15

Linda marcó el número de Karen varias veces, pero la madre decía siempre que no estaba. Hacía varios días que no hablaba con su amiga. La gente la miraba cuando estaba en el bar o cuando montaba en bici por la carretera. El entorno le era hostil. Linda estaba junto a la ventana mirando el oscuro jardín. Los rumores sobre dónde había estado la policía y dónde no corrían ya sin desenfreno. Y, en particular, sobre dónde había estado varias veces. Su madre no mostró ningún entusiasmo cuando supo que Linda había llamado a la policía. Y Linda no vislumbraba ninguna posibilidad de volver a ver a Jacob. Era incapaz de encontrar un pretexto para hacerle ir de nuevo a su casa. Había escrutado los confusos centelleos de su memoria en busca de más detalles. Aquellas dos personas en el prado. Aquel extraño juego. Cuando pensaba en ello, le seguía pareciendo un juego. Pero Jacob había dicho que uno veía lo que quería ver. Nadie quiere ver un asesinato. Un hombre corre tras una mujer, tal y como suele ocurrir. Por eso ella lo había interpretado de esa manera. Gøran la miró muy mal aquel día en el bar en que la pilló observando su coche. Ahora él ya sabría por qué lo hacía. No es que tuviera miedo a Gøran, pero no quería causarle problemas. Solo quería hablar del coche. Mucha gente tenía un Golf. Podría haber llegado de cualquier parte. Ahora era demasiado tarde. La policía había hablado ya con Gøran y con Ulla. Luego pensó en la cara de Gøran, en sus heridas. Otra gente aparte de ella tendría que haberlas visto. Y, de todos modos, otros las habrían mencionado. Ella ya no diría nada más, ni una palabra. ¡Pero tenía que ver a Jacob de nuevo! Se quedó un rato junto a la ventana y pensaba con todas sus fuerzas. Su madre se había ido a Holanda a recoger tulipanes. La casa estaba en silencio, eran más de las once. De repente, se apresuró hasta la entrada y cerró la puerta con llave. El ruido seco de la cerradura la asustó. Se sentó junto a la mesa de la cocina. Sonó el teléfono y se sobresaltó de tal manera que dio un pequeño respingo. Tal vez fuera Karen que llamaba por fin. Descolgó y gritó su nombre. Pero nadie contestó. Oía a alguien respirar. Aturdida, permaneció con el auricular en la mano.

– ¿Hola?

Nadie respondió. Habían colgado. También ella colgó, con las manos temblorosas. Empezaba a tener miedo. Se sentó en el sofá y se mordió las uñas. Se oía un suave rumor procedente de los árboles del jardín. Nadie la oiría si gritaba. El miedo estaba a punto de vencerla. Encendió el televisor, pero volvió a apagarlo. Si alguien llegaba hasta la puerta, no lo oiría con tanto ruido. Decidió acostarse. Se cepilló los dientes a toda prisa y subió corriendo al piso de arriba. Echó las cortinas. Se quitó rápidamente la ropa, se metió en la cama y se tapó con el edredón. Escuchó. Tenía la sensación de que había alguien fuera. Era una tontería. Nunca había habido nadie fuera de su casa, excepto los corzos que se comían las manzanas caídas que a ella y a su madre no les había apetecido coger. Apagó la luz y se acurrucó bajo el edredón. El hombre que había cometido aquella atrocidad no iría a su casa. Se habría escondido. Trescientas personas habían llamado a la línea de teléfono abierta por la policía. Ella solo era una de esas trescientas. Entonces oyó un ruido. Era completamente real y claro, no eran imaginaciones. Se incorporó sobresaltada en la cama, y escuchó sin aliento. Luego oyó arrastrarse algo. Linda sintió náuseas. Estaba sentada en la cama, inclinada hacia delante, con una mano en el pecho. ¡Había alguien fuera! Alguien en el jardín. Puso los pies en el suelo, lista para saltar. No tardarían en manipular la cerradura de abajo. Le zumbaban los oídos, era incapaz de pensar. Volvió a hacerse el silencio. Se levantó de la cama temblando. La habitación estaba sumida en la oscuridad. Se acercó a la ventana, metió dos dedos por la cortina y miró a través de la rendija. Al principio solo vio oscuridad, pero luego se puso en funcionamiento su visión nocturna y vislumbró los árboles de fuera y la tenue luz de la cocina que caía sobre el césped. Entonces vio a un hombre. Estaba mirando hacia arriba, hacia su ventana. Linda se metió en un rincón, respirando muy deprisa. Este es el castigo, pensó. Ahora el hombre se vengaría porque ella había llamado. Cegada por el miedo, bajó atropelladamente la escalera. Cogió el teléfono y marcó el número de Jacob, su número particular, que se sabía de memoria. Sollozó en el auricular cuando él contestó.

– ¡Hay alguien aquí! -susurró desesperada -. Está en el jardín, mirando hacia mi ventana.

– Perdone -oyó decir a alguien -, ¿con quién hablo?

– ¡Jacob! -gritó -. Estoy sola en casa. ¡Hay un hombre en el jardín!

– ¿Linda? -dijo Skarre -. ¿De qué estás hablando?

Sintió un gran alivio cuando oyó su voz. Linda se echó a llorar.

– Un hombre. Ha intentado esconderse detrás de unos árboles, pero lo he visto.

Skarre entendió por fin de qué se trataba, y adquirió un tono profesional y tranquilizador:

– ¿Estás sola y te ha parecido ver a alguien?

– ¡He visto a alguien! Clarísimamente. Y también lo he oído. Estaba junto a la pared de mi casa.

Jacob Skarre nunca en su vida había vivido algo semejante. Permaneció unos instantes pensando. Al final, decidió tranquilizarla hablando, pues la chica estaría exaltada.

– ¿Cómo has conseguido mi teléfono particular? -preguntó.

– Está en la guía telefónica.

– Claro, tienes razón. Pero ahora no estoy en el trabajo.

– Ya. Pero ¿y si intenta entrar?

– ¿Has cerrado la puerta?

– Sí.

– Linda -dijo -. Acércate a la ventana y comprueba si sigue ahí fuera.

– No.

– Haz lo que te digo.

– ¡No me atrevo!

– Yo espero al teléfono. No cuelgo.

Linda fue de puntillas hasta la ventana y miró hacia el jardín. Estaba desierto. Se quedó unos instantes mirando aturdida; luego volvió lentamente.

– ¿Estaba ahí?

– No.

– Tal vez sean imaginaciones tuyas provocadas por el miedo.

– Crees que soy una histérica, pero no es así.

– Yo no he dicho eso, pero lo que estás temiendo no va a suceder, Linda.

– Todo el mundo sabe lo que he contado -lloriqueó -, todo el pueblo.

– ¿Son desagradables contigo?

– ¡Sí!

Linda apretó el auricular con todas sus fuerzas. No quería que colgara. Quería hablar con Jacob hasta que se hiciera de día.

– Escúchame, Linda -le rogó Skarre -, mucha gente es demasiado cobarde para llamar. Han visto cosas, pero no quieren verse mezclados en nada. A ningún precio. Tú has sido valiente, has contado lo que sabes. Nos has dado una posible marca de coche, eso es todo. Nadie puede acusarte de nada.

– Ya lo sé. Pero estoy pensando en Gøran. Seguro que está enfadado.

– No tiene motivos para estarlo -repuso Skarre -. ¿Sabes una cosa? Te sugiero que te metas en la cama corriendo y que te duermas cuanto antes. Mañana lo verás todo diferente.

– ¿No vas a venir a investigarlo?

– No creo que haga falta. Pero puedo llamar a la comisaría y pedir que envíen a un hombre, si realmente lo necesitas.

– Prefiero que vengas tú -dijo Linda en voz baja.

Skarre suspiró.

– Hoy tengo el día libre -dijo tranquilamente -. Intenta relajarte, Linda. La gente sale a dar paseos, ¿sabes? A lo mejor alguien que paseaba por la noche ha tomado un atajo por tu jardín.

– Sí. Perdóname.

Linda apretó el auricular contra su oreja con tanta fuerza que tuvo la sensación de que Skarre estaba dentro de su cabeza.

– Vale, ya no diré nada más -dijo con terquedad.

– De acuerdo, pero ya has contado todo lo que sabes, ¿no?

– Sí -contestó en voz baja.

– Venga. Vete ya a dormir. Entiendo que tengas miedo. Lo que ha ocurrido es terrible -dijo Skarre.

¡No cuelgues!, gritaba una voz dentro de ella. ¡No, Jacob, no!

– Buenas noches, Linda.

– Buenas noches.


Gunder tenía las mejillas hundidas. No se había afeitado y el borde del cuello de la camisa estaba marrón. Menos mal que Marie no puede verme, pensó. Miró las cosas de Poona extendidas sobre la mesa. La ropa estaba seca, pero manchada de agua sucia. Y, sin embargo, aún podía apreciarse lo bonita que era. Ahí está la ropa de mi mujer, pensó. El camisón y el cepillo del pelo. Al cerrar los ojos recordó cómo ella se colocaba el pelo sobre el hombro para cepillarlo.

– En cuanto nos sea posible, se lo llevaremos a su casa -le dijo Sejer.

Gunder asintió con la cabeza.

– Estaría muy bien que pudiera quedarme con algo -dijo valientemente.

– Una cosa más -añadió Sejer -. Hemos recibido una carta de la policía de Nueva Delhi. Puede verla, si quiere.

Gunder cogió la hoja. Le costó un poco entender el texto, escrito en inglés: «Mr. Shiraz Bai, living in New Delhi, confirms one sister Poona, born on the first of June 1962. Left for Norway on the 19th of August. Mr. Bai will come to Oslo the 10th of September, to take his sister home».

Gunder jadeó.

– ¿A la India? ¡Pero si es mi mujer! Tengo aquí el certificado de matrimonio. ¿No soy yo el más allegado? ¿Puede él legalmente hacer eso?

Gunder estaba tan alterado que pataleaba. Se veía el miedo reflejado en sus ojos azules y la carta le temblaba en la mano.

Sejer intentó tranquilizarlo.

– Le ayudaremos todo lo que podamos. Seguro que encontramos una solución.

– Tengo derechos, ¿no? Un matrimonio es un matrimonio.

– Por supuesto que lo es -asintió Sejer. Abrió un cajón del escritorio -. Pero esto sí que quiero dárselo ya para que se lo lleve. -Dio a Gunder un sobre alargado -. El broche.

Gunder tuvo que secarse una lágrima cuando vio la hermosa alhaja.

– Lo llevará puesto cuando la entierre -dijo con firmeza.

Con sumo cuidado, colocó el broche en el bolsillo interior y se abrochó la chaqueta.

– Estamos trabajando a fondo en este caso -dijo Sejer -. Lo resolveremos.

Gunder miró al suelo.

– Aunque entiendo que esté usted en otras cosas -prosiguió Sejer -. Acaba de quedarse viudo.

Entonces Gunder levantó la cabeza de nuevo. Sejer lo había llamado viudo. Lo sintió como un desagravio. Se fue a casa y llamó a su cuñado para hablarle de Marie. Lo hacía siempre cuando volvía del hospital. No había mucho que contar.

– Resulta extraño que alguien pueda estar tan quieto -le dijo a Karsten-. Imagínate que no pueda volver a hablar.

– Supongo que solo tendrá la voz un poco oxidada -opinó Karsten-. Seguramente podrá recuperarla si la entrena.

– Tendrá que entrenarse para todo -dijo Gunder con tristeza -. Los músculos se atrofian. Dicen que el cuerpo se vuelve completamente blando. Dicen…

– Bueno, bueno. Tenemos que esperar y ver. No soporto oír todo eso. De todos modos, no entiendo nada de lo que dicen.

El miedo empezaba a traslucirse en su voz. Karsten no dijo ni una palabra de Poona, aunque la gente ya sabía quién era. Eso ofendió profundamente a Gunder, que no paraba de juguetear con el cable del teléfono. Karsten no iba a menudo al hospital. Gunder, por su parte, pasaba mucho tiempo al lado de su hermana. Le hablaba con voz baja y triste sobre todo lo ocurrido. «Han encontrado la maleta, Marie. Con toda su ropa. Y viene el hermano. Lo estoy temiendo. Le quité a su hermana. Poona decía que no tenían una relación muy estrecha, pero de todos modos… le desaconsejó que viniera a Noruega. Y al final ha resultado que tenía razón.»

Así hablaba a su hermana. Así ordenaba sus pensamientos, uno por uno.

Seguía de baja, y no quería ir a trabajar. Los días transcurrían. Bjørnsson llamaba de vez en cuando para charlar. Parecía estar en su salsa. Por fin podía mostrar lo que valía ahora que el vendedor jefe no estaba. Pero el agricultor Svarstad había preguntado por él. Y según Bjørnsson se había quedado boquiabierto al oír la larga historia. Jamás habría pensado que Jomann hubiera tenido el valor de viajar a un país extranjero en busca de una esposa.


– En una conversación anterior con uno de nuestros agentes, Jacob Skarre, dijiste que la tarde del veinte de agosto la pasaste con tu novia, Ulla.

Sejer miró a Gøran Seter, que sonreía complaciente. De las heridas de su cara solo quedaban ya unas pálidas rayas.

– Así es.

– Pero la joven, en una conversación que tuvimos, nos dijo lo siguiente: ella ya no es tu novia y no pasó la noche contigo. Fuisteis juntos al gimnasio Studio Adonis, donde estuvisteis desde las seis hasta cerca de las ocho. Al salir tomasteis cada uno un refresco de pie junto a la entrada. A continuación ella rompió contigo. Y tú te marchaste solo en tu coche, visiblemente enfurecido. Luego pasaste por Hvitemoen en algún momento entre las ocho y media y las nueve.

Gøran Seter abrió los ojos de par en par. Era un joven atlético, de pelo rubio con mechas rojas. Lo llevaba peinado de punta. Sus ojos tenían un intenso brillo que a Sejer le hizo pensar en perlas de mercurio.

– ¿Así que Ulla ha vuelto a romper conmigo? -Se echó a reír -. Es una costumbre que tiene. Lo hace constantemente. Ya no la tomo en serio.

– No me interesa saber si seguís siendo novios o no. Has declarado que aquel día estuviste luego con ella en casa de su hermana, pero no es así.

– Sí que lo es. Perdóneme, pero ¿por qué tengo que responder a esto?

– Estamos investigando un asesinato. Mucha gente tiene que responder a muchas preguntas. En otras palabras, tú eres solo uno de muchos, si te sirve de consuelo.

– No necesito ningún consuelo.

Gøran era fuerte y convincente. La sonrisa estaba siempre presente.

– A Ulla le gusta meter cizaña -explicó.

– No según mi agente.

– Él hablaría un par de minutos con ella. Yo la conozco desde hace más de un año.

– Entiendo. ¿Mantienes entonces que pasaste la tarde con ella?

– Sí. Hicimos de canguros.

– ¿Por qué iba a mentir Ulla sobre eso a un agente de la policía?

– Si era guapo, creo que esa sería razón suficiente. Intenta ligar con cualquiera que se le pone delante. Supongo que querría hacer ver que estaba libre.

– Francamente, ese argumento me parece demasiado flojo.

– Usted no se imagina lo que pueden inventarse las chicas para hacerse las interesantes. No tienen límite. Y Ulla no es una excepción.

– ¿Habías estado antes en casa de la hermana de Ulla?

– Sí.

La sonrisa del joven se hizo aún más amplia.

– Por eso puedo describir tanto el salón como la cocina y el baño. Irritante, ¿verdad?

– ¿Cómo ibas vestido cuando fuiste a Adonis?

– Camiseta de tenis. Seguramente blanca. Pantalones Levi’s negros. Es lo que suelo llevar.

– ¿Te duchaste después de entrenar?

– Claro.

– Y, sin embargo, volviste a ducharte más tarde.

Una breve pausa.

– ¿Por qué sabe usted eso?

– He hablado con tu madre. Llegaste a las once y te metiste directamente en la ducha.

– Si usted lo dice…

De nuevo esa sonrisa. Nada de miedo ni preocupación. El gran cuerpo, cuidadosamente modelado, descansaba en la silla.

– ¿Por qué?

– Supongo que porque me apetecía.

– Tu madre también dijo que cuando volviste a casa llevabas una camiseta azul y un pantalón gris de chándal. ¿Te cambiaste volviendo del gimnasio?

– Me temo que mi vieja no tiene muy buena memoria.

– ¿Tú eres el único de este lugar que tiene la cabeza despejada, Gøran?

– No. Pero, en serio, mi madre no se fija en esas cosas. En el gimnasio sí que llevo camiseta azul y pantalón gris de chándal.

– ¿De manera que saliste de Adonis vestido con una camisa blanca limpia y antes de llegar a casa te pusiste la ropa sudada del entrenamiento?

– No. Es que mi madre no se aclara.

– ¿Qué calzado llevabas?

– Zapatillas de deporte. Estas.

Extendió las piernas para mostrarlas.

– Parecen nuevas.

– Que va. Solo bien cuidadas.

– ¿Me dejas mirarlas por debajo?

Levantó los pies. Las zapatillas tenían la suela blanquísima.

– ¿A quién llamaste?

– ¿Que a quién llamé? ¿Cuándo?

– Hiciste una llamada desde el coche. Ulla te vio.

Por primera vez Gøran se puso serio.

– Llamé a alguien que conozco. Así de simple.

Sejer reflexionó.

– Esta es tu situación a fecha de hoy. Pasaste por el lugar de los hechos a una hora en que pudo haberse cometido el crimen. Tienes un Golf rojo. Un coche parecido fue visto en el lugar de los hechos, aparcado en el arcén. Un testigo vio a un hombre con camisa blanca en el prado. Estaba con una mujer. Mientes respecto a dónde pasaste aquella tarde noche. Varios testigos observaron que tenías marcas en la cara cuando apareciste en el bar de Einar el día veintiuno, al día siguiente del asesinato. Todavía las tienes. Entenderás que necesite una explicación de todo esto.

– Estuve jugando con mi perro. Y no tengo por costumbre atacar a mujeres. No me hace falta. Tengo a Ulla.

– Ella dice que no, Gøran.

– Ulla dice muchas chorradas.

El chico ya no sonreía.

– No lo creo -dijo Sejer -. Volveré más adelante.

– No. No quiero que vengan a darme más la lata, joder.

– En este caso solo tengo consideración con la víctima -respondió Sejer.

– La gente como usted nunca tiene consideración con nadie.

Sejer salió de la casa con una intensa sensación de que Gøran Seter tenía algo que ocultar. Pero todo el mundo tiene algo que ocultar, pensó. No necesariamente un asesinato. Eso era lo que hacía su trabajo tan difícil, ese atisbo de culpa en todo el mundo que los deja en mal lugar, a veces inmerecidamente. La parte que menos gustaba a Sejer de su trabajo era lo desconsiderado de hurgar en la vida de los demás. Por esa razón cerró los ojos y vio la terrible imagen de la cabeza destrozada de Poona.

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