8

El rostro bien perfilado de Konrad Sejer estaba siempre serio. Muy poca gente lo había visto reírse abiertamente, y aún menos lo había visto furioso. Sin embargo, su expresión era tensa, sus ojos grises permanecían alertas, lo que denotaba seriedad, interés y ardor. Mantenía a sus colegas a distancia, con la excepción de Jacob Skarre. Sejer le llevaba veinte años, y sin embargo a menudo se les veía a los dos inmersos en profundas conversaciones. Skarre con una gominola en la boca; Sejer chupando una pastilla Fisherman’s Friend. Además, Skarre era el único en la comisaría que lograba llevarse al inspector jefe a tomar una cerveza después del trabajo. Algunos opinaban que Sejer era huraño y arrogante. Skarre sabía que era tímido. En presencia de otros, Sejer llamaba siempre a su colega por su apellido, Skarre. Únicamente cuando estaban solos lo llamaba Jacob.

Sejer se detuvo junto a una fuente. Se agachó sobre el chorro y sorbió el agua fría. Sentía cierta inquietud. Podría ser que el hombre que estaba buscando fuera un tipo agradable. Con los mismos deseos y sueños que él mismo tenía. Había sido niño. Alguien lo había querido mucho. Estaba atado a alguna otra persona con obligaciones y responsabilidad, y a un lugar en la sociedad que pronto perdería. Sejer prosiguió su camino. No pensaba mucho en él mismo ni en sus propios asuntos. Pero muy dentro de su correcta figura se escondía una gran curiosidad por los seres humanos, por saber quiénes eran y por qué actuaban del modo en que lo hacían. Si alguna vez capturaba al culpable y entendía que realmente se había visto presionado a hacer lo que había hecho, era capaz de cerrar el caso y archivarlo. Esta vez no lo sabía. La mujer no solo había sido asesinada, la habían destrozado a golpes. Robarle a alguien la vida era en sí muy dramático. Destrozar luego el cuerpo era una salvajada. Sejer albergaba pensamientos contradictorios sobre el concepto de criminalidad. En especial, le interesaba todo lo que aún no se sabía.

Había una mujer en su vida: la psiquiatra Sara Struel. Ella entraba y salía de la casa de Sejer cuando le apetecía, puesto que tenía su propia llave. Él siempre notaba una pequeña emoción cuando alcanzaba el último escalón después de haber subido los trece pisos del edificio. Por la estrecha rendija entre la puerta y el marco podía saber si ella estaba dentro. Además, tenía a su perro Kollberg. Era su único capricho. Por las noches, de vez en cuando, el enorme animal se metía en su cama. Entonces, Sejer se hacía el dormido, fingiendo no darse cuenta. Pero Kollberg pesaba setenta kilos y el colchón cedía ruidosamente cuando se acomodaba a los pies de la cama.

Atravesó el pasillo que conducía a la sala de guardia. Entró y saludó brevemente a Skarre y a Soot, que estaban sentados junto al teléfono de la línea abierta al público.

– ¿Sabemos ya quién es ella?

– No.

Miró el reloj.

– ¿Quién está llamando?

– En su mayoría gente ávida de notoriedad.

– Siempre es así. ¿Algo de interés?

– Observaciones de coches. Dos personas vieron un coche rojo en dirección a Hvitemoen. Una persona vio un taxi negro que se dirigía a gran velocidad a la ciudad. No hay apenas tráfico en ese trayecto, excepto entre las cuatro y las seis. Algunas quejas sobre los periodistas. Y por lo demás, ¿hay alguna novedad?

– Se están escribiendo los informes de la investigación puerta a puerta. Se han enviado todas las pruebas al laboratorio -contestó Sejer -. Han prometido darnos prioridad. Cuarenta personas están trabajando en el caso. El culpable no escapará.

Estudió la lista de las llamadas recibidas. Casi todos los números empezaban por las mismas cuatro cifras, lo que significaba que la mayoría procedía de Elvestad o sus alrededores. Justo en ese momento, el teléfono sonó. Skarre pulsó el botón de los altavoces y se oyó una voz:

– Llamo de Elvestad. Mi nombre es Kalle Moe. ¿Estoy hablando con la policía?

– Así es.

– Es por el caso de Hvitemoen.

– Lo escucho.

– Se trata de un amigo mío. O mejor dicho, de un conocido mío. Es una persona excelente, y por eso he estado dudando mucho de si llamar o no. No quiero crearle problemas.

– Sin embargo, nos ha llamado. ¿Puede ayudarnos?

Sejer estudió la voz del hombre. Pertenecía a una persona entrada en años, y sonaba muy nerviosa.

– Tal vez. Bueno, ese conocido mío vive solo, y así ha sido siempre. Hace algún tiempo se fue de vacaciones. A la India.

La palabra «India» despertó la atención de Sejer.

– Ah, ¿sí?

– Luego volvió a casa.

Skarre esperaba. Se hizo el silencio un momento. Soot sacudió la cabeza, desesperado.

– Y el veinte de agosto por la tarde me llamó porque necesitaba ayuda.

– ¿Necesitaba ayuda? -preguntó Skarre con el fin de darle un pequeño empujón a aquel relato tan lento.

– Su hermana estaba ingresada en el hospital por un accidente de tráfico. Con graves lesiones.

El hombre volvió a tomarse un respiro. Skarre alzó los ojos al cielo, y Sejer se puso un dedo sobre los labios.

– Tenía que ir al hospital inmediatamente, claro, y quedarse con ella. Es tremendo. Entonces me llamó a mí porque en realidad él debería haber ido a Gardermoen.

– ¿A Gardermoen? -preguntó Skarre, muerto de curiosidad.

– Esperaba una visita del extranjero. Me crea o no, me contó que en esos quince días que había pasado fuera le había dado tiempo a casarse.

Skarre esbozó una sonrisa.

El tono entusiasmado de su voz reflejaba claramente la reacción del hombre ante algo tan poco usual.

– De modo que esa mujer a la que yo tenía que ir a buscar era, en otras palabras, su esposa. Su esposa india.

Sejer y Skarre se miraron.

– Exactamente -sonrió Skarre, contagiado ya por el entusiasmo del hombre.

– Pero lo que pasó es que no la encontré.

Los tres hombres escuchaban atentamente. El hombre continuaba, cada vez con más esfuerzo, con la minuciosa historia. Intuían que se trataba de algo importante, de algo que podía ser el primer paso hacia la solución.

– Debería haber aterrizado a las seis -dijo la voz -. Pero nunca apareció.

– ¿Por qué no llama él? -preguntó Skarre.

– Eso es lo que me preocupa. Lo llamé más tarde para preguntarle si ella había llegado. Quizá había cogido otro taxi. Yo conduzco un taxi aquí en Elvestad -explicó -. El único. O tal vez la mujer estaba en un hotel o algo así. Y entonces me respondió con evasivas. Creo que ni siquiera se atreve a pensar en esa posibilidad. No está normal, todo esto debe de haber sido demasiado para él, con lo de la hermana y todo. Por eso llamo.

– ¿Cómo se llama él? -preguntó Skarre mientras buscaba un bolígrafo.

– Gunder Jomann. Vive a unos kilómetros del centro de Elvestad, en la calle Blindveien, número dos. La única casa que hay allí. No sé si estará ahora, es probable que se encuentre en el hospital. Pero, como ya he dicho, estoy preocupado. Tal vez la mujer haya intentado llegar aquí por su cuenta, ya que Jomann no fue a recogerla, como ella esperaba. Y le haya pasado algo en el camino.

– Entiendo -dijo Skarre -. ¿Sabe cómo se llama ella?

– Sí -contestó -. Lo tengo anotado en un papel. Pero ahora llevo otra camisa. Me lo metí en el bolsillo del pecho.

– ¿Podría usted encontrar esa nota? -preguntó Skarre.

– Es posible que esa camisa esté en la lavadora. ¡Qué fastidio! -añadió -. No van a ir ustedes a su casa ahora mismo, ¿no? -prosiguió.

– En absoluto -dijo Skarre muy decidido.

Soot, que estaba a su lado, volvió a sacudir la cabeza.

Skarre estudió la dirección.

– Le agradecemos de veras su ayuda. Comprobaremos lo que nos ha contado.

Colgó. Se miraron.

– Démonos prisa -dijo Sejer.


Las potentes luces de un coche barrieron el patio. Gunder se sobrecogió. ¿Sería Karsten? Se rascó la calva con las dos manos y salió a la entrada. Abrió vacilante la puerta. Al ver el coche de policía, retrocedió un paso. Sejer subió la escalera con una mano extendida.

– ¿Jomann?

– ¿Sí?

Le saludó con un apretón de manos firme.

– ¿Podemos entrar un momento?

Gunder entró primero y se quedó de pie en el salón. Miró a los dos hombres. Uno de ellos medía cerca de dos metros y era más o menos de la misma edad que él. El otro era mucho más joven, con el pelo rubio y rizado.

– ¿Sabe por qué hemos venido? -preguntó Sejer.

Gunder tartamudeó:

– Tendrá que ver con el accidente, ¿no?

– ¿Se refiere al de su hermana?

– Sí.

– Es muy triste lo que le ha ocurrido -dijo Sejer -. ¿Cómo está ella ahora?

– Su marido acaba de llegar de Hamburgo. Ahora está con ella. Ha prometido llamar. Ella sigue en coma.

Sejer dijo:

– Bueno, se trata de otro asunto.

Gunder notó cómo se le desencajaba la cara.

– Entonces siéntense -dijo en voz baja.

Extendió las manos en un gesto de desamparo. Su cuerpo estaba en tensión. Daba la sensación de querer esconderse. Sejer y Skarre se sentaron en el sofá y contemplaron el salón, ordenado y limpio. De repente, Gunder se acercó al escritorio. Sejer vio cómo acariciaba algo en la pared.

– Perdonen -dijo Gunder, y volvió enseguida -. Tenía que anotar algo importante. Están sucediendo demasiadas cosas estos días. Suelo ser muy ordenado, pero, ya saben, a veces ocurren tantas cosas que te alcanzan como el granizo y te dejan completamente fuera de juego…

Se mordió el labio y los miró asustado.

Sejer miró a Jomann a los ojos.

– ¿Ha llegado sana y salva?

Gunder tragó saliva.

– ¿Mi mujer?

– Sí -contestó Sejer -. Su mujer india. Tenemos entendido que esperaba su llegada al aeropuerto de Gardermoen el día veinte, y que envió a un conocido suyo a buscarla. ¿Ha llegado?

Sejer sabía la respuesta. Gunder vaciló. Su inmensa aflicción impresionó a los dos policías.

– ¿Los ha llamado Kalle? -preguntó con un hilo de voz.

– Sí -contestó Sejer -. Tal vez podamos ayudarle.

– Ayudar… -dijo Gunder-. ¿Cómo van a ayudarme? Últimamente todo ha ido mal. Llevo varios días sin ir a trabajar. Nadie sabe si Marie va a despertar o cómo estará su cabeza si despierta. Solo la tengo a ella -añadió.

– Sí -dijo Sejer -. Y a su mujer. Tengo entendido que está usted recién casado. Es así, ¿no?

Gunder volvió a enmudecer. Sejer le dejó seguir en silencio.

– Supongo que sí -dijo en voz baja.

– ¿Se casó usted en un viaje a la India?

– Sí.

– ¿Y cómo se llama ella? -preguntó Sejer amablemente.

– Poona -contestó Gunder-. Poona Bai Jomann.

Se le notaba un atisbo de orgullo en la voz.

– ¿Tiene usted alguna idea de por qué no ha llegado como estaba previsto?

Gunder miró fijamente por la ventana unos instantes.

– En realidad, no.

– ¿Qué ha hecho usted hasta ahora para encontrarla?

– No mucho. No sé muy bien qué hacer. ¿Debo salir a la carretera a buscarla? Y luego está lo de mi hermana, eso ha podido conmigo.

– ¿Su mujer tiene parientes?

– Solo un hermano mayor. En Nueva Delhi. Pero no recuerdo su nombre.

De repente, se sintió avergonzado. ¡Olvidarse del nombre de su cuñado!

Sejer notó un incipiente malestar en el estómago.

– ¿Qué cree usted que puede haberle pasado?

– ¡No lo entiendo! -gritó Gunder con una súbita vehemencia -. ¡Pero sí entiendo que usted cree que es ella la que han encontrado en Hvitemoen!

Empezó a temblar con fuerza. Skarre bajó la vista, y pensó: No conocemos a este hombre. Está profundamente apenado, pero no sabemos por qué.

– No lo creemos -dijo Sejer -. Lo que sobre todo deseamos es descartarla. A veces es así como trabajamos. No sabemos quién es la víctima, y eso nos inquieta. Queríamos hacerle unas preguntas sencillas. Seguramente vamos a poder decidir aquí y ahora si hay que llevar a cabo una investigación más exhaustiva o no.

– Sí -dijo Gunder, procurando tranquilizarse.

– En primer lugar, ¿tiene usted alguna foto de su mujer?

Gunder miró en todas direcciones.

– No -mintió.

– ¿No?

– No nos dio tiempo a hacernos una foto de la boda. Catorce días no dan para tanto -añadió, seco.

– No. Claro que no. Pero yo me refería más bien a una foto cualquiera. Una que usted haya tomado en otro contexto.

– No. No tengo ninguna.

«Está mintiendo. No nos la quiere enseñar.»

– Pero estoy seguro de que usted puede describírnosla. A lo mejor no hace falta nada más.

Gunder cerró los ojos.

– Es guapa -dijo, y en su boca se dibujó una amplia sonrisa -. Bastante delgada y ligera. No es en absoluto grande. Las mujeres indias no son muy grandes. No tan grandes como las noruegas, quiero decir.

– Es verdad -dijo Sejer, sonriendo. Le resultaba simpático ese hombre tímido y la manera tan sencilla en la que se expresaba.

– Tiene los ojos y el pelo negros. Tan largo que le llega hasta la cintura. Lo lleva siempre recogido en una larga trenza.

Los dos hombres asintieron con la cabeza. La cara de Sejer expresaba preocupación.

– ¿Cómo suele ir vestida?

– Normal. Como las mujeres noruegas. Excepto en ocasiones especiales. Lleva sandalias. Allí en la India las lleva todo el mundo. Sandalias de tacón bajo, marrones. Trabajaba en un restaurante Tandoori y necesitaba un calzado cómodo. Pero cuando quería ir bien vestida llevaba otro tipo de ropa y otro calzado. Cuando nos casamos llevaba un sari y sandalias doradas.

Se hizo un silencio absoluto en el salón de Gunder.

– Por otro lado -se apresuró a decir, porque ese silencio le infundía miedo -, muchas mujeres indias llevan trenzas largas y sandalias.

– Así es -dijo Sejer en voz alta -. ¿Y por lo demás? -preguntó -. ¿Quiere contarnos algo de su estancia en la India?

Gunder lo miró confuso. Pero le hacía bien hablar de Poona a alguien que quería escucharlo.

– ¿Cómo celebraron ustedes la boda? -preguntó Sejer.

– Con una gran sencillez. Solo nosotros dos. Estuvimos en un restaurante muy bueno que Poona conocía. Cenamos con postre, café y todo. Luego paseamos por un parque e hicimos planes sobre lo que íbamos a hacer aquí en la casa y el jardín. Poona prefiere trabajar. Habla bien el inglés y es muy trabajadora. No hay muchas chicas noruegas con tanto ímpetu, se lo aseguro. -Gunder se sonrojó -. Y me había comprado un regalo. Una tarta del amor, tuve que comérmela entera. Era horrible, dulzona y empalagosa, pero conseguí tragármela. Bueno, tratándose de Poona, habría devorado un elefante indio si ella me lo hubiera pedido.

Se sonrojó ante su propia confidencia. Sejer sintió una gran tristeza.

– Y ¿usted qué le regaló a ella? -preguntó Skarre con una sonrisa.

– Tengo que admitir que iba bien preparado -contestó Gunder-. Pensé que tal vez conocería a alguien. Sabía lo que me esperaba, sabía lo bonitas que son las mujeres indias. No en vano he leído unos cuantos libros. Me llevé una alhaja. Un broche noruego -añadió.

El silencio en el pequeño salón era absoluto.

– Jomann -dijo Sejer en voz baja -. Con el fin de no pasar por alto ningún detalle en este caso tan complicado, le ruego que nos acompañe.

Gunder se puso pálido.

– Es muy tarde -murmuró -. ¿No podría ser mañana?

Le pidieron que se pusiera la chaqueta. Lo esperaron fuera mientras avisaban a la comisaría. Gunder Jomann iría a examinar las alhajas de la víctima, los pendientes, los anillos y el broche. Los dos hombres estaban esperando delante de la casa cuando vieron pasar un coche a escasa velocidad. Se detuvo frente al buzón de Gunder y vieron cómo el conductor leía el nombre de la placa.

– Periodistas -dijo Sejer frunciendo el ceño -. Están en todas partes.

– Duermen en su coche -dijo Skarre preocupado.

Se volvió hacia Sejer.

– Está muy orgulloso de su mujer india.

Sejer asintió con la cabeza.

– ¿Por qué no nos llamó?

– Porque se niega a creerlo.

Gunder salió. Se había puesto una americana de tweed marrón y se paró un momento a tocarse los botones, como un niño desganado que no quiere marcharse. Así que iba a ver unas alhajas. Suponía que no podía negarse. Y sin embargo, estaba irritado. Además, estaba cansado y tenía muchas cosas en que pensar. Pero claro, era horrible que nadie supiera quién era esa mujer.

No hablaron mucho durante la media hora que tardaron en llegar al juzgado. Sejer salió y le abrió la puerta a Gunder, que pensó que en toda su vida no había hablado ni una sola vez con un policía. Bueno, un rato antes con aquel tipo malhumorado en Hvitemoen. Pero estos dos eran amables. El joven era abierto y sonriente; el mayor, educado y correcto. Tampoco había estado jamás en el juzgado. Subieron en el ascensor. Gunder pensó en Karsten; esperaba que su cuñado consiguiera dormir un poco. Tengo que volver al trabajo, pensó. No puedo seguir así.

Estaban en el despacho de Sejer. Este encendió una lámpara y marcó un número de teléfono.

– Ya estamos aquí. Puede acercarse.

Señaló una silla a Gunder. Este notó la gravedad en la estancia y miró a la puerta, hacia aquello que se acercaba. Solo eran unas alhajas. Se olvidó de respirar. No entendía muy bien tanta tensión solo porque iba a ver unas joyas y a decir que nunca las había visto. Nunca. Skarre se ofreció a cogerle la americana, pero Gunder prefirió dejársela puesta. Entró una agente. Gunder se fijó en sus hombros, que parecían anchos por las hombreras de la camisa del uniforme. La mujer llevaba zapatos gruesos con cordones. En la mano tenía una bolsa de papel marrón y un estrecho sobre amarillo. La bolsa marrón era lo suficientemente grande como para contener un pan, pensó Gunder. ¿Qué era aquello? La agente puso los objetos sobre el escritorio de Sejer y abandonó la estancia. ¿Qué habría en ese estrecho sobre? ¿Y en la bolsa marrón? ¿Qué pensaban ellos de él? ¿Cuál era la verdadera razón por la que habían ido a buscarlo? Se sintió mareado. La única lámpara encendida era la del escritorio, que proyectaba una intensa luz sobre el tablero de la mesa, e iluminaba el cartapacio de Sejer, con un mapamundi. Ahora el inspector apartó el cartapacio hacia un lado; se había pegado al tablero y se oyó un desagradable sonido cuando lo arrancó. Luego cogió el sobre, que estaba cerrado con un clip. El corazón de Gunder latía con fuerza. Todos los sonidos de la habitación desaparecieron, solo se oían los latidos de su corazón. Sejer dio la vuelta al sobre y se oyó un suave tintineo cuando las alhajas cayeron. Brillaban a la luz de la lámpara. Un pendiente con una bolita que le recordaba a unos que Poona llevaba un día que salieron juntos. Dos pequeños anillos completamente anónimos y un elástico rojo, seguramente para el pelo. Pero lo otro, lo grande, en parte tapado por los anillos, iba apareciendo lentamente en toda su belleza. Un hermoso broche. Gunder jadeó. Sejer levantó la cabeza y lo miró.

– ¿Le resulta conocido?

Gunder cerró los ojos. Y, sin embargo, seguía viendo el broche. Lo veía con todo detalle, porque lo había visto un montón de veces. Pero se recordó a sí mismo que se habían confeccionado muchos broches idénticos a ese. ¿Por qué iba a ser precisamente el de Poona?

– Es imposible afirmar algo con seguridad -dijo Gunder con voz ronca -. Esos broches son todos muy parecidos.

Sejer asintió con la cabeza.

– Entiendo. Pero ¿puede usted descartarlo? ¿Puede decir con toda seguridad que este no es el broche que usted regaló a su mujer?

– No. -Gunder tosió tapándose la boca con la mano -. Algo se parece. Tal vez -añadió.

Skarre asintió sin pronunciar palabra y miró a su jefe.

– La mujer en cuestión -dijo Sejer – puede venir de la India.

– Entiendo que crean ustedes que es ella -dijo Gunder con una voz algo más potente -. No habrá más remedio. Tendré que ver a la mujer muerta. Así acabaremos con esto de una vez. Su voz estaba ya tan afectada por su respiración irregular que le salía entrecortada.

– Por desgracia, no es posible.

– ¿Por qué no?

– La mujer no puede ser identificada.

– No entiendo lo que quiere decirme -dijo Gunder nervioso -. Si es mi mujer, me daré cuenta enseguida. Y si no es ella, también.

– No -insistió Sejer mirando de reojo a Skarre, como pidiendo ayuda.

– Está irreconocible después de lo que sufrió -dijo Skarre con prudencia.

– ¿Irreconocible?

Gunder miró al suelo. Por fin entendió lo que querían decir.

– Pero entonces, ¿cómo podremos hacerlo?

Abrió los ojos, aterrado.

– El broche -contestó Sejer -. ¿Es este el broche que regaló usted a su mujer?

Gunder empezó a tambalearse.

– Si usted cree que es ella, tendremos que ponernos en contacto con su hermano en Nueva Delhi y pedir ayuda allí. No hemos encontrado sus papeles. Tal vez exista algún historial de su dentista.

– No creo que fuera a menudo al dentista -dijo Gunder en tono abatido.

– ¿Y alguna otra particularidad? -preguntó Sejer -. Marcas o lunares. ¿Tenía alguno?

Gunder tragó saliva. Tenía una cicatriz. Porque una vez le extirparon una astilla de vidrio del hombro. Le quedó una fina cicatriz más clara que la piel. En el hombro izquierdo. Le dieron cuatro puntos. Gunder lo pensó, pero no dijo nada.

– ¿Cicatrices, por ejemplo? -prosiguió el inspector jefe. Volvió a mirar fijamente a Gunder-. La víctima tenía una cicatriz en el hombro izquierdo.

Entonces Gunder se desmoronó.

– Pero ¿y la maleta? ¡Nadie viaja desde la India a Noruega sin maleta!

– No hemos encontrado ninguna maleta -contestó Sejer -. El asesino debió de haberse librado de ella. Pero llevaba un bolso. Un bolso muy especial.

Empezó a abrir la bolsa marrón. Lentamente iba apareciendo el bolso amarillo. En ese momento, Sejer agradeció al destino -por lo demás tan cruel – que el bolso estuviera limpio y no manchado de sangre.

Gunder se había aferrado a la esperanza durante mucho tiempo. Resultó extraño, casi un alivio, dejarse caer.

– Jomann -dijo Sejer -, ¿es este el bolso de su mujer?

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