luz eléctrica. Se estiró para coger el gancho y justo en ese instante fue presa del pánico al oír un ruido. Venía del interior del cobertizo. Dio un respingo y se volvió. ¿No había allí dentro una figura que la estaba mirando? Le pareció ver un ojo que brillaba desde un rincón. El miedo y la rabia se alternaban en su interior cuando hizo un esfuerzo por alcanzar el gancho. Entonces sintió una violenta sacudida y unas manos que le apretaban el cuello. Todas sus fuerzas la abandonaron. En el borde de su campo de visión veía sus propios brazos agitarse desesperadamente. Alguien le gruñó algo al oído, y todo se volvió negro. Ya no sentía el cuerpo, solo un terrible dolor en la nuca. Algo caliente y mojado le caló la ropa. Las piernas le colgaban como si fuera una muñeca de trapo.

– ¡A partir de ahora te callarás la boca!

Linda se derrumbó, protegiéndose la cabeza con las manos mientras notaba cómo esos brazos le daban la vuelta y la dejaban boca abajo en el suelo. ¡Mamá!, gritó para sus adentros, ¡mamá, voy a morir!

El hombre le clavó una bota en la espalda y la presionó contra el suelo, pero le soltó el cuello. Linda notó un profundo dolor en la laringe mientras arañaba desesperadamente la gravilla. ¿Es Gøran?, se le ocurrió pensar. ¿Va a matarme ya? Linda no lloraba, no se atrevía a respirar. Él la había soltado y estaba haciendo algo. Me está rociando con gasolina, pensó, porque en el cobertizo había una lata de gasolina que utilizaban para el cortacésped. Me está echando gasolina encima y luego me prenderá fuego. Al día siguiente la encontrarían negra y tiesa, solo quedarían intactos sus dientes. De repente, oyó las hojas de la puerta, y todo quedó en silencio. El hombre había cerrado desde fuera. Linda permaneció inmóvil, escuchando, pensando que el hombre prendería el cobertizo con ella dentro. El cuerpo le temblaba de un modo incontrolable. No podía creer que todo hubiera pasado ya. Notó un olor que emanaba de ella, y comprendió que se había hecho pis encima. Le sobrevino una seriedad que jamás habría podido imaginar. Seguía en el suelo, sin moverse. No oía pasos, ni el motor de un coche, nada, solo el viento en los árboles y la lluvia como un murmullo constante. Estuvo así durante una eternidad, con la cara llena de arena y suciedad. No soportaba seguir allí, pero no se atrevía a levantarse, como un gato paralizado delante de los faros de un coche. Por fin reaccionó. Se levantó con mucho cuidado, vacilante sobre sus temblorosas piernas. Estaba rodeada de una oscuridad total. Levantó las manos. Le temblaban. Dio un empujón a la puerta, que cedió una pizca. Era una vieja puerta doble, con un sencillo mecanismo de cierre desde fuera. Por eso se había abierto con el viento. ¿O la había abierto él para que hiciera ruido y ella saliera? ¿Cómo sabía que estaba sola? Enseguida se acordó de que estaba sola muchas veces y de que mucha gente lo sabía. Empujó la puerta una y otra vez. Tal vez la cerradura acabaría cediendo. Era una pequeña barra de hierro que se metía en una holgada argolla. Si conseguía que las puertas se moviesen lo bastante, la barra saldría sola. De repente la puerta se abrió y Linda dio un paso atrás del susto. Miró hacia la casa. La puerta de entrada estaba abierta de par en par. ¿Estaría dentro el hombre? Salió sin hacer ruido a la gravilla, y escuchó. Cerró la puerta del cobertizo tras ella. Subió vacilante los escalones, encogida como una anciana. Echó un vistazo a la entrada. No, el hombre no podía estar allí dentro. Cogió un paraguas de la percha y golpeó con él en el suelo un par de veces. Si el hombre estuviera dentro saldría corriendo al oír que había alguien en la casa. Pero no salió nadie. Cerró la puerta y fue al salón. No había nadie en ninguna parte. Pero ¿y en el piso de arriba? Subió lentamente la escalera. Abrió las puertas de las habitaciones. Nadie. Volvió a bajar, esta vez como somnolienta, derecha al baño. Se quitó la ropa con brusquedad, la metió en la lavadora y la puso en marcha a una temperatura muy alta. Le gustaba el ruido de la máquina y el olor a detergente y a suavizante. Luego se dio una larga ducha, cerrando los ojos bajo el agua caliente. Se puso la bata y se miró al espejo. Estaba blanca como una sábana. En el cuello tenía manchas rojas.

«¡A partir de ahora te callarás la boca!»

¿A quién pertenecía esa voz? Sonaba como distorsionada, ronca e irreconocible. El hombre era más alto que ella. Mucho más alto. Gøran no es tan alto, pensó. Llamaría a Jacob. Quería protección. Ya no se sentía segura. ¿Qué diría Jacob si lo llamaba? Quizá esta vez tampoco la creería. Aturdida, se metió en la cama, y dejó la lámpara encendida. Se quedó quieta, con los ojos cerrados. Acababan de asaltarla y sabía que tenía que avisar a alguien, pero el hombre había dicho que estuviera callada. Si decía algo más, tal vez la mataría. Eso solo había sido un aviso. Miró fijamente al techo. Se acordó de cuando ella y su madre pintaron el dormitorio y llegaron al techo, que iban a pintar de color crudo. Estaban subidas en sendas sillas, pintando cada una con un rodillo. Linda había descubierto una araña y se quedó unos instantes mirándola. Su primera idea fue espantarla con un chasquido de los dedos. Pero luego decidió dejarla donde estaba. No era muy grande, pero tenía el cuerpo redondo y unas patas largas y negras. Estaba tan inmóvil como ahora ella en la cama. De repente le pasó el rodillo por encima. Al principio, con la pintura mojada, no podía ver nada. Se reía histéricamente con su madre al pensar en la araña. Pero luego la pintura se secó y debajo de la superficie blanca apareció el insecto en toda su nitidez, perfectamente fijado con las patas. Linda se preguntaba cómo sería morir de esa manera. Miraba la araña y pensaba en eso mientras esperaba que le llegara el sueño.

Pero no le llegó. Cada vez que cerraba los ojos, se quedaba sin aliento. Entretanto, lloraba por lo bajo tapándose la cara con la almohada. Pronto su madre volvería de Copenhague, ¿o era Göteborg? No se acordaba. Al final se levantó. Se puso la bata y bajó al salón. Miró tercamente el teléfono. ¿Por qué no iba a molestar a Jacob? Marcó el número deprisa, sin pensar. En el instante en que el hombre respondió, Linda miró el reloj de la pared, eran las dos. Jacob estaba somnoliento.

– ¿Linda? -dijo.

Se apreciaba irritación en su voz, pero la joven estaba preparada para ello. Al fin y al cabo, era de madrugada.

– No han sido imaginaciones mías -dijo sin aliento al auricular, aliviada de poder hablar por fin con alguien -. Me ha atacado. ¡Esta noche!

Se oyó un gran silencio al otro lado de la línea.

– ¿En tu casa? ¿Dentro?

– ¡Sí! No, en el cobertizo.

Un nuevo silencio.

– ¿En el cobertizo? -Jacob pareció dudar -. Linda, estamos en plena noche y no estoy trabajando.

– ¡Ya lo sé! -gritó ella.

– ¿Cuándo ha ocurrido?

Linda volvió a mirar el reloj.

– No lo sé seguro. Tal vez a las doce.

– ¿Y no llamas hasta ahora?

De repente, la muchacha se maldijo a sí misma por no haberlo llamado enseguida. Pero tenía que cambiarse de ropa, por si iba alguien.

– Si realmente tienes algo que denunciar, debes hacerlo al número de emergencia de la policía, pero ya que me has llamado… cuéntame lo que pasó.

Skarre estaba ya despierto del todo. La voz sonaba más despejada. Linda le habló de las hojas de la puerta que daban golpes y contó que había ido a cerrarla y un hombre apareció de golpe de la oscuridad, la agarró por la garganta, la tiró al suelo y la pisó. También le contó lo de la advertencia de que no dijera nada más. Linda se echó a llorar mientras hablaba y se tocaba la nuca dolorida.

– ¿Estás herida? -preguntó Skarre. Tenía la voz rara.

– No -respondió -. Pero podría haberme matado. Era muy fuerte.

– Y tu madre… ¿dónde está?

– Trabajando -contestó Linda con un hilo de voz.

– ¿No ha vuelto a casa?

– Llega mañana por la mañana.

– ¿Y no la has llamado para contarle lo que ha pasado?

– No -contestó Linda.

De nuevo Skarre calló. Linda podía oír su respiración a través del auricular.

– ¿Qué pudiste ver de ese hombre?

– Nada. El cobertizo está completamente a oscuras. Pero creo que era alto, muy alto. Me parece que necesito protección -añadió. Anda buscándome. Hará todo lo posible para evitar que testifique.

– No creo que tengas que testificar -dijo Jacob -. Tus observaciones no son tan importantes como para hacerlo.

– ¡Pero eso él no lo sabe! -gritó Linda.

Se mordió la lengua y volvió a callarse, por miedo a que Jacob se desesperara aún más.

– ¿Por qué no has llamado a tu madre? -preguntó Skarre muy serio.

Linda lloriqueó.

– Dice que siempre exagero.

– ¿Es verdad?

– ¡No!

– Entonces debes llamarla inmediatamente y decirle lo que ha ocurrido. ¿Ella tiene teléfono en el camión?

– Sí. ¿No puedes venir?

– Linda, has vuelto a llamar a mi casa, y en ese caso no puedo hacer nada. Puedo enviar a alguien…

– ¡Entonces no!

Skarre suspiró profundamente.

– Intenta localizar a tu madre. Estoy seguro de que puedes hacerlo. Habla con ella y entre las dos tendréis que decidir si vas a poner una denuncia.

Linda notó algo grande y pesado por dentro.

– No me crees -dijo con un hilo de voz.

– Entiendo que tengas miedo -repuso Skarre diplomáticamente -. Lo que ha ocurrido en Elvestad es horrible. Todo el mundo tiene miedo en casos así. Es normal.

Linda tenía un nudo tan grande en la garganta que no podía seguir hablando. Él no la creía. Lo notaba en su voz. Estaba irritado y le hablaba como se habla a un niño mentiroso, a pesar de que no quería herirla. Linda se sentía agotada y tuvo que apoyarse en la mesa. Las rodillas empezaron a temblarle. Todo le salía mal, hiciera lo que hiciese. Había contado lo que había visto, las dos personas en el prado que parecían estar jugando. Nunca había dicho que vio un asesinato. Había dicho que el coche se parecía al de Gøran, no que fuera el de Gøran. Le parecía que se trataba de algo importante, con tanta lata como daban en la radio y en la televisión. Ahora todo el mundo se volvía contra ella. Y cuando empezaban a ocurrir cosas, no la creían. Skarre hizo un último esfuerzo:

– Te propongo que llames a tu madre y le cuentes todo. Luego te acuestas y la esperas. Ella podrá llamar a la policía si lo cree necesario.

Linda colgó y volvió a subir a su habitación. Se sentía atontada. Luego se quedó tumbada mirando fijamente la araña. Veía enemigos por todas partes. La trataban como a una mocosa. El miedo se apoderó de ella de nuevo y todo se volvió frío. Se tapó con el edredón y apretó los ojos. No quería llamar a su madre. Quería estar sola. Quería ser invisible y no molestar a nadie. No acusar a nadie, no testificar, ni saludar, ni estar en medio. Querían librarse de ella. Ahora lo entendía. Los oídos le zumbaban. Se quedó inmóvil, esperando a que amaneciera. A las cuatro oyó la llave en la puerta y al instante unos pasos en la escalera. La puerta se abrió una pizca. Linda no dijo nada, y se hizo la dormida. La madre fue a su cuarto a acostarse. Linda encendió la luz y se acercó al espejo. Las marcas del cuello eran ya menos visibles. ¿Habría sido realmente Gøran? No parecía su voz. Además, estaba segura de que el hombre del cobertizo era más alto. ¿Cómo iba a atreverse a salir de casa nunca más? ¿A coger el autobús del instituto o a ir en bicicleta por la carretera? Tal vez él la siguiera, tal vez la vigilara. Volvió a acostarse. Transcurrieron las horas. La luz del día traspasó las cortinas y pudo oír los pájaros cantar en el jardín. Ahora que su madre estaba en casa se pudo relajar por fin. Se durmió y no se despertó hasta que notó a alguien de pie al lado de la cama. Era muy tarde.

– ¿Estás enferma? -le preguntó la madre sorprendida.

Linda le dio la espalda.

– ¿No vas al instituto?

– No.

– ¿Qué te pasa?

– Me duele la cabeza.

– ¿Por qué has puesto la lavadora a noventa grados y luego no has tendido la ropa? -quiso saber la madre.

Linda no contestó. De todos modos nadie la creía.

– Por lo menos podrías contestarme -dijo la madre.

Pero Linda seguía callada. Qué bien estar quieto y no contestar. No quería volver a contestar nunca más.

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