5

Al día siguiente, el 21 de agosto, un coche de policía se dirigía lentamente a Elvestad por la carretera nacional. El capó blanco brillaba bajo el sol. Dos hombres miraban a través del parabrisas. A lo lejos distinguieron una aglomeración de gente.

– Allí -dijo Skarre.

Vieron un claro a la izquierda. Un prado florido rodeado de un tupido bosque. El inspector jefe, Sejer, miró de nuevo y vio que había un nutrido grupo de personas trabajando. Toda la zona había sido acordonada, y además habían hecho un camino para poder acceder al lugar. Los hombres bajaron rápidamente del coche y se internaron en la alta hierba, ya muy pisoteada. Durante mucho tiempo, pensó Sejer, ese surco permanecería abierto como una herida. Se había congregado bastante gente en la carretera. Unos niños en bicicleta, un par de coches. Y la prensa, claro. Por ahora relegada a la carretera, aunque los flashes de las cámaras lanzaban airados destellos. Sejer era de esas personas a las que se reconoce por su modo de andar. Su largo cuerpo se movía con paso lento por la hierba. Nunca había en él nada precipitado. También pensaba siempre antes de hablar. La gente que no lo conocía creía que era lento de reflejos. Otros veían su talante sereno e intuían a un hombre que rara vez hacía algo de lo que luego pudiera arrepentirse, y que aún más raramente cometía errores. Tenía el pelo cano y rapado al cero. Llevaba un jersey negro de cuello alto y una chaqueta abierta de cuero marrón. El grupo le hizo un hueco para que pudiera llegar sin problemas hasta el lugar de los hechos. Jacob Skarre iba dos pasos detrás de él. Sejer le tapaba la vista. Pero, de repente, la mujer yacía ante sus pies. Skarre tomó una cantidad insólita de aire. ¿Qué le había dicho Holthemann por teléfono?

«De una brutalidad inusual.»

Sejer creía que estaba preparado. Separó los pies y clavó la mirada en la mujer tendida sobre la hierba. Lo que vio lo dejó aturdido. Una trenza serpenteante como una culebra negra en la amarillenta hierba. Los restos de una cara destrozada hasta los huesos. No quedaba nada en su sitio. La boca era un agujero entre negro y rojizo. La nariz había sido golpeada con tanta fuerza que se había quedado pegada a la mejilla. No era capaz de descubrir los ojos en toda esa carne roja. Tuvo que desviar la mirada y vio un puño cerrado. Una sandalia dorada. Sangre abundante. Sangre que había empapado la ropa y se había extendido sobre la hierba. Se fijó en la bonita tela de seda en las partes del vestido color turquesa que se habían manchado. Y en el brillo de algunas alhajas. Iba muy arreglada. Cuando levantó la mirada, vio manchas de sangre sobre la hierba que se alejaban de la mujer, como si alguien la hubiera arrastrado hasta allí desde otra parte. Sin quererlo él, todos sus sentidos se pusieron en marcha. Notó el olor, oyó las voces, sintió que el suelo cedía bajo sus pies. Miró un instante el cielo azul y bajó despacio la cabeza.

Era una mujer muy delgada. Sejer vio un pequeño pie. Tobillos finos y morenos. Pies pequeños, lisos y bonitos, desnudos dentro de las sandalias. Era imposible adivinar su edad. Cualquiera entre veinte y cuarenta, pensó. La ropa seguía en su sitio. No tenía ninguna herida en las manos.

– ¿Snorrason? -dijo por fin.

– Snorrason está en camino -contestó Karlsen.

Sejer miró a Skarre. Estaba quieto, en una extraña postura, como si se hubiera quedado rígido. Solo los rizos se le movían con el viento.

– ¿Qué tenemos por ahora?

Karlsen se acercó. Su bigote, siempre tan elegante, tenía mal aspecto. Se le había secado la boca, horrorizado.

– Encontraron el cadáver de una mujer. Nos llamaron desde esa casa de allí -dijo señalando hacia el bosque que había al otro lado de la carretera, donde Sejer vislumbró una pequeña casa. La luz de las ventanas se veía a través del follaje.

– La han golpeado con algo muy pesado y seguramente obtuso, pero no sabemos de qué se trata. No se ha encontrado nada. Hay manchas de sangre en una gran extensión, de hecho hasta aquel rincón -dijo señalando hacia el bosque – y casi hasta la carretera. Como si la hubieran arrastrado. También hay mucha sangre en esa cuesta de la izquierda. Tal vez la atacara allí, y ella pudo escapar unos instantes hasta que él de nuevo la alcanzó. Pero creemos que murió en el lugar donde se encuentra ahora.

Karlsen se tomó un respiro.

– Snorrason está en camino -volvió a decir.

– ¿Quién vive en esa casa de allí? -preguntó Sejer.

– Ole Gunwald. El tendero de Elvestad. Tiene una tienda en el centro. Hoy ha cerrado por migraña. Ya hemos hablado con él. Estuvo en casa ayer por la tarde y esta noche. Sobre las nueve oyó unos gritos débiles y más tarde un coche que aceleraba. Cuando se levantó a mirar, ya había desaparecido. Un poco más tarde volvió a oír lo mismo. Gritos débiles y la puerta de un coche que se cerraba. Además, recuerda que el perro ladró. Está atado en el patio.

Sejer miró de nuevo a la mujer tendida sobre la hierba. Esta vez la impresión fue menor, y en la masa de huesos y músculos destrozados intuyó un rostro gritando. La piel del cuello estaba casi intacta, y vio que era de color dorado. La trenza negra era tan gruesa como las muñecas y también estaba intacta. Entera y bonita. Recogida con un elástico rojo.

– ¿Y la mujer que llamó? -Sejer miró a Karlsen.

– Está esperando en uno de nuestros coches.

– ¿Cómo se encuentra?

– Relativamente bien.

Se llevó la mano a la boca, su bigote tenía ya un aspecto lamentable. Por un momento se hizo el silencio, mientras todos esperaban.

– Tenemos que abrir una línea de teléfono para recibir información -dijo Sejer con firmeza -. Ahora mismo. Y hay que poner en marcha inmediatamente una investigación puerta a puerta. También hay que hablar con toda esa gente que está en la carretera mirando, incluidos los niños. Skarre, ponte protectores en los zapatos y revisa todo el prado. Camina en círculos concéntricos. Empieza abajo, en la carretera. Que Philip y Siw vayan contigo y te sigan. Lo que a ti se te escape, lo verán ellos. Ante la duda de si debes meter algo en la bolsa o no, hazlo. No te olvides de los guantes. Colocad señales en todas partes donde veáis huellas de sangre o hierba pisada. Habrá dos hombres de guardia el resto del día y también mañana. Por ahora. Karlsen, llama a la comisaría y di que se hagan con un mapa de la zona. Grande y detallado. Si es posible, busca a lugareños que conozcan los senderos no marcados. ¡Soot! Hay un camino de carruajes que se adentra en el bosque al otro lado. Entérate de adónde conduce. ¡Abrid bien los ojos!

Todos los policías del grupo asintieron con la cabeza. Sejer se volvió de nuevo hacia el cuerpo. Luego se puso en cuclillas y lo observó detenidamente, dejando que su mirada se deslizara por lo que quedaba del rostro. Intentó guardar todo en la memoria. Procuró no respirar. La mujer vestía una prenda exótica, de color verdoso azulado. Un fino vestido de manga larga sobre un ancho pantalón de tela fina. Parecía seda. Pero lo que más le llamaba la atención era una hermosa alhaja. Un broche de plata. Le extrañó. Un broche de plata para un traje regional noruego. Un objeto tan conocido y visto, y sin embargo tan extraño en aquel exótico traje. Como la cara de la mujer estaba tan destrozada que no se podían distinguir las facciones, resultaba difícil adivinar su procedencia. Podría haber nacido y vivido en Noruega, o encontrarse allí por primera vez. Una sandalia dorada se le había salido del pie. Sejer encontró un palo en la hierba y la levantó. Había sangre bajo la suela, pero pudo leer tres letras: NDI. La ropa le hizo pensar en la India y en Pakistán. Sacó el móvil del bolsillo y llamó a la comisaría. No habían recibido ninguna notificación de una mujer desaparecida. Aún no. A unos metros del cadáver había un bolso amarillo muy curioso, como de terciopelo, con forma de plátano. Tenía el cierre de cremallera y era de los que se atan a la cintura. Como por arte de magia, estaba completamente limpio. Lo atravesó con el palo, y con dos dedos abrió la cremallera. Lápiz de labios. Espejo. Pañuelos de papel. Monedas. Nada más. Ni cartera, ni papeles. Nada que pudiera decirle quién era. En una oreja llevaba un grueso aro con una bola. El otro había desaparecido, si es que llevaba dos. Las uñas de las manos estaban pintadas de rojo sangre. Llevaba dos sortijas de plata no muy valiosas. El vestido no tenía bolsillos, pero puede que encontrara alguna etiqueta. No podía tocar nada. Es simplemente la mujer muerta, pensó. Hasta que alguien llame preguntando por ella. En la radio, en la televisión y en toda la prensa solo se llama la mujer muerta.


Cuando regresaba por el camino marcado con tiras de plástico, echó un vistazo a los tres agentes que estaban remontando el prado. Parecían niños jugando en fila india. Cada vez que Skarre se detenía y se agachaba, los otros dos también se detenían. Vislumbró la bolsa de plástico transparente de Skarre, ya tenía objetos dentro. Luego se dirigió hacia el coche patrulla. La mujer que había encontrado el cadáver lo estaba esperando. Sejer la saludó, se metió en el coche y se alejó en él unos cien metros. Abrió la ventanilla para que entrara aire fresco.

– Cuénteme cómo fue -dijo con voz firme.

La firmeza de su voz ayudó a la mujer, que asintió con la cabeza y se puso una mano sobre la boca. El temor a esas palabras que tendría que encontrar y pronunciar en alto brillaba en sus ojos.

– ¿Cuento todo desde el principio? -preguntó.

– Sí, por favor, eso estaría bien -contestó Sejer.

– Vine a buscar setas. Hay mucha rúsula por aquí, alrededor de la casa de Gunwald. A él no le importa que las coja. No tiene ganas de hacerlo él mismo. Está enfermo a menudo -explicó -. Yo llevaba una cesta en el brazo. Salí de casa un poco después de las nueve. -Se calló un instante y prosiguió -: Vine por allí -dijo señalando la carretera -. Luego seguí por la orilla del bosque hacia arriba. Todo estaba muy silencioso. Entonces vi algo negro a lo lejos, en el prado. Me inquietó un poco, pero seguí bosque adentro y empecé a coger setas. El perro de Gunwald ladró, lo hace siempre que oye a alguien. Pensé en esa cosa negra que había visto. Me incomodaba y le daba la espalda. Resulta raro ahora. Como si hubiera comprendido todo enseguida, pero me negara a creerlo. Cogí muchas setas. Por cierto, ¿dónde está mi cesta? -Perdió el hilo y miró confusa a Sejer, hasta que recapacitó y prosiguió -: No es que me importen las setas. No he querido decir eso. Es solo que me he acordado de la cesta…

– Encontraremos la cesta -dijo él en voz baja.

– También cogí bastantes níscalos. Y vi que había muchos arándanos. Pensé que vendría otro día a cogerlos. Estuve alrededor de media hora y ya iba a marcharme, pero por alguna razón no quería acercarme a aquella cosa negra que había visto en la hierba. De modo que me mantuve en la orilla.

– ¿Sí? -preguntó Sejer.

– Pero a pesar de todo fui a mirar. Parecía un gran saco de basura, de esos de plástico negro. Quería seguir, pero volví a pararme. Parecía como si parte de la basura se hubiese salido. O se me ocurrió que tal vez fuera un animal grande muerto. Retrocedí unos pasos. No sé a qué distancia me encontraba cuando vi una larga trenza. Y también el elástico del pelo. En ese instante supe de qué se trataba. -Se calló y sacudió la cabeza, como incrédula. Sejer no quiso interrumpirla -. Una goma para el pelo. Entonces eché a correr -dijo -, y no paré hasta llegar a casa de Gunwald. Empecé a dar golpes en su puerta, gritando que teníamos que llamar a la policía. Que había un cadáver en el prado. Gunwald se asustó muchísimo. Ya no es joven. Y esperé sentada en su sofá. Él sigue dentro, solo. No estamos lejos de su casa. La mujer tuvo que haber gritado, ¿no?

– Solo oyó unos gritos débiles.

– Tendría el televisor a todo volumen -dijo ella asustada.

– Tal vez. ¿Dónde vive usted?

– Cerca del centro de Elvestad.

Sejer asintió y le alcanzó el móvil.

– Tal vez quiera llamar a alguien.

– No.

– Tendrá que acompañarme a la comisaría. Puede que tardemos un rato. Pero luego la llevaremos a su casa.

– Tengo tiempo de sobra.

La miró y carraspeó discretamente.

– ¿Ha mirado en la suela de sus zapatos?

Ella clavó la mirada en él, aturdida, sin comprender. Se inclinó y se los quitó. Eran zapatillas finas de verano con suela de goma blanca.

– Están manchadas de sangre -exclamó asustada -. No lo entiendo, me mantuve a bastante distancia.

– ¿Vive gente de origen extranjero en Elvestad? -quiso saber Sejer.

– Dos familias. Una de Vietnam y otra de Corea. La familia Thuan y la familia Tee. Llevan viviendo aquí muchos años. Todo el mundo los conoce. Pero no puede ser ninguno de ellos.

– ¿No? -preguntó Sejer.

– No -contestó ella con firmeza, sacudiendo la cabeza -. No puede ser ninguno de ellos.

Volvió a mirar el prado.

– Y yo que pensaba que era un saco de basura -dijo.


Al amanecer, Gunder seguía sentado en el sillón. Se había dormido en una postura del todo incómoda. Cuando sonó el teléfono, dio un tremendo respingo, se lanzó sobre el aparato y cogió el auricular. Era Bjørnsson, su compañero de trabajo.

– ¿Te quedas a trabajar en casa hoy también?

– No -contestó con la respiración entrecortada. Tuvo que apoyarse en el escritorio. Se había levantado demasiado deprisa.

– ¿Estás enfermo? -preguntó Bjørnsson.

Gunder clavó la mirada en el reloj, aterrado al ver lo tarde que era. La cabeza le daba vueltas.

– No. Es mi hermana -dijo -. Está en el hospital. Me pasaré por allí ahora -prosiguió, aunque realmente no pensara hacerlo. Todo era caos en su cabeza, y no tenía ni idea de cómo afrontar el día -. Os mantendré informados -dijo.

Fue tambaleándose hasta el baño. Se quitó la ropa y se duchó, dejando la puerta abierta de par en par, con la esperanza de oír el teléfono si volvía a sonar. Pero no sonó. Luego llamó al hospital. No se había producido ningún cambio. Marie seguía en coma, aunque la situación era estable, dijeron. Ya nada es estable, pensó Gunder desesperado. No tenía ningunas ganas de comer, pero se hizo un café. Volvió a sentarse en el sillón a esperar. ¿Dónde habría pasado la noche Poona? ¿Por qué no llamaba? Y allí estaba él, esperando como un perro junto al teléfono. Permaneció sentado un buen rato, más adormilado que despierto. Marie podía despertar en cualquier momento, y no habría nadie sentado junto a su cama. Poona podría llamar en cualquier momento y decir: «Creo que me he perdido. ¿Puedes venir a buscarme?». Y luego su risa, tal vez un poco avergonzada, al otro lado del teléfono. Pero el tiempo transcurría y nadie llamaba. Tengo que llamar a la policía, pensó Gunder desesperado. Pero eso significaría reconocer que algo había sucedido. Encendió la radio, pero volvió al escritorio y se quedó allí, desde donde oía las miserias del mundo resumidas en la radio. Tenía el volumen bajo, pero captaba palabras sueltas, aunque reparaba en ellas. Y sin embargo, levantó la cabeza de golpe al oír el nombre de Elvestad alto y claro. Se levantó y fue a la cocina a subir el volumen del aparato: «Mujer de origen extranjero. Completamente desfigurada».

¿Aquí en Elvestad?, pensó Gunder, escandalizado. Y luego el inspector jefe. «Desconocemos la identidad de la mujer. Nadie ha comunicado su desaparición.» Gunder escuchó atentamente. ¿Qué era lo que acababan de decir?

«De origen extranjero. Completamente desfigurada.»

Se desplomó sobre la mesa y permaneció temblando hasta que sonó el teléfono. No se atrevió a cogerlo. Se quedó agarrado al borde de la mesa mientras el teléfono seguía sonando. Todo daba vueltas a su alrededor. Por fin se hizo el silencio. Intentó enderezarse. Se sentía entumecido y extraño. Volvió la cabeza y miró el teléfono. Pensó que debía llamar a Marie, como hacía siempre que pasaba algo. Pero ahora no podía. Fue a la entrada y cogió las llaves del coche. Lo más probable era que Poona se encontrara en algún hotel de la ciudad. Aparecería antes o después. Esa otra mujer, la que mencionaban en la radio, no tenía nada que ver con él. Últimamente no se hablaba sino de asesinatos y miserias. Debería escribir una nota y dejarla en la puerta, por si ella aparecía mientras él estaba fuera. Mi mujer Poona. Vio su propio rostro en el espejo y se sobresaltó. Los ojos le devolvían su propia mirada, que revelaban un profundo miedo. En ese instante el teléfono volvió a sonar. Sería ella, claro. No, pensó, llamarían del hospital. Tal vez Marie haya muerto. O quizá sea Karsten desde Hamburgo preguntando por ella, camino del aeropuerto para coger el primer avión. Era Kalle Moe. Gunder permaneció inclinado sobre el escritorio con el auricular en la mano.

– Gunder -dijo Kalle -. Quería saber cómo iba todo.

Su voz era tímida. Gunder enmudeció. No tenía nada que contar. Se le ocurrió la posibilidad de mentir y decir que sí, que ahora está sentada aquí conmigo. Se había perdido, claro. En un taxi de la ciudad, que no conocía bien la zona.

– ¿Cómo ha ido todo? -preguntó Kalle.

Gunder seguía sin contestar. Lo que había oído por la radio le daba vueltas en la cabeza. ¿Acaso Kalle lo había oído también y había sacado conclusiones? Pero claro, así era la gente, siempre imaginándose lo peor. Y Kalle era un hombre que siempre estaba preocupado.

– ¿Estás ahí, Gunder?

– Estoy a punto de irme al hospital.

Kalle carraspeó.

– ¿Cómo está tu hermana?

– No me han dicho nada. Supongo que no se habrá despertado aún. No lo sé -añadió.

Volvió a hacerse el silencio. Como si Kalle estuviera callándose algo.

Gunder no le haría hablar.

– Bueno -dijo Kalle -, es que me he empezado a preocupar. No sé si has oído las noticias, pero han encontrado a una mujer en Hvitemoen.

Gunder contuvo la respiración.

– ¿Sí? -dijo.

– No saben quién es -prosiguió Kalle -. Pero dicen que se trata de una extranjera. Y ella está… es decir, es el cadáver de una mujer lo que han encontrado, eso era lo que quería decir. Por eso estaba preocupado, ya me conoces. No es que piense que haya alguna relación, pero como no está muy lejos de donde tú vives… Tenía miedo de que pudiera tratarse de la mujer a la que fui a buscar ayer. ¿Entonces ha llegado sana y salva?

– Llegará en el transcurso del día -contestó Gunder con firmeza.

– ¿La has encontrado?

Gunder tosió.

– He de irme al hospital.

– De acuerdo.

Percibió la duda de Kalle a través del auricular.

– Por cierto, tengo que pagarte el viaje -se apresuró a decir Gunder-. Ya hablaremos.

Colgó bruscamente. Permaneció unos instantes sin moverse. Ah, una nota para Poona, eso era lo que iba a hacer. Podría dejar una llave fuera. ¿Dejarían también en la India la llave bajo el felpudo? Buscó lápiz y papel, pero se acordó de que no sabía escribir en inglés. Solo hablar un poco. Todo se arreglará, pensó, y abandonó la casa sin cerrar la puerta con llave. A continuación se metió en el coche.

Hvitemoen se encontraba a un kilómetro más allá, en dirección a Randskog. No pasaría por allí de camino al hospital, de lo cual se alegraba. Tenía la impresión de que había más gente fuera que de costumbre. Se cruzó con dos furgonetas de la Radio Televisión Noruega, y dos coches de policía. Delante del bar de Einar había un montón de coches. Y bicicletas y gente. Miró asustado todo aquello cuando pasaba velozmente en su coche. Ya en el hospital, cogió el ascensor. Entró directamente en la habitación de Marie. Una enfermera estaba inclinada sobre la cama. Se enderezó al verlo entrar.

– ¿Quién es usted? -preguntó con escepticismo.

– Gunder Jomann -se apresuró a decir -. Soy su hermano.

La enfermera volvió a inclinarse sobre Marie.

– Todas las visitas han de dirigirse primero a la sala de guardia antes de entrar en las habitaciones -dijo.

Gunder se quedó mudo. Permaneció junto a la cama, aturdido y avergonzado, retorciéndose los dedos. ¿Por qué le hablaba así? ¿No se alegraban de que por fin hubiera llegado?

– Ayer estuve aquí todo el día -dijo en voz baja -. Así que pensé que podía entrar sin más.

– Eso no podía saberlo yo -contestó la enfermera con una sonrisa no muy convincente -. Ayer no estaba de guardia.

Gunder no contestó. Las palabras se le hicieron un nudo como de pelo en la garganta. En realidad quería preguntarle si había algún cambio, pero notó que los labios le temblaban y no quería que aquella mujer viera que estaba a punto de llorar. Se sentó cuidadosamente en el filo de la silla, con los brazos cruzados sobre el regazo. Mi esposa ha desaparecido, pensó desesperado. Quería gritárselo a esa enfermera que estaba junto a la cama regulando el gotero, decirle lo difícil que era todo. Marie, su única hermana, en coma, y Karsten en Hamburgo. Y Poona como si se la hubiera tragado la tierra. No tenía a nadie más. Deseaba que la enfermera se marchara y que no volviera. Prefiero la rubia que estuvo aquí ayer, pensó. La de la sonrisa amable, que había ido a buscarle algo de beber.

– ¿Sabe usted que en calidad de familiar puede pasar la noche en el hospital? -dijo de repente la enfermera.

Gunder se sobresaltó. Pues sí, se lo habían dicho. Pero él tenía que encontrar a Poona. No quiso decírselo a esa mujer. Por fin desapareció. Gunder se inclinó sobre Marie. Un suave murmullo salía del tubo que le habían metido en la boca. La otra, la rubia, le había explicado que ese ruido significaba que se estaba llenando de saliva. Pero si llamaba ahora, tal vez volvería esta otra, la malhumorada. Gunder no lo soportaría. Permaneció un rato escuchando el ruido del respirador, que insuflaba aire a presión dentro de Marie. Pensó que si aquel gorgoteo aumentaba tendría que avisar, acudiera la que acudiera.

Le habían dicho que le hablara, pero ya no tenía palabras. La noche anterior estaba ilusionado por el reencuentro con Poona, incluso en medio de todo aquello. «¿Marie?», susurró. Pero desistió y bajó la cabeza. Quería pensar en el futuro. De repente, Karsten aparecería por la puerta y se haría cargo de aquella situación tan complicada. Se acordó de que había una radio colgada sobre la cama. ¿Podría encenderla? ¿Molestaría a Marie? Se inclinó sobre el cabecero y descolgó la radio. Estaba tapizada con un lienzo blanco. Primero buscó el botón del volumen y lo bajó del todo. Se la puso junto al oído y percibió un lejano silbido. Buscó hasta encontrar la Radio Nacional 4 noruega, donde daban noticias cada hora. Faltaban unos instantes para las diez. Esperó con gran tensión hasta que una voz interrumpió la música y anunció las noticias. «El inspector jefe Konrad Sejer informa de que la mujer encontrada muerta en Hvitemoen aún no ha sido identificada. Pide a los ciudadanos que se pongan en contacto con la policía si tienen alguna información que pueda ayudar al esclarecimiento del caso. La policía también informa de que la mujer ha sido víctima de una violencia excepcionalmente brutal con un objeto romo, pero no desea dar más detalles. Fuentes con las que ha contactado esta emisora sostienen que el cadáver estaba cruelmente mutilado, con muestras de una violencia muy rara en la historia criminal noruega. La policía ha abierto una línea de teléfono y ruega a las personas que ayer por la tarde o por la noche estuvieran en las proximidades de Hvitemoen, Elvestad, se pongan en contacto con ella. Todo movimiento observado en esa zona puede ser de interés. El cadáver fue descubierto por una mujer de Elvestad que estaba cogiendo setas.» Dieron un número de teléfono. Un número muy fácil de recordar, y que, sin quererlo, se le grabó en la mente. El gorgoteo de Marie interrumpió sus pensamientos. Había empeorado. Si llamaba y la enfermera morena acudía corriendo, tal vez pensara que él opinaba que no estaba haciendo bien su trabajo. Pero habría más gente de guardia, y a lo mejor no acudía ella. En ese momento se abrió la puerta y entró la rubia. Se acercó a la silla y le puso una mano en el hombro.

– Su cuñado ya ha sido localizado. Va camino de casa.

Gunder estuvo a punto de echarse a llorar de alivio. Ella se acercó a la cama de Marie y quitó la saliva del tubo. Gunder se permitió cerrar los ojos y relajar por fin los hombros.

– ¿Se arregló todo ayer? -preguntó de repente la rubia mirando a Gunder por encima de la cama.

Él abrió de nuevo los ojos. La enfermera hablaba muy bajo.

– Mencionó usted unos problemas -dijo ella.

– Bueno, es decir, no sé muy bien -tartamudeó Gunder.

La enfermera volvió a inclinarse sobre Marie, pero seguía escuchándolo. Él tenía la sensación de que ella sabía muchas cosas, aunque no se explicaba cómo.

– Todo será más fácil cuando llegue su cuñado -dijo ella -. Así no tendrá que cargar usted con todo.

– Sí -contestó Gunder-. Será más fácil. -Luego se armó de valor y mirándola fijamente dijo -: ¿Se despertará? -preguntó con un hilo de voz.

Ella miró fijamente a Marie. Hasta ahora, Gunder no se había fijado en que llevaba una placa con su nombre.

– Sí, creo que sí -contestó la enfermera Ragnhild -. Se despertará.

Загрузка...