22

Linda estaba temblando en la cama en el instante en que Jacob salió a ver las ruedas pinchadas de su coche. Se lo imaginó con todo detalle. En sus pensamientos estaba con él, consolándolo. Luego dio un paso más y se hizo con un cuchillo de caza de hoja larga. El mango era de madera de aliso. Lo metió en el cajón de la mesilla de noche y se convirtió en algo tan importante para ella que tenía que abrir el cajón constantemente para mirarlo. Una y otra vez contemplaba el brillante acero. Intentaba imaginarse la hoja cubierta de la sangre de Jacob. La visión era tan fuerte que se le calentaba la cabeza. Cuando él se desplomara ante sus pies, ella lo estrecharía entre sus brazos, le cerraría los ojos y se aislaría del mundo durante el resto de su vida. Viviría únicamente para ese instante en el que Jacob expirara en sus brazos. Él la miraría a los ojos y tal vez en el último segundo le diera tiempo a entenderlo todo. Que había cometido un terrible error. No debería haberla rechazado. Linda tenía el cuchillo en las manos, ya se había familiarizado con él. No había fijado ningún día, pero lo esperaría en el portal.

Cuando por fin hubiera muerto, ella llamaría a la policía y les diría dónde se encontraba el cadáver. Anónimamente, claro. No solo sería suyo para siempre, sino que el caso jamás sería resuelto. No hasta que ella se hubiera hecho vieja, sin haberse casado nunca. Entonces escribiría su historia en una carta que enviaría a los periódicos. De esa manera sería inmortal. La gente se daría cuenta de que no debería haberla subestimado. Su propio poder la embriagaba y le pareció extraño no haberse dado cuenta hasta entonces de lo fuerte que era. Tan fuerte que podría quedarse sola frente a todos los demás. Ya no tenía miedo a nada. Si Gøran saliera de la cárcel y fuera a matarla, ella sonreiría en la oscuridad. «El hombre imputado en el caso de Elvestad niega toda relación con el asesinato», leyó Linda, sentada junto a la mesa de la cocina con una taza de té. Recortó el artículo y lo metió en una funda de plástico. Entonces descubrió otra noticia: «Joven de veintinueve años acuchillado en plena calle en Oslo. Murió más tarde como consecuencia de las lesiones. No hubo testigos del suceso, y por ahora no hay pistas sobre el autor del crimen». La historia, que estaba en la página cuatro del periódico, captó su atención, y continuó leyendo: «Un joven fue encontrado anoche desangrándose en la calle, muy cerca del restaurante El Molino Rojo. El hombre presentaba varias heridas causadas por arma blanca. Murió más tarde en el hospital sin haber recobrado el conocimiento. El hombre ya ha sido identificado, pero la policía no tiene ninguna pista sobre el caso». Linda dejó vagar la mirada a través de la ventana, hacia el cielo otoñal. Exactamente como esa sería la noticia que saldría tras la muerte de Jacob. Fue como un presagio. Linda se echó a temblar. Recortó el artículo y lo metió en la funda de plástico con los demás recortes. ¡Qué curiosa coincidencia! Una repentina idea tomó forma en su cerebro. Volvió a sacar el recorte y fue a buscar un sobre. Metió el recorte dentro y pasó la lengua por el sobre. Luego escribió la dirección de Jacob. Se lo enviaría como una especie de declaración de amor. Luego pensó que podría averiguar su procedencia. Su escritura era inconfundible, de niña, con letra redondeada. Volvió a abrir el sobre y cogió otro nuevo. Escribió la misma dirección con letras picudas y desconocidas, que nada tenían que ver con su propia letra. Podría echarlo en un buzón de la ciudad. Si ponía Elvestad en el matasellos, podrían descubrirla. No, no lo echaría en un buzón, sino que lo metería directamente en el buzón de Jacob. En el casillero común del portal. ¡Cuánto se extrañaría! Daría cien vueltas al recorte y al sobre. Lo dejaría y volvería a cogerlo. Se lo enseñaría a sus colegas. Linda se entusiasmó con su propio ingenio. A veces la vida se arreglaba, desenrollándose como una alfombra roja. Entró en el baño. Se miró en el espejo. Se retiró el pelo de la frente y se lo recogió con una goma. Así parecía mayor. Subió corriendo a su habitación y abrió el armario. Sacó un jersey y unos pantalones negros. Su cara blanca parecía más pálida que nunca, tenía un aspecto dramático. Luego se quitó todas las alhajas, pendientes, collar y anillos. Ya solo quedaba esa cara pálida con el pelo recogido. Cerró la puerta tras ella y fue a la parada del autobús. Se metió la carta en el sujetador. Al principio notó el papel frío en la piel, luego se fue calentando. Pronto las manos de Jacob acariciarían el sobre que había estado sobre su corazón, que ahora le latía con fuerza. Notó cómo se le endurecían los pezones. A lo mejor el sobre olería un poco a ella. Notó cómo se le erizaban los pelos de la nuca que no había conseguido recoger con la goma. Llegó el autobús. Subió y empezó a soñar. Nadie le dijo nada. Si lo hubieran hecho, ella se habría vuelto, mirando a través de ellos con ojos de cristal.


– Hola, Marie -dijo Gunder-. Hay algo que no te he contado. Seguramente porque creo que puedes oírme, aunque en realidad no sea así. El accidente, Marie. El choque. La razón por la que estás aquí. La verdad es que el otro conductor murió. Ya está enterrado, yo fui al entierro. Me mantuve en un segundo plano, en la última fila. Había mucha gente llorando. La ceremonia concluyó dentro de la iglesia, como prefieren algunos. De modo que salí sigilosamente y me fui hacia el coche. Me parecía que estar allí era lo correcto, pero no quise prolongarlo mucho, pues no me habían invitado. Entonces se me acercó una mujer, me dijo algo en voz baja, y tengo que admitir que me sobresalté. Era la viuda, Marie. Tenía más o menos tu edad. «Perdone», me dijo. «Conozco a todos los que estaban en la iglesia, pero a usted no lo he visto nunca.» Entonces dije que era tu hermano. No sé lo que esperaba que ocurriera, que se alejara furiosa o incómoda tal vez, pero no lo hizo. Los ojos se le llenaron de lágrimas. «¿Cómo está su hermana?», preguntó preocupada.

»Me emocioné mucho, Marie. “No lo sé”, dije, “no sé si volverá a despertarse.” Entonces me tocó el brazo un par de veces y sonrió. Las personas son mucho mejor de lo que creemos, Marie.

»Pero ahora viene lo más importante. Ayer enterraron a Poona. Todo fue muy bonito. Tendrías que haber estado allí. No había mucha gente, es verdad, y supongo que algunos acudieron por pura curiosidad, pero eso no importa. También había dos policías. ¡Deberías haber visto la iglesia! El párroco Berg se puso pálido cuando entró solemnemente y vio el ataúd con tanto color. Fui a un florista de Oslo, un hombre que es un verdadero artista con las flores. Pensé: Ha de tener lo mejor. No pedí lo que suele pedir la gente para los entierros, ramos y cosas así en rosa y azul, sino grandes coronas con flores amarillas y naranjas. Algo muy indio, no sé si me entiendes. El encargo le hizo temblar de entusiasmo. Tendrías que haber visto el resultado. La temperatura de la iglesia subió varios grados. Era como una hoguera abrasadora sobre el oscuro ataúd de caoba. Se tocó música india. Creo que a su hermano le habría gustado mucho.

»El ataúd lo llevábamos entre seis. Al principio estaba un poco nervioso por si no éramos suficientes. Pero Karsten echó una mano, lo creas o no, y Kalle, yo y Bjørnsson, mi compañero de trabajo. Y los dos policías. Lo último que hicimos para Poona fue cantar. ¿Sabías que Kalle tiene una magnífica voz?

»No invité a nadie a casa, luego. Pensé que Karsten se invitaría a sí mismo, pero se marchó lo antes que pudo. La verdad es que no lo tiene fácil. Tiene mucho miedo a todo. Yo ya no tengo miedo a nada. Ni a Dios, ni al diablo, ni a la muerte. Eso es en cierto modo maravilloso. Aprovecharé los días que me queden.

»Ya he vuelto al trabajo. Por eso vengo tan tarde. Mi compañero, el joven Bjørnsson, en realidad es una bella persona. Me resultó extraño volver a ver a todos. Al principio estaban algo desconcertados, sin saber qué decir. Pero luego se relajaron. Creo que me he hecho respetar por ellos. Que después de lo ocurrido me miran con otros ojos. Incluso el agricultor Svarstad se pasó por la tienda, probablemente por pura curiosidad. Pero de todos modos fue agradable. Está muy contento con la máquina Quadrant. Es el único agricultor de Elvestad que tiene una como esa.

»El otro día compré un pollo. Nunca he sido muy imaginativo en la cocina, pero hice la compra en una tienda de inmigrantes y pedí especias para el pollo. No se quedó rojo como el de Poona, pero me recordó un poco a la comida en Tandels Tandoori. ¿Sabes que ellos colorean la comida? Aquí es como si nos consideráramos por encima de cosas así.

»Parece mentira que puedas vivir de esas gotas que se te van metiendo lentamente en las venas. Es como leche desnatada, pero el médico dice que contienen azúcar, grasa y proteína. Mañana vendrá Karsten. Sé que le da miedo. No sé lo que hace cuando está sentado aquí solo. A lo mejor habla por los codos. Aunque lo dudo. Sospecho que cuando te despiertes me llamarán a mí, aunque él sea tu marido. Duermo bastante bien por las noches. Siento una gran tristeza dentro de mí y es como si hubiera engordado unos kilos, aunque sé que es justo al contrario. Pero poco a poco me voy reponiendo y procuro recordar que después del invierno llega otra vez la primavera. Entonces haré milagros en la tumba de Poona. El espacio que te dan no es muy grande, pero Dios sabe que voy a aprovecharlo. Cuido muy bien sus escasas pertenencias: la ropa de la maleta, el pequeño bolso en forma de plátano y las alhajas. El broche lo lleva puesto en la tumba, y el traje que lucía cuando nos casamos. Es como el agua de un glaciar, de un intenso azul turquesa. Recuerdo su cara. Sé que está destrozada, que se la hicieron pedazos con una piedra. O con otra cosa, por lo visto aún no lo saben. Pero a mí no me molesta, porque no la he visto así; con lo cual, tampoco puedo creerlo. ¿Es bueno, verdad, Marie, que las personas podamos creer lo que queramos?


Sejer leyó el informe de Skarre sobre los nuevos interrogatorios con todos los testigos. A Anders Kolding lo localizaron por teléfono en el piso de su hermana en Gotenburgo, algo embriagado, pero capaz de explicarse. Dijo que necesitaba tomarse un respiro. No había huido de nada. «No, no fui hacia la izquierda, pero sí es verdad que apagué la luz verde. No tenía ganas de que me cogiera algún pasajero y me hiciera ir en dirección contraria. ¡Fui directo a la ciudad, joder!» Ulla Mørk reconoció haber roto varias veces su relación con Gøran Seter, para luego volver con él. Pero precisó que esa vez iba en serio. Era cierto que en alguna ocasión él llevaba pesas y otras cosas en su coche. Cuando Adonis estaba lleno, no quería tener que esperar para poder utilizar los aparatos. Lillian Sunde seguía negando toda relación con el acusado, conocía los rumores que corrían, pero dijo que eso era muy frecuente en Elvestad. Probablemente alguien los había visto bailar aquella vez en el restaurante de la ciudad. Linda Carling repitió su declaración anterior: un hombre de pelo rubio con camisa blanca corría detrás de una mujer vestida con algo oscuro. «Había un coche rojo aparcado en el arcén. Podría haber sido un Golf.» Karen Krantz, la amiga de Linda, opinó que sin duda podían fiarse del testimonio de Linda. «Tiene mucho miedo de equivocarse -dijo -, así que lo que cuenta es lo que vio.» Ole Gunwald estaba completamente seguro de haber oído dos veces el sonido de un coche que arrancaba. Con un intervalo de quince minutos. ¿Por qué dos veces?, se preguntó Sejer.

Día tras día, hora tras hora, Gøran era interrogado por Sejer. El joven conocía ya todas las pequeñas mellas y cortes de la mesa de madera clara. Todas las manchas del techo, todas las líneas de las paredes. El cansancio le llegaba a ráfagas, una debilidad tan grande que lo dejaba sin aliento. Con el tiempo iba notando de antemano cómo le llegaban los ataques, cómo se aproximaban. Entonces se apoyaba en la mesa para descansar. Sejer se lo permitía. A veces el hombre contaba historias. Gøran escuchaba. Ya no existían el pasado ni el futuro, solo ese día, el veinte de agosto. Y el prado de Hvitemoen, una y otra vez. Nuevas incursiones, nuevas tácticas, saltos repentinos. Ese día estaba roto para siempre. Hecho pedazos. «Estuve con Lillian.» Lo había repetido hasta la saciedad, pero ahora ya ni él lo creía. «Lillian dice que no.» ¿Por qué decía eso? El veinte de agosto. Iba solo en el coche por la carretera. Imágenes aterradoras aparecían de repente en su cabeza. Imágenes cuyo origen desconocía. ¿Eran reales o fruto de su imaginación? ¿Habían sido plantadas en su cabeza por ese hombre terco y gris? Gøran gemía por lo bajo. Sentía la cabeza pesada y mojada.

– Puedo ayudarte a encontrar la verdad -dijo Sejer -. Pero tienes que poner de tu parte.

– Déjeme en paz -exclamó Gøran.

Notó que algo le crecía en la boca, junto con un miedo instintivo, como si se traicionara a sí mismo si abría la boca y escupía las palabras de una vez por todas.

– Mi perro ya se ha puesto en pie -dijo Sejer -. Anda tambaleándose, y va comiendo algo. Ha sido un alivio que me ha dado nuevas fuerzas.

Eso hizo gemir de nuevo a Gøran.

– Tengo que entrenar -dijo -. ¡Me volveré loco si no puedo entrenar!

– Más tarde, Gøran, más tarde. Entonces no te negaremos nada. Entrenamiento. Aire libre. Visitas. Periódicos y televisión. Tal vez un ordenador. Pero primero tenemos trabajo que hacer.

– No puedo seguir -sollozó Gøran -. ¡No me acuerdo!

– Es cuestión de querer. Tienes que sobrepasar el umbral. Mientras sigas albergando la esperanza de que todo fue una pesadilla, no te permites a ti mismo penetrar en el asunto.

Gøran enterró la cabeza en las mangas de la camisa, lloriqueando.

– ¿Y si no fui yo?

– Si no fuiste tú, Gøran, nosotros lo descubriremos. Basándonos en lo que hemos encontrado. Y en lo que tú cuentas.

– Todo es un caos.

– ¿Estuviste con alguien?

– No.

– ¿Le pediste ayuda a Einar para deshacerte de la maleta?

– ¡Ella no llevaba ninguna maleta!

Las palabras retumbaron en la habitación, escapando sin querer por entre sus labios. Sejer notó cómo un escalofrío le recorría la nuca. Gøran ya se acordaba, ella ya estaba allí, en sus pensamientos. La estaba viendo acercarse por la carretera.

«¡Ella no llevaba ninguna maleta!»

– ¿Y el bolso? -dijo Sejer muy tranquilo -, ¿lo recuerdas?

– Era amarillo -jadeó Gøran -. ¡Era un jodido plátano!

– Sí -asintió Sejer, suavemente, casi sin voz -. La ves acercarse andando. Ves el plátano amarillo. ¿Estaba haciendo autostop?

– No, iba andando por el arcén. Oyó el coche y se detuvo. Me pregunté por qué y frené automáticamente. Pensé que a lo mejor quería preguntar por el camino. Pero preguntó por Jomann. Que si yo lo conocía. Dije que no, pero que sabía quién era. «Puedo llevarte», le dije. Ella se metió en el coche. Iba sentada a mi lado, tiesa como un palo. «He is not at home.» «Podemos comprobarlo», dije. Y le pregunté que a qué iba a casa de Jomann. «Is my husband», contestó sonriendo, apretando ese estúpido bolso con las dos manos. «Joder, no me digas», exclamé riéndome. «¿Ese viejo verde?» Ella dijo muy seria: «Not polite to say so. You are not very polite». «No», contesté, «no soy nada cortés. Y menos hoy. Y las mujeres tampoco lo sois».

Gøran se tomó un respiro. Sejer notó un temblor en el cuerpo que enseguida desapareció y dio paso a una sensación de inquietud. Lo que ahora estaba escuchando era la historia real. Eso le gustaba y no le gustaba. Se trataba de una crueldad que no quería ver, pero en la que tendría que implicarse y de la que tendría que formar parte. Tal vez para siempre.

– Recuerdo su trenza -dijo Gøran en voz baja -. Me entraron ganas de arrancársela.

– ¿Por qué? -preguntó Sejer.

– Era larga, gruesa y tentadora. «You angry?», preguntó ella, y yo le contesté que sí, que mucho. «Las mujeres sois muy mezquinas.» Entonces puso una cara muy rara y cerró la boca. «¿Tú no eres mezquina?», continué. «Si te contentas con ese viejo de Gunder, yo tendré que servirte, ¿no?» Me miró sin entender. Se puso a manipular la puerta. Le dije: «Deja esa puerta, joder», y le entró pánico, empujaba la puerta como loca. Esta es otra de esas histéricas que no saben lo que quieren, pensé. Primero entra en el coche y luego quiere salir. Yo seguía conduciendo. Pasamos por delante de la casa de Gunder. Me miró asustada. Empezó a gritar y a quejarse. De modo que frené en seco. Ella no llevaba el cinturón de seguridad puesto y se dio de bruces contra el parabrisas. No fue un golpe muy fuerte, pero se puso a chillar.

Gøran respiraba con dificultad. La respiración se le aceleraba cada vez más. Sejer se imaginó el coche medio atravesado en la carretera, y a la frágil mujer, pálida de miedo, tocándose la frente.

De repente la voz de Gøran cambió. Se volvió inexpresiva. Como si estuviera leyendo un informe. El joven se enderezó y miró a Sejer.

– «¿Las mujeres indias tienen tanto espacio aquí abajo como las noruegas?», le pregunté, metiéndole la mano entre los muslos. Se volvió completamente loca. Estaba aterrada. Luego consiguió abrir la puerta y se cayó fuera. Corrió hasta el prado presa de pánico.

Y Linda, pensó Sejer, se está acercando en su bicicleta, tal vez esté justo detrás de la curva. En cualquier momento verá el coche.

– Cogí una de las pesas del asiento de atrás y eché a correr tras ella -prosiguió Gøran con voz apagada -. Como estoy en muy buena forma, me resultó muy fácil correr, me ponía cachondo, pero ella también era rápida, corría por la hierba como una jodida liebre. La alcancé en la linde del bosque. Había luz en una de las ventanas de Gunwald, pero, curiosamente, no me importó.

– ¿Ella gritaba?

– No. Tenía bastante con correr. Lo único que yo oía eran los pies por la hierba y mi propia respiración.

– Y la alcanzaste. ¿Qué hiciste entonces?

– Ya no recuerdo nada más.

– Claro que sí. ¿Qué sentiste?

– Me sentía lleno de fuerza. El cuerpo me ardía. Además, ella me parecía tan patética…

– Patética, ¿por qué?

– Todo era patético. El que fuera a quedarse con Jomann. La pinta que tenía. La ropa. Las alhajas. Todas esas baratijas. Y tampoco era joven.

– Tenía treinta y ocho años -dijo Sejer.

– Lo sé. Lo ponía en el periódico.

– ¿Por qué la golpeaste?

– ¿Que por qué? Tenía la pesa en la mano. Ella se encogió, con las manos sobre la cabeza, esperando el golpe.

– Podrías haberte dado la vuelta y haberte marchado.

– No.

– Necesito saber por qué.

– Porque estaba a punto de estallar. Apenas podía respirar.

– ¿La golpeaste repetidas veces?

– No creo.

– ¿Recobraste el aliento cuando ella se desplomó?

– Sí, por fin pude respirar.

– ¿Ella volvió a levantarse, Gøran?

– ¿Cómo?

– ¿Jugaste con ella?

– No. Quería acabar con todo cuanto antes.

– Había huellas vuestras por todo el prado. Esto hay que aclararlo.

– Ya no recuerdo nada más.

– Entonces prosigamos: ¿qué hiciste cuando ella por fin yacía inmóvil en la hierba?

– Me fui al lago Norevann.

– ¿Y qué hiciste con tu ropa?

– La tiré al agua.

– ¿Te pusiste la ropa del gimnasio?

– Supongo que sí.

– ¿Y las pesas?

– En el coche. Una de ellas estaba manchada de sangre.

– Tenías heridas en la cara. ¿Te arañó ella?

– No, que yo recuerde. Me golpeó el pecho con los puños.

– ¿Cuánto tiempo estuviste en el lago, Gøran?

– No lo sé.

– ¿Recuerdas lo que pensaste cuando ibas otra vez en el coche, camino de tu casa?

– Era complicado. Salí de casa de Lillian.

– Ahora estás mezclando la verdad con la mentira, Gøran.

– Pero sé que fue así. La vi en el espejo. Me dijo adiós con la mano desde la ventana, medio escondida detrás de la cortina.

– ¿Por qué volviste al lugar de los hechos?

– ¿Volví?

– ¿Habías perdido algo? ¿Algo que tenías que encontrar a toda costa?

Gøran negó con la cabeza.

– No, pero de pronto me entró pánico. Pensé que la mujer podía seguir con vida, que podría delatarme. Así que me metí de nuevo en el coche y volví a ese lugar. Ella andaba tambaleándose por el prado, como si estuviera completamente borracha. Era una pesadilla. No entendía cómo podía seguir viva.

– Sigue.

– Ella pedía socorro a gritos, pero eran muy débiles. Apenas le quedaba voz. Entonces me vio. Fue curioso, pero levantó una mano para pedirme ayuda. No me reconoció.

– Te habías cambiado de ropa -dijo Sejer en voz baja.

– Sí. Claro.

Gøran perdió el hilo por un instante.

– Luego se desplomó sobre la hierba. No estaba en el mismo sitio que yo la había dejado. Volví a coger la pesa y corrí hacia el prado. Me agaché y la miré. Entonces me reconoció. Su mirada en ese momento era indescriptible. Gritó con un hilo de voz en una lengua que yo no entendía. Tal vez rezara. Luego la golpeé muchas veces. Cuánta vida puede haber en una persona, recuerdo que pensé. Y por fin se quedó inmóvil.

– Las pesas, Gøran. ¿Qué hiciste con ellas?

– No lo recuerdo. Podría haberlas tirado al agua.

– ¿De modo que bajaste otra vez hasta el lago?

– No. Sí. No lo sé.

– ¿Y luego?

– Conduje por ahí un rato.

– Y por fin te fuiste a tu casa. Sigue desde ahí.

– Hablé un poco con mi madre y luego me metí en la ducha.

– ¿Y tu ropa? ¿La del gimnasio?

– La metí en la lavadora. Luego la tiré. No quedó limpia del todo.

– Ahora piensa en esa mujer. ¿Recuerdas cómo iba vestida?

– Llevaba algo oscuro.

– ¿Recuerdas su pelo?

– Era india. Supongo que lo tendría negro.

– ¿Recuerdas si llevaba pendientes?

– No.

– ¿Las manos con las que te pegó?

– Morenas -contestó.

– ¿Llevaba sortijas?

– No lo sé. Ya no sé nada más -murmuró.

Se desplomó sobre la mesa.

– ¿Confiesas haber matado a esa mujer, Poona Bai, el veinte de agosto, a las nueve de la noche?

– ¿Si lo confieso? -preguntó Gøran, asustado. Fue como si de repente se despertara -. No lo sé. Usted me pidió que le mostrara mis imágenes, y eso he hecho.

– ¿Qué debo escribir en el informe, Gøran? ¿Que esas son tus imágenes del asesinato de Poona Bai?

– Algo así. Si es que se puede.

– Es un poco confuso -contestó Sejer, lentamente -. ¿Lo consideras una confesión?

– ¿Confesión?

De nuevo esa mirada asustada en los ojos de Gøran.

– ¿Y a ti qué te parece esto? -preguntó Sejer.

– No lo sé -contestó Gøran, asustado.

– Me has proporcionado algunas imágenes. ¿Podemos llamarlas recuerdos?

– Supongo que sí.

– Tus recuerdos del día veinte de agosto. ¿Un sincero intento de reconstruir lo que ocurrió entre Poona y tú?

– Sí, seguramente.

– Entonces, ¿qué has hecho, Gøran?

El joven volvió a desplomarse sobre la mesa. Desesperado, clavó los dientes en la manga de la camisa.

– Una confesión -admitió -. He hecho una confesión.

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