14

Se hizo de noche. La luz desapareció y los árboles se convirtieron en siluetas negras. Gunwald puso la correa al perro y fue caminando lentamente por la orilla del bosque. No se decidió a cruzar el prado, se mantuvo en el borde. El perro jadeaba, con la lengua colgándole del hocico.

– Ven, gordo -dijo Gunwald -. Los dos necesitamos hacer ejercicio.

Tomaron el camino que bajaba hasta el lago Norevann. Después de cien metros se detuvo y se dio media vuelta. Miró hacia atrás, al prado. El silencio le molestaba y no entendía por qué. Todo lo ocurrido le había conmocionado sobremanera. Todos los habitantes del lugar eran para él rostros conocidos. Un forastero había venido a sembrar muerte y destrucción. Si es que realmente se trataba de un forastero. Gunwald nunca había tenido miedo a la oscuridad. Sacudió la cabeza y siguió andando. Era el paseo que hacía todas las noches. Le hacía sentir que había cumplido con su rollizo perro. El animal le hacía mucha compañía. Seguramente no tenía una gran personalidad, no era un perro de exhibición, ni tampoco era muy obediente. Solo era una compañía callada, unas patas que se movían, ladridos familiares cuando alguien se movía por las cercanías de la casa. Ya se había acabado el camino, y Gunwald se adentró en una explanada verde que bajaba hasta el agua. Sus pasos se volvieron silenciosos. El cielo sobre él respiraba, notaba que los pelos de la cabeza se le movían. De repente oyó un sonido familiar. El motor de un coche apenas perceptible, pero que se acercaba rápidamente. Miró el reloj. Un coche por los alrededores del lago Norevann tan tarde, qué raro… Se escondió entre los árboles y esperó, mientras el perro hacía sus necesidades. Gunwald no entendía por qué de repente sentía miedo. Era ridículo, había andado por allí durante años, como muchos otros, con y sin perro. Escuchó atentamente el sonido del coche. Se acercaba, deslizándose lentamente, casi vacilante, por el camino de carruajes. Se detuvo. Los faros iluminaron el agua con una fría luz de halógeno azul blanquecina. Se apagaron y todo volvió a quedar sumido en la oscuridad. Emergió una figura que sacó algo del maletero del coche y luego fue hacia el istmo. Gunwald retrocedió entre los árboles y pensó: Ahora el perro se pondrá a ladrar. Pero no lo hizo; también él se quedó esperando. A la débil luz del cielo, Gunwald vio la silueta de un hombre en la punta del istmo, con algo grande y pesado en la mano. Parece una maleta, pensó. La persona se volvió y miró a su alrededor. Luego lanzó algo con mucha fuerza y se oyó el ruido al caer al agua. Gunwald notó cómo le latía con fuerza el corazón. El perro permanecía a su lado, como hechizado. El hombre volvió rápidamente al coche. El que la gente tire cosas al agua seguramente no significa nada, pensó Gunwald. Y sin embargo estaba temblando. Aquel coche que había surgido de la nada y aquel hombre mirando a uno y otro lado lo habían asustado. Ya había llegado al coche. Durante unos instantes se quedó mirando fijamente la penumbra, mientras Gunwald se agachaba entre los árboles. El perro estaba como contagiado por el miedo de su amo, como si se hubiera congelado. Las orejas se le erizaron. El hombre arrancó y dio marcha atrás. Describió una curva cerrada y enderezó el coche. Desapareció camino arriba, hacia la carretera principal. Gunwald estaba completamente seguro. El hombre era Einar Sunde.


Permaneció mucho tiempo sentado en su sillón, pensando. ¿Debería informar sobre lo que había visto? Si no recordaba mal, había leído en el periódico algo sobre una maleta desaparecida. Pero se trataba de Einar, un hombre al que conocía desde siempre, un padre de familia muy trabajador, con una conducta irreprochable. Era cierto que corrían rumores sobre que su matrimonio iba mal, y que su mujer tenía secretos que guardar. Gunwald era generoso, no juzgaba a la gente por esas cosas. Seguramente Einar se había librado de su basura, lo que no era exactamente legal, pero no se llamaba a la policía por algo así. Si llamaba, querrían saber quién era. Alguien podría usarlo en su contra más adelante. Y Einar no había matado a una mujer indefensa, claro que no. Estaba seguro de ello. Pero tal vez era importante. ¿Por qué habría tirado una maleta al agua? Si realmente era una maleta. Podría llamar y permanecer en el anonimato. Por lo visto, era legal. Cerró los ojos y volvió a ver en su interior el contorno de aquella figura. De repente, se quedó helado. Se levantó, sacó una botella de brandy del armario y se sirvió una generosa copa. No quería verse mezclado en ese tipo de asuntos. Pero la joven Linda Carling, que pasó por el lugar en bicicleta, sí que contó todo lo que vio, sin reservas. Pero ella era joven y estaba llena de energía. Él era viejo, mucho más de sesenta. ¿Y si llamaba y decía: «Alguien estuvo en la punta del istmo y tiró algo al lago Norevann»? «Yo estaba dando un paseo con mi perro. No sé quién era y no vi lo que tiraba, pero puede que fuera una maleta.» Entonces tal vez rastrearan el lago y encontraran algo. Y si era un saco con basura, entonces no habría pasado nada. Llamaría enseguida y diría solo eso. No mencionaría el nombre de Einar. Bebió más brandy. Y además, aunque fuese el coche de Einar, no era seguro que fuera él quien lo conducía. Einar tenía un hijo que de vez en cuando lo usaba: Ellemann. Podría tratarse de Ellemann Sunde. Pero él era bajo, y el hombre que había visto era alto. Estaba seguro de que se trataba del coche de Einar. Gunwald no se había fijado en la matrícula, pero conocía bien la parte trasera de ese vehículo, que siempre estaba aparcado delante del bar con la parte trasera hacia la carretera. Un Sierra familiar. Lo veía todos los días desde su tienda. ¿Esa línea de teléfono abierta al público funcionaría a esas horas de la noche? Bebió un poco más de brandy. Resultaba difícil acostarse sin podérselo contar a nadie. Pensó que Einar nunca tiraría basura al lago. Fuera del bar tenía un enorme contenedor que la empresa Vestengen Transport vaciaba una vez al mes. Gunwald nunca lo había visto lleno. Dentro había vasos de cartón y estiropor y filtros de café. Miró al perro. Le acarició la cabeza.

– Llamaremos mañana. Ahora es muy tarde. No ladraste -susurró, incrédulo. -No entiendo por qué, tú eres un perro muy ladrador…


Había unos cinco metros de profundidad y el agua estaba muy turbia. Dos hombres rana estaban trabajando. Desde la punta del istmo, Sejer miraba a aquellas dos figuras serpentear como enormes peces. Skarre se acercó a él.

– Háblame de Gøran Seter -dijo Sejer.

Skarre asintió.

– Un joven guapo. Diecinueve años. Único hijo de Torstein y Helga Seter. Vive en casa de sus padres. Trabaja en un taller de carpintería. Estuvo en un gimnasio de la ciudad el día veintiuno por la tarde, el gimnasio Adonis. Pasó por delante de Hvitemoen sobre las ocho y media.

– ¿Y luego?

– Estuvo con su novia Ulla. Hicieron de canguro en casa de la hermana de ella.

– ¿Cómo reaccionó a tus preguntas?

– Se mostró muy dispuesto a contestar. Pero vi que tenía un par de arañazos en la cara. Heridas medio curadas.

Sejer levantó la mirada.

– No me digas. ¿Le preguntaste por ellas?

– Estuvo jugando con su perro. Tiene un rottweiler.

– Lo del gimnasio… el entrenamiento… ¿se lo toma muy en serio?

– Seguro que sí. Estamos hablando de un verdadero cachas. De cerca de cien kilos, probablemente.

– ¿Te cayó bien?

Skarre se rió. Sejer hacía a veces unas preguntas muy raras.

– Sí. Más bien sí.

– Tenemos que cotejarlo con la declaración de su novia.

– Así es.

– He estado pensando en algo -prosiguió Sejer -. ¿Quién pasea por la noche? Por la noche tarde, aquí, junto al lago. ¿Gente con perro?

– Seguro que sí -contestó Skarre.

– Si yo viviera donde Gunwald, vendría justo aquí a pasear al perro.

– No creo que ese hombre le dé muchos paseos. Su perro está gordísimo.

– Pero debemos hablar con él. Si fue él quien llamó, se va a romper como el cristal a la menor presión. No es muy valiente.

– ¿Como el cristal?

– Veremos lo que encontramos.

– Estuvo muy raro al teléfono -dijo Skarre -. Como si estuviera recitando algo que se había aprendido de memoria. Luego colgó bruscamente, muy asustado.

– ¿Que piensas?

– Creo que mintió. Dijo que solo había visto la figura de un hombre. A lo mejor vio claramente quién era. Y eso lo asustó. ¿Tal vez porque es alguien que conoce?

– Exactamente.

Sejer miró fijamente el fondo del lago. Subían burbujas, que estallaban en la superficie. Uno de los hombres rana asomó fuera del agua y nadó hacia la orilla.

– Allí hay algo. Parece una caja.

– ¿Podría ser una maleta? -preguntó Sejer.

– Podría ser. Es pesada. Necesitaremos cuerda.

Le facilitaron un rollo de cuerda de nailon y volvió a desaparecer. Los hombres de la orilla contuvieron el aliento. Sejer, de pie, inclinado hacia delante, forzó la vista de tal manera que se mareó.

– Están emergiendo. Ya la tienen.

Dos técnicos daban pequeños tirones a la cuerda. Algo apareció bajo la superficie. Pudieron ver el asa a la que estaba atada la cuerda verde. Sejer cerró los ojos de la alegría. Cogió el asa y ayudó a subir la enorme maleta a tierra. Durante unos instantes permaneció empapada y reluciente sobre la hierba. Era una vieja maleta de escay marrón con sólidas asas. Atado a la maleta había un cartapacio marrón del mismo material. Una placa con el nombre estaba pegada al asa, pero las letras se habían borrado con el agua. Sejer se sentó en la hierba y contempló la maleta. Pensó en Jomann al instante.

– ¿Le ha entrado mucha agua? -preguntó Skarre.

– Bastante. Es una maleta vieja y desgastada.

Sejer la levantó.

– Joder, pesa muchísimo. No entiendo cómo esa mujer podría caminar por la carretera con ella.

– Si es que lo hizo. Estuvo en el bar tomando un té. Solo Einar Sunde la vio abandonar el lugar.

– Pero fue asesinada en el lugar en el que la encontraron -le recordó Sejer.

– ¿Y si eran dos? ¿Y si había ya un cliente en el bar cuando llegó Poona?

– ¿Y los dos intentaron algo con ella y luego uno de ellos se fue a rematar la faena?

– Sí, algo así.

Sejer metió la maleta con mucho cuidado en el coche.

– Skarre, nosotros vamos a examinar su contenido. Tú ve a ver a la novia de Gøran Seter.

– De acuerdo, jefe.

Sejer puso los ojos en blanco.

– Trabaja en el centro comercial, en la perfumería -dijo Skarre.

– Encaja bien, ¿verdad? Un cachas y una maquilladora, muy de libro.

– Vete ya -le ordenó Sejer.

– ¿Por qué te pones pesado ahora?

– Dijiste que el joven tenía arañazos en la cara. Comprueba su coartada.


La maleta no estaba cerrada, sino asegurada con dos anchas tiras. Sejer abrió la tapa. Aparecieron ropa y zapatos empapados. Permaneció unos instantes mirando los exóticos colores. Turquesa, amarillo limón, naranja. Y ropa interior que parecía completamente nueva, colocada en bolsas transparentes. Dos pares de zapatos. Un neceser de flores. Una bolsa con elásticos para el pelo de diferentes colores. Cepillo. Bata de color rosa, resplandeciente como la seda. La ropa estaba cuidadosamente doblada y empaquetada. Los efectos personales parecían solos, abandonados y fuera de lugar en la sala de reuniones de la comisaría. Los objetos dejaron a todos sobrecogidos. Todas aquellas cosas que ella iba a colocar en los cajones del dormitorio de Jomann. El cepillo en la cómoda, el neceser en el baño. Los zapatos en un armario. En su imaginación, la mujer se había visto deshaciendo el equipaje con la ayuda de su marido. Le faltaban mil metros cuando murió.

En el cartapacio marrón encontraron los papeles de Poona. Seguro de viaje y pasaporte. En la foto era muy joven, casi una adolescente. No sonreía.

– Esto pertenece a Jomann -dijo Sejer -. Tratadlo con cuidado. Es todo lo que le queda.

Los hombres asintieron. Sejer pensó en su mujer, Elise. Su cepillo del pelo seguía en un estante debajo del espejo, llevaba allí trece años y no podía quitarlo. Todo lo demás ya no estaba. La ropa y los zapatos. Las joyas y los bolsos. Pero sí el cepillo del pelo. Tal vez Jomann también dejara el cepillo del pelo en un estante debajo del espejo. Abandonó la sala y fue a llamar al hospital. Le confirmaron que Jomann estaba sentado junto a la cama de su hermana.


Había mucha gente en el centro comercial. Es extraño que Gunwald logre sobrevivir, pensó Skarre. Buscó la perfumería y encontró un mostrador entre la sección de manualidades y la de llaves. Una joven estaba sentada detrás, leyendo. Skarre repasó con la vista los frascos, tarros, tubos y cajas. ¿Para qué se emplearía todo eso?, se preguntó. Había un pequeño estante reservado a los hombres. Examinó los frascos y miró de reojo a la joven Ulla.

– ¿Qué me recomiendas para oler bien? -preguntó.

Se apresuró a atenderlo, y lo observó con ojos de profesional.

– Hugo Boss está bien. Y Henley. Depende un poco de si quieres llamar la atención o no.

– Me gustaría llamar la atención -dijo Skarre convencido.

La joven cogió un frasco del estante. Lo abrió y echó unas gotas en la muñeca del hombre. Él olió obedientemente y le sonrió.

– Vaya, vaya -dijo sonriente -. Esta sí que es fresca. ¿Cuánto cuesta?

– Trescientas noventa coronas -contestó ella.

Skarre se atragantó con la saliva.

– No olvides que detrás de un aroma como este hay años de investigación -dijo ella con aire muy profesional -. Intento y error durante una eternidad, hasta que se alcanza el resultado definitivo.

– Mmm… -dijo Skarre -. ¿Tú eres Ulla?

Lo miró sorprendida.

– Sí, soy yo.

– Policía -dijo Skarre -. Seguro que sabes por qué estoy aquí.

Ulla tenía los hombros muy anchos y un pecho impresionante. Parecía auténtico. Por lo demás, era delgada y de piernas largas. Iba muy maquillada.

– Pues temo decepcionarte -dijo -, pero no sé nada sobre lo de Hvitemoen.

– No contaba con ello -contestó Skarre sonriente -, pero así es como trabajamos. Miramos debajo de las piedras.

– Debajo de mis piedras no hay ningún bicho -dijo haciéndose la ofendida.

Skarre se rió, un poco avergonzado.

– Seguro que no. Solo intento impresionar, pero no siempre tengo éxito. ¿Hay algún sitio donde podamos hablar tranquilamente?

– No puedo moverme de aquí -se apresuró a decir la joven.

– ¿No puedes pedirle a alguien que se quede un momento?

La joven miró a su alrededor. En la sección de panadería había dos chicas que no tenían nada que hacer. Ulla hizo señas a una de ellas, que acudió corriendo.

– Hay un rincón para tomar café. Podemos sentarnos allí.

Las sillas eran horribles, de hierro fundido. Skarre solucionó el problema sentándose en el borde e inclinándose hacia delante.

– Es mera formalidad. Estamos investigando a la gente para dejarla fuera del caso. ¿Lo entiendes? Intentamos averiguar dónde se encontraba cada uno la tarde del veinte. Y qué pudo haber visto.

– Ya. Pero yo no vi nada. -La chica lo miraba expectante.

– Está bien, pero de todos modos tengo que preguntarte. ¿Dónde estuviste la noche del veinte?

Ulla reflexionó.

– Primero fui al gimnasio, a Adonis. Con un conocido.

– ¿Qué conocido?

– Un tal Gøran.

A Skarre le pareció que la joven empleaba un extraño vocabulario para referirse a su novio, pero no dijo nada.

– Acabamos sobre las ocho, creo. Cogí el autobús desde el centro a casa de mi hermana, que vive a diez kilómetros de Elvestad. Está casada y tiene un niño de dos años. Estuve haciendo de canguro -explicó.

– Entiendo. ¿Hasta qué hora estuviste allí?

– Hasta medianoche, más o menos.

– Y… ese tal Gøran, ¿estuvo contigo?

– No -contestó escuetamente -. No necesito compañía para cuidar de un niño de dos años. Estuve viendo la tele y volví a casa en el último autobús.

– ¿Así que tu novio no te acompañó?

Ella le lanzó una mirada fulminante.

– ¿Novio? ¿Quién dice que es mi novio?

– Gøran -respondió Skarre.

– No tengo novio -dijo Ulla.

Skarre apoyó la barbilla en las manos y la miró. La joven llevaba en una mano una bonita sortija con una piedra negra.

– ¿No eres la novia de Gøran Seter? -preguntó tranquilamente.

– Lo era -contestó ella, y Skarre percibió resignación en su voz.

– ¿Lo habéis dejado?

– Sí.

– ¿Cuándo?

– Justo ese día -contestó -. El veinte, después del gimnasio. No quería saber nada más de él.

Transcurrieron unos largos segundos mientras Skarre digería la información y se daba cuenta de su importancia.

– Ulla -dijo en voz baja -, perdona pero tengo que hacerte unas preguntas muy personales. Necesito saber algunos detalles relacionados con tu ruptura con Gøran.

– ¿Por qué? -preguntó ella, insegura.

– No puedo decírtelo. Por favor, cuéntame lo que puedas. Exactamente, ¿cuándo y cómo sucedió?

– ¿Por qué tengo que hablar de ello?

– Entiendo que pienses que no me concierne. Pero no es así.

– Ninguno de nosotros tenemos nada que ver con el asunto. No me apetece decir nada.

La chica volvió a cerrarse en banda. Skarre seguía sonsacándole.

– No hace falta que entres en detalles. Basta con que me hagas un breve resumen de cómo sucedió.

Skarre clavó sus ojos azules en los ojos verdes de Ulla. Solía funcionar, y la chica no fue una excepción.

– Llevábamos juntos casi un año. Solíamos entrenar juntos en Adonis. Yo no siempre voy tres veces a la semana, Gøran sí. Me recogía e íbamos juntos en su coche. Entrenábamos un par de horas. La tarde del veinte estuvimos en Adonis y yo ya había decidido dejarlo. Esperé a que hubiéramos acabado de entrenar. Nos fuimos cada uno a nuestro vestuario. Yo temblaba solo con pensar en lo que iba a decirle -admitió -. Decidí aplazarlo. Buscar una ocasión mejor. Pero a pesar de todo, luego se me escapó. Nos vimos a la entrada como de costumbre. Él se compró una Coca-Cola y yo un Sprite. Nos los bebimos fuera. Entonces se lo dije. Que no quería seguir. Que cogería el autobús para volver a casa.

Los pensamientos de Skarre volaron en todas las direcciones.

– Ulla -preguntó -, ¿cómo iba vestido después del gimnasio? ¿Lo recuerdas?

Ulla lo miró desconcertada.

– A ver si me acuerdo. Una camiseta de tenis, de esas con cuello, blanca. Y pantalones Levi’s negros. Es lo que suele llevar.

– ¿Cómo reaccionó?

– Se puso pálido. Pero no podía hacer nada. Si se ha acabado, se ha acabado. De manera que no dijo nada. Simplemente se fue pitando y se metió en su coche.

– ¿Dijo adónde iba?

– No. Pero me quedé un rato mirando cómo desaparecía. Recuerdo que llamó por el móvil. Luego se marchó. Las ruedas chirriaron.

– Ulla -dijo tranquilamente Skarre -. Volveremos a hablar contigo. Pero no debes preocuparte, ¿comprendes?

– Sí -contestó la joven, muy seria.

– Ya puedes volver a tu trabajo -dijo.

Skarre salió del centro comercial y se sentó en el coche. Tamborileó sin cesar sobre el volante. Gøran Seter no había hecho de canguro con Ulla. Ella había roto. Lo había rechazado. De camino hacia su casa pasó por Hvitemoen. Iba solo en su Golf rojo y llevaba una camiseta blanca.

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