Miércoles 14.35-16.35 horas

Descendieron un tramo de escaleras y recorrieron un amplio pasaje que corría bajo las vías y desembocaba en la calle. El depósito de equipajes estaba a la derecha, cerca de la salida, frente a unas construcciones nuevas que rodeaban la sala de espera. Peter depositó allí la maleta de María y guardó el billete para retirarla.

Fuera se colocaron en la cola de los taxis y, cuando les llegó el turno, subieron al asiento posterior de un Fiat verde.

– Vico Tacconi -dijo Peter y sacó su paquete de cigarrillos.

El conductor se volvió.

– Cumme scia disce?

Peter echó una ojeada a Karen y volvió a intentar.

El conductor disparó una andanada de palabras italianas y Karen se volvió a Peter.

– No conoce el lugar. ¿A qué distancia está?

– ¡Cómo diablos voy a saberlo! Nunca he estado aquí… Pero hay otro nombre: Shangai Via Pré.

– ¿Via Pré? ¡Ah! -comentó satisfecho el conductor; le dirigió una sonrisa y una inclinación de cabeza, bajó la bandera y partieron.

Sorteando trolebuses, cruzaron la plaza en dirección al distante Monumento ai Caduti, luego hacia la Via XX Settembre.

– ¿Por qué mira por la ventanilla trasera? -preguntó Karen a Peter.


– Sólo quería ver quién doblaba la esquina.

– ¿No dijo que les habíamos dejado atrás?

– Lo dije porque, lo creía y lo sigo creyendo.

El viaje fue corto. Vieron desfilar junto a ellos las grandes tiendas, con sus aceras llenas de gente; pasaron bajo un estrecho puente de arcos muy empinados, que se apoyaba en las laderas vecinas; cruzaron la Piazza De Ferrari, con su fuente, y vieron los arreglos florales que rodean la estatua de Vittorio Emmanuele II en la Piazza Corvetto; atravesaron unos cuantos túneles que perforaban la ladera y llegaron a la Piazza Acquaverde. Allí el conductor describió una curva y se detuvo en la playa semicircular del Hotel Colombia Excelsior.

Hizo un gesto en dirección a una calle empedrada que descendía a un lado del hotel y explicó algo. Karen tradujo.

– Dice que por ahí se va a la Via Pré. No quiere descender porque el automóvil es demasiado grande. Es probable que el sitio que buscamos sea una callejuela sin salida. Las tiendas abrirán dentro de cinco minutos, a las quince.

Peter estuvo de acuerdo, pero no tenía interés en descender aún la estrecha calle. En cambio condujo a Karen al hotel y le indicó que escribiera unas líneas a María explicándole dónde estaba la maleta y prometiéndole devolverle el vestido y los zapatos e indemnizarla por todos los inconvenientes. Cuando Karen hubo concluido la nota, Peter la puso en un sobre junto con el billete para recuperar el equipaje y escribió la dirección de la muchacha: 24 Lungarno Acciaioli, Florencia. Luego envió un cable a Brandt, sin codificar, en el que decía:


«DEL STRABO DETENIDO POR POLICIA FLORENTINA STOP HAGA ALGO CONGDON».


Sólo entonces descendió junto a Karen, la pendiente que conducía a la Via Pré. La Via Pré era una callejuela estrecha de transeúntes y flanqueada por pequeñas tiendas que vendían de todo, desde zapatos a fruta y verdura, artículos de punto, relojes, fiambres, caramelos y pescados. Había entradas a albergos, tiendas de fotografía y bares. En todas partes había una atmósfera de mercado. Los compradores bloqueaban las bocacalles por las que intentaba abrirse paso algún que otro carrito de tres ruedas o algún minúsculo automóvil. Era un crisol de especies humanas y culturas. Sujetos andrajosos e incalificables se mezclaban con personajes bien vestidos y de aspecto próspero. Había hombres, mujeres, turistas, estudiantes y marinos de los puertos más remotos. Era un sitio de reunión, un mercado público, pero también era un lugar habitado y las cuerdas con ropa se extendían a través de la calle, de ventana a ventana, como guirnaldas de banderas que flamearan a pocos metros sobre la cabeza de los transeúntes.

Hacia la derecha la Via Pré descendía hasta desembocar en un pequeño estacionamiento y una parada de taxi, próxima a la ancha y transitada Via Antonio Gramsci. Era hacia la izquierda por donde se prolongaba subiendo y bajando, siempre bullente. Hacia la izquierda estaba la multitud. Hacia la izquierda doblaron Peter y Karen, en busca de la Vico Tacconi.

La encontraron en seguida. Era la primera calleja que ascendía a mano izquierda, y el nombre aparecía pintado en la esquina. Era un pasaje empedrado, de poco más de metro y medio de ancho. A ambos lados se abrían algunas minúsculas tiendas y en el extremo opuesto se veía una escalera de piedra que conducía a la Via Balbi.

La calleja estaba vacía y en ella flotaba un olor ligeramente ácido. Peter tomó a Karen del brazo. A la muchacha le resultaba difícil caminar con los tacones de María por aquel empedrado. A mitad de camino entre la Via Pré y la escalinata de piedra, a mano izquierda, se veía la tienda de un zapatero remendón. Era la última puerta de ese lado y más allá no había más que un solar con unas ruinas cubiertas de hiedra y tres pequeños automóviles estacionados entre los escombros.

No había cartel sobre la puerta de la zapatería y nada indicaba quién era su propietario; pero Peter no vaciló. Miró una vez a su alrededor y condujo a Karen a través de la puerta, un viejo armazón de madera gris, con dos cristales en la parte superior.

El edificio era de piedra, y del mismo material era el diminuto recinto en el que entraron. Había un pequeño mostrador y encima una vitrina que exhibía cremas para limpiar, cepillos y cordones de zapatos. Detrás del mostrador había una silla, un banco de zapatero y herramientas. En los estantes sujetos a la blanqueada pared del fondo se amontonaban cajas de zapatos. A la derecha una cortina de harpillera ocultaba la angosta puerta que conducía a la trastienda. Delante del mostrador había una silla para los clientes y una rejilla con unos cuantos zapatos. En la pared, más arriba de la rejilla, un teléfono fuera de lugar en aquel ambiente.

La cortina de harpillera se abrió para dejar paso al remendón. Era un hombre pequeño, de edad avanzada, con pelo gris muy corto, gafas con montura de acero, un físico frágil, espeso bigote y un rostro -que aparentaba cien años. Avanzó hasta el mostrador, arrastrando los pies y miró a Karen y a Peter con aire inquisidor. Luego murmuró algo en italiano.

– ¿Signore Celotto? -preguntó Peter.

– Sí -dijo el hombre.

– ¿Habla inglés?

El hombre asintió con la cabeza.

– Sí. Un poco.

– ¿Conoce la frase «La Agencia Brandt tiene una red muy amplia»?

El anciano parpadeó una vez detrás de las gafas y observó a Peter con mirada firme. Por fin dijo, lentamente:

– Creo que sí.

– ¿Sabe cómo termina?

– Y recoge muchos peces.

Peter sacó la cartera y entregó al hombre una tarjeta. El anciano se la acercó a los ojos y murmuró el nombre una o dos veces. Miró hacia la puerta y luego volvió los ojos a Peter.

– Adelante -dijo y apartó la cortina.

La habitación en la que entraron Karen y Peter era más amplia que la tienda propiamente dicha, pero no mucho. Junto a la pared del fondo había una cama -con una andrajosa colcha-, una cocinita en un rincón y una puerta trasera que daba a otra estrecha calleja, que desembocaba en el solar. También había un fregadero, una mesita, un sillón de aspecto confortable y un par de sillas de madera, un perchero y un W.C. Con tres personas, el cuarto parecía atestado.

El anciano indicó las sillas con un gesto, echó todavía una mirada en dirección a la tienda y dejó caer la cortina. Arrastrando los pies llegó hasta la puerta trasera, la cerró y corrió el cerrojo. Luego abrió una alacena que había sobre la cocina.

– ¿Tienen hambre? -preguntó-. ¿Les sirvo algo?

– No, gracias.

El hombre hizo un gesto afirmativo con la cabeza, cerró la puerta de la alacena y se sentó en la cama. Los alimentos tenían un aspecto poco tentador, la habitación era deprimente y su dueño parecía al borde del colapso. Aquél era el contacto de Brandt en Génova, y se suponía que sabía elegir a sus colaboradores; sin embargo, aquel hombre parecía no haberse asomado nunca fuera de

– la Via Pré y de su propia callejuela. Peter se sorprendió de que supiera leer y más aún de que hablara inglés.

El anciano se restregó la mal afeitada barbilla y miró nervioso a sus visitantes. Era como si Peter fuera el primer agente de Brandt que le visitaba.

– Supe que estaba en Italia -dijo con voz ronca y apenas audible-. ¿Necesita algo? ¿Quiere ayuda?

Peter asintió, pero no alentaba muchas esperanzas. Vittorio Del Strabo, el contacto de Brandt en Roma, era un hombre en buena posición, tratable, capaz de conseguir lo que se necesitaba. Este hombre ni siquiera les podía ofrecer una comida decente.

– Necesitamos pasaportes -dijo, y esperó una expresión desolada y un gesto de impotencia.

Pero Celotto ni siquiera parpadeó.

– ¿De qué país? -preguntó.

– Estados Unidos, si hay elección. Cualquier cosa que nos permita salir de Italia.

– ¿Estados Unidos? -murmuró el hombre, clavando la mirada en el suelo.

Luego levantó la vista.

– ¿Regresan a Estados Unidos?

– Allí vamos.

– ¿Y le parece que en ese caso conviene un pasaporte estadounidense? Controlan la numeración al llegar. Se puede entrar en cualquier país con un pasaporte falso; en cualquiera menos en Estados Unidos.

Los conocimientos del anciano eran impresionantes. Peter ignoraba ese dato.



– No tenemos necesidad de entrar en Estados Unidos con ese pasaporte -explicó-. Sólo lo necesitamos para salir de Italia. ¿Nos puede conseguir pasaportes?

El hombre tosió.

– Puedo -dijo, aclarándose la garganta-. Pero se necesita dinero.

– Tenemos dinero.

– Se necesita dinero norteamericano.

– También tenemos. ¿Cuánto?

– No lo sé aún. Averiguaré.

El anciano se puso en pie y pasó con esfuerzo entre sus dos visitantes, mientras se metía un dedo en la oreja.

– Telefonearé -explicó-. Ellos me dirán.

Abrió la cortina de harpillera y se dirigió al teléfono.

Fue una larga conversación. El viejo hablaba en un murmullo, pero de cuando en cuando su voz se alzaba como si regateara por algo.

– ¿Problemas de precio?-preguntó Peter a Karen-. ¿Piden la luna?

– Problemas de tiempo. Su amigo los quiere inmediatamente y su interlocutor protesta.

La conversación se prolongó; se prolongó bastante, y en el tono del viejo zapatero apareció un matiz de autoridad. Parecía estar dando órdenes y no era tan débil como parecía.

Por fin colgó el teléfono con energía y regresó a la trastienda.

– ¿Con qué urgencia los necesitan?-preguntó, deslizándose junto a ellos y volviendo a sentarse en la cama-. Tardarán un poco. Los pedí para ahora, pero me dicen que no podrán estar antes de las seis. Lo siento. Es todo lo que pude obtener.

– Está bien. Basta con que los tengamos a las seis.

– Los dos pasaportes le costarán quinientos dólares.

– Realmente piden la luna.

– ¿Eh?

– Nada. Está bien. Quinientos dólares norteamericanos.

Peter se puso de pie.

– ¿Adónde hay que ir? -preguntó.

– Vengan -dijo el anciano.

Los condujo a través de la tienda y salió a la calleja.

– Aquélla es la Via Pré -dijo apuntando con un dedo-. Doble a la izquierda. Hacia allá. Llegue al final. Allí encontrará una calle. Es la Piazza della Darsena. Verá una torre grande, como un castillo. Con un arco. Es la Porta dei Vacca. Atraviese el arco y entrará en la Via del Campo, ¿sí? Y siga, y cerca del extremo, a la derecha… -hizo un gesto para indicar la derecha-. Allí encontrará una tienda de barbiere; al lado hay una puerta que conduce a un estudio fotográfico, que está en el primer piso. Vaya y diga que Giuseppe lo envía. Y todo andará… andará bien.

Peter dijo que entendía y el anciano sonrió y le estrechó la mano.

– Les irá bien -dijo.

Regresaron a la Via Pré y la recorrieron hasta llegar a la intersección con una calle que arrancaba de la vecina Via Gramsci. La torre y la arcada estaban enfrente y pasaron bajo el arco, rumbo a la Via del Campo. Era la contrapartida de la Via Pré, aunque con características propias. También había tiendas a ambos lados, la calzada empedrada era la misma, pero el gentío no era el mismo y faltaba el colorido. Era la trastienda, los límites del mercado, y mientras más avanzaban tanto más disminuían los transeúntes.

El estudio fotográfico estaba situado a dos tercios del largo total de la calle. La puerta, vecina a una peluquería, se abría sobre una escalera de piedra, de escalones desgastados. En una vitrina rajada, junto a la puerta, había una fotografía descolorida de un marinero genovés con una muchacha sobre las rodillas. Arriba, suspendido de una varilla de hierro, había un letrero triangular que ostentaba una sola palabra: Fotografía. Peter abrió la puerta y subieron. En un estrecho corredor, al final de la escalera, había una puerta con un panel de cristal opaco en el que se leía nuevamente Fotografía, y abajo, Entrare. Peter giró el pomo y se encontraron en un sórdido cuarto, equipado con una cámara apoyada en un trípode, un banco y unas burdas pinturas que pretendían reproducir barcos y el mar. Dos reflectores sostenidos por trípodes flanqueaban la cámara y miraban la nada con profundos ojos sin luz.

Como no se veía a nadie en la habitación y nadie entraba, Peter regresó a la puerta y la cerró ruidosamente.

La acción dio resultado; un instante después se abrió otra puerta que había en un ángulo y entró un hombre desmesuradamente gordo y alto, con uñas negras, un gastado pantalón y una camiseta que nunca había sido lavada. A juzgar por su aspecto y el tufo que despedía, parecía tan falto de higiene como su ropa. El olor a ajo y otros aromas menos estimulantes formaban un aura a su alrededor, que llegaba a más de un metro en todas las direcciones. Se aproximó más de lo que hubieran deseado. Llevaba casi medio cuerpo a Karen y era un poco más alto que Peter. Los observó con ojillos astutos, que brillaban en una cara por lo demás inexpresiva y sin vida, y murmuró algo que Peter no entendió. Tenía los dientes rotos y manchados y el rostro cubierto por una barba gris de varios días.



Karen le respondió brevemente y el hombre se volvió con lentitud hacia Peter.

– ¿English?-preguntó con una voz ronca que parecía surgir con esfuerzo-. O.K. ¿Qué quiere?

– Giuseppe nos envía -dijo Peter.

– Ahá -gruñó el hombre-. ¿Tienen los dólares?

– Tengo cheques de viaje.

– Da lo mismo. Quinientos dólares norteamericanos.

El hombrón sacó un cigarrillo del bolsillo del pantalón, se lo puso entre los labios y extendió una mano.

– Cuando nos entregue los pasaportes.

– Por adelantado -rugió el gordo-. ¿Tiene fuego?

Peter estuvo tentado de decir que no, pero se contuvo y sacó el encendedor. El hombre dio una chupada que consumió un cuarto del cigarrillo y luego se lo apartó de los labios con sus gruesos dedos. Un centímetro y medio del extremo estaba empapado en saliva, y el hombrón no exhaló el humo. Siguió hablando y dejó que el humo brotara de la nariz y la boca mientras hablaba.

– Quinientos dólares norteamericanos por adelantado -dijo con voz bronca, reforzando sus palabras con un gesto de la mano que sostenía el cigarrillo, y casi golpeando el pecho de Peter.

– Le daré la mitad -dijo Peter-, La otra mitad contra entrega.

– Adelantado -repitió el hombre-. Siempre adelantado.

Volvió a dar una chupada y se desprendió un centímetro de ceniza.

– Me arreglaré de otra manera -dijo Peter y condujo a Karen hacia la puerta.

Karen estaba saliendo cuando el hombre se movió.

– Espere -dijo.

Peter se volvió.

– ¿Sí?

– ¿Tiene los quinientos dólares?

– Ya le dije que sí.

– Vuelva.

Peter entró y Karen le siguió. Esperaron junto a la puerta abierta.

– Está bien -dijo el hombre-. Es para un amigo de Giuseppe. Mitad ahora, mitad después.

Volvió a extender la mano con el cigarrillo a la espera del dinero.

Peter extrajo su talonario y arrancó cinco de cincuenta. Luego se acercó a la ventana, en donde las persianas abiertas y las andrajosas cortinas dejaban pasar algo de luz, y los firmó apoyándose en el antepecho. El hombrón le siguió y espió por encima del hombro de Peter mientras firmaba. Cuando se los entregó los examinó uno por uno, como un cajero atento a las falsificaciones.

– Muy bien -dijo y sonrió por primera vez-. Ahora quiere un pasaporte.

Guardó los cheques en el bolsillo de su pantalón, dio una chupada más a lo que restaba del cigarrillo y aplastó la colilla con un pie.

– Primero les sacaré una foto.

Acomodó primero a Karen, después a Peter en el banco que había colocado en un espacio libre de la sucia pared próxima a la ventana. Hizo girar la cámara y sacó la fotografía. Cuando terminó abrió las persianas y apagó las luces.

– ¿Qué nombres quieren? -preguntó.

– Greer -dijo Peter y lo deletreó-. Charles Greer.

Deletreó el nombre Charles, y el hombre lo anotó trabajosamente en una libreta que sacó de un bolsillo.

– ¿Y la dama?

– Evelyn Greer.

Peter deletreó el nombre de pila y el hombre lo anotó.

– ¿Fechas de nacimiento?

Peter inventó unas fechas razonables y dio la ciudad de Nueva York como lugar de nacimiento de ambos.

El gordo lo escribió y como datos personales anotó cabellos y ojos castaños para Peter y cabellos y ojos castaños para Karen. Luego les preguntó la estatura, y tomó los datos correspondientes.

– Está bien. Con eso basta. ¿Qué fecha quiere para el pasaporte?

– El quince de septiembre de este año.

– ¿Sello de ingreso en Italia?

– Veintisiete de octubre, en el aeropuerto de Roma.

El hombrón hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

– Esperen aquí.

Se volvió y salió por donde había entrado, cerrando la puerta.

Fue una espera larga. Transcurrieron quince minutos y Karen y Peter aguardaron en silencio, pasando el peso de un pie a otro, caminando un poco por el sombrío recinto, observando la gente que se movía en la calleja visible desde la ventana. Por fin el hombrón regresó y cerró la puerta con expresión solemne. Se detuvo no bien entró y contempló a la pareja.

– Muy bien -dijo-. Estarán listos a las siete y media. Giuseppe se los entregará a las siete y media.

– ¿Giuseppe?-exclamó Peter-. Tenía entendido que usted nos los entregaría a las seis.

– No -el gordo meneó la cabeza-. Imposible. Yo saco las fotos. Pero hay más cosas. Se necesita una máquina de escribir especial que se usa en su país. Eso lo hace otro hombre. Hay sellos, hay perforaciones. Son difíciles de copiar. Es una obra de arte copiar. Cuando estén listos irán a Giuseppe. Le pagará el resto a él. Es todo.

Y sin decir más avanzó hasta la puerta y la abrió invitándoles a salir.

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