23

Friis intentó controlarse.

– ¿Entiendes lo que has hecho? -preguntó con voz ronca -. ¿Entiendes la gravedad de esto?

– Sí -contestó Gøran.

Estaba tumbado en el catre, dormitando. Sentía una gran tranquilidad.

– Has confesado el delito más grave de todos, el que recibe el castigo más severo de la ley, a pesar de que la policía no tiene ni una sola prueba contundente. Ni siquiera saben si van a ser capaces de encausarte con una base tan poco consistente. Y además, han de buscar un jurado dispuesto a condenarte en base a rumores y suposiciones.

Dio unos pasos por la habitación.

– ¿Entiendes lo que has hecho? -repitió.

Gøran miró asombrado a Friis.

– ¿Y si lo hubiera hecho?

– ¿Que si lo hubieras hecho? Dijiste que eras inocente. ¿No lo mantienes?

– Ya no me importa. Tal vez lo hiciera. He pasado tantas horas en esta habitación, formándome tantas ideas que ya no sé lo que es verdad. Todo es verdad y nada es verdad. No me dejan entrenar. Me siento lleno de droga -farfulló.

– Te han presionado -dijo Friis muy serio -. Te ruego encarecidamente que te retractes de esa confesión.

– ¡Podrías haber estado allí conmigo, como te pedí! Tenía derecho a ello.

– No es una buena táctica -dijo Friis -. Lo mejor para nosotros es que yo no sepa lo que ocurrió entre vosotros dos. De esa manera también puedo dudar del método empleado por Sejer. ¿Me comprendes? ¡Quiero que te retractes de la confesión!

Gøran lo miró asombrado.

– ¿No es un poco tarde?

Friis volvió a pasearse por la celda.

– Has proporcionado a Sejer lo que quería. Una confesión.

– ¿A ti te interesa saber la verdad? -preguntó Gøran.

– Yo estoy aquí para salvarte el pellejo -contestó el abogado en tono hiriente -. Es mi trabajo, y soy bueno en ello. ¡Dios mío, eres muy joven! Si te condenan, pasarás mucho tiempo encerrado. Los mejores años de tu vida. ¡Piénsatelo!

Gøran se volvió contra la pared.

– Vete ya. A mí todo esto me importa un carajo.

Friis se sentó a su lado.

– No -dijo -. No voy a irme. Has confesado bajo presión un crimen que no has cometido. Sejer es mayor que tú, una autoridad. Se ha aprovechado de tu juventud. Es un atropello. Seguramente te ha lavado el cerebro. Vamos a retirar la confesión y así tendrán que sudar un poco más. Ahora intenta descansar. Aún falta mucho.

– Tienes que hablar con mis padres -dijo Gøran.


La confesión apenas llegó a publicarse antes de que los periódicos tuvieran que informar a sus lectores de que esta había sido retirada. En el bar de Einar la gente leía con los ojos abiertos de par en par. Los escépticos, los que siempre habían defendido la inocencia de Gøran, se sentían engañados. No entendían cómo un hombre joven era capaz de confesar que había destrozado la cabeza de una mujer hasta dejarla como una compota roja en la hierba si no lo había hecho. Se les encogía el corazón solo con pensarlo. No era el mismo Gøran que ellos conocían. Ellos no sabían nada de las investigaciones policiales, ni tampoco de la historia, que estaba llena de ejemplos de personas que confesaban asesinatos y otras miserias que no habían cometido. El periódico Dagbladet enumeraba varios casos. Se analizaron a ellos mismos y se dieron cuenta de que era imposible. Y los que en su día formaran parte del jurado pensarían lo mismo.

En el bar había silencio, nada de acaloradas discusiones, solo gente que dudaba, que vacilaba. Mode dijo que no, que ni de coña, que no se lo creía. Nudel había enmudecido y Frank movía incrédulo su gran cabeza. «¿Qué puedo pensar?» Ole Gunwald se sentía aliviado. Había denunciado a Einar, pero resultó que estaba limpio como la nieve. Lo mismo opinaba del joven Gøran Seter, pero pensándolo bien, sí tenía imaginación suficiente para aceptar la imagen de un iracundo joven en buena forma que acababa de ser rechazado por la novia. Y luego por la amante. ¿Qué era lo que ponía en los periódicos? «Un homicida muy fuerte.»

Gunder había escuchado las explicaciones de Sejer por teléfono en dos ocasiones. Primero, que por fin habían resuelto el caso; luego, solo unas horas más tarde, que la confesión había sido retirada, lo cual no le preocupaba, dijo, la confesión pesaría mucho en el juicio. «Tenemos la esperanza de que Gøran sea condenado», dijo Sejer en un tono muy convincente. Gunder asintió con la cabeza, pero no quiso oír nada. Su deseo era que todo hubiese concluido.

– ¿Qué tal está su hermana? -preguntó Sejer.

– No hay ningún cambio.

– No debe usted perder la esperanza.

– Ya lo sé. Mi hermana es lo único que me queda.

Gunder se quedó pensando. Había algo que quería mencionar.

– Por cierto, me dio el hermano de Poona una carta que Poona le escribió después de nuestra boda. La carta en la que le cuenta todo. El hermano pensó que me gustaría tenerla.

– ¿Usted se ha alegrado?

– Está escrita en indio -contestó Gunder-. En marathi. Así que no me sirve de mucho.

– Puedo hacer que se la traduzcan, si usted quiere.

– Con mucho gusto.

– Envíemela -dijo Sejer.


Robert Friis sostenía con obstinación que la explicación de Gøran era incompleta. Que el joven, de ninguna manera, había aclarado el crimen. No se acordaba de qué ropa llevaba la mujer, solo de que era oscura. Tampoco había mencionado las sandalias doradas, y lo mismo ocurría con ese broche, tan típico noruego, que llevaba en el vestido. Por lo demás, no tenía ni idea de su aspecto, aunque todos los que la habían visto habían mencionado sus dientes prominentes. «Esto es una mera reconstrucción -gritó Friis -, cedida en un momento de desesperación y agotamiento.» A la pregunta de en qué parte exactamente del lago Norevann había tirado la ropa, Gøran contestó que no lo tenía claro. La declaración provisional estaba llena de lagunas y puntos difusos, lo que sin duda se vería en la siguiente reconstrucción. Friis se topó con Sejer en la cantina y, aunque el inspector jefe se puso a mirar su sándwich de gambas, Friis se sentó en la misma mesa. Era un charlatán, pero profesional. Sejer era poco locuaz, pero seguro.

– Él es el hombre, y tú lo sabes -dijo en voz cortante mientras atravesaba una gamba con el tenedor.

– Probablemente -dijo Friis sin rodeos -, pero no podrá ser condenado sobre esa base.

Sejer se limpió la mayonesa de la boca y miró al abogado.

– Saldrá a la calle antes o después. Si sale sin castigo seguirá haciendo tic tac como una bomba sin detonar.

Friis sonrió y se lanzó sobre su sándwich.

– Supongo que los asesinatos que aún no se han cometido no te preocupan. Me imagino que tendrás de sobra con lo que tienes sobre la mesa en este momento.

Los dos siguieron comiendo un rato.

– Lo peor es -dijo Sejer – que Gøran se sentía a gusto consigo mismo por primera vez en mucho tiempo. Retractándose, tendrá que volver a pasar otra vez por todo esto. Deberíamos haberle ahorrado ese trago.

Friis bebía el café ruidosamente.

– No debería haber sido acusado -dijo -. Llevas mucho tiempo en esto. Me extraña que quisieras correr el riesgo.

– Sabes que estaba obligado a hacerlo.

– Y sé cómo trabajas -dijo Friis -. Te pones de su parte. Lo tratas con amabilidad. Escuchas y comprendes, le das golpecitos en el hombro. Le haces cumplidos. Eres el único que puede sacarlo de esa habitación y meterlo en otra, con todos sus derechos. Los derechos que antes le has robado.

– Podría haberle gritado y pegado -se limitó a decir Sejer -. ¿Habrías preferido eso?

Friis no contestó. Masticó larga y concienzudamente.

– Has plantado una mujer india en su conciencia -dijo en tono severo -. De la misma manera que en su día un científico plantó un oso blanco. Como un experimento.

– No me digas -dijo Sejer, indiferente.

– ¿Quieres participar en un juego, si es que sabes lo que es eso?

– Creo que sí.

– Piensa ahora libremente por unos segundos. Fórmate una imagen de lo que quieras. Todo está permitido, excepto esto: la imagen no ha de contener un oso blanco. Por lo demás, todo está permitido. Pero no pienses en un oso blanco. ¿Me entiendes?

– Mejor de lo que crees -contestó Sejer secamente.

– Entonces ponte a pensar.

Sejer se puso a pensar, pero sin dejar de comer. Al poco rato le llegó una imagen. Se quedó contemplándola.

– ¿Y bien? -preguntó Friis.

– Veo una playa del Pacífico -dijo Sejer -. Con agua de un azul intenso y una palmera solitaria. Y espumeantes olas blancas.

Se calló.

– ¿Y quién se acerca por la playa? -bromeó Friis.

– Un oso blanco -admitió Sejer.

– Exactamente. Te fuiste lo más lejos posible del Ártico para evitar la imagen. Pero ese maldito oso te siguió hasta el Pacífico, porque yo lo planté allí. De la misma manera tú has plantado a Poona Bai en el corazón de Gøran.

– Si tienes dudas respecto a los métodos, al menos deberías acompañar a tus clientes durante los interrogatorios.

– Tengo demasiados -se disculpó Friis.

– Pronto llegará el vídeo -dijo Sejer -. Para entonces tendrás que jugar con otras cartas.


Se fue a su despacho y se topó con Skarre. Sin mediar palabra, Skarre le alcanzó una pequeña nota. Sejer leyó:

– «Joven de veintinueve años acuchillado en plena calle en Oslo. Murió más tarde como consecuencia de las lesiones». ¿En tu buzón? ¿Sin sello de correos?

– Sí.

Sejer le escrutó y dijo:

– ¿Estás preocupado?

Skarre se despeinó los rizos con una mano, nervioso.

– Las ruedas de mi coche fueron rajadas con un cuchillo. En este caso también se utilizó un cuchillo. La persona en cuestión ha estado en mi portal. Me persigue. Quiere algo de mí. No lo entiendo.

– ¿Y Linda Carling? ¿Has pensado en ella?

– Sí, pero esto no es muy femenino. Ni tampoco lo es destrozar las ruedas a cuchilladas.

– Tal vez ella no sea muy femenina.

– No sé muy bien lo que es. Un día llamé a su madre. Está muy preocupada por su hija. Dice que la chica ha cambiado por completo. Ha dejado el instituto. Se viste diferente y se ha vuelto muy callada. Además, se mete un montón de analgésicos en el cuerpo. Frasco tras frasco. Y dijo algo muy extraño. Que la voz de Linda ha cambiado.

– ¿Cómo dices?

Sejer frunció las cejas.

– ¿Te acuerdas de Linda? ¿Esa voz chillona, tan típica de las adolescentes?

– ¿Sí?

– La voz le ha cambiado. Es más grave.

Sejer volvió a mirar el recorte.

– ¿Me haces el favor de tener un poco de cuidado?

Skarre suspiró.

– Tiene dieciséis años. De acuerdo. Pero pienso en todas esas pastillas.

– Se droga -explicó Sejer.

– O tiene dolores -dijo Skarre -. Por ejemplo, después de un asalto.


Linda cosía algo en una blusa blanca. Estaba sentada debajo de la lámpara, muy quieta, cosiendo con un esmero y una precisión que su madre nunca había visto en ella. Tampoco había visto la blusa.

– ¿Es nueva? ¿De dónde has sacado el dinero?

– La he comprado de segunda mano en Fretex. Cuarenta y cinco coronas.

– No es muy propio de ti llevar blusas blancas.

Linda ladeó la cabeza.

– La he comprado para una ocasión especial.

A la madre le gustó la respuesta. Pensó que tenía que ver con algún chico, lo cual, en el fondo, era verdad.

– ¿Por qué cambias los botones?

– Los botones dorados resultan muy cursis -dijo Linda -. Los marrones son más bonitos.

– ¿Has oído las noticias hoy? -preguntó la madre.

– No.

– Habrá juicio contra Gøran, aunque se retractó de su confesión.

– Ah, sí -dijo Linda.

– Se celebrará dentro de tres meses. No concibo que pueda haber sido él.

– Yo sí lo concibo -dijo Linda -. Al principio tenía mis dudas, pero ahora estoy segura.

Siguió cosiendo. La madre se dio cuenta de que su hija estaba guapa. Más adulta. Más callada. Y, sin embargo, algo la preocupaba.

– ¿Ya nunca ves a Karen?

– No.

– Es una pena, ¿no? Es una buena chica.

– Sí -contestó Linda -. Pero muy ignorante.

La madre se quedó perpleja.

– Ignorante, ¿en qué sentido?

Por fin Linda dejó la blusa.

– No es más que una niña.

Luego volvió a su costura. Reforzó el botón y fijó el hilo.

– Es curioso lo de Gøran -dijo la madre, pensativa -. ¿Podrán juzgarlo solo por indicios? Según su abogado, no hay ninguna prueba contundente -añadió citando el periódico.

– Un solo indicio no es mucho -admitió Linda -. Pero cuando hay muchos, cambian de carácter y se convierten en otra cosa.

– ¿En qué cosa?

Miró asombrada a su hija.

– En exceso de probabilidad.

– ¿De dónde sacas esas palabras?

– De los periódicos -contestó Linda -. Tiene un coche como el que yo vi. Iba vestido como el hombre que yo vi. No encuentra la ropa que llevaba, ni tampoco el calzado. Es incapaz de explicar dónde estuvo, ha dicho varias mentiras con el fin de hacerse con una coartada, y todas han sido rechazadas. Tenía rasguños en la cara al día siguiente del asesinato. Llevaba en el coche algo que muy probablemente sea el arma homicida. Había restos de polvo de magnesio en la víctima, algo que seguramente procede de Adonis. Venía de estar con su novia, que había roto la relación. Y por fin, pero no por ello menos importante: confesó en un interrogatorio haberla matado. ¿Qué más puedes pedir?

La madre movió confusa la cabeza.

– Bueno. Dios mío, no lo sé.

Miró de nuevo la blusa blanca.

– ¿Cuándo vas a ponértela?

– He quedado con alguien.

– ¿Cuándo? ¿Esta tarde?

– Antes o después.

– Qué respuesta tan rara. -La madre volvió a sentir una extraña inquietud -. Estás muy rara últimamente. Perdona que te lo diga, pero no te entiendo. ¿Va todo bien?

– Estoy muy satisfecha -contestó como una adulta.

– Pero ¿y el instituto? ¿Qué vas a hacer?

– Necesito un descanso.

Parecía estar soñando. Levantó la prenda blanca hacia la luz. Se la imaginó roja y pegajosa con la sangre de Jacob. Quería guardarla para siempre como un tesoro de amor. De repente se echó a reír. Había mucha distancia entre el pensamiento y la acción, eso sí que lo entendía. Pero ese juego le gustaba. Le hacía sentirse viva. Cogería el autobús a la ciudad. Se escondería en el portal, con el cuchillo a la espalda. De repente vería entrar a Jacob. Sus rizos como oro a la luz de la farola. Y ella saldría de un salto en la oscuridad. La voz de él, llena de asombro. Sus últimas palabras: «Linda, ¿eres tú?».

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