12

Skarre acudió enseguida. Como de costumbre, masticaba una gominola.

– ¿Qué pasa con Kolding? -preguntó esperanzado -. ¿No es nuestro hombre?

– Creo que no. A menos que la matara con la batería de coche que dice haber comprado en la gasolinera de Elvestad. Voy a pasarme por allí para hablar con ellos. Por cierto, nos queda la desagradable tarea de descartar violadores anteriores.

– Pero él no la violó.

– Pudo ser su intención inicial. Es horrible decirlo, pero me habría gustado que el tío lo hubiera logrado. De esa forma, habríamos encontrado más pistas.

– ¿Cómo de grande es la posibilidad de que haya actuado antes?

– Bastante grande. Pero puede que sea tan joven que aún no le haya dado tiempo.

– ¿Es joven?

– Hay algo de juventud en esa ira tan inmensa. Yo tengo cincuenta -dijo pensativo -. No creo que este hombre los tenga. Máximo treinta.

– Treinta y mucha fuerza física.

– Y una herida mortal en el alma. Tal vez por una mujer, o por todas las mujeres. Estar rabioso da mucha fuerza. Y tenía un arma poderosa. ¿Qué llevas tú en el coche, Jacob?

Skarre se rascó los rizos.

– Una caja de herramientas de metal con pequeños utensilios. Un gato. El triángulo de emergencia. Cosas así. A veces una percha para la americana.

– ¡Joder!

– Un termo, para cuando hago algún viaje largo. Linterna.

– Demasiado pequeña.

– La mía es enorme. La más grande de la marca Maglite. Mide cuarenta centímetros de largo.

– Es demasiado angulosa, habría producido otro tipo de lesiones.

– También tengo cuarenta cintas de casete en la guantera, y en el maletero algunas veces llevo una bolsa de cascos vacíos que nunca me acuerdo de devolver. Y tú, ¿qué llevas tú en el coche?

– A Kollberg -dijo Sejer.

Se acercó a la ventana. Skarre fue hacia él. Durante unos instantes permanecieron de pie, callados y pensativos.

– Él cuenta las horas -dijo Sejer.

– Las colecciona -contestó Skarre.

– El reloj se ha convertido para él en una obsesión. El periódico todas las mañanas. Y las noticias. Toda la información que sale. Él la sigue, y toma nota de todo. Intenta averiguar qué es lo que sabemos.

– No gran cosa -dijo Skarre -. ¿Y qué pasa con Jomann?

– Se marchó del hospital sobre las nueve. Lo han confirmado allí. Tarda media hora en llegar a su casa.

– ¿Y no se encontró con nadie?

– Con un Saab blanco. A gran velocidad. Estuvieron a punto de chocar.

– Yo también suelo acelerar un poco en carretera -sonrió Skarre.


Un hombre entró en la habitación. Gunder soltó la mano de Marie. Reconoció a Sejer y de pronto se le ocurrió que todo era un gran malentendido. Seguramente se habrían confeccionado miles de unidades de ese bolso en forma de plátano. Sejer permaneció observando al hombre encorvado.

– ¿Qué tal va todo? -preguntó.

Gunder lo miró desalentado.

– No sé cómo va a acabar todo esto. Dicen que pronto tendrán que desplazarle el tubo a la garganta, porque tiene la faringe muy dolorida. Le harán un agujero en la garganta y le meterán el tubo. No sé cómo va a acabar todo esto -repitió.

Los dos permanecieron un rato callados.

– ¿Han encontrado a su hermano? -preguntó Gunder.

– No -contestó -. Pero estamos buscándolo. En Nueva Delhi vive mucha gente y tenemos que estar seguros de que sea él realmente.

– Él no quería que ella se marchara -indicó Gunder con tristeza -. Por cierto, yo pagaré el billete. Dígaselo. Es mi responsabilidad.

Sejer prometió que así lo haría. Gunder se llevó una mano fría a la nuca.

– Ustedes me dirán cuándo puedo enterrarla, ¿verdad?

Sejer vaciló.

– Se tardará un poco. Quedan muchos puntos por aclarar. Tendremos que hablar con su hermano sobre dónde enterrarla. Tendrá usted que contar con la posibilidad de que quiera llevársela a la India.

Gunder se puso pálido.

– ¡Ah, no! Será enterrada aquí, junto a la iglesia de Elvestad. Al fin y al cabo es mi mujer -dijo, muy preocupado -. Tengo aquí el certificado de matrimonio -añadió, tocándose el bolsillo.

– Sí -asintió Sejer -. Se lo estoy diciendo para que esté preparado. Ya encontraremos la solución a eso. Pero podrá tardar.

– Ella es mi esposa. Decido yo.

Gunder se alteró. Nunca le pasaba. Su pesado cuerpo estaba temblando.

– En la India tienen la tradición de incinerar a los muertos, ¿no es así? -preguntó Sejer con mucha prudencia -. ¿Qué religión profesaba ella?

– Era hindi -respondió Gunder en voz baja -. Pero no muy practicante. Habría querido estar aquí, junto a mí. Estoy seguro.

Volvieron a callar.

– Y si su hermano quiere llevársela de vuelta a la India, ¿qué puedo hacer? -preguntó muy afligido.

– Existen reglas para situaciones como esta. Por supuesto, tiene usted sus derechos. Un abogado podrá ayudarlo, pero no piense en eso ahora. Piense en usted mismo y en su hermana -dijo -. No puede hacer nada más por su mujer.

– ¡Sí! Puedo procurar que tenga un hermoso entierro. Me ocuparé de todo, ahora que me han dado la baja médica. Por eso estoy aquí día y noche. A mí ya me da lo mismo dónde esté. Tengo cama y todo -añadió señalando la cama junto a la ventana -. Karsten no soporta estar aquí. Karsten es su marido -explicó -. Pobre Karsten, tiene mucho miedo.

– Yo me quedaba a menudo con mi madre -dijo Sejer -. Murió hace dos años. Al final estaba en la cama, callada y mirando al vacío. Sin conocerme. Pero yo pensaba que de alguna manera, y a pesar de todo, ella percibía mi presencia. Si no sabía que era yo, al menos notaría que alguien estaba sentado junto a su cama. Así sentía que no estaba sola. Eso es lo que yo pensaba.

– ¿Cómo pasaba usted el tiempo? -preguntó Gunder.

– Hablaba conmigo mismo -sonrió Sejer -. Sobre todo y nada. Algunas veces le hablaba a ella, otras solo a mí mismo. Pensaba en voz alta. Cuando me marchaba tenía verdaderamente la sensación de haberla visitado. De haber hecho algo. Resulta mucho más pesado estar simplemente sentado sin decir nada.

Miró a Gunder.

– Usted háblele. Nadie puede oírlo aquí dentro. Háblele de Poona -dijo -. Háblele de todo lo que ha ocurrido.

Gunder bajó la cabeza.

– No sé si tengo fuerzas.

– Es una manera de asumirlo. Es lo que llaman psiquiatría de crisis. Usted tiene una hermana. Cuénteselo todo.

– ¡Pero ella no oye nada!

– ¿Está seguro de ello?

Sejer le golpeó amistosamente la espalda.

– Sé que tiene usted mucho en qué pensar. Si quiere preguntar algo, llámeme. En esta tarjeta encontrará mi número de teléfono, tanto el de mi casa como el del trabajo.

– Gracias -dijo Gunder.

Sejer se acercó a la puerta.

– Hay algo que debo decir -carraspeó Gunder, avergonzado.

– ¿Sí?

– Tengo una foto de Poona. Se la oculté a ustedes.

– ¿Quiere dejármela?

– Si usted me la devuelve…


La línea telefónica abierta al público se fue acallando. Los titulares de los periódicos fueron disminuyendo y se convirtió en una noticia menos importante. Poona ya no estaba en las portadas. A petición de Jomann, su nombre no se mencionó. Y, sin embargo, se filtró. Sejer por fin tuvo tranquilidad para poder pensar. ¿Qué era ese polvo blanco? Le daba vueltas al asunto en la cabeza cuando miraba el mapa de Elvestad y alrededores. El cruce de carreteras con la gasolinera Shell, el bar de Einar, la tienda de Gunwald, la carretera hacia Hvitemoen, el prado y el lago Norevann. Poona estaba representada mediante una cruz roja, exactamente en el lugar donde la encontraron. El coche rojo aparcado en el arcén. Linda en bicicleta. Todo estaba en su sitio. El hombre llegaría desde el centro, pensó Sejer; el coche estaba aparcado con el morro mirando hacia Randskog. No, no necesariamente. Tal vez viniera del lado opuesto. Vio a la mujer, la adelantó y luego dio la vuelta. El hombre estaba solo en el coche y tuvo una idea repentina. Llevaba algo pesado en el maletero. Poona pesaba cuarenta y cinco kilos, el hombre tal vez el doble. Linda, ¿qué viste?, pensó Sejer. Conoces a casi todos los que viven en Elvestad. ¿Lo conoces a él? ¿Sabes algo que no te atreves a contar?

Se puso a hacer garabatos en un bloc. Ella bajó del avión. Atravesó la sala de llegadas. Se encontró con Kolding, después con Einar y luego se fue sola por la carretera.

«No la vi marcharse, solo oí cerrarse la puerta.»

¿Einar Sunde estaba diciendo la verdad? ¿Por qué se fue la mujer? Por la carretera, con esa pesada maleta. ¿Por qué estaba desesperada? Cuando uno se marcha es porque va camino de una solución. El paisaje noruego con sus campos amarillos le inspiraría confianza, pues ella venía de una ciudad de doce millones de habitantes, y con las calles tan llenas de gente que apenas puede uno moverse. Aquí iba sola por la carretera. Una mujer morena, como una flor exótica entre ranúnculos y dientes de león. Sejer dejó la sala de reuniones y se metió en el despacho. Sacó la carpeta del cajón, hojeó y leyó. Sus propios informes, declaraciones de testigos. Sonó el teléfono. Era el forense Snorrason.

– Por favor, dime que tienes buenas noticias -dijo Sejer.

– Ese polvo blanco es magnesio.

– Se me da mal la química. ¿Para qué se usa?

– No podemos decir con seguridad con qué propósito pudo haberse utilizado. Seguramente, se emplease para varias cosas. Pero tengo algunas ideas. Y por lo demás, tendremos que pedir opinión a otros. El magnesio también se emplea en la medicina, pero en ese caso con otra composición.

– Llámame cuando sepas algo más. Y no lo hagas llegar a la prensa.

– De acuerdo -dijo Snorrason.

Sejer colgó y cerró la carpeta. Magnesio, pensó, en forma de polvo. ¿Quién andaba por ahí con magnesio? ¿Acaso alguien que trabaja en alguna empresa química? ¿Decía algo del lugar de trabajo del homicida? Pensó en el hecho de que el taxista Kolding hubiera comprado una batería de coche justo enfrente del bar de Einar, mientras Poona se encontraba en el local, solo a unos metros de distancia. Sejer salió del despacho y se dirigió a la gasolinera de Elvestad. Mode Bråthen estaba detrás del mostrador. Observó a Sejer con discreta curiosidad, parecía encantado con la situación, con ese agente larguirucho que acudía a su gasolinera haciendo preguntas. La mayoría solía retirarse; Mode se inclinó hacia delante por encima del mostrador, observando al recién llegado como a un raro huésped.

– No fui yo -dijo con una sonrisa burlona -. Como ya dije al hombre que estuvo aquí el otro día, libré aquella noche. Me fui a jugar a los bolos. Se quedó Torill. Ella vive aquí enfrente. Puedo llamarla y pedirle que venga.

– Ajá -dijo Sejer mirándolo fijamente con sus ojos grises -, a eso llamo yo buen servicio.

– Así es -sonrió Mode -. Está usted en una gasolinera Shell.

Dos minutos más tarde entró una chica.

– Este lugar es tranquilo, sobre todo por la tarde. Por eso me acuerdo bien -dijo, ávida de ser útil -. Llenó el depósito con diésel y compró una Coca-Cola -recordó.

– ¿Nada más? -preguntó Sejer.

– Sí. Y una batería de coche. Y leyó el periódico VG a escondidas, para no tener que comprarlo.

– ¿De modo que estuvo unos minutos aquí dentro?

– Sí -contestó la joven -. Pero no dijo nada.

– ¿A qué hora se marchó? ¿Lo recuerdas?

– No -respondió, pensándoselo -. Tal vez alrededor de las ocho y media.

– ¿Viste cómo se alejaba el coche?

– Sí, debía de llevar un pasajero, porque cuando arrancó se apagó la luz verde.

– ¿Un pasajero? ¿Aquí? ¿Se fue en dirección a la ciudad?

– No -contestó ella -. Fue hacia la izquierda, hacia Randskog.

Sejer frunció el ceño.

– En otras palabras: ¿hacia Hvitemoen?

– Sí.

Miró muy serio a la joven Torill.

– ¿Estás completamente segura de que fue hacia la izquierda y no hacia la derecha, hacia la ciudad?

– Claro que estoy segura, vi el intermitente y todo. -Torill lo miró a los ojos -. Estoy completamente segura.

¡Qué demonios!, pensó Sejer. Al salir se quedó mirando el bar de Einar, que se encontraba justo enfrente. ¿Y si Kolding se hubiera quedado en la gasolinera haciendo tiempo para ver si Poona volvía a aparecer? Quizá la mujer india se le había metido en la cabeza, y sabía que estaba sola y desamparada. Puede que la mujer bajara la escalera arrastrando la maleta y Kolding la siguiera para volver a cogerla en el coche. Con la batería en el maletero. ¿O Torill recordaba mal? Afirmación contra afirmación. Eso ocurría siempre. Pero era poco probable que Torill tuviera algo que esconder. Kolding estaba sentado en el caldeado vehículo con Poona en el asiento de atrás, mirándola por el espejo retrovisor. Él era joven. Atrapado en un matrimonio con un bebé llorón que obviamente le atacaba los nervios. Agotado, tal vez desequilibrado. Y a pesar de todas las peticiones no llamó a la policía.

Sejer condujo lentamente hacia su casa. Las imágenes iban y venían en su cabeza. Los ojos enrojecidos de Kolding. Sus nerviosas manos jugueteando con el portamonedas. Un hombre menudo y de escasa fuerza física. Pero con una batería de coche no necesitaba músculos.


Linda fue a por los periódicos viejos amontonados en la escalera del sótano. Luego se sentó junto a la mesa de la cocina y se puso a hojearlos lentamente. Había muchos artículos sobre el asesinato de Hvitemoen. Fue a por unas tijeras y empezó a recortar. Había varias fotos de policías, pero ninguna de Jacob. Su rostro estaba a punto de desaparecer. Pero Linda se acordaba de su voz y de sus ojos.

Le preocupaba un poco lo del coche. Cada vez que pensaba en él, sentía un leve miedo. No había llamado a Jacob. Lo que era una casualidad a lo mejor podría resultar importante. ¿Y si simplemente lo llamara y le dijera: «Podría haber sido un Golf»? Nada más que eso. Nada más seguro que eso. Así podrían descartar otros. No era, por ejemplo, un Volvo, ni tampoco un Mercedes. Las tijeras rasgaron el papel, había recopilado un buen montón de recortes con texto y fotos. Luego los clasificó cronológicamente y los metió en una carpeta transparente. Por un instante se sintió tentada a subrayar algunas frases. «Un testigo que pasaba en bicicleta dice haber visto a dos personas en el lugar de los hechos, que podrían ser la víctima y su asesino.» O: «Un nuevo testigo importante en el caso de Elvestad». Pero no, ella no era tan infantil. Fue al salón y se sentó junto al teléfono con la tarjeta de Jacob en la mano. Se acarició la mejilla con ella, la olió y la besó. Y, muy coqueta, besó tres veces el nombre de Jacob. No importaba lo que hiciera mientras nadie la viese. En realidad, era una idea tentadora. Y marcó el número. Cuando el hombre contestó, a Linda le entraron tantos temblores que tuvo que esforzarse para parecer calmada y reflexiva, lo que no había sido nunca. Intentó ser breve, había decidido decir una sola cosa: que podría haber sido un Golf. Pero Jacob no se contentó con eso. Linda no estaba preparada para ese devenir de la conversación y perdió el control. Era incapaz de retirarse o colgar, pues en ese caso Jacob desaparecería.

– ¿Conoces a alguien que conduzca un Golf?

Al principio, Linda se puso a la defensiva y contestó rápidamente:

– ¡No!

– ¿Has visto algún coche así en Elvestad?

– Es posible -contestó entonces -, pero no de alguien que conozca bien.

– Pero, entonces, ¿sí que sabes de una persona en Elvestad que tiene un Golf rojo?

Linda se mordió el labio.

– Él no tiene nada que ver con el asesinato -dijo -, lo único que pasa es que su coche se parece.

– Entiendo -contestó Skarre con aplomo -. A mí solo me interesa saber cómo has llegado a esa conclusión. La de que podría tratarse de un Golf. Por eso pregunto. Si sabes su nombre, me gustaría que me lo dijeras.

Linda miró el jardín y los árboles a través de la ventana. Se erguían como soldados beligerantes con sus copas puntiagudas. El corazón le latía muy deprisa. ¿Jacob no iría a verla? ¿No volvería a verlo? Sintió miedo. La sensación de desencadenar algo. Temblaba por dentro solo con pensarlo. Pero ¿dar su nombre? ¿Y esas heridas que tenía? Parecían garras largas e iracundas.

– ¿Estás ahí, Linda? -preguntó Jacob a través del auricular. Ella se deshizo inmediatamente. Ahora el hombre le estaba suplicando.

– Gøran -dijo -. Gøran Seter. Alguien le ha arañado la cara.

Justo en ese instante una intensa luz blanca rajó el cielo, luego se repitió varias veces, como un flash. No se oyó ningún trueno, solo un suave rumor. Un relámpago, pensó Linda sin aliento. Solo un relámpago. Ya es otoño.


Cuando Skarre vio a la temblorosa chica, pensó inmediatamente en un filete de rosbif. Delgadísima y cruda, para metérsela rápidamente en la boca. Rogó a Dios que le perdonara ese atroz pensamiento y sonrió lo más amable que pudo.

A Linda no le gustó que anotara todo lo que decía, y que luego ella tuviera que leerlo y poner su nombre debajo.

– Podemos omitir el nombre de Gøran, ¿no? -preguntó con preocupación.

– Claro -contestó Skarre -. Y voy a darte un pequeño consejo. No hables de esto con nadie. Así no tendrás problemas más adelante. Las habladurías de la gente no son nada agradables, ni tampoco lo es la prensa. Por cierto, ¿han estado aquí?

– No -contestó.

No sabía muy bien cómo iba a resistirse si llegaban con cámaras y todo. No había dicho absolutamente a nadie lo del Golf, y en ese momento su mirada era sincera, porque, de hecho, estaba diciendo la verdad. Se esforzó por pensar de qué otro modo podía impresionar a Jacob. Él dobló el papel y se levantó. Ella hizo un último intento desesperado.

– ¿Tendré que asistir al juicio como testigo cuando encontréis al que lo ha hecho?

Jacob la miró sonriente.

– No creo, Linda. Tus observaciones no son lo suficientemente precisas.

Linda sintió una decepción indecible. Él desapareció y ella permaneció de pie, tapándose la boca con la mano. Sentía como si tuviera los labios enormes. Sacó la guía telefónica, buscó por la S y encontró Skarre, Jacob, con dirección en Nedre Storgate, 45, y luego su número de teléfono, que memorizó dos veces y se le quedó grabado en el cerebro. Cogió la carpeta con los recortes de periódicos y subió a su habitación. Allí permaneció unos instantes frente al espejo. Luego volvió a leer los recortes. Tendría que mantener el caso caliente. Tendría que avivarlo como se avivan las brasas. Se había convertido en algo de lo que se nutría, algo así como su misión en la vida. Se acordó de un investigador de la policía que había sido relevado de un caso por haber entablado una relación sentimental con una testigo con la que más adelante se casó. Y encima la mujer no era una testigo importante, no tan importante como ella. Se enojó al pensar en todo el lío que podía llegar a causar. Pensó en lo que le había dicho Jacob, en que no hablara con nadie. No lo haría, excepto con Karen.

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